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Restaurante Terrasini

Manhattan

3 de marzo de 2011, 12.45 h.

«Es imposible que nos veamos hoy, chicos, imposible». Y entonces, Russell dijo la palabra mágica: «Terrasini».

Todo el mundo rió, incluso Edmund, que estaba haciendo un esfuerzo por calmarse.

El doctor Jerred L. Trotter, ex cirujano plástico, actual experto en fondos de inversión libre y ángel inversor de LifeDeals, estaba acaparando la atención, junto con su número dos desde hacía mucho tiempo, Maxwell Higgins. Siempre había una mesa en Terrasini para Trotter, así que los cuatro hombres (Higgins, Trotter, Mathews y Lefevre) ocupaban una en un rincón de la sala principal del restaurante.

—Pensé que no nos haría ningún daño —dijo Russell tratando de sonar despreocupado.

Edmund y Russell se alegraron de que Trotter hubiera podido reunirse con ellos sin previo aviso, aunque aquello significara matar un par de horas hasta el almuerzo.

—Ya sabes que es mi restaurante favorito. A menos que me toque pagar a mí, ¿verdad, Edmund?

—No hay peligro de que suceda eso, Jerry —contestó Edmund—. Todo el mundo sabe que pagar por comer va en contra de tu religión.

Trotter lanzó una carcajada.

—Tienes toda la razón —dijo en voz alta, y agitó las manos sin dirigirse a nadie en particular. Un camarero se acercó enseguida.

—La copa de Barolo, que sea una botella. Confío en que les parezca bien, caballeros. Pensándolo mejor, traiga las copas y después la botella, dentro de unos minutos. Necesito beber de verdad después de la mañana que he tenido.

Edmund lo miró con fijeza mientras reprimía su irritación. Aquel pequeño capricho le costaría como mínimo un par de cientos de pavos. Pero aquellas escenas iban incluidas en el lote de hacer negocios con Jerry Trotter.

—Espero que no sea nada grave, Jerry —dijo Edmund.

—Todo es un jodido problema —replicó Jerry con su voz penetrante.

Un hombre con un jersey de Cucinelli que había ido a comer con su familia se volvió y le fulminó con la mirada.

—Caramba, discúlpeme, olvidé dónde estaba —le dijo Jerry.

—Pensé que nos reuniríamos en el despacho —dijo Edmund—. Ya sabes, se puede hablar con mayor libertad.

Jerry Trotter, como muchos financieros, decía tantos tacos como un estibador. A Edmund le daba igual, pero quería hablar de los problemas de LifeDeals sin tener que contenerse delante de los demás clientes.

—Hay que comer, Edmund —dijo Trotter, y cogió la carta.

—Por supuesto, Jerry.

Edmund pensó que era probable que Jerry se supiera la carta mejor que los camareros del restaurante. Todo el mundo insistía en practicar aquellos juegos infantiles, pensó Mathews, consciente de que, una vez más, estaban jugando con él. Estudió la cara de Trotter. Sabía que el inversor tenía sesenta años como mínimo, pero parecía estar más cerca de los cuarenta y cinco con su mata de pelo gris oscuro, algunas arrugas provocadas por la risa y unos brillantes ojos azules que aún conservaban un tono celeste que dejaba sin aliento a más de una cuando los veía. Si se había retocado algo, no se notaba.

—Max, recuérdame el plato especial del día.

El camarero estaba distribuyendo las copas de Barolo.

—¿La pasta? —preguntó Higgins con su acento de miembro de la clase alta londinense—. Orechiette con salchicha italiana dulce, broccolini y un toque de ricotta. Suena maravilloso.

—Ay, me he empalmado solo de pensar en ello. Por supuesto. Y de primero, ¿qué os parece, chicos? Hace frío, eso exige una sopa, ¿no? El otro especial, sopa de calabacín, con un poco de crema, ¿verdad, Max? Para todos, señor, si no le importa.

El camarero comentó que era una estupenda elección. Edmund insistió en continuar examinando la carta un par de segundos más, después la dobló y se la devolvió. Estaba demasiado disgustado para protestar. Trotter estaba dando vueltas al vino tinto en su copa. Era de un hermoso color rubí y, en otra ocasión, Mathews lo habría cubierto de alabanzas.

