Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
3 de marzo de 2011, 21.02 h.
Pia esperó más de dos horas a que Rothman y Yamamoto acabaran de trabajar en el laboratorio BSL-3. Invirtió el tiempo de manera productiva, leyendo artículos publicados en internet sobre ingeniería de tejidos e impresión de órganos, que era lo que habría hecho si hubiera vuelto a la residencia. Con el transcurso del tiempo y los rugidos de su estómago vacío, iba aumentando su preocupación acerca de que la charla estuviera relacionada con el hecho de que hubiera llegado tarde dos días seguidos. Por fin aparecieron Rothman y Yamamoto. Este último se marchó de inmediato. Rothman le indicó a Pia sin pronunciar palabra que se reuniera con él en su despacho, donde fue al grano.
—Quiero hablar con usted sobre el futuro. Su futuro. He de saber si está comprometida con este trabajo.
—Sí, de veras —contestó Pia. El pánico se había apoderado de ella—. Sé que esta mañana he llegado tarde…
—Ha llegado tarde dos mañanas seguidas, al menos eso dice la señorita Langman.
—Lo siento… —tartamudeó Pia. Sus temores se estaban confirmando.
—No sirve de nada lamentarlo —replicó Rothman—. Me preocupa lo que eso implica.
—Me aseguraré de que no vuelva a suceder.
Rothman desechó sus excusas con un ademán.
—Déjeme hablar mientras tenga ganas de hacerlo. Como ya sabe, no estoy acostumbrado a hablar demasiado sobre este tipo de tonterías. No tengo tiempo. El año pasado le confié cierta información sobre mí porque cada vez estaba más seguro de que usted se estaba convirtiendo en la persona que yo creía que podía llegar a ser. Recuerde que, tal como le dije, intervine para que la admitieran cuando otros miembros de ese maldito comité de admisión en el que me vi obligado a participar se mostraron reticentes debido a su experiencia en el programa de acogida temporal. Dado que yo compartí la misma experiencia, pensé que usted podría tener madera de investigadora.
—Yo he llegado a la misma conclusión.
—¡No me interrumpa! —le espetó Rothman—. El año pasado, cuando le conté unos secretos sobre mí que solo conoce mi esposa, que Dios la bendiga por aguantarme, relacionados con mi historia en hogares de acogida y mi Asperger, no fui del todo sincero. Le dije que mis hijos no estaban tan sanos como a mí me gustaría. Para ser más concreto, no solo se encuentran también dentro del espectro del Asperger, sino que, para colmo, padecen diabetes tipo 1. Haberles transmitido el Asperger ya era motivo suficiente de culpa y depresión. La diabetes ha sido la puntilla. El principal motivo de que me haya volcado en el trabajo con células madre es intentar que mis hijos se curen antes de que yo muera. Es un objetivo que me salvó de una depresión muy grave. La depresión ha sido mi bête noire.
—Siento lo de sus hijos —dijo Pia.
—No le cuento esto para que me compadezca. Se lo cuento para que me comprenda mejor. Nunca he accedido a ser mentor de nadie, y no solo porque el Asperger me coloque en desventaja social. Creo que no tengo tiempo para las tonterías de los demás, y eso incluye tanto a estudiantes de posgrado como a estudiantes de carrera. Usted ha sido la primera. Creía que su experiencia en los hogares de acogida conseguiría que floreciera en la solitaria búsqueda de la ciencia y que se merecía una oportunidad.
—Creo que tiene razón. Sé que también me enfrento a prejuicios sociales.
—Pia, el compromiso con la investigación ha de ser total. Hace dos días entró aquí y me dijo que sí, que iba a aceptar mi oferta de cursar el doctorado en mi laboratorio. Al mismo tiempo, me dijo que iba a hacer una residencia simultánea en medicina interna. Y esperaba que eso me complaciese. Pia, ese viejo mito del médico que se dedica al mismo tiempo a la medicina clínica y a la investigación está desfasado. Ni siquiera era cierto cuando sucedía. La investigación es algo más que un trabajo a tiempo completo.
Pia y Rothman se sostuvieron la mirada, una de las escasas veces que había sucedido a lo largo de los tres años y medio que hacía que se conocían. Era como si hubieran entrado en tablas mexicanas. Ambos se sentían en conflicto. Pia había luchado mucho y superado considerables obstáculos en su camino para llegar a ser médico. Ya estaba muy cerca. Dentro de unos meses conseguiría la licenciatura. El problema residía en que aún no sería médico con autorización del estado. Un residente era alguien en proceso de convertirse en un médico de verdad. Si no hacía la residencia, siempre sería una estudiante de medicina con una licenciatura.
