Statistical Solutions, S. L.
Chelsea, Nueva York
3 de marzo de 2011, 9.17 h.
Como de costumbre, Edmund se encargó de que Russell y él llegaran con un elegante retraso a su cita en la sede central de Statistical Solutions. Henry Green les recibió con frialdad y les condujo hasta la misma sala de reuniones del día anterior. La atmósfera era sombría, si no lúgubre. La sala estaba ocupada por media docena de personas, incluido el holgazán de Tom, vestido con una camisa a cuadros arrugada, bermudas y chancletas. Isabel no estaba presente. Dos de las personas de la sala, un hombre y una mujer jóvenes, iban vestidas con el mismo estilo informal que Tom. Otros dos hombres, un par de años mayores, llevaban camisas sin chaqueta, pantalones de pinzas y corbatas a rayas. Sus cortes de pelo eran cuidados, conservadores. El último hombre llevaba un traje oscuro y tenía un maletín de avestruz al lado.
Henry Green fue el primero en hablar. Tenía delante varias copias de lo que parecía un informe encuadernado.
—Gracias, caballeros, por venir hoy. Como ya dije ayer, Statistical Solutions SL ha decidido ejercer su opción de concluir su acuerdo de consultoría con LifeDeals, Incorporated, al finalizar el día de hoy, 3 de marzo de 2011. De esta forma, estamos actuando sin prejuicios y nos ceñimos a los artículos de nuestro acuerdo inicial…
—Sí, sí, bla-bla-bla —interrumpió Edmund con brusquedad—. Ya lo pillamos, Henry, nos estás leyendo la letra pequeña para que nos lo pensemos dos veces antes de demandaros por incompetencia. «Si nuestra información no sirve de nada, no nos echen la culpa a nosotros». Bien, vamos a jugar. Que levanten las manos los presentes que sean abogados. ¿Tú? —preguntó Edmund, al tiempo que señalaba rápidamente a Tom. Este le sostuvo la mirada impertérrito—. No lo creo —continuó Edmund con una risita—. ¿Ustedes dos? —Entonces indicó a los dos hombres vestidos con camisa y corbata—. Me equivoco de nuevo. Yo diría que son contables.
—Señor Mathews, intento hacerlo de la manera más indolora y profesional posible. Sí, les he pedido a nuestros representantes legales que nos acompañen, como ya ha observado astutamente…
—Ahora me llama señor Mathews —dijo Edmund dirigiéndose a Russell—. No cabe duda de que ha estado hablando con sus abogados.
—Vale, Edmund, ya está bien —murmuró Russell. Estaba cansado de excusarse en nombre de su socio cuando estallaba así en público. Era como moverse por la ciudad con un adolescente rebelde y repelente.
De hecho, Russell y Edmund habían hablado de si deberían llevar a sus abogados al encuentro. Russell defendió que, si cada bando se presentaba con sus abogados, la reunión se abortaría antes de empezar. Un abogado hablaría, el otro protestaría, y tanto a LifeDeals como a Statistical Solutions se les aconsejaría que dejaran el asunto en manos de sus representantes legales. Lo que Russell no había previsto era que Edmund se pusiera hecho un basilisco en cuanto detectara al asesor legal de Statistical Solutions, que destacaba sobre los demás como un pulgar dolorido. Furioso por todo lo que estaba pasando, el financiero se tomó la presencia del hombre como una afrenta personal.
—Si me permitís una sugerencia —dijo Russell—, esta mañana hemos venido en busca del informe que nos prometisteis. Abordemos los problemas legales de nuestra relación después de eso.
