Epílogo

Greenwich, Connecticut

26 de marzo de 2011, 6.05 h.

Aunque era sábado, Russell Lefevre había puesto el despertador a las seis menos cuarto. Paró el timbre con la mano antes de que despertara a su esposa. Lefevre fue al cuarto de baño y después bajó para preparar café y consultar las noticias en internet. Mientras hervía el café, Lefevre examinó los titulares de The New York Times, The Wall Street Journal y The Washington Post. Siempre le había dado pereza estar informado de la actualidad, pero durante las últimas semanas se había convertido en una obsesión, sobre todo desde que Edmund se mostraba cada vez menos comunicativo.

A pesar de que Russell se lo había preguntado en numerosas ocasiones, su socio nunca le había contado de qué había hablado con Jerry Trotter en su casa unas semanas antes, aunque Edmund había estado muy inquieto después. Pasada una semana, más o menos, Jerry Trotter desapareció. Cuando Lefevre llamó a Max Higgins, este le dijo que Jerry se había ido a Asia para investigar y que no tenía ni idea de cuándo regresaría. Edmund no dijo nada al respecto. Luego leyó que habían asaltado a Gloria Croft una mañana mientras corría por Central Park, y su socio le dijo que no tenía ni idea de qué había pasado después.

Dos días antes, todos los periódicos destacaban la noticia de Rothman y Yamamoto. Primero hablaron de su enfermedad. Después informaron de que ambos habían fallecido tras un trágico accidente en el laboratorio. Russell no supo qué sentir o pensar. Primero Jerry desaparecía, después asaltaban a Gloria y luego morían Rothman y Yamamoto. Los dos últimos acontecimientos, por separado, significaban un golpe de suerte, pero combinados eran algo más que una coincidencia. ¿Tendría Edmund algo que ver con ello? ¿Podrían ser aquellos sucesos el tema de la conversación entre Jerry y él? Parecía imposible aceptar que Mathews estuviera implicado, pero Russell no se atrevía a interrogar a su socio.

Preparó el café y buscó el New York Post. Cuando vio el titular recién actualizado de su página de inicio, estuvo a punto de atragantarse.

¡MÉDICOS DE COLUMBIA ASESINADOS COMO EL AGENTE DE LA KGB?

Jemima Meads firmaba una exclusiva sobre Rothman y Yamamoto. Protegida por las palabras «presuntamente» y «supuestamente», el artículo decía que la periodista, gracias a un chivatazo anónimo, había entablado contacto con los miembros del Instituto de Medicina Legal de Nueva York que estaban trabajando en la teoría de que el exótico agente radiactivo polonio 210 estuviese implicado en la muerte de los dos importantes investigadores de la Universidad de Columbia. El descubrimiento había sido efectuado por el equipo formado por el matrimonio Jack Stapleton y Laurie Montgomery, quienes, al ser abordados por la reportera en su domicilio del Upper West Side, se negaron a confirmar o negar la historia y derivaron a la reportera al departamento de relaciones públicas del IML.

Tal descubrimiento fue comunicado de inmediato al FBI, la CIA, Seguridad Nacional y el Grupo de Trabajo Conjunto para el Crimen Organizado del NYPD, debido a sus significativas implicaciones y similitudes con el asesinato en Londres en 2006 de un agente ruso desertor del FBS, actual encarnación del KGB soviético.

El polonio 210, decía el artículo, es un componente notablemente venenoso, millones de veces más mortífero que el cianuro si se ingiere o respira. También es extraordinariamente difícil de conseguir, debido a que se emplea para disparar armas nucleares, así que se cree que solo es posible adquirirlo en Rusia, Pakistán y Corea del Norte.

En aquel momento aún no se sabía si las muertes estaban relacionadas con un tiroteo sucedido aquella noche delante del Centro Médico de Columbia.

Russell se precipitó hacia el teléfono y llamó a Edmund. Sabía que le estaba despertando cuando sonó por sexta vez.

—Russell, ¿qué coño pasa?

Tenía la voz ronca por el sueño.

—Edmund, conéctate a internet, mira el Post. Dice que los investigadores fueron asesinados con un veneno nuclear. Oh, Dios mío, Edmund.

—De acuerdo, Russell, cálmate. Será mejor que vengas aquí.

Mathews colgó. Lefevre tenía ganas de vomitar, pero se serenó, subió a la habitación y se vistió.

Fue en coche a casa de Edmund, con la cabeza embotada, intentando establecer conexiones, pensando en las coincidencias que en aquel momento le parecían algo muy diferente. Asesinato, por ejemplo. Mientras conducía, Russell no alcanzó a fijarse en un viejo Toyota Corolla que le seguía por las sinuosas carreteras secundarias de Greenwich.

Edmund había abierto las puertas y Lefevre entró en el patio amurallado que había delante de la mansión erigida junto al agua. Bajó del coche, subió a toda prisa los escalones de la puerta principal y apretó con impaciencia el timbre de la puerta, cuyos acordes apagados distinguió al otro lado de la hoja maciza. ¿Dónde estaba Edmund? Volvió a tocar el timbre. Solo se oía la suave cacofonía de los pájaros.

Por fin, Russell oyó que descorrían el pestillo de la pesada puerta, y después otro sonido, el de un coche que subía a toda prisa por el camino de entrada. Se volvió y vio, aturdido, que un sedán de color tostado frenaba a escasos centímetros de su vehículo y dos figuras bajaban de un salto y corrían hacia él. Llevaban pasamontañas e iban armadas. La puerta se abrió; Russell volvió la cabeza y dijo una sola palabra.

—Edmund.

—Nos han vendido —contestó su socio.

Entonces los hombres abrieron fuego, ambos con pistolas provistas de silenciadores. Russell cayó sobre el umbral de Mathews. Este no tuvo tiempo de procesar lo que estaba viendo, solo distinguió que dos hombres le estaban disparando, que se la había jugado y había perdido. Cayó hacia atrás, propulsado por tres balas hundidas en su pecho. Se desplomó como un saco; lo único que se le veía eran las suelas de sus zapatillas más cómodas.

El primer hombre subió la escalera, miró a Edmund, lo apuntó con el arma y le disparó una vez más en la frente. El segundo hombre dio una patada al cuerpo de Russell e imitó a su compañero. Ambos intercambiaron una mirada y asintieron. Localizaron y recogieron los casquillos, volvieron al coche, subieron a él y se quitaron los pasamontañas antes de marcharse.

Al volante, Prek Vllasi salió por la puerta y desembocó en la carretera. Se volvió hacia Genti Hajdini y dio un golpe contra el volante. Ambos hombres sonrieron.