Al final, ambos apartaron la mirada.
—Me doy cuenta de que soy difícil de entender —dijo Rothman, rompiendo el breve silencio—, o al menos eso dice mi mujer. Me aconsejó que conversara con usted.
—¿Me conoce?
—Sabe todo lo que ocurre en mi vida. Así hemos podido sobrevivir como pareja. No es fácil convivir conmigo.
Rothman llevaba días ensayando aquel discurso, de modo que se sintió relativamente a gusto cuando empezó a hablar.
—Lo que busco en un colega es el compromiso. Un estudiante de medicina no sabe nada. No se ofenda. Pero si consiguen superar la facultad de medicina, significa que poseen los recursos intelectuales básicos para dedicarse a la investigación. Después del destello de inspiración inicial que te indica el camino a seguir, la mayor parte del éxito de la investigación reside en la tenacidad. En cubrir cada ángulo, en seguir todas las pistas posibles. Estoy mezclando metáforas, pero ya sabe a qué me refiero. De hecho, el doctor Yamamoto era un estudiante bastante mediocre, pero dio muestras de más aplicación que diez otros hombres que habían sacado mejores notas. Ya puedo decirle qué clase de médicos serán sus colegas. La señorita Wong está desesperada por ayudar a los enfermos, y será muy buena en ello. El señor McKinley acabará probablemente haciendo algo llamativo pero poco gratificante, como la cirugía, y peor todavía, la cirugía plástica.
Pia no sabía qué decir.
—Me complace que tomara la decisión correcta en relación con las monjas. Me demuestra que se está orientando en dirección a la investigación, pero no quiero que cometa las mismas equivocaciones que yo. Para mí, hacer una residencia en medicina interna fue una gran pérdida de tiempo.
Rothman hizo una pausa.
—Creo que nos parecemos en muchos aspectos.
Pia abrió los ojos como platos, se ruborizó y bajó la mirada hacia sus pies. No compartía el consuelo que Rothman acababa de descubrir en hablar de aquellos asuntos personales.
—Necesito más ayuda aquí. El doctor Yamamoto no puede hacerlo todo, y yo no puedo confiar en los estudiantes de medicina que entran y salen del laboratorio por rotación. No se ofenda. Los dos estamos demasiado dispersos trabajando en la salmonela y la organogénesis al mismo tiempo. Pero la universidad se ha comprometido a ayudarnos, y espero que podamos contar con más personal y ocupar más espacio de laboratorio para acelerar nuestro trabajo sobre la organogénesis. Necesitamos otro investigador, como mínimo. Por eso le estoy hablando de compromiso. Aunque, por lo general, no tengo tiempo para excusas, dígame por qué ha llegado tarde estos dos últimos días.
—En realidad no hay excusa —admitió Pia—. Pero he tenido problemas para dormir
En silencio, maldijo a George por acostumbrarla a que la despertara, aunque sabía que estaba siendo muy injusta.
—¿Por qué tiene problemas para dormir? ¿Angustia?
—Pesadillas.
—¿Sobre qué, si me permite la pregunta?
—Recuerdos de la infancia. Historia antigua.
—Pia, creo que necesito conocerla mejor. Me ha hablado poco sobre su vida, a pesar de que yo he intentado sincerarme con usted sobre mí.
—¿Qué quiere saber?
—¡Todo!
Pia respiró hondo. A veces, en la vida hay un momento decisivo que puede identificarse como tal en el instante mismo en que está sucediendo. Pia comprendió que no podía esconderse ni mantenerse callada. Había llegado el momento de hablar. Salvo con su asistente social, Sheila Brown, nunca había hablado de su infancia. Respiró hondo de nuevo. Se sentía como si las paredes de la habitación se estuvieran estrechando a su alrededor. La única luz del despacho procedía de una pequeña lámpara de lectura que descansaba sobre el escritorio de Rothman, y proyectaba sombras sobre el rostro del científico.
—Me acuerdo de mi madre, no mucho, solo pequeñas cosas. También se llamaba Pia. De hecho, mi verdadero nombre es Afrodita, pero a las dos nos llamaban Pia. A veces, sin venir a cuento, un perfume o un gesto me hacen pensar en ella. Pero murió cuando yo era pequeña. No sé cómo, y ni siquiera sé cómo sé que murió, pero lo sé. Vivía en la ciudad con mi padre, Burim, y su hermano mayor, Drilon, que se alojaba con nosotros. Eran albaneses, albaneses de verdad, inmigrantes con muy pocos estudios. Mi padre se ausentaba con mucha frecuencia, y yo tenía que quedarme con mi tío, que era un verdadero cerdo. ¿Tiene agua?