En el mundo con frecuencia extravagante de la administración de fondos de inversión libre, Jerry Trotter era lo más parecido a una celebridad. Ya había disfrutado de una carrera triunfal como cirujano plástico, casi en exclusiva al servicio de las damas adineradas del Upper East Side de Nueva York, a las que retocaba caras, ojos y nalgas. En verdad, Trotter era mejor showman que cirujano plástico. Sabía, como todos los miembros de la profesión médica, que durante la carrera de medicina, a la hora de obtener la residencia en especialidades quirúrgicas como el ojo o el cerebro, o la cirugía plástica, contaban más las notas que la demostración de buenas aptitudes físicas. Trotter se había asegurado de obtener siempre buenas notas para compensar su coordinación óculo-manual, lo bastante mediocre para que considerara la cirugía una tarea muy pesada y exigente. Pero aquello había sido en el pasado, y ya no necesitaba una buena coordinación óculo-manual para ganar dinero.

A Trotter siempre le había gustado cuidar de su propio dinero, corriendo algún riesgo de vez en cuando. Tras años de trabajar seis días a la semana en su consulta, tenía mucho de que hacerse cargo. Hacía muchos años que Trotter conocía a Max Higgins, y lo bastante bien para saber que ardía en deseos de independizarse de Goldman, donde trabajaba de operador. Trotter le hizo una propuesta a Higgins: crearemos un fondo, tú lo dirigirás y me enseñarás lo que sabes, y yo aportaré el dinero. Funcionó, y Trotter no tardó en descubrir que sus pacientes confiaban en él, se sentían agradecidos, y muchos estaban contentos de dejarle invertir en sus nombres. Trotter llevó a cabo un rápido estudio y su fondo, cuyo inmodesto y poco imaginativo nombre era Trotter Holdings, pronto se encaminó hacia la categoría media de los fondos con apellido.

—Bien, Edmund, Russell, ¿qué es tan urgente para tener que reunirnos hoy?

Russell miró a su socio antes de empezar. El retraso de Trotter al menos les había permitido decidir cómo iban a darle la noticia. Habían estado una hora sentados en un bar de Lexington Avenue trazando estrategias.

—Tenemos un problema de relaciones públicas potencial del que queremos advertiros. Pensamos que quizá podríais ayudarnos a adelantarnos a la posible publicidad, cortarla de raíz, digamos.

—Edmund, ¿tu accidentado pasado te ha pasado factura al fin? —preguntó Jerry, y no dio la impresión de que estuviera bromeando.

—Nos hemos enterado de cierta investigación médica que se está llevando a cabo —continuó Russell para evitar que Mathews contestara—. Se encuentra en fase experimental, no hay la menor garantía de que vaya a funcionar, pero en algunos ámbitos se toma más en serio que en otros.

—¿Cómo afecta eso a LifeDeals? —preguntó Jerry, que miraba alternativamente a Edmund y Russell, aunque fuera este último quien hablaba. Su voz había perdido todo asomo de jovialidad. Los dos camareros les llevaron la sopa y se marcharon en silencio al detectar la tensión de la mesa.

—Puede que no signifique nada —continuó Russell—. Como ya he dicho, queremos adelantarnos a cualquier mala publicidad posible.

Jerry Trotter levantó la cuchara y probó la sopa. Estaba deliciosa, por supuesto, pero cuando presentía que iba a escuchar algo desagradable perdía el apetito.

—Russell, tendrás que explicarme con un poco más de claridad qué está pasando.

—Vale, Jerry, claro. En Columbia hay un par de investigadores convencidos de que pueden cultivar órganos artificiales a partir de células madre humanas creadas con las propias células del paciente. Es obvio que no conozco los detalles, pero el proceso se llama organogénesis. Se supone que dará inicio a lo que se conocerá como medicina regenerativa. Si son capaces de cultivar páncreas nuevos, por ejemplo, ayudarán a los diabéticos a prolongar sus vidas. Pero, en este momento, no son más que hipótesis.

—Leí algo sobre esa idea en una investigación que llevamos a cabo a propósito para LifeDeals, pero sonaba a ficción científica —dijo Jerry.

—Por lo visto ya no. El futuro es ahora, como suele decirse. O podría serlo —dijo Russell.

—¿Cuántas personas están enteradas de esto? —preguntó Max Higgins.

—No muchas —respondió Russell—. Fuera de Columbia y de la especialidad de células madre, yo diría que muy pocas.

—¿Cómo os enterasteis?

Se produjo una pausa. En aquel momento era cuando la situación empezaba a complicarse.

—Nos lo dijo Gloria Croft —contestó Edmund.

Max Higgins dedujo al instante las consecuencias y, adelantándose a Trotter, le formuló a Russell la pregunta principal.

—¿Va a emprender alguna acción?

—Sí.

—Conociendo a Gloria, está vendiendo LifeDeals en corto, ¿verdad?

—Sí.

—Espera, espera un momento —intervino Jerry—. ¿Están vendiendo en corto acciones de LifeDeals debido a cierto trabajo que están realizando en un laboratorio de Columbia?

