Residencia geriátrica Castle Towers
Phoenix, Arizona
2 de marzo de 2011, 11.50 h.
En su casa de las afueras de Phoenix, Sally Mason estaba sentada en un banco al lado de la entrada, disfrutando de los últimos vestigios del aire matutino antes de que el sol consiguiera que sentarse fuera resultara insoportable. Aunque había nacido en aquel estado y vivido allí toda su vida, el calor siempre había podido con ella. Se sentía orgullosa de ser arizoniana de toda la vida. En Arizona solo vivían 450.000 personas cuando ella nació en 1933, y aquel era aproximadamente el número de residentes actuales de Mesa, apenas un punto en el mapa cuando ella era adolescente.
Aquel día Sally iba a recibir otra visita de Howard Essen, el vendedor con el que se había reunido un par de veces y hablado por teléfono con cierta frecuencia durante las últimas semanas. Sally agradecía que Essen no se hubiera mostrado demasiado agresivo, no tan implacable como el hombre que le había vendido la póliza de seguro de vida a su marido. De hecho, le gustaba hablar con Howard de la familia de él, de su esposa y sus tres hijos, a los cuales no cabía duda de que adoraba. El hombre también había demostrado interés en la historia de Sally, le preguntaba sobre Arizona cuando era pequeña y todavía ataban a los caballos delante de las tiendas en el centro de Phoenix, sobre su Preston, que ya llevaba veinte años muerto, y sobre su única hija, Jean, y su nieto. Aquel era uno de los días buenos, un día en que no tenía que viajar cuarenta y cinco minutos para unas cuantas horas de tediosa e incómoda diálisis.
Sally había decidido que aquel día iba a decirle a Howard Essen que aceptaba su propuesta.
Howard había accedido a la petición de Sally de ir a mediodía, pues quería tener la tarde libre. Consultó su reloj; faltaban unos diez minutos. Cerró los ojos y pensó en Preston, como hacía casi siempre. Él era muy joven cuando se conocieron, apenas tenía dieciocho años, y estaba muy elegante con el uniforme de las Fuerzas Aéreas cuando entró en la tienda de su padre. El quinto día consecutivo que entró, se le habían acabado las cosas que comprar y se dejó de excusas: había ido a ver a Sally. La vida con Preston no siempre había sido fácil, pero fue un hombre solícito en todo momento. Hacia el final, contrató el seguro de vida para ella y aportó los fondos para una pensión anual con lo que sobró. Preston quería asegurarse de que cuidarían de su hija Jean, y confiaba en ahorrarle aquella preocupación.
A Sally siempre le había parecido que el dinero que iba a parar a Jean gracias a la póliza era una cantidad enorme. Eso fue hasta que el marido de Jean murió de repente y la dejó con una montaña de facturas y deudas de cuya existencia ella no tenía ni idea. El dinero que Sally había conseguido reunir después de vender la casa que Preston compró en 1965, el mejor año para su negocio de fontanería, se había visto menguado por la necesidad de ayudar a Jean a pagar las facturas. Ahora, su hija tendría que desprenderse de la mayor parte de su herencia para ayudar a su madre. Sally se resistió un poco, pero Jean insistió, y Sally sabía que tenía razón. Preston Mason no habría vacilado jamás. Habría hecho cualquier cosa con tal de ayudar a su esposa a gozar de la mejor calidad de vida posible.
El riñón de Sally se encontraba en la fase cinco, la fase final, de modo que necesitaba un órgano nuevo. Pero había miles de personas en la lista de espera, y el estado acababa de decidir que dejaría de pagar los trasplantes de pulmón, así como ciertos tratamientos de corazón y médula espinal. ¿Cuánto tardarían en añadir a la lista los trasplantes de riñón? Sally no quería esperar a averiguarlo. No quería pasar sus últimos años encadenada a una máquina. Quería recuperar su libertad, pero eso tenía un precio. Necesitaba doscientos cincuenta mil dólares, como mínimo, para la operación. Además del dinero que necesitaba para conservar su plaza en Castle Towers, tenía algunos ahorros y la escasa cantidad que Jean había prometido darle. Aún le faltaban varias decenas de miles de dólares, por eso se mostró receptiva a la idea de vender su seguro de vida cuando se la propusieron.
La llamada de Howard Essen llegó en un momento particularmente apropiado. No fue una coincidencia, aunque Sally se habría llevado un buen disgusto de haber sabido cómo sucedió. Howard descubría clientes en potencia mediante una red informal de contactos que había establecido en más de dos docenas de residencias geriátricas y centros socio-sanitarios. Sobornaba a una mezcla de camilleros, ordenanzas y recepcionistas para que lo informaran cuando algún residente les hablaba de ciertos problemas médicos o personales, como el inicio de una diálisis, una visita al cardiólogo o no poder colaborar en el pago de la matrícula universitaria de algún nieto. Howard lo consideraba de mal gusto, pero pensaba que no tenía otra opción. Corrían tiempos difíciles, y tenía que encontrar una forma de mantener a flote a su familia. En aquel caso, Sally le había contado a un camillero simpático sus apuros, el hombre se lo había comentado sin pensar al director y este había llamado a Howard.
Durante diez años, Howard había vivido bastante bien vendiendo hipotecas a jóvenes de Arizona. Cuando las cosas iban viento en popa, se había visto atrapado en la histeria colectiva de las propiedades inmobiliarias. Todo el mundo estaba vendiendo hipotecas sin documentación de apoyo, de modo que ¿por qué no él? Nadie decía que fuera malo. Después de más de seis meses en el paro, había encontrado empleo en LifeDeals. De hecho, habían ido a por él, en busca del brillante vendedor de hipotecas de otros tiempos, y le habían ofrecido un trabajo pagado casi al ciento por ciento en comisiones. Cuanto más barata compraba Howard la póliza, más alta era su remuneración. Le ayudaba a dormir por las noches el que no consiguiera sacarle ese porcentaje extra al titular. Tampoco pensaba que Sally Mason fuera a capitular con tanta facilidad.
La primera vez que fue a verla, Howard se había presentado y Sally le había preguntado:
—¿Essen, como la ciudad de Alemania?
—Sí, señora. Exacto.
Aquella mujer era avispada, saltaba a la vista.
Howard le soltó su perorata, le enseñó a Sally las gráficas y las tablas que indicaban cuánto dinero ahorraría si no tenía que pagar las primas y cuánto dinero ganaría si lo invertía con prudencia.
—Así que, si dejo de pagar la póliza y utilizo el dinero de la anualidad, ¿dispondré de esta cantidad cuando tenga, veamos, ciento dos años?
Sally señaló una cifra muy grande en el borde exterior de una de las proyecciones.
—Eso es. ¿Quién dice que no va a vivir veinte años más con el riñón nuevo? Además, nosotros basamos nuestras proyecciones en una tasa media histórica de rendimientos según una combinación sensata de inversiones. Puedo darle el nombre de un gran especialista en inversiones que podría ayudarla con eso.
—Estoy segura de que sí, Howard. ¿Y qué tasa de rendimientos calcula usted?
—Como ya he dicho, utilizando medias históricas, en torno al ocho por ciento, más o menos.
—Oh, Howard, ojalá me hubiera llamado hace treinta años. De haberlo hecho, no me encontraría en esta situación.
* * *
Un par de minutos antes de la hora, Sally vio que Howard llegaba en su camioneta Ford y aparcaba. Le saludó con la mano, y el hombre se acercó.
—Hola, señora Mason —dijo.
—Buenos días, Howard. Vamos a hacer negocios.
Howard sonrió.
La habitación de Sally era muy pequeña, así que se sentaron en el comedor de la casa, donde ella se sentía más a gusto. Howard había llevado todos los papeles y se los colocó delante a Sally para que los firmara. La mujer levantó la pluma, pero volvió a bajarla.
—Verás, Howard, cuando Preston compró esta póliza, dijo que íbamos a asegurar la vida de nuestra hija. Pero en lugar de eso la estoy utilizando para concederme otros diez años de vida, porque ya no puedo confiar en la ayuda del estado en el que he vivido desde que nací. Me he quedado casi sin dinero, mi hija también. Solo nos queda mi nieto, George, que está en Nueva York en una facultad de medicina y siempre dice que quiere ganar dinero para ayudar a su madre a salir del paso. No sabe nada de esto porque ya está más endeudado de lo que va a costarme el riñón. Nadie tiene dinero, solo deudas. ¿Cómo es eso posible, Howard?
Howard Essen se miró los pies. Habían hablado un poco de la anterior carrera de Howard, de la locura de las hipotecas y de que, a veces, el padre de Sally concedía un poco de crédito a los clientes de la tienda antes del fin de semana, cuando ya se habían gastado la paga anterior. Y de que casi siempre se arrepentía de hacerlo.
—Juro que no lo sé, señora Mason.
—Oh, bueno, yo diría que sí tenemos cierta idea de por qué, Howard.
Howard observó a Sally mientras firmaba el papel que convertía su seguro de vida de medio millón de dólares en poco más de setenta y cinco mil, un quince por ciento de su valor.
Sally se había sumido en el silencio y no le dijo gran cosa a Howard después de finalizar la transacción. El vendedor volvería al cabo de unos días con el talón y la copia del contrato para Sally. Cuando terminó, se despidió y se fue sin añadir nada más, Howard tenía ganas de volver a casa y darse otra ducha. Sally decidió que esperaría un par de horas más para llamar a su nieto, George, y dejarle un mensaje. Quería asegurarse de que las cosas le seguían yendo bien en Nueva York.