Pia tenía la garganta seca.
Rothman sacó una botella de una pequeña nevera que había bajo la máquina de Nespresso. La empujó, junto con un vaso, sobre la superficie de cuero del escritorio.
—Mi tío me pegó un par de veces. También solía tocarme, siempre cuando mi padre no estaba delante, con eso tenía mucho cuidado. Me obligaba a tocarle de una manera indecente, por decirlo con delicadeza. Me hacía fotos, ya sabe, y él mismo las revelaba; creo que se las vendía a otros cerdos como él. Así se sacaba un sobresueldo. Una noche me harté, y fui por él.
—¿Qué hizo?
—Intenté apuñalarle en el pene con unas tijeras. Por desgracia, fallé. Sangró un montón. Recuerdo que más adelante, cuando estudiaba primero de anatomía, el profesor habló de la arteria femoral y bromeó diciendo que había que evitar heridas punzantes en esa zona. Supongo que fue ahí donde apuñalé a mi tío.
»Cuando salió del hospital, me dio una buena paliza, y supongo que alguien llamó al 911 para denunciar el caso de una niña con la cara amoratada, porque la policía fue a buscarme. Arrestaron a mi tío y a mi padre. Así me convertí en propiedad del Servicio de Protección de Menores de Nueva York.
Pia tomó otro sorbo de agua.
—¿Y su padre?
—Desapareció. Años después, convencí a Sheila Brown, mi última y mejor asistente social, de que me contara lo sucedido. Logró averiguar que los dos pagaron la fianza y desaparecieron en la ciudad. No tengo ni idea de dónde está, ni siquiera sé si vive. Supongo que me autoconvencí de que no debía culpar a mi padre por lo que su hermano me hizo. Cuando estaba en el programa de acogida, fantaseaba con que de repente aparecería y me rescataría de los lugares adonde me enviaban, pero nunca lo hizo. Abandoné toda esperanza al cabo de unos años.
—¿Cuántos años tenía cuando entró en el programa?
—Seis. Desde el principio me convertí en un problema para la gente del programa de acogida. Mi padre no había renunciado de manera oficial a la patria potestad, de manera que no podía ser adoptada. Antes tuvo que inscribirse en el Servicio de Atención a la Infancia (yo no iba al colegio, supongo) y, como era un genio, dijo que era musulmana, lo cual, siendo él albanés, es posible que fuera cierto. Según Sheila, debió de pensar que me tratarían mejor si pertenecía a una minoría, pero el resultado fue que ninguna agencia religiosa me reclamó. En aquella época, el sistema estaba dominado por las organizaciones católicas, protestantes y judías. Por lo tanto, en lugar de tener posibilidades de dar con una familia adecuada, me colocaron en una especie de hogar colectivo provisional y un conserje intentó abusar de mí igual que mi tío, pero le planté cara. Me quejé al respecto, y creo que aquello me dejó estigmatizada como una niña problemática.
»Acabé en el juzgado de menores un par de veces. Tuve suerte de que no me encerraran, supongo, pero me etiquetaron como “persona necesitada de supervisión”. Me encanta esa frase. De manera que el primer tugurio al que me enviaron se llamaba Refugio Wilhelmina para Niños Problemáticos. Me metí en muchos líos. Me amonestaban por no mirar al personal a los ojos, cosa que interpretaban como que no sentía el suficiente arrepentimiento, ese tipo de cosas.
Pia miró a Rothman. Su expresión era impenetrable. Su jefe asintió de manera casi imperceptible.
—Cuando tenía doce años, me enviaron a la Academia Femenina Hudson Valley, en una ciudad llamada Eden Falls. Suena agradable, ¿verdad? Eden Falls. La supuesta escuela era una institución del siglo XIX. Allí solían enviar a las prostitutas adolescentes para reformarlas, pero en mi época era a donde iban a parar todos los casos difíciles que habían sido expulsados de todas partes: las chicas a las que nadie quería adoptar o al menos tratar como era debido. Las internas vivían en casas. La pintura se desprendía, las cañerías no funcionaban. Te asabas en verano, te helabas en invierno. Aquello era soportable. Aunque el problema eran las otras chicas.
