Greenwich, Connecticut
3 de marzo de 2011, 6.45 h.
Edmund Mathews estaba sentado a la isla de su cocina con una taza de café cuando sonó el teléfono. Lo descolgó en mitad del primer timbrazo. Era Russell.
—Lo siento si te he despertado.
—Dios, no, llevo horas levantado. ¿Sabes algo?
—Henry me ha enviado un correo electrónico hace un par de minutos. Su equipo ha reunido algunas cifras y quieren enseñárnoslas a las nueve de la mañana. ¿A qué hora puedo recogerte?
—Puedes recogerme ya. ¿Qué ha dicho sobre las cifras? ¿Le has llamado?
—No, su mensaje no hablaba de llamar, solo de ir.
—Así que no tienes ni idea de qué han encontrado. Fantástico. Bien, pásate cuando quieras. Estoy preparado.
Edmund colgó el teléfono.
Nada de lo que había pensado desde la reunión en Statistical Solutions de la tarde anterior le había ofrecido mucho consuelo. No era un genio de los números, como Russell, pero era consciente del enorme riesgo que corrían con las pólizas de seguros que habían comprado a diabéticos. Aquellas personas le habían parecido una base sólida para su negocio: una enfermedad crónica y muy extendida, con graves complicaciones y un montón de titulares con bajos ingresos. Había visto numerosos correos electrónicos de comerciales diciendo que habían localizado a alguien que iba atrasado en el pago de la póliza, justo cuando estaba a punto de perderla. Eran los candidatos perfectos, gente que se alegraba de llegar al acuerdo de diez centavos por dólar de algo que, para ellos, no valía nada.
Edmund no era un hombre que dedicara mucho tiempo a lamentos o recriminaciones. Si rompías algo, lo reparabas. La cuestión era adelantarse al problema antes de que se agravara. Su personaje histórico favorito, cosa bastante predecible, era el general George S. Patton. Le gustaban los hombres de acción. Si hubieran permitido a Patton llegar el primero a Berlín en 1945, y después le hubieran dejado continuar hasta Moscú, el mundo sería muy diferente. Esos grandes hombres de la historia siempre se veían frustrados por los débiles y los mezquinos.
Lo que más detestaba Edmund era sentirse impotente, como le habían dejado los acontecimientos del día anterior. Gloria Croft había disparado la primera bala, y después Henry Green les había asestado el golpe de gracia. Se sentía pillado a traición. No lo había visto venir, ni tampoco Russell. Se suponía que su socio era el experto en detalles, el que conocía a gente que conocía a gente que sabía lo que estaba pasando, el que estaba atento a todo. Así se lo había manifestado Edmund la noche anterior durante el largo regreso en coche desde Statistical Solutions. Gloria se habría alegrado mucho de saber cuánto rato pasaron retenidos a causa del tráfico.
Cuando llegó a casa, Edmund ya había acabado de verter críticas sobre Russell y una sombra oscura se había extendido sobre su cara. Alice pasó otra noche procurando evitar a su marido y, una vez más, Edmund no tuvo muchas palabras para su hijo. Con la botella de whisky como compañía, el financiero se había entregado a la brujería. Intentó introducirse en el software de simulación de Henry Green con el deseo de encontrar alguna forma de paliar los daños que amenazaban el futuro de LifeDeals. Lejos de confiar en la magia, estaba seguro de que podría hacer algo. Tenía que trasladar su empresa, y a él mismo, a Berlín.