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Centro Médico de la Universidad de Columbia

Nueva York

2 de marzo de 2011, 13.00 h.

Pia había aprendido enseguida a sentirse como en casa en lo que al doctor Yamamoto le gustaba llamar el «cuarto de baño», la instalación de baños de órganos donde cultivaban riñones, corazones, pulmones y páncreas de ratones. Se había pasado la mañana allí, recogiendo montones de datos sobre los niveles de pH en los baños y sirviéndose de una tableta para examinar los historiales de los pocos órganos que habían fallado. Después se había descubierto que existían sutiles variaciones en la acidez o la alcalinidad con relación al resto de las muestras. La tarea de Pia consistía en controlar los baños, y estaba intentando averiguar una forma de improvisar una alarma electrónica en su móvil, como habían hecho Rothman y Yamamoto, que la avisara cuando un baño padeciera una leve variación de pH.

El doctor Rothman había entrado y salido dos veces. Pia sabía, porque se lo había dicho el doctor Yamamoto, que a la vez el equipo estaba realizando complicados y absorbentes estudios, tanto en los baños como en el laboratorio de bioseguridad de nivel 3, al otro lado del complejo de Rothman. El trabajo de este sobre la salmonela había forjado su reputación, y no estaba dispuesto a abandonarlo, aunque aquello significara trabajar a niveles de energía y concentración sobrehumanos. El científico agradecía mucho el acceso a las cepas altamente virulentas que le había proporcionado la NASA, y ahora que iban a clausurar el programa de la lanzadera espacial, no sabía cuándo podría conseguir más.

Lesley y Will habían salido de la sala para ir en busca del doctor Yamamoto. Habían decidido que, además de ayudar a Pia, iniciarían sus propios estudios sobre los efectos de leves variaciones en la temperatura de los baños. Por desgracia, su estudio no había tardado en llegar a un callejón sin salida, y preferían consultar al socio del doctor Rothman antes que al gran hombre en persona.

El doctor Rothman entró en la sala y caminó hacia las últimas filas de baños.

—Parece que tenemos un problema con el número diecinueve —comentó al parecer a nadie en particular.

Pia se sumó a él, que estaba manipulando la unidad de control que había debajo del baño.

—El flujo sanguíneo corre peligro. Hay un bloqueo, así que es posible que debamos seccionar el órgano para ver si el problema es de desarrollo o se debe a alguna especie de émbolo. Pocos viajes son más largos que el de in vitro a in vivo.

—¿Cuánto falta para que pueda empezar a experimentar con órganos humanos? —preguntó Pia.

Rothman se encogió de hombros y la miró; parecía sorprendido. ¿Habría estado hablando consigo mismo?

—Estamos un poco más cerca con los riñones que con los páncreas. El riñón es, en esencia, un filtro. Bastante sencillo. Pero el páncreas es muy complicado. Me fascina que una glándula tenga tanto que hacer, y tantas tareas importantes.

—Hormonas y enzimas.

—Los islotes de Langerhans. Siempre me ha gustado ese nombre. Fueron descubiertos por un alemán de veintiún años llamado Paul Langerhans en 1869. Recuerdo que, cuando era adolescente y oí por primera vez el término, pensé que les habían dado el nombre de unas islas de verdad.

Pia había visto pocas veces al doctor Rothman tan jovial. Daba la impresión de disfrutar en su guarida. La joven pensó que era propio del temperamento de su jefe apreciar el nombre de las células productoras de hormonas del páncreas que bombean insulina y glucagón hacia el torrente sanguíneo con el fin de regular los niveles de azúcar. O, al menos, esa era su misión.

—Por supuesto, era necesario ubicar el páncreas junto al duodeno para que pudiera inyectar sus enzimas en el sistema digestivo. La ampolla de Vater, otro de mis favoritos.

Rothman se estaba refiriendo a la confluencia del conducto biliar y el conducto pancreático, donde los alimentos que pasaban a través del intestino se mezclaban con los agentes necesarios para su digestión y para controlar el nivel de acidez.

—Pero está muy enterrado, escondido. Es muy escurridizo. Por eso el cáncer de páncreas es tan difícil de detectar y tan mortífero. El órgano posee un suministro de sangre tan grande que los cánceres tienden a propagarse con mucha rapidez.

Rothman estaba dejando divagar su mente. Parecía muy relajado, algo insólito.

—Su organogénesis es también muy escurridiza. Todas las células productoras de hormonas y enzimas han de estar codificadas genéticamente para crear la glándula, y apenas estamos empezando a entender el proceso.

Rothman se había desplazado hacia otro baño.

—El páncreas del ratón es increíblemente similar al nuestro. Estamos haciendo grandes progresos, pero quiero acelerar las cosas.

Algunos científicos estaban trabajando en la implantación de sensores de glucosa y bombas de insulina en pacientes. Otros se dedicaban a examinar soluciones de terapia genética con pacientes que ingerían un medicamento que contenía un virus, el cual provocaba la producción de insulina en presencia de glucosa. Rothman estaba abordando el problema de la única forma que sabía: lanzándose de cabeza. A Pia le gustaban su confianza y ambición. Pensaba que se le había contagiado algo de eso durante el tiempo que había pasado con Rothman a lo largo de los tres últimos años. También sabía qué opinaban de él otras personas. Consideraban que su confianza era una arrogancia de la peor clase, pero solo podía ser arrogancia si el engreimiento era deliberado. No se trataba únicamente de que a Rothman no le importara lo que pensaran los demás, sino de que ni siquiera se daba cuenta.

—Quería darle las gracias, doctor —dijo Pia.

—¿Por qué?

—Pues por ofrecerse a prestarme dinero para pagar a las hermanas.

—Las hermanas la ayudaron en el pasado, pero el pasado es pasado. Usted ya no las necesita. Ha de dejar atrás todos los problemas que el sistema de acogida temporal le causó, tal como hice yo.

—Ya lo intento —contestó Pia; se refería a superar la herencia de sus experiencias infantiles, pero no estaba tan segura de no necesitar ya a las hermanas.

—Mis hijos no están tan sanos como me gustaría. Me siento muy culpable —dijo Rothman sin venir a cuento, lo cual sorprendió a Pia. Pocas veces hablaba de cosas personales, sobre todo de algo tan íntimo. La única ocasión anterior había sido cuando admitió padecer Asperger.

—Lo siento mucho. No tenía ni idea.

—Nadie lo sabe —repuso Rothman en un tono extrañamente nostálgico—. Nunca hablo de eso. Pero es el motivo más importante de mi dedicación a las células madre y a la ciencia de las células madre.

Pia no sabía qué decir. Lo que de repente quedaba muy claro era por qué Rothman se había desviado hasta tal punto de su actividad científica, después de su éxito con el trabajo sobre la salmonela.

Rothman continuaba contemplando el diminuto páncreas suspendido en el fondo del baño. Ella solo podía imaginar hacia qué sendero de esperanza le estaría conduciendo su mente en aquellos momentos. Vio que se lo sacudía de encima de una forma casi física. El doctor echó un vistazo más a las cifras del monitor y se fue sin decir nada. Su facilidad para conectar y desconectar era asombrosa e inquietante.