»Las bandas de chicas dirigían el lugar como familias mafiosas. Bien organizadas (los “papás” en la cima, después las “amas de casa”, los “primos”, los “tíos”, etcétera). Te robaban el dinero, te obligaban a hacer sus tareas, te golpeaban sin motivo alguno. Actuaban por las noches. Había muchos malos tratos, abusos físicos, a veces sexuales. El personal lo sabía, pero pasaba. Las chicas mantenían el orden mucho mejor de lo que ellos habrían podido hacerlo. Intenté pasar desapercibida, pero al final nos tocaba a todas. Una noche me encontraron escondida y me atacaron en un cuarto de baño…
Hizo una pausa.
—Al final, encontré un viejo manual de boxeo en la biblioteca, y dos de las chicas más jóvenes sabían algo karate, de modo que montamos una clase improvisada de autodefensa. Yo estaba decidida. Cada vez que venían por mí, les plantaba cara. Así que nunca llegué a formar parte de su «sociedad en las sombras», como lo llamaba una asistenta social. Me metí en montones de peleas, pasé muchos días y noches en la habitación de castigo que era un eufemismo para la celda de aislamiento. En una ocasión me pasé allí toda una semana. Lo que hice fue pillar a solas a la líder del grupo que me había atacado en el cuarto de baño y darle una buena paliza.
Pia se inquietó por si estaba hablando demasiado, pero Rothman se limitó a cabecear de nuevo cuando ella le miró.
—Me esforzaba mucho en las clases que se impartían en la Academia Hudson Valley. Era una escapatoria. Algunos profesores sí se implicaban. Estaba decidida a no terminar embarazada en la beneficencia o en la cárcel, como les pasaba a la mayor parte de las chicas cuando salían. A casi ningún miembro del personal le importaba lo que pasara o lo que hiciesen las internas mientras no nos matáramos mutuamente. Perdón por la expresión, pero era como un maldito vertedero de basura. Abandonan allí los desperdicios hasta que cumplen dieciocho años y se han enganchado a las drogas y luego los lanzan al mundo sin la menor supervisión. Buena suerte.
»El director sabía que el sistema creaba tantos problemas como pretendía solucionar. Se llamaba Papitano. Quería conseguir mejores terapeutas y profesores. Hasta intentó que clausuraran la institución, pero le amenazaron y dejó de insistir.
»Nos enteramos porque el director vivía en una gran mansión que había en los terrenos de la escuela y algunas le limpiábamos la casa y cocinábamos para él. Me ayudó destinándome a esas tareas y derivándome a los buenos profesores. Pero era un inútil y un maltratador. Deduje que su esposa le había dejado y nunca veía a sus hijos. Yo tenía dieciséis años, andaba mucho por su casa y se le metió en la cabeza que estaba interesada en él a pesar de que me había resistido a todas sus insinuaciones. Una noche él estaba muy borracho y yo leyendo en la biblioteca (era la única biblioteca de toda la escuela). Entró y me dijo que me quería. Fue de lo más patético, pero me acorraló en una esquina, y a mí no me gusta que me acorralen. Me parece que dijo que el ojo se le había puesto morado debido a una caída en la ducha.
»Creo que Papitano estaba más avergonzado que enfadado conmigo, porque no me pasó nada. Salvo que quiso expulsarme, lo cual era bueno. Ahora que lo pienso, me parece que no fue por mí, sino para no caer de nuevo en la tentación, o para evitar el problema que tuviese. Pero por su intercesión conseguí una asistenta social buena y competente.
—Sheila Brown —dijo Rothman.
—Sheila Brown. Era muy persistente; fue a los tribunales, y los Servicios de Protección de Menores accedieron a trasladarme a un hogar colectivo con el fin de que pudiera conseguir mi diploma escolar antes de «emanciparme» del sistema. Emancipación, una palabra muy bien elegida. Y así me fui de Eden Falls, gracias a Dios. Me marchaba muy contenta, pero el tal Papitano…
Pia enmudeció e hizo una pausa para serenarse. Cuando volvió a hablar lo hizo en voz muy baja e inclinada hacia delante, con la mirada clavada en el escritorio de Rothman.
—Había llegado a confiar en él. Pensaba que nos llevábamos bien. Pero antes de que me marchara, volvió a emborracharse, y era un hombre muy grande. Me volvió a pillar a solas en la biblioteca. Había bajado la guardia y él me traicionó.