—Me temo que sí, Jerry.

Higgins continuó:

—¿Debo suponer que habéis hecho números a partir de proyecciones de caja basadas en un potencial avance revolucionario en el tratamiento de la diabetes? ¿Y que las proyecciones no pintan muy bien?

—¿Es eso cierto? —preguntó Trotter. Higgins había dado en el clavo en cuestión de segundos.

—En líneas generales, pero escucha…

—¿Es eso cierto?

—Como ya he dicho, aún es pronto…

—¿Os importaría decirme por qué describís como un problema de relaciones públicas este… este puto desastre?

Jerry echaba humo y utilizaba la cuchara sopera para señalar primero a Edmund y después a Russell. Se hizo el silencio en la mesa hasta que Max Higgins volvió a hablar:

—Es posible que la ciencia fracase a la larga, pero el hecho de que Gloria Croft tome una posición hará que los inversores se alarmen cuando lo sepan. Por tanto, todo depende tanto de Gloria como de la ciencia. Esa mujer es como un barómetro. Desde esa perspectiva, tienen razón, Jerry, es un problema de relaciones públicas.

—¿Y si la ciencia tiene éxito? —preguntó Jerry.

—Entonces el problema será mucho mayor —contestó Edmund.

Jerry bajó la cuchara y le dio un largo sorbo a su copa de Barolo de treinta dólares.

—¿No lo visteis venir?

—Es evidente que no —respondió Edmund—. Si ocurre, será un adelanto único. No pueden hacerse proyecciones para saber si va a alcanzarte un asteroide.

Nadie estaba comiendo. El camarero, que se había acercado por segunda vez, preguntó si alguien iba a tomarse la sopa, y la respuesta fue negativa. Sí, la sopa estaba estupenda, pero todo el mundo estaba preocupado. Los platos que quedaban desaparecieron.

Ante la insistencia de Jerry, Russell les informó de lo que sabían sobre la investigación. Hizo hincapié en que no existían garantías de que triunfara. Las probabilidades eran escasas, porque en la inmensa mayoría de los proyectos de investigación siempre aparecía algún imprevisto importante que frustraba el resultado esperado.

—¿Qué probabilidades hay de que salga bien? —preguntó Trotter.

Mathews dijo que era imposible saberlo. Después, invitó a su socio a hablar de los efectos que tal eventualidad tendría en el flujo de caja de LifeDeals. Tal como ambos habían convenido antes de reunirse con Trotter, Russell se decantó por la vertiente más conservadora.

—¿Cuál es nuestra posición de cara a la oferta pública?

Jerry dirigió la pregunta a Max, su socio. Le daba igual ofender a sus anfitriones.

—El período de pignoración expira el 31 de mayo —dijo Max.

Cuando un inversor toma parte en una oferta pública inicial, no puede vender sus acciones durante un cierto tiempo, en aquel caso 180 días. Trotter Holdings se encontraba a la mitad del período obligatorio de prohibición de transacciones, lo cual significaba que Jerry Trotter y su fondo tendrían sus acciones inmovilizadas durante otros tres meses.

—Mierda. ¿Hay alguna posibilidad de que Gloria Croft mantenga la boca cerrada durante tres meses?

—Escucha, Jerry, los seguros de vida siguen constituyendo un negocio de veintiséis billones de dólares —dijo Edmund—. Podemos ganar mucho dinero. Estas pólizas de diabetes son, básicamente, un grano de arena en el desierto. No se trata de tirar a la basura las acciones de LifeDeals, es un problema que necesita una solución. Por eso hemos acudido a ti; eres el hombre que solventa los problemas, todo el mundo lo sabe.

Edmund estaba halagando a Trotter a propósito, y a este no le disgustaba. Era cierto, era un tipo capaz de solucionar un problema, pero aquel no solo era gordo, sino también nuevo.

—A Gloria Croft se le ha subido tanto a la cabeza que no te lo creerías —continuó Edmund—. Nos dijo que nuestros bonos de adquisición de pólizas de vida eran un mal producto, y bla-bla-bla. Hasta nos dijo que tendrían que habernos llevado a juicio por las subprime.

—Es una zorra mojigata, eso sí que lo sé —admitió Jerry.

—Le encantó contarnos lo de la investigación, remover el cuchillo en la herida.

Dejaron un plato de pasta ante cada comensal. La tensión en la mesa había disminuido ligeramente: se había identificado el problema, tenían un enemigo común y los cuatro estaban en el mismo bando. Era posible resistirse a la sopa, pero la pasta era otra cosa, así que los cuatro hombres comieron.