—Muy bien, Russell, gracias —concedió Henry sin dejar de mirar con fijeza a Edmund, que parecía haber recuperado la compostura. «Bueno, no parecerás tan sereno dentro de cinco minutos», pensó Henry—. Procederemos con nuestra presentación. Hay una copia de nuestra carta de terminación en los paquetes que les daremos al final de la reunión, así como una nota de nuestro departamento legal, absolutamente carente de perjuicios, en la que se reitera el alcance razonable de nuestros servicios, que es lo que yo intentaba hacer hace unos minutos. Pero deduzco que están ansiosos por saber los resultados. Quiero darles mi palabra de que hemos puesto a nuestra mejor gente a trabajar en ello. Isabel Lee, a quien conocieron ayer y que hoy no ha podido reunirse con nosotros, dedicó toda su jornada laboral a esto. También Tom Graham, que se graduó hace dos años en el MIT…
Edmund se rodeó un puño con el otro, como un árbitro que indicara la reanudación del partido. Quería los datos, no el soporte que había detrás de los datos, y aquella tardanza a la hora de facilitarles la información implicaba que no iba a ser de su agrado.
—… y Paul, con más de cinco años de experiencia en el Departamento de Defensa.
Edmund tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
—Muy bien. El trabajo que llevamos a cabo anoche, a lo largo de toda la noche, para ser exactos, fue calcular cómo afectaría al flujo de caja un desplazamiento hacia la derecha de las campanas de Gauss que ya habíamos creado, referentes al momento de amortización de las pólizas de seguros de vida que posee LifeDeals. Tendremos el informe oficial dentro de uno o dos días, pero hoy les facilitaremos el provisional. Debo decir que nos sentimos sorprendidos.
Henry hizo una pausa y tomó un sorbo de agua.
—Nos sorprendimos por la celeridad con que el cambio más ínfimo de las campanas de Gauss afectaría a la situación económica de la empresa. Daría lugar a un período de tiempo durante el cual sería necesario continuar pagando las primas con el fin de mantener los valores de las pólizas con ingresos limitados. Ese efecto se predice debido a lo pronunciadas que son las curvas de la campana. Tal como ya sabemos, una vez que LifeDeals empiece a cobrar las pólizas, los ingresos aumentarán con gran rapidez, por eso les habíamos aconsejado que maximizaran su adquisición de pólizas de seguros de vida en relación con la capitalización. ¿Todo el mundo lo tiene claro?
Russell asintió vigorosamente. Hasta el momento, no había nada nuevo.
—Bien, sigamos. A continuación, examinamos las estadísticas de expectativas de vida de individuos lo bastante afortunados como para conseguir un nuevo órgano gracias a los actuales protocolos de obtención y distribución, ya sea un pulmón, un corazón, un hígado, un riñón o un páncreas, dependiendo de la enfermedad degenerativa que padezcan. Descubrimos que obtener un órgano altera las expectativas de vida de estas personas hasta un grado notable. Tengan en cuenta que ya habíamos tomado en consideración las tasas normales de sustitución de órganos en los datos preliminares que todos aprobamos, y en aquel momento se trataba de una variable pequeña. Pero las nuevas circunstancias, las nuevas circunstancias en potencia, debería decir, han provocado que ahondáramos más en esas estadísticas y que descubriéramos varias investigaciones que antes carecían de importancia.
Henry hizo una nueva pausa para beber. Edmund estaba a punto de estallar.
—Existen nuevas estadísticas que demuestran lo bien que les funcionan los nuevos órganos a los pacientes durante un período largo. Las cifras antiguas insinuaban que los receptores de órganos todavía tenían propensión, fuera cual fuera, a perjudicar al nuevo órgano. Pero, en mayor medida de lo que habíamos esperado al principio, los nuevos órganos, o al menos un elevado porcentaje de ellos, funcionan muy bien durante muchos años, siempre que sean compatibles. Por supuesto, los más recientes fármacos antirrechazo también han colaborado a ello. En muchos o casi todos los casos, pueden añadirse entre diez y quince años a la esperanza de vida de los pacientes. Para resumir, da la impresión de que puede ponerse un radiador nuevo en el motor de un coche hecho polvo y, da igual cómo conduzcas, el radiador va a aguantar.
»Hemos aplicado estas estadísticas recién desarrolladas a las campanas de Gauss de los titulares de pólizas de LifeDeals, y no hay vuelta de hoja: las consecuencias para el flujo de caja son catastróficas si un porcentaje de los titulares consigue órganos nuevos. Cuanto más alto el porcentaje, más catastrófico el efecto, por supuesto.
—¿Qué porcentaje? —bramó Edmund.
—Bien, por lo visto el problema reside en que el problema del flujo de caja aparece casi de inmediato con el más mínimo desplazamiento hacia la derecha. Solo unos cuantos puntos de porcentaje.
—¿Qué quiere decir «unos cuantos»? ¿Cinco? ¿Diez?
—Hum, cinco no sería bueno, diez, como ya he dicho, sería catastrófico.
—Por lo tanto, sería necesario entre un cinco y un diez por ciento de diabéticos que consiguieran un nuevo páncreas —dijo Edmund—. ¿Qué probabilidades hay de que eso suceda?
Se hizo el silencio.
—No son personas ricas. No podrán permitírselo. Son putos castillos en el aire.
—No necesariamente —intervino Tom Graham, que hablaba por primera vez y con una voz sorprendentemente profunda—. Lo que ha dicho acerca de que la gente no se lo podrá permitir. Mire las estadísticas. En este país bien podría haber treinta y cinco millones de diabéticos. Tratarlos cuesta unos ciento cincuenta mil millones de dólares al año. ¿Cree que las compañías de seguros no se abalanzarán sobre esa oportunidad? ¿Ha pensado en los programas estatales que han de costear el gasto de esas personas durante décadas? Por no hablar de Medicare o Medicaid. Hasta los políticos de extrema derecha encontrarán una forma de sortear sus prejuicios acerca de las células madre, porque ¿quién no querrá ayudar a veinte, treinta millones de norteamericanos a recuperar la salud? Es la panacea. Si funciona, cura a la gente. Y en cuanto el órgano sea aceptado, no cuesta nada. ¿El páncreas no funciona? Le cultivaremos uno nuevo, de nada. La gente ha estado buscando durante décadas una forma de reducir los gastos sanitarios. La medicina regenerativa va a ser la respuesta.
Era peor de lo que Edmund se había atrevido a pensar. Él era comercial. Sabía que, aunque no todos los diabéticos consiguieran un páncreas nuevo, la idea de comprar pólizas de seguro de vida de diabéticos en un entorno en que la gente podía recibir órganos nuevos parecía anticuada de repente, como invertir en máquinas de vapor después de que produjeran el modelo Ford T.
—¿Todo esto se especifica en el último informe? —preguntó Russell.
—Así será —contestó Henry—. Se resume en el informe que les daremos hoy.
—Todo esto es confidencial, por supuesto.
—Por supuesto.
—Pero todo depende de la fecha en que los órganos producidos a partir de células madre inducidas comiencen a estar disponibles —aseguró Edmund—. No va a suceder la semana que viene. Al menos eso creo. ¿Cuánto tardarán? ¿Dos años? ¿Cinco? ¿Lo habéis investigado?
—Tal vez Ginny nos pueda decir unas palabras a ese respecto —contestó Henry.
Sentada al lado de Tom Graham, una mujer alta con el pelo negro y largo le hizo un gesto de asentimiento a Henry. Compartía el sentido de la estética de Tom y vestía una camiseta con la alegre imagen de un robot delante.
—He leído las revistas que he podido encontrar online y he tratado de esbozar una especie de cronología —dijo—, pero los artículos sobre ese campo no son muy especulativos. Se trata de una tecnología nueva, de modo que no existen estadísticas capaces de predecir un avance de ese calibre en algo como la medicina regenerativa.
Ginny continuó hablando sobre los rápidos adelantos que ya se habían logrado en la maduración de células madre en líneas de células específicas, obra de investigadores de todo el mundo.
—El siguiente paso sería convertir esas células en órganos, o aparatos similares a órganos, mediante un proceso llamado organogénesis. Este trabajo se está realizando en Rusia, en China y en Alemania, pero donde se está obteniendo un mayor éxito es en la Universidad de Columbia, con los doctores Rothman y Yamamoto. Corren rumores de que estos dos investigadores ya han formado órganos enteros que han sido trasplantados a los ratones donantes de las células a partir de las cuales se formaron. En teoría, más o menos el mes que viene se publicará un artículo en Nature sobre el tema, con todos los datos acreditativos. Por lo visto, han alcanzado tal éxito que ya han solicitado permiso a la FDA[2] para probarlo en seres humanos. Están esperando la autorización de la FDA para dar el siguiente paso.
—¿Y cuándo ocurriría eso? —preguntó Edmund.
—Anoche hablé con un amigo científico —explicó Ginny—. Me dijo que nadie lo sabe, pero podría llegar a lo largo de los dos próximos meses.
—Desde el punto de vista comercial, las cifras sugieren que en esas circunstancias se lograría un remedio parcial si los propietarios de las pólizas reunieran capital de inmediato como protección contra esa nueva eventualidad.
Henry tomó la palabra con la esperanza de dar por concluida la reunión. Se daba cuenta de que Edmund estaba a punto de perder los estribos. En aquel momento, Henry estaba prácticamente leyendo un guión.
—También realizamos modelos de ingresos basados en la idea de titulizar tramos de pólizas de seguros de vida, y si bien es difícil integrar en los modelos la perspectiva de valores degradados, en el informe final constará la recomendación de que se proceda de inmediato a la titulización y de que se aparte una cantidad importante de los fondos obtenidos para pagar las primas de las pólizas que se prolonguen más de lo esperado. En cuanto a la adquisición de más pólizas de vida, sería sensato comprar tan solo las pertenecientes a individuos con enfermedades terminales claras, como cáncer con metástasis, ELA, cosas por el estilo.
La lista era mucho más larga, pero la repugnancia que aquello le provocaba a Henry pudo más que él.
Edmund pensó que lo único que había logrado aquella reunión era para confirmar lo que Gloria Croft les había dicho hacía menos de veinticuatro horas. Era lógico: Gloria era una de las mejores analistas que hubiera tenido jamás. Y ella lo sabía mejor que él. Mathews estaba perplejo por el hecho de que su gran plan para ganar dinero a espuertas pudiera irse al garete por culpa de dos empollones de los que nunca había oído hablar.
—Deja que te haga una pregunta —le gruñó a Ginny—. Descubres esta investigación y conoces a un científico al que puedes llamar por la noche y que te confirma que la FDA va a dar luz verde a este proyecto capaz de revolucionar la medicina o lo que sea. ¿Por qué no puede leerse nada al respecto en The New York Times?
—Porque los investigadores y sus universidades han mejorado mucho con relación al problema de las patentes. Antes se precipitaban a publicar porque anhelaban la notoriedad, pero ahora son mucho más listos. Van a ganar fortunas con la biotecnología, y esta especialidad de la organogénesis podría ser aún más importante. Es probable que eclipse todos los demás hitos tecnológicos de la historia de la medicina. Créame, cuando el artículo de Rothman llegue a Nature, saldrá también en The New York Times, The Wall Street Journal y todos los demás medios.
* * *
Edmund y Russell bajaron en el ascensor en silencio. Era la misma cabina que el primero de ellos había golpeado el día anterior. Se había tomado un analgésico de su botiquín personal, así que solo sentía un dolor sordo en la mano izquierda. La observó con detenimiento y creyó distinguir una tenue mella en la puerta metálica del ascensor. El problema era que tenía ganas de repetir la jugada.
Solo cuando llegaron a la calle, alejados de oídos curiosos, hablaron.
—¿Qué opinas? —preguntó Russell.
—Creo que les hemos pagado a esos idiotas demasiado dinero. Y vamos a demandarlos.
Llegaron al coche, aparcado delante del edificio, y subieron. Edmund reflexionó durante un instante. Las ideas se apelotonaban en su mente.
—Vale, esto es lo que vamos a hacer. Hoy. Se han acabado los diabéticos, eso es evidente. Díselo a los comerciales, aunque estén a punto de cerrar el trato y tengas que amenazarlos, que den marcha atrás. Cualquier contrato en ciernes, cancelado. Talones que vayan a pagarse, cancelados.
»Que alguien revise los acuerdos de personas enfermas de diabetes y algo más. Ahora nos gusta lo de “algo más”. Que el abogado redacte una carta con su mejor jerga legal incomprensible para informar de que ya no estamos interesados en la diabetes y que se la envíe a esas personas. Saca a esa gente de las estadísticas. Nunca sufrieron diabetes. Y necesitamos pólizas nuevas. Fumadores. Sé que son los peores, porque ninguno cree que vaya a enfermar y, cuando lo hacen, mueren demasiado deprisa. Averigua si podemos localizar a fumadores o ex fumadores que no hayan pagado un par de mensualidades de la póliza. En cualquier caso, todos están mintiendo. Y ofréceles el veinticinco por ciento…
—Pero el modelo… —empezó Russell.
—¡Que le den por el culo al modelo! —rugió Edmund—. ¿No lo entiendes? A día de hoy, no existe modelo alguno. Nos quedamos sin negocio si esta mierda sigue adelante, con modelo o sin él. Jesús. Estoy hablando de tiritas, y tenemos una herida en la cabeza.
—En potencia.
—Sí, exacto, existe la posibilidad de que esa investigación no llegue a ningún sitio. Pero, en cualquier caso, estamos con el agua al cuello. Gloria Croft ya nos está vendiendo en corto, y no se cortará a la hora de hablar de ello. Hemos de hacer algo. No podemos vender nuestras acciones y largarnos.
—Tal vez deberíamos ir a ver a Jerry Trotter —sugirió Russell tras una incómoda pausa.
—Sí, yo estaba pensando lo mismo —repuso Edmund.
* * *
El doctor Jerred L. Trotter, viejo amigo de ambos, dirigía un fondo de inversión libre de mucho éxito. Trotter era un hombre que disfrutaba superando en inteligencia a la gente, lo cual significaba que no le hacía ascos a las prácticas que rozaban lo ilegal si confiaba en salir indemne. Había muchas áreas en que las autoridades reguladoras eran laxas, y otras en las que, simplemente, no existía regulación. Por medio de las buenas artes de Trotter, y de cierto número de disfraces también creados por Trotter, Edmund había adquirido las CDO sobre su propia empresa al tiempo que continuaba vendiendo bonos subprime a sus clientes empresarios. Era el tipo de travesura que Trotter disfrutaba. Sobre todo cuando su porcentaje de beneficio era tan generoso.
Edmund había sondeado a Trotter en la fase de planificación de LifeDeals. Envió a Russell en lo que parecía una misión de búsqueda de datos. ¿Creía Jerry que un modelo así funcionaría? ¿Pensaba que se trataba de valores aptos para derivar fondos de ellos? ¿Creía que habría suficientes inversores dispuestos a comprar semejante producto? Russell no había mencionado en ningún momento que buscaban inversores.
Tres días después, Jerry había llamado y prácticamente le había mordido el brazo a Edmund a través del teléfono. Había repasado las cifras y quería participar. Edmund, después de simular que se lo estaba pensando, fingió permitir a regañadientes que Jerry invirtiera veinticinco millones de dólares de su propio dinero, y más de su fondo. A Trotter le encantaría conocer las nuevas condiciones del mercado. No le gustarían, por decirlo de una manera suave, pero siempre había sido un hombre de acción y pensaría en algo.
El conductor se había mantenido a la espera de instrucciones mientras los dos hombres permanecían sentados en el asiento trasero del coche. Edmund le dio una dirección, y partieron.