Pia dejó de hablar. Estaban sentados tan inmóviles que el interruptor de detección de movimientos del despacho de Rothman apagó las luces. La repentina oscuridad provocó que tanto el científico como Pia pegaran un bote. Las luces volvieron a encenderse al instante.
—Dios, creía que lo habían arreglado —dijo Rothman—. Me pasaba continuamente.
—Debe de pensar que padezco un trastorno de personalidad antisocial —dijo Pia, que lamentaba haber contado tantas cosas de su violento pasado. Había sido como una presa al reventar—. Nunca he hablado de esto con tanta sinceridad. A nadie, salvo quizá a Sheila. Pero con ella no ocurrió enseguida. Pasó con el tiempo.
—No creo ni por asomo que padezca algún trastorno de personalidad —contestó Rothman—. Hizo lo que debía. La admiro. Mi experiencia en los hogares de acogida no fue tan mala, ni mucho menos. Al tener padres judíos, conseguí un buen puesto enseguida. No fue un camino de rosas y tuve que arreglármelas sin muchos cuidados, pero yo era mayor. Tenía once años en aquel tiempo. Además, pasaba las vacaciones con una tía que no era la más tierna de las almas, pero al menos era de la familia. Aunque solo me habían diagnosticado TDHA, mis padres no podían conmigo, así que habían tirado la toalla. En su defensa, debo decir que yo era un buen elemento. Tenían cuatro hijos mayores, y supuse que se les había agotado el amor para cuando yo llegué.
»Escuche, Pia, no intento que se sienta agradecida hacia mí o que cambie de opinión sobre mí a causa de lo que le he contado. Solo estoy diciendo que en parte comprendo lo que sufrió, sobre todo después de lo que me ha confesado esta noche. No me extraña que tenga pesadillas, y si quiere que le diga la verdad, el que llegue tarde no me molesta tanto como a Marsha y Junichi, sobre todo con lo que sé ahora. Irónicamente, a ellos les molesta porque creen que a mí me molesta. Lo que quiero grabar en su cerebro es que la investigación es mi vocación, donde me encuentro bien a pesar de mi pasado y mi Asperger. Creo que también podría ser la de usted, pero tendrá que tomar una decisión. No puede ser a medias. Ha de elegir la investigación o la medicina clínica. No pueden ser ambas.
—Trastorno reactivo del apego —dijo Pia—. Una de las asistentas sociales de la academia de Hudson Valley me dijo que sufría trastorno reactivo del apego. Se supone que significa que no puedo mantener una relación con nadie.
—Bien, en ese caso me parece que hacemos una buena pareja —comentó Rothman, y sonrió. Pia nunca había visto sonreír a su jefe, y toda su cara se iluminó durante un segundo—. Piense en su futuro. No hace falta que conteste ahora. Pero he de saberlo cuanto antes para prepararme. Una vez se publique nuestro artículo en Nature, las cosas van a acelerarse.
Rothman se levantó.
—Ahora he de volver a la unidad de bioseguridad durante otra hora o así.
Típico del comportamiento inducido por su síndrome de Asperger, se fue sin hacer más comentarios.
La joven permaneció allí sentada después de que Rothman se marchara. Salvo por los sonidos que emanaban de la maquinaria automática del laboratorio, reinaba el silencio. La lámpara del escritorio se apagó de nuevo, hasta que ella sacudió una mano en el aire. Se había quedado estupefacta por los acontecimientos de la noche. Se sentía expuesta, desnuda emocionalmente, y comenzó a preocuparse por si Rothman acababa decidiendo que corría un riesgo demasiado elevado con ella. Continuó sentada en la silla otros diez minutos, hasta que al final se levantó y se fue. Mientras bajaba en el ascensor, empezó a sentirse mejor, aliviada hasta cierto punto por haberse mostrado tan franca. Rothman había pasado también por el programa de acogida temporal, así que la comprendía. De repente, Pia tuvo la seguridad de que todo iba a salir bien. En su opinión, solo podías fiarte de un hombre cuyos actos confirmaban sus palabras, o mejor todavía, que actuara sin pedir nada a cambio. Solo conocía a una persona que cumpliera aquellas condiciones, el doctor Rothman. Sabía que incluso George, generoso como era, perseguía sus propios fines.
Salió a la fría noche sin saber exactamente qué iba a hacer, pero tenía que admitir que Rothman había hablado con mucha sensatez. Por increíble que pareciera, pensó que se había metamorfoseado en la figura paterna que nunca había tenido.