—Por supuesto, existe una perspectiva médica, Jerry, con la que creemos que podrías ayudarnos. Además, Statistical Solutions está trazando proyecciones sobre el efecto en los ingresos si hemos de retirar las pólizas de diabéticos. Vamos a necesitar más capital. Veremos si podemos subsanar esos déficits de capital con diferentes iniciativas. Ya hemos ordenado a nuestros equipos de ventas que den marcha atrás y busquen pacientes con metástasis cancerígenas con pólizas grandes. Costará más dinero comprar esas pólizas, pero están libres de riesgos.

—¿Por qué más dinero? —preguntó Higgins.

—Hemos autorizado a los comerciales a ofrecer más del quince por ciento habitual. Los pacientes con metástasis no van a causarnos ningún problema por no morir a tiempo. Solo tendremos que ser más agresivos para localizarlos.

—De acuerdo, Edmund, te escucho. No hace falta decir que Max y yo tendremos que reunirnos para hablar de este asunto de la investigación. Queremos ver los datos de Statistical Solutions lo antes posible, por supuesto. Y esta tarde tenemos un montón de reuniones, de modo que, lo lamento, pero hemos de comer y salir corriendo.

Jerry tomó un poco más de pasta y la engulló con los restos de su tercera copa de vino. Las despedidas fueron rápidas y menos efusivas que los saludos del comienzo de la reunión. Trotter y Higgins dejaron a Edmund y Russell atrás, recogieron sus abrigos y subieron al coche que les esperaba en la calle Cincuenta y cuatro.

* * *

—¿Y bien? —preguntó Trotter cuando se hubo acomodado en su asiento. Se dirigían hacia el sur por Park Avenue.

—Gloria Croft —dijo Higgins—. Es un tiburón.

—Presiento que hay algo que tiene que ver con Edmund. No todo gira alrededor del producto.

—Tal vez ambas cosas. Ha descubierto un fallo en el modelo, y resulta que además es Edmund Mathews, con lo cual se lleva doble premio.

—Sea como sea, tenemos que hacer algo. Y no podemos dejarlo en manos de ese par. Se están hundiendo, es evidente. Queda demasiado tiempo hasta que podamos vender las acciones.

—Estoy de acuerdo, pero Edmund tiene razón en una cosa: sigue siendo un buen negocio, aunque exista un fallo en el modelo actual. Tendremos que hacer juegos malabares. No es el momento de que cunda el pánico. Además, como no podemos vender las acciones de LifeDeals, no podríamos dejarnos arrastrar por el pánico aunque quisiéramos. También estoy de acuerdo en que, en un mundo ideal, tendríamos que haberlo visto venir, pero nuestra diligencia debida tampoco lo captó. Es una función de los tiempos. La tecnología cambia con tanta celeridad como los mercados. Cada vez es más difícil tomar en consideración ese tipo de cosas.

—Bien, creo que hemos de investigar por nuestra cuenta. Un poco más a nivel de la calle. Está claro que no podemos confiar en Edmund y demás para eso. Enviaremos un investigador a Columbia para que husmee un poco. Y que alguien indague sobre Gloria Croft. Una mujer así no llega a donde está ahora sin cabrear a un montón de gente. Hay que darse prisa. Hemos de trabajar algunos ángulos, conseguir apalancamiento.

—Muy bien, lo pondré en marcha de inmediato. Esto es nuevo para mí: vender acciones en corto debido a un descubrimiento médico.

—Es nuevo para todos. Tendremos que ser más creativos —afirmó Trotter mientras observaba el tráfico de Park Avenue, que avanzaba despacio bajo la lluvia pertinaz.

* * *

Jerry Trotter sabía cómo hacer su entrada en una sala, y también sabía cómo desaparecer de ella. Mathews no sabía qué pensar de lo sucedido. Sí, Jerry se había cabreado como una mona al enterarse del problema, pero parecía más tranquilo al marcharse. El problema era lo repentino de la partida.

—¿Qué opinas? —preguntó a Russell. Habían pedido capuccinos.

—Para mí, Higgins es el cerebro de la operación, la ve desde una perspectiva más amplia. No ha tardado nada en detectar el núcleo del problema. No cabe duda de que han comprendido el mensaje.

—¿Crees que nos harán alguna sugerencia?

—Sí. Creo que hemos hecho bien al decírselo en esta fase temprana de la partida. Está bien que Jerry Trotter y su equipo trabajen con nosotros. Solo espero que nos informen lo antes posible.

—Yo creo que lo harán. Jerry no es de los que se quedan sentados mientras sesenta millones de dólares se convierten en calderilla. Pero tengo una reserva.

—¿Cuál?

—Nunca estaré totalmente seguro de que Jerry trabaje con nosotros.