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Nueva York

2 de marzo de 2011, 13.30 h.

Después de abandonar el despacho de Gloria Croft, Edmund Mathews, todavía rabioso y con la mano izquierda dolorida, giró hacia el este por Lexington Avenue y localizó una farmacia Duane Reade. Compró un frasco de Motrin y se tomó cuatro comprimidos. Le dolía bastante la mano, pero estaba seguro de no haberse roto ningún hueso al golpear la puerta del ascensor. De haber utilizado la mano derecha, más fuerte, lo habría conseguido sin la menor duda. Russell Lefevre solía considerar impredecible y alarmante el comportamiento de Edmund durante las crisis, pero sabía que su socio poseía una capacidad de concentración digna de un láser, y que era capaz de emplearla en momentos como aquel. Edmund tenía la habilidad de descomponer los problemas complicados y atacarlos pieza a pieza hasta solucionarlos.

Mathews hizo que el coche fuera a recogerlos y los dos hombres se quedaron sentados en doble fila en la calle Cincuenta y ocho Este. Russell podría haber jurado que oía los pensamientos de Edmund.

—Hemos de apresurarnos a titulizar lo que tenemos —empezó Russell.

—Sí. Sin duda. Y echa un vistazo a las pólizas de diabéticos que tenemos —dijo Edmund—. Quizá sea más barato anular algunas que mantenerlas. Y deberíamos despedir a algunos comerciales hasta nuevo aviso.

Edmund le pidió a Russell que llamara a un contacto de Goldman Sachs, un hombre llamado McDonald, de la división de seguros respaldados por valores. Se había mostrado interesado en LifeDeals, pero era precavido. Russell todavía confiaba en que uno de los mejores jugadores del tablero se sumara a ellos, pero hacía tiempo que no hablaba con McDonald. Resultó que el hombre podía concederle unos minutos a un viejo cliente, de forma que Russell y Edmund se dirigieron hacia West Street, en Battery Park City, y el cuartel general de Goldman.

* * *

—Ese tipo es un mediocre, carece de visión —aseguró Edmund después de la insatisfactoria entrevista.

Russell había contestado a todas las preguntas de los operadores acerca de titulizar su cartera de adquisiciones de pólizas de vida lo antes posible. Pero ellos no entendían a qué venían las prisas. Desde su punto de vista, cuantas más pólizas acumularan, mejor sería el producto. Y no habían llevado a cabo el penoso trabajo legal preliminar de crear las complicadas CDO para estar en condiciones de sacarlas al mercado. Lo que Russell y Edmund habían ido a buscar después de su entrevista con Gloria Croft era tranquilidad. Cuando se fueron de Goldman, admitieron que no habían recibido una reacción exactamente negativa, pero tampoco positiva.

En el coche, ambos tomaron otra decisión. Tal y como Gloria Croft había demostrado de una forma tan devastadora, los principales problemas a los que se enfrentaban eran las campanas de Gauss de tasa de mortalidad, de las que dependía la viabilidad de LifeDeals, y los perjuicios que los adelantos médicos provocarían en términos de desplazar la curva a la derecha.

—Tenemos que ir a ver a Henry Green —dijo Edmund.

Henry Green era el director general de Statistical Solutions SL, la empresa que había presentado todos los datos actuariales, incluidas las campanas de Gauss. Edmund sacó la BlackBerry. Quería ocuparse de la llamada personalmente.

—Henry Green, por favor… De acuerdo, bien, dígale que Edmund Mathews está en la ciudad y necesita verle ahora mismo… Bien, estoy seguro de que él lo entenderá cuando usted se lo diga. Nuestros datos principales son incorrectos. Ha surgido nueva información. Hemos de solucionarlo. —Edmund colgó—. Nos recibirá —predijo.

LifeDeals había contratado a Statistical Solutions con un generoso anticipo sobre los honorarios. Russell quería disponer de los mejores análisis estadísticos disponibles cuando salieran a vender su producto. Una presunta lección de la debacle de las subprime era que los inversores querían saber con exactitud en qué estaban invirtiendo. Podía parecer evidente, pero no lo era. Russell quería poder enseñarle al inversor los últimos datos, incluso pólizas individuales, si deseaba verlas.

Por su parte, a Henry Green no le hacía la menor gracia recibir noticias de Edmund Mathews, y mucho menos cuando pedía una entrevista cara a cara sin previo aviso. Aunque Russell Lefevre exigía el máximo de la capacidad investigadora que ofrecía Statistical Solutions, concedía tiempo a la empresa para que lograra su objetivo. Por el contrario, Edmund Mathews llamaba y quería respuestas a preguntas complicadas de inmediato. Green tenía que exigir el máximo a su gente, exprimiendo hasta el último centavo de la empresa, para cumplir el encargo. Edmund esperaba que Henry lo dejara todo cuando él llamaba.

Edmund y Russell llegaron a las oficinas de Statistical Solutions, en Chelsea, al cabo de poco rato, y pasados un par minutos estaban sentados con Green en su despacho.

—Edmund, tengo entendido que por teléfono has dicho algo acerca de «nueva información» —empezó Green vacilante.

—Exacto —dijo Russell, que deseaba evitar como fuera que su socio chillara a Henry Green, cosa que ya había sucedido en el pasado—. Existe material nuevo y queremos conocer tu opinión de experto, por si deberíamos estar preocupados.

Edmund suspiró ante aquel eufemismo.

—Lo que mi colega intenta decir, Henry, es que podríais haberos equivocado en algunas de vuestras previsiones por cantidades que nos expulsarían del negocio. De modo que te lo agradecería mucho, Henry, si pudieras convocar a esos genios de los que nos hablaste, que habrían podido conseguir empleo en Google, para que vengan aquí y nos demuestren que al fin y al cabo son lo bastante listos como para saber atarse los cordones de los zapatos.

Su voz fue aumentando de volumen, pero el dique resistió por los pelos. Henry Green pulsó un número en el teclado de su teléfono y descolgó el receptor.

—Sí, Laura, ¿puedes decirles a Tom e Isabel que se unan a nosotros en la sala de reuniones ahora mismo?

Green colgó el teléfono.

—¿Vamos, caballeros?

Russell y Edmund tan solo veían jóvenes en la oficina. Henry Green al menos aparentaba el aspecto de un hombre de negocios con sus pantalones de vestir y su camisa oscura, pero llevaba el pelo despeinado y al menos cinco centímetros demasiado largo por detrás. Los genios de las cifras, vestidos de negro, parecían recién llegados de una fiesta que hubiera durado toda la noche. Statistical Solutions estaba cosechando fama de recoger toda clase de datos y solucionar algoritmos, y muchos de sus empleados acababan trabajando para gigantes de Silicon Valley que les pagaban hasta la tintorería y que tenían guardería para sus perros en el trabajo. Para conservarlos, Henry Green tenía que ser igualmente tolerante y generoso. Mientras le dieran seis meses de trabajo duro, a Henry Green no le importaba. Statistical Solutions gozaba de muy buenos ingresos.

Intuyendo que Russell querría hablar, Edmund se le adelantó y se dirigió a Isabel y Tom directamente.

—¿Qué sabéis sobre investigaciones de células madre en relación con el tratamiento de la diabetes?

—Sé lo que son las células madre —contestó Isabel Lee.

—¿Las tuviste en cuenta en tus proyecciones?

—¿Cómo?

—El hecho de que un profesor de Columbia esté dando pasos de gigante hacia la creación de páncreas humanos fuera del cuerpo para ser utilizados como trasplantes. Si lo logra, prolongará la vida de los pacientes de diabetes.

—Algo muy positivo, por cierto —replicó Isabel.

Ni a Isabel ni a su colega, Tom Graham, les había gustado trabajar con estadísticas de mortalidad para LifeDeals, y todavía menos cuando descubrieron lo que la empresa estaba haciendo con ellas. Le mencionaron sus recelos a Green, pero él contestó que no les pagaba para emitir juicios de valor ético. Sí, la idea de ganar dinero gracias al fallecimiento de la gente era repulsiva, pero pagaban bien.

—Sí, es un día maravilloso para la medicina y los gordos, pero no tanto para mis inversores —le espetó Edmund.

—Escuchad, os dimos carta blanca para que trazarais nuestros parámetros, utilizando datos actuarios y cruzándolos con nuestras proyecciones de movimiento de caja, pero no vimos información de ese tipo en ningún sitio —dijo Russell.

Edmund le concedió un gesto de asentimiento.

—Russell, incluimos el aumento de la expectativa de vida y añadimos tolerancias para desarrollos inesperados, pero con un tope del cinco por ciento —intervino Henry—. Así lo hablamos, y vosotros accedisteis. Si se va a producir un adelanto tan importante como el de los páncreas trasplantables hechos a medida a partir de la investigación con células madre o del proyecto del genoma humano, no se nos puede considerar responsables. Es imposible predecir un acontecimiento que ocurre una vez cada cien años.

—En tal caso, toda esa puta investigación estadística no sirve de nada —replicó Edmund al tiempo que alzaba las manos en señal de frustración—. Solo son pajas mentales.

—Ni hablar —dijo Isabel, que no se dejaba intimidar—. Son buenos datos teniendo en cuenta el material de partida. Si existe un cambio de paradigma, las cifras cambian y las gráficas han de adaptarse para reflejarlo. Así de sencillo.

Se encogió de hombros y se reclinó en la silla.

Tom Graham se estaba contemplando las uñas y no contestó.

—¡Se acabó! ¡Eso es lo que conseguimos! Uy, lo siento, se equivocó de número. ¡No pensamos en eso! Os pagamos para que pensarais en todo. No es que las células madre hayan caído del cielo. ¿Qué clase de empresa diriges?

—Vale, no nos pongamos nerviosos —intervino Russell—. Henry, Edmund quiere disculparse…

—Que no me pida disculpas a mí, que se las pida a ellos —dijo Henry, y señaló a Tom e Isabel. Ella fulminó a Edmund con la mirada, quien al final levantó una mano para hablar. No iba a mostrar más arrepentimiento que aquel.

—Henry, escucha, necesitamos una nueva tendencia de modelos basada en nuevos supuestos que te enviaré por correo electrónico dentro de más o menos una hora, en cuanto volvamos. Debemos saber hasta qué punto se ve afectado nuestro movimiento de caja con estos nuevos escenarios. Tendréis que hacer suposiciones, puesto que no existen datos reales disponibles. Os estaríamos muy agradecidos si pudierais hacerlo por nosotros. Y lo necesitamos enseguida. Como ya sabéis, en nuestro contrato existe una provisión…

—Sí, Russell, lo sé —interrumpió Henry—. De hecho, le he echado un vistazo a nuestro contrato mientras veníais hacia aquí. Haremos el trabajo, lo tendremos preparado mañana, lo antes posible. Como ya sabes, Russell, en el contrato existe una provisión mutua de cancelación en veinticuatro horas bajo ciertas circunstancias. Creo que estas circunstancias cubren dicha provisión de manera más que adecuada. Daos por avisados.

Más desanimados que cuando habían llegado, Edmund y Russell no tuvieron fuerzas ni para protestar. Se levantaron para marcharse.