Era un hombre libre. Libre, en todo caso, para repasar una vida de total entrega al amoroso tormento, de inmensas alegrías, seguidas por inmensas catástrofes y demasiada pena. Y libre para darme cuenta de que esa vida era fruto de una enorme exageración, demasiado para un sólo hombre, como se suele decir. Pero cuánto necesitaba repasar mi vida tumbado tres días a la semana en la hondonada que fue Inés, tres en el inmenso diván que fue Octavia, y uno, porque también había sido buenísima conmigo, aunque muy brevemente, en el colchoncito de camping que me hacía extrañar el colchonazo que fue Catalina l’Enorme. Se trataba, pues, de una triple libertad, además de todo, cosa que me hacía pensar con tortura que le estaba siendo infiel a tres mujeres sucesivamente, y así de golpe vine a caer en el grave impase de pensar que aquello ya no era libertad sino cruel libertinaje y que, en el fondo de la hondonada, del diván, o del colchoncito de camping, me estaba siendo infiel a mí mismo. Y empezaba a decirme una madrugada que la infidelidad era nada más que una terrible decadencia personal, personalísima en mi caso, cuando sonó el teléfono que ya nunca sonaba y la llamada como que me dio la sensación… sí, como que me dio la sensación… Y me tropecé con todo hasta llegar al teléfono.
—Vado pèssimo, Maximus…
—Yo también, Octavia, porque he entrado en una decadencia…
—Vado pèssimo, Maximus…
—Octavia, si me creyