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Centro Médico de la Universidad de Columbia

Nueva York

28 de febrero de 2011, 7.23 h.

La niña, de doce años, se despierta sobresaltada. Está tendida sobre un delgado colchón, en una cama baja y estrecha, y un grupo de chicas da vueltas a su alrededor. Son mayores (dieciséis, diecisiete años), y mientras arrastran los pies en torno a ella la miran con intenciones obviamente siniestras. Algunas reprimen una risita, otras sonríen, pero esos gestos no son señal de felicidad, sino de impaciencia. La noche no ha terminado todavía. Hay otros jergones en aquella sala larga, y la niña sabe que las demás ocupantes están despiertas pero no van a hacer nada para ayudarla, porque saben lo que está a punto de suceder.

Paralizada de terror, la niña es incapaz de reaccionar cuando la turba cae sobre ella. La sacan a rastras de la cama y ve a su torturadora, cuyo rostro está retorcido en una mueca maníaca. De todos modos, sabe que no debe gritar para pedir socorro. En algún lugar del dormitorio, se oye un estrépito repentino. Y otro.

Pia Grazdani, de veintiséis años, se despertó presa del pánico y cubierta de sudor frío, sin saber por un momento dónde se encontraba. Exhaló un suspiro de alivio cuando cayó en la cuenta de que hallaba sana y salva en su residencia del Centro Médico de la Universidad de Columbia. Alguien estaba llamando ruidosamente a la puerta.

Pia respiró hondo de nuevo, saltó de la cama con su pijama de franela, dio tres rápidas zancadas en dirección a la puerta, descorrió el pestillo y abrió. Tal como esperaba, era George, su compañero de medicina de cuarto curso.

—Pia, ¿sabes qué hora es? Hoy no deberías llegar tarde.

Su tono no era tan estridente como insinuaba su sintaxis. Con 1,83, George Wilson le sacaba varios centímetros a Pia, pero siempre se sentía más pequeño cuando estaba en su presencia. Se lo explicaba a sí mismo pensando que ella poseía lo que él llamaba una personalidad fuerte e intrépida, y que a veces podía ser bastante voluble.

Pia mantuvo la puerta abierta y George dio dos pasos hacia el interior de la pequeña habitación. La chica dejó que la puerta se cerrara, se volvió y echó a correr mientras se quitaba el pijama por la cabeza. George contempló la espalda desnuda de Pia, el corte de sus omóplatos, que le enmarcaban la impoluta piel marrón oliva. Ella se paró delante del tocador y sacó diversas prendas de ropa. Mientras lo hacía, vio en el espejo que George la estaba mirando.

—Lo siento, George, no podía dormir y, cuando lo conseguía, soñaba. Ve yendo, ya te alcanzaré más tarde.

Dicho aquello, Afrodita Pia Grazdani se concentró en sus preparativos. Cuando se bajó el pantalón del pijama, George volvió la cabeza y miró por la ventana. Habría preferido mirarla a ella, pero le daba miedo hacerlo. Se concentró en la impresionante vista que él y los demás estudiantes de medicina se habían acostumbrado a no apreciar. Veía el gigantesco puente George Washington, que comunicaba Manhattan con Nueva Jersey. El habitual tráfico matutino de la hora punta estaba detenido en ambas direcciones.

—No te preocupes, Pia —contestó George—. Esperaré. —Buscó algo que decir y añadió—: Supongo que aún no has descubierto cómo funciona el despertador que te regalé. No puedo venir a sacarte de la cama todos los días. Tienes que mejorar tu puntualidad. Podrías utilizar la alarma del móvil, si lo prefieres.

George dejó de hablar. Había devuelto su atención a la habitación y al instante se quedó fascinado por la visión de Pia cepillándose el pelo negro como el azabache. Experimentó una tristeza inmediata y desoladora. Las pocas veces que George y Pia habían dormido juntos, cuatro exactamente, ella le había pedido que se marchara antes de que se quedara dormido. Y en cada ocasión se había plantado delante de aquel mismo tocador, de espaldas a él, para cepillarse el cabello, tal como estaba haciendo en aquel momento. Con el paso del tiempo, George había tomado dolorosa conciencia de que, en realidad, aquellas cuatro preciosas veces no habían dormido juntos, sino que solo habían practicado el sexo: pim pam, gracias señora, salvo que al revés.

George era aficionado a los deportes y atractivo de una forma pija y estereotipada, con una rebelde mata de pelo rubio y una sonrisa fácil. Durante sus días en una universidad de la Ivy League, había llegado a sus oídos que muchas mujeres también pijas lo consideraban «un macizo». Nunca le habían faltado señoritas bien dispuestas. Pero, desde muy joven se había propuesto llegar a ser médico y no quería complicarse la vida. Como consecuencia, su vida romántica había sido una sucesión de ligues de una noche y breves flirteos con escaso compromiso sentimental. Había hecho daño a algunas chicas, lo sabía, sobre todo ahora que las tornas habían cambiado y él era el «herido» en lugar de «el que hería». Con Pia todo era muy diferente. Ella parecía pasar de él, y eso estaba volviéndolo loco. En numerosas ocasiones se había ordenado olvidarla, se había repetido que ella era una «mercancía defectuosa», pero no podía. Más bien al contrario, se había obsesionado bastante. George deseaba con desesperación mantener una relación romántica con aquella mujer, pero no tenía ni idea de lo que quería ella ni de por qué no había ocurrido. Llevaba intentándolo durante los tres años y medio de facultad de medicina.

—Vamos, ¿a qué estás esperando? —bramó Pia cuando salió por la puerta del diminuto cuarto de baño sin dejar de aplicarse un lápiz de labios pálido que era más un protector que un carmín. Cogió su bata blanca de estudiante de medicina, se la puso y se colocó alrededor del cuello la identificación del centro médico. Dejó la puerta abierta a su espalda, como si fuera ella la que estuviera esperando.

Emocionalmente desconcertado, George despertó de lo que habría podido considerarse una crisis de ausencia y la siguió. Tuvo que correr para alcanzarla por el pasillo, camino de los ascensores.

* * *

Pia continuó caminando a grandes zancadas cuando salieron de la residencia y doblaron a la derecha, en dirección al centro médico. El Centro Médico de la Universidad de Columbia se halla en Washington Heights, en Broadway cuando discurre hacia el norte siguiendo la espina dorsal de la parte alta de Manhattan. Incluso a aquella hora de la mañana, el lugar estaba muy concurrido. Las personas más decididas que caminaban por la calle Ciento sesenta y ocho, vestidas con batas blancas de diversas longitudes, eran los médicos, estudiantes y personal de los hospitales e instalaciones de investigación. Los pacientes y los familiares que llegaban se mostraban más vacilantes, mientras intentaban averiguar adónde debían ir, claramente aprensivos acerca del motivo de su visita y de lo que el día podía depararles.

George se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento cortante que soplaba desde el río Hudson y pasaba por el embudo de la curva de Haven Avenue hasta desembocar en la calle Ciento sesenta y ocho. Al día siguiente empezaría marzo, el mes en que cualquier día la temperatura podía alcanzar los veinte grados o sorprender con una nevada. En aquel momento no hacía demasiado frío, pero el viento recordaba que al invierno todavía le quedaban fuerzas.

George y Pia se dirigían a diferentes edificios para empezar su mes de optativa de cuarto curso. El cuarto curso de la facultad de medicina consistía en una serie de rotaciones mensuales por diversas especialidades, que incluían un período de optativa en que cada estudiante podía elegir algo que le interesara en particular. Aquel mes, Pia iba a dedicarse a la investigación, como había hecho durante su mes de optativa de tercer curso. George trabajaría en radiología, cosa que también había hecho el año anterior. Tales elecciones eran bastante adecuadas, puesto que tres semanas antes George, Pia y el resto de la clase de 2011 habían conocido los resultados del programa de equiparación para residentes. Tanto ella como él habían sido recompensados con sendos puestos en el Centro Médico de la Universidad de Columbia gracias a su soberbio historial académico y a influyentes recomendaciones del profesorado: Pia en medicina interna y George en radiología. Por dispensa especial, Pia también iniciaría simultáneamente un programa de doctorado en genética molecular, lo cual le permitiría continuar su trabajo en el laboratorio al tiempo que cumplía con los requisitos de residente médica.

El prestigioso genetista molecular Tobias Rothman, ganador de un premio Nobel y un premio Lasker, estaba esperando a Pia aquella mañana en el Edificio de Investigaciones Médicas William Black. Además de ser famoso por sus logros, en el centro médico el doctor Rothman lo era todavía más por ser una persona con la que costaba trabajar, debido a su legendaria falta de tacto social. Rothman no soportaba a los imbéciles. De hecho, no soportaba a nadie salvo a su ayudante de investigación desde hacía mucho tiempo, el doctor Junichi Yamamoto. Al principio, la reputación de Rothman había logrado que George sufriera por Pia cuando empezó su optativa de tercer año en el laboratorio del genetista, pero como sabía que la joven también era de armas tomar su preocupación casi desapareció. Podía atestiguar personalmente que su compañera no perdía los estribos casi nunca. Y después resultó que, para sorpresa de todo el mundo, incluso de la propia Pia, la chica había encajado de maravilla con el famoso y temido investigador. De hecho, había sido Rothman quien había sugerido que Pia siguiera un programa de doctorado en Columbia y llevase a cabo las prácticas en su laboratorio. Hasta la llegada de la joven, jamás había tutorizado a nadie. Durante un tiempo habían corrido todo tipo de habladurías por el centro médico, pues la gente no dejaba de especular sobre qué demonios estaría pasando entre la atractiva y exótica estudiante de medicina y el cascarrabias universalmente odiado, aunque respetado, que era la mayor celebridad investigadora del centro.

—¡Pia! ¡Espera! —gritó George.

Ensimismada, como de costumbre, Pia se había adelantado a George entre la muchedumbre. Este esquivó las tropas de estudiantes de medicina con bata blanca que convergían en el edificio Black y alcanzó a Pia justo antes de que entrara. La llevó a un lado. Pia miró a George con sus grandes ojos castaños muy abiertos, como si estuviera sorprendida de verle, aunque en teoría era su acompañante.

—¿Quieres que comamos juntos? Es el primer día, así que no nos agobiarán mucho. Sé que, en mi caso, a partir de hoy va a ser una locura.

—No sé, George. Rothman es… Rothman es, ya sabes…

—Rothman es un capullo asocial, eso sí que lo sé.

—¡No discutamos! Sé lo que tú y casi todos los demás pensáis, pero ese hombre se ha portado bien conmigo. No sé qué me tiene reservado para hoy, ni para el resto del mes. Lo que sí sé es que no puedo hacer planes para comer hasta averiguar el orden del día.

—Puedo decirte lo que todo el mundo cree que te tiene reservado.

—¡Oh, por favor! —replicó Pia con brusquedad—. No empecemos otra vez con eso. Ya te he repetido mil veces que ese hombre nunca se me ha insinuado ni ha hecho un comentario subido de tono en mi presencia. Es un genio que cree estar rodeado de paletos, y puede que tenga razón, al menos comparativamente. Solo le interesa su trabajo, y a mí también. Soy muy consciente de su reputación de asocial, pero tengo la suerte de que me tolera. Estoy impaciente por llegar al laboratorio. Si tengo un rato a lo largo del día, te llamaré al móvil.

Durante un breve instante, George lo vio todo rojo. De pronto, su cerebro se inundó de celos irracionales hacia el cerdo de Rothman. Todo el mundo odiaba a aquel tipo, pero allí estaba la mujer con la que se había obsesionado desde un punto de vista romántico diciéndole, en esencia, que se fuera a la mierda y que se moría de ganas de llegar a la cita con el viejo cascarrabias, en lugar de quedar con él para la que tal vez sería la última comida del mes. George inhaló una profunda bocanada de aire mientras contemplaba la mirada claramente desdeñosa de Pia. De inmediato, se preguntó una vez más qué demonios se proponía al seguir acosando a aquella mujer que daba la impresión de apenas tolerar su compañía.

George sabía por instinto que no debería darle tanta importancia al hecho de que Pia hiciera planes o no para comer, pero no podía evitarlo. Era un episodio más en una larga lista de episodios. La última vez que habían hecho el amor, que era la forma en que George quería pensar en el «acoplamiento», tal como ella lo llamaba, había intentado sincerarse sobre lo que sentía cuando ella le pedía que se marchara. Su reacción entonces, como ahora con la comida, había sido de irritación. Por supuesto, en cuanto George salió de su habitación, en lugar de sentirse bien por haber exteriorizado sus sentimientos, se preocupó muchísimo por si la había asustado y alejado definitivamente. Pero no había sido así. Al contrario, un par de días después, George había recibido una sorprendente nota de Pia en su bandeja de entrada. «Tal vez deberías llamar a Sheila Brown». Incluía un número de móvil. George llamó a Sheila Brown y sostuvo una de las conversaciones telefónicas más peculiares de toda su vida. En el curso de aquella conversación iba a averiguar más cosas sobre el pasado de Pia de las que ella le había revelado jamás.

—Hola, me llamo George Wilson. Pia Grazdani me ha pedido que te llame.

—Hola, George. Pia me había avisado de que llamarías. Fui la asistente social y la terapeuta de Pia durante un tiempo. Me ha dicho que no hay problema en que hable contigo.

—Oh, hum, vale…

¿Asistente social? Aquello era algo que George no se esperaba en absoluto.

—Sé que es muy extraño que una terapeuta hable con un desconocido de uno de sus pacientes, pero Pia me ha pedido que lo haga.

¿Terapeuta? Aquello iba a ser interesante.

—En circunstancias normales, no te contaría nada, puesto que viola un montón de normas de mi profesión, pero Pia me ha convencido para que lo haga. Si puedo ayudarla a superar lo que afrontó durante su educación, haré todo cuanto esté en mi mano y sea razonable.

»Trabajé con Pia durante años, puesto que creció en el seno de un programa tutelar que incluyó un período en lo que se llamaba un reformatorio. Como consecuencia, digamos que siempre le ha resultado muy difícil establecer relaciones significativas. La confianza es un problema. No me dijo gran cosa de ti, pero considero muy alentador el hecho de que me pidiera hablar contigo. Creo que quiere que sepas algo sobre ella, pero no puede decírtelo por sí misma. De modo que le pidió a la persona que cree que la conoce mejor que lo hiciera por ella. Pia tiene ideas diferentes a las de la mayoría sobre la intimidad y las relaciones.

Cosa que George sabía por dolorosa experiencia.

Sin entrar en detalles concretos, Sheila animó a George a «seguir intentándolo» con Pia, pues en su opinión sería «bueno» para ella. Sheila concluyó dándole el número de su consulta para que lo añadiera al del móvil por si alguna vez quería llamarla. George nunca lo hizo, y pese a las explicaciones de Sheila, cuestionó la profesionalidad de la conversación. Al mismo tiempo, agradeció la información. Nunca le había sacado el tema a Pia diciéndole que sabía lo del programa de acogida, sino que más bien había intentado que se sincerara sobre su infancia en general. Por desgracia, ella siempre respondía que se trataba de algo de lo que no quería hablar. Era una zona prohibida. A George le parecía bien. Lo apartó de su mente y no pensó en ello. Le concedería todo el tiempo que necesitara.

George dejó escapar el aire con los labios fruncidos. El leve retraso le había dado la oportunidad de serenarse y no soltar algo de lo que más tarde se arrepentiría. Incluso trató de disimular el hecho de que estaba disgustado.

—Bien, espero que el día te vaya tan bien como cabe esperar —dijo por fin—. Sé que puedes arreglártelas sola, Pia, pero todavía no entiendo cómo soportas trabajar con él.

—No tengo por qué llevarme bien con él, George. No es una guardería. Si me tolera y aprendo de él, y además puede impulsar mi carrera, es lo único que pido. Somos adultos. No es necesario que seamos amigos.

Ya había utilizado aquella frase antes, y George sentía curiosidad, ¿hablaba de Rothman o de él? La preocupación de que Pia pudiera abandonarle resurgió con fuerza.

—¡De acuerdo! —se limitó a responder George al tiempo que alzaba las manos en señal de fingida rendición—. Lamento haberlo siquiera mencionado.

—¡Deja de disculparte! —repuso ella con brusquedad, y consultó su reloj—. Pareces tonto cuando te disculpas. Ahora sí que voy a llegar tarde.

Pia se alejó a toda prisa. George se preguntó a qué hora se habría levantado Pia si él no hubiera ido a su habitación a despertarla. No pudo evitar fijarse en que no se había molestado en darle las gracias, y mucho menos en quedar para comer con él. Por desgracia, todo resultaba de lo más irritante.

* * *

Pia mostró su identificación al guardia de seguridad mientras todos los demás estudiantes, la mayoría de primero y segundo curso, se dirigían a su clase de las ocho. En lugar de seguirlos, subió en ascensor al piso catorce del Edificio de Investigaciones Black y se encaminó hacia el extenso laboratorio de Rothman. Ocupaba más espacio que cualquier otro investigador de todo el centro. En cuanto atravesó la puerta metálica de aspecto discreto y entró en la sala, advirtió que la jornada laboral del laboratorio se encontraba en pleno apogeo. Los tres técnicos de investigación, Panjit Singh, Nina Brockhurst y Mariana Herrera, merodeaban en torno a la cafetera comunitaria, después de haber calibrado ya todos los instrumentos que se manejaban a diario. Rothman, muy maniático en cuanto a la comida y la bebida, tenía una máquina Nespresso en su despacho que solo él y su ayudante principal, el doctor Junichi Yamamoto, estaban autorizados a utilizar.

—Buenos días, señorita Grazdani —la saludó Marsha Langman, la secretaria de Rothman, desde detrás de su escritorio. Enarcó una ceja muy bien definida cuando echó un vistazo al reloj de la pared de enfrente—. No debería convertirlo en una costumbre.

Pia siguió la mirada de la mujer y miró el reloj. El minutero había sobrepasado la vertical: eran las 7.49. Pia se detuvo y se volvió hacia la ultrafiel criada/secretaria para recibir la inevitable reprimenda.

—Ya sabe que a él le gusta que todo el mundo llegue pronto —continuó Marsha en tono acusador.

—No llego tarde —dijo Pia. Se suponía que los estudiantes empezaban las clases y demás actividades a las ocho, a menos que hubieran tenido turno de noche en rotaciones concretas que lo exigieran.

—Ah, pero tampoco llega pronto. No empecemos el mes con el pie izquierdo. Y debo advertirle que va a tener compañía en su despacho. Dentro hay un hombre de mantenimiento intentando localizar un problema en el cableado. El sistema de seguridad no funciona.

—¿Cuánto tiempo tardará?

Marsha, una mujer negra de edad madura y vestida con una bata de laboratorio que su cargo no precisaba hizo una mueca como diciendo «¿y yo qué sé?».

Pia estaba exasperada. Apenas había espacio para ella en lo que de manera generosa llamaban despacho.

—¿El jefe tendrá tiempo para mí esta mañana?

Pia era una de las pocas personas que no se doblegaban ante Rothman ni esperaban a que fuera él quien acudiera a ellas. Cuando formuló la pregunta, se volvió por completo hacia Marsha. Los técnicos de investigación guardaron silencio. Pia se preguntó si habrían programado su pausa para el café con el fin de que coincidiera con su previsible retraso, y estaban atentos a cualquier chismorreo.

—Ya sabe que siempre va justo de tiempo —contestó Marsha—. Está recibiendo presiones para acabar su actual experimento con la Salmonella typhi con el doctor Yamamoto. Tendremos que enviar el manuscrito por correo electrónico a The Lancet mañana o así.

Marsha siempre hablaba como si estuviera activamente implicada en la investigación. Formaba parte de su estrategia para erigir barreras y construir trampas de arena para los que deseaban unos minutos del tiempo de Rothman. Velaba por él como un perro guardián asesino.

—Está dentro desde las seis… —«Dentro» quería decir en el laboratorio de bioseguridad de nivel 3, al que solían llamar BSL 3, donde se estaba llevando a cabo el trabajo con las cepas de salmonela—. Voy a ver si puedo avisarle de que usted quiere hablar con él.

—Gracias —dijo Pia, cuyos ojos traicionaban su irritación.

«Avisar» a Rothman significaba activar un interruptor y hablar con él por el intercomunicador. La joven detestaba perder el tiempo y, tras haber terminado el último proyecto que le había asignado, Pia necesitaba ver a Rothman para averiguar lo que iba a hacer aquel mes. Y encima en su despacho había un trabajador que complicaba todavía más las cosas.

Tenía suerte de contar con un despacho. Muy pocas personas más del laboratorio gozaban de tal privilegio. Cuando el técnico jefe de Rothman fue despedido después de discutir con el genetista sobre un detalle insignificante del procedimiento en el laboratorio, su sucesor, Arthur Spaulding, ocupó un despacho más cercano a la zona de bioseguridad de nivel 3 y Pia fue a parar al armario de la limpieza de Spaulding. Vio que la puerta de su despacho estaba entreabierta, y se enfureció. Allí guardaba archivos delicados, aunque solo un puñado de personas en todo el mundo comprendería lo que significaban. Al entrar, se dio cuenta de que la zona del banco que también hacía las veces de escritorio estaba ocupada. Un mapa del cableado descansaba sobre la superficie plana, y había herramientas y cables diseminados por encima. En la esquina de la diminuta habitación carente de ventanas había una escalera de tijera con una forma humana subida sobre la plataforma, con la cabeza y los hombros ocultos en el interior del techo bajado. Habían quitado tres paneles, que estaban apoyados contra la pared.

—¡Perdón! —dijo Pia en voz alta. Como no hubo respuesta, gritó con más fuerza—: ¡Eh, usted!

Las bruscas palabras de Pia provocaron que el hombre se encogiera y se diese con la cabeza en una tubería del techo. El electricista lanzó una maldición confusa y emergió poco a poco del techo. Después de dedicarle una mirada a Pia, bajó la escalerilla. Tendría unos cuarenta y cinco años, la barba grisácea y el pelo veteado de gris; iba vestido con un mono azul oscuro. Tenía la frente surcada de profundas arrugas, las mejillas hundidas y la tez pálida de un fumador recalcitrante. Su cuerpo era delgado pero musculoso. Su etiqueta de seguridad rezaba «Vance Goslin».

—¿Cuánto tiempo va a estar? —preguntó Pia. Tenía los brazos en jarras.

Al instante Goslin se sintió impresionado por la belleza notable y exótica de Pia, su reluciente piel sin mácula, sus labios gruesos y, tal vez por encima de todo lo demás, sus enormes ojos oscuros. Contribuían a su atractivo la aparente confianza en sí misma y su franqueza. En el mundo de Goslin, las mujeres con el aspecto de Pia actuaban de una forma muy diferente. Se sintió más que atraído hacia ella: estaba intrigado.

—Dependerá de cuándo localice el problema —contestó. Señaló dos zonas del plano que descansaba sobre el banco. Tenía un acento característico que Pia creyó reconocer, sobre todo teniendo en cuenta el apellido Goslin—. Si el problema está aquí, la reparación será sencilla. Si el problema está allí, será más difícil, pero de un modo u otro lo solucionaremos. Incluso es posible que hayamos terminado para esta noche.

Goslin asintió cuando acabó de hablar, sin dejar de examinar con detenimiento el cuerpo curvilíneo de Pia, tal como había hecho mientras hablaba. Lo hacía sin disimulos, como si tuviera todo el derecho del mundo. Al final, su mirada se posó en la identificación hospitalaria de Pia.

—Grazdani —dijo en voz alta al tiempo que enarcaba las cejas de manera inquisitiva—. Qué apellido más raro.

Pia no contestó, lo cual llevó al hombre a pensar que tal vez fuera dura de oído.

—Su apellido es poco común. ¿Es usted italiana? —preguntó en voz más alta. Había esbozado una sonrisa irónica, como si supiera que Grazdani no era italiano. Era su manera de flirtear.

—No, no es italiano. ¿Y por qué grita?

Puede que Pia hubiera hablado de su herencia albanesa dos veces en toda su vida, y no estaba dispuesta a hacerlo con aquella persona. Había miles de albaneses en Nueva York, y ella recordaba su idioma lo bastante bien como para reconocer el acento cuando lo oía. En una ocasión, mientras pedía un trozo de pizza, los dos jóvenes empleados que estaban detrás del mostrador se pusieron a analizar sus atributos físicos en su idioma, hasta que Pia les preguntó en inglés si querían que hablara con el encargado acerca de su grosería.

—Albanés, diría yo —dijo Goslin con la misma sonrisa—. Soy de ascendencia albanesa, y tengo muchos amigos albaneses aquí en Nueva York. Trabajan en mantenimiento como yo. Más o menos hemos monopolizado el negocio…

Pia no le prestaba atención. No hacía ni una hora que había tenido una pesadilla de la infancia, y aquel hombre le estaba recordando otra —su padre—, lo cual no hacía más que acentuar su creciente irritación. Aunque no le ofrecía a aquel trabajador de mantenimiento ninguna señal que pudiera alentarlo, Goslin seguía hablando e intentando entablar conversación con ella.

—¿De dónde es? —preguntó. Entornó los ojos y ladeó la cabeza, como si estuviera a punto de adivinarlo. Era una situación habitual para Pia. Mucha gente, sobre todo hombres, intentaba adivinar su genealogía a partir de su apariencia, y por lo general acababan sugiriendo que era griega, libanesa o incluso iraní, pero no iba a seguirle la corriente a aquel hombre aunque hubiera acertado en lo tocante a su apellido. Su padre sí era albanés, pero su madre era italiana.

—Soy estadounidense —replicó—. ¡Dese prisa con lo que esté haciendo! Voy a necesitar el despacho cuanto antes.

—¿Y a qué se dedica? —preguntó Goslin en un vano intento por continuar con la conversación.

Pia no contestó. Salió de la habitación tras recoger un par de carpetas que quizá necesitara.

Ante la sorpresa de los técnicos de laboratorio, que se habían desplazado desde el rincón del café hasta sus respectivos bancos individuales, Rothman salió de repente de la unidad de bioseguridad. Los sorprendió, porque todo el mundo esperaba que estuviera enclaustrado allí dentro el resto del día, como había sido habitual durante las últimas semanas. Siempre respetuoso con las normas, había atravesado el compartimento estanco, se había desprendido del equipo protector de laboratorio, y vestía de calle. Sin la bata blanca parecía un banquero más que un investigador científico que viniera de trabajar con una salmonela extraordinariamente mortífera causante del tifus. Aunque asocial en extremo, era muy cuidadoso en el vestir, una incongruencia, pues sugería que le importaba la opinión de los demás. Pero no era así. Elegía la ropa tan solo para él, y el conjunto era igual día tras día: traje italiano clásico de tres botones, camisa blanca almidonada, corbata azul oscuro con pañuelo a juego, y mocasines negros. No era un hombre alto, pero daba buena imagen y aparentaba más estatura de la real. Se movía con celeridad y resultaba una figura intimidatoria, con su postura marcialmente erguida y una expresión que no invitaba a la conversación. El corte de pelo castaño oscuro era conservador, a juego con su traje. Las gafas de titanio sin montura, casi invisibles, constituían su única concesión a la moda actual.

Cuando Rothman avanzó a grandes zancadas hacia su despacho particular, las miradas de los técnicos le siguieron. A todos les quedó claro qué había sacado a Rothman de la unidad de bioseguridad. Al ver a Pia, le había indicado con un ademán que lo siguiera. En cuanto la puerta del despacho se cerró, los técnicos de laboratorio intercambiaron miradas de complicidad con un resabio de celos colectivos. Todos sabían que, debido a la presión del inminente artículo en The Lancet, Rothman jamás habría abandonado la unidad de bioseguridad para hablar con ellos. En su mente, Pia era una especie de favorita del maestro, y el hecho de que la joven no fuera demasiado cordial empeoraba aún más las cosas. Al igual que Rothman, siempre estaba demasiado ocupada para hablar de trivialidades, y se mostraba muy reservada. Para colmo, todos pensaban que era demasiado atractiva para ser estudiante de medicina, y la criticaban diciendo que habría estado mejor dotada para interpretar ese papel en la televisión. Pia constituía un enigma para el personal del laboratorio, y les resultaba todavía más interesante debido a los rumores de que iba a hacerse monja.

Si los técnicos de laboratorio hubieran disfrutado de la oportunidad de presenciar la escena que tenía lugar dentro del despacho de Rothman, tal vez no habrían sentido celos en absoluto. Daba más la impresión de que Rothman y Pia estuvieran enzarzados en un ritual misterioso que en una verdadera conversación. Ninguno de ellos miró al otro durante el curso de su breve encuentro. Después de que Rothman le dijera que aquel día quería que revisara el artículo sobre la salmonela para The Lancet, cogió del escritorio una de las dos copias, y comenzó a estudiarla con detenimiento. Pia parecía estar igual de distraída, con los brazos cruzados y la vista clavada en los pies. El no iniciado podría haber experimentado una sensación de ineptitud social por parte de ambos a medida que el incómodo silencio se prolongaba. Un psicólogo clínico, si se le diera el tiempo suficiente, habría emitido un diagnóstico más preciso.

Por fin, Rothman, erguido a medias, se inclinó sobre el escritorio y le entregó a Pia una copia del trabajo.

—Encárguese de que quede decente. Lo quiero mañana por la mañana. Entonces hablaremos de lo que va a hacer este mes. —Continuó sin mirarla—: Permítame decirle que sé que siempre ha estado más interesada en mi trabajo con las células madre que en mi trabajo sobre la salmonela, y me parece bien. Se lo ha merecido, teniendo en cuenta que al fin sabe algo práctico sobre genética aparte de la basura que les enseñan en clase. Y otra cosa: la maldita decana me ha adjudicado dos estudiantes de cuarto para el mes de optativa. Quiero que piense en qué pueden hacer mientras estén aquí. No será fácil. Estoy seguro de que no valdrán para nada.

—¿Dónde están y cómo puedo conocerlos?

—Se supone que empiezan mañana. El doctor Yamamoto se los presentará. Lo principal es que no quiero que le roben mucho tiempo a Junichi, pues parece que le gusta ese tipo de estupideces. Necesito que esté concentrado en nuestro trabajo.

—No puedo hacer nada con el empleado de mantenimiento en mi despacho.

—Tengo entendido que terminará hoy. Bien, hasta mañana.

A Rothman nunca le interesaban demasiado los detalles de gestión de su inmenso laboratorio. De pronto, se absorbió de nuevo en el manuscrito para The Lancet.

—Quiero decirle algo —dijo Pia, sin hacer caso de la despedida de Rothman—. Han llegado los resultados de la equiparación de residencia. Estaré aquí, en Columbia, cursando un programa combinado para obtener el doctorado en biología celular con usted, gracias a su generosa oferta, y la residencia en medicina interna. Espero que se sienta satisfecho.

—¡Bien, pues no! —exclamó Rothman; su tristemente famosa ira había estallado—. Me decepciona. Le he repetido una docena de veces que, para usted, hacer una residencia en medicina interna sería una absoluta pérdida de tiempo, como lo fue para mí. Creo que resulta del todo evidente que, al igual que yo, está hecha para la investigación, no para la medicina clínica. ¡Debería trabajar en el laboratorio a tiempo completo! Eso dije en mi carta de recomendación enviada al programa de doctorado.

La tensión flotaba en el aire. Durante unos segundos ninguno de los dos habló, ni siquiera intercambiaron una mirada.

—Pero tengo que pensar en las hermanas —repuso Pia.

Las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón, una orden religiosa internacional radicada en el condado de Westchester, habían sufragado en parte la educación de la joven. Pia había recurrido a la orden en busca de seguridad emocional, después de abandonar el programa de acogida temporal a los dieciocho años. Aunque al principio pensó, durante una breve temporada, en hacerse monja de la orden, después de terminar el instituto y una parte de la enseñanza superior en la Universidad de Nueva York, cambió de opinión. En consecuencia, la relación con las hermanas, sobre todo con la madre superiora, se había convertido en algo más transaccional. Pese a que Pia terminaría sus estudios de medicina e iría a África para colaborar con la obra misionera de la organización, no se haría novicia.

Si bien había recibido becas de la Universidad de Nueva York y de la Facultad de Medicina de Columbia, la contribución de las hermanas había sido considerable. Se sentía en deuda, y de manera justificada.

—Creo que no puedo renegar de un plan que proyecté hace diez años. Si bien he llegado a darle la razón en que estoy más dotada para la investigación, creo que he de seguir el plan original de convertirme en médico y, al menos durante un tiempo, servir a las necesidades de la orden.

Un torrente de blasfemias masculladas escapó de los labios de Rothman. Sacudió la cabeza con incredulidad.

—Le estoy ofreciendo formar parte de la historia de la medicina con mi investigación sobre células madre, y he de preocuparme por un puñado de monjas de Westchester. —Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. ¿De qué cantidad de dinero estamos hablando?

—No sé a qué se refiere.

—Vamos, no sea obtusa. ¿Cuánto considera que les debe en dólares?

—No creo que pueda planteármelo en esos términos.

—No me lo ponga difícil. Dígame una cifra, sea cual sea.

Pia lo pensó un momento. No era tarea sencilla. Nunca había puesto precio a los cuidados de las hermanas, ni a la sensación de protección de los horrores que había vivido en el programa de acogida provisional. Se encogió de hombros.

—No lo sé. Tal vez cincuenta mil. Algo por el estilo.

—Hecho —dijo Rothman—. Mi banco le concederá un préstamo por la cantidad de cincuenta mil dólares, y yo la avalaré.

Pia se quedó sin habla un instante. Nadie la había apoyado económicamente en toda su vida, y mucho menos por una cantidad como aquella. No sabía cómo reaccionar.

—No sé qué decir —musitó.

—¡Pues no diga nada! Ya volveremos sobre el tema, pero hoy quiero que se ponga con el artículo para The Lancet. Necesita otro par de ojos y que se revisen las estadísticas. Sé que es usted un genio de las estadísticas.

Rothman se levantó de detrás de su escritorio. Con la atención concentrada en la hoja de papel que había estado estudiando de forma intermitente, salió del despacho. Pia estaba estupefacta. Básicamente, Rothman le había prestado una importante suma de dinero y solicitado su ayuda para un trabajo de vital importancia.

«Vale —se dijo Pia—. Tengo trabajo que hacer. Ahora he de expulsar a ese hombre de mi zona laboral».

Salió tras Rothman y volvió al banco del laboratorio donde había montado su espacio de trabajo provisional.