Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
3 de marzo de 2011, 7.15 h.
La llamada de su abuela Sally, recibida la tarde anterior, había devuelto a George a sus desvelos habituales. Un día antes de aquello, había encontrado a Pia en la cafetería del hospital con Will McKinley. Lesley Wong también les acompañaba, pero George se había obsesionado con que Will McKinley hubiera conseguido colocarse al lado de Pia durante una optativa de un mes. Si bien George se consideraba razonablemente hábil con las mujeres, en el sentido de que se llevaba bien con casi todas, Will era un seductor con más práctica y menos escrúpulos. George jamás habría imaginado que Pia pudiera interesarse por un tipo como Will, pero ¿qué sabía él? Los celos eran un sentimiento cruel y, mientras los cuatro estuvieron sentados juntos, el joven había sufrido creyendo que Will disfrutaba con su gran incomodidad. Will jamás había ocultado que consideraba a Pia muy atractiva. En más de una ocasión le había preguntado a George qué creía que Pia veía en él. En su fuero interno, George se había alegrado de la grosera pregunta de Will, pues implicaba que él, y otros, los veían como una especie de pareja.
George conocía lo bastante bien a su abuela como para saber que no aprobaría a Pia. O, mejor dicho, que consideraría que su continuado interés por ella era enfermizo. Con todo lo que tenía encima, George se preguntó por enésima vez qué hacía persiguiendo aún el afecto de Pia. No se trataba tan solo del tiempo que le ocupaba, aunque era bastante, sino de la cantidad de energía emocional que invertía en ella, diseccionando sus palabras y actos, pensando en estrategias dirigidas a ganarse su cariño, preocupándose por su bienestar. Necesitaba conservar aquella energía para sus estudios. Ante todo, deseaba ser el mejor médico posible.
George sabía cuánto estaba aportando su familia para que triunfara. Habían sufrido muchos reveses, y daba la impresión de que seguían resbalando pendiente abajo, como tantas otras familias de clase media. Si no alcanzaba su objetivo, sabía que su madre y su abuela pondrían al mal tiempo buena cara, pero se sentirían destrozadas por dentro.
George también sabía que su madre, Jean, tenía problemas económicos. Se había trasladado a una casa mucho más pequeña en el mismo barrio de Baltimore unos años antes, pero aun así parecía no tener más dinero. Jean había tenido la mala suerte, o la falta de previsión, de trabajar en industrias decadentes después de la muerte del padre de George. Había sido contable en las obras de Bethlehem Steel, en Sparrows Point, durante un tiempo, y después encontró y perdió un empleo en la planta de General Motors. Siempre contestaba que le iba bien cuando él le preguntaba por su situación económica, pero se negaba a dejarle ver sus extractos bancarios. Aunque George gozaba de una beca completa, ella jamás dejaba de enviarle un billete de veinte dólares siempre que podía.
—Eres estudiante, George —le decía—. ¡Concéntrate en tu educación!
Cuando Sally había llamado eran las cinco en el este, y no esperaba que George descolgara el móvil. Su intención era dejarle un mensaje de ánimo sin hacerle perder ni un segundo de su precioso tiempo. Exageraba al pensar lo ocupado que estaba George a cada minuto.
—¿Un día ajetreado?
—No demasiado. Todavía no nos están machacando. De hecho, has llamado en un buen momento, porque es la hora del descanso. He escogido una optativa de radiología, y no se matan trabajando como en otras especialidades. ¿Cómo te va el día?
—Oh, ya sabes. Hay mucha tranquilidad por aquí últimamente. ¿Has hablado con tu madre hace poco?
—No. ¿Qué pasa?
—Ayer sucedió algo interesante. Vendí la póliza del seguro de vida de tu abuelo a un caballero muy simpático. Me pagarán dentro de unos días. ¿Cómo vas de dinero? ¿Te va bien? Podría enviarte un poco.
—Me va bien —contestó George, aunque en realidad siempre iba justo. Estaba impaciente por que llegara el 1 de julio, cuando empezaría su residencia. En lugar de tener que gastar dinero, recibiría un sueldo. No iba a ser muy alto, pero cualquier cosa era mejor que lo que tenía en aquel momento. Aun con su beca, había acumulado unas deudas considerables.
—Si necesitas dinero, avísame.
—Lo haré —dijo George, aunque no albergaba la menor intención de pedirle dinero a su abuela—. No conozco a nadie que haya vendido su seguro de vida. ¿Es habitual?
—El señor Howard Essen, el hombre que la ha comprado, dice que es muy habitual.
—Ah —contestó George. Se dijo que intentaría acordarse de investigar esa posibilidad en internet cuando volviera a su cuarto. En aquel punto desvió la conversación hacia los problemas de salud de su abuela, pues sabía que no era buena y que se mantenía con vida gracias a diálisis renales.
Más tarde, cuando George consultó «Adquisición de pólizas de vida» y se informó sobre el tema, no se alegró mucho. Pensó que era una forma más de tratar injustamente a los ancianos, en aquel caso por parte del mundo económico. Empezó a preocuparle la posibilidad de que se hubieran aprovechado de su achacosa abuela, y aquella idea contribuyó a que reordenara sus prioridades.
Cogió la chaqueta del armario y se encaminó hacia los ascensores. Una vez allí, pensó un momento en Pia y se preguntó si debería subir a su habitación para asegurarse de que estaba despierta. Pero apretó el botón de bajada. Joder, si iba a pasar el día con Will, podía levantarse sola. Decidió tomarse un café, una forma de iniciar el día más relajada de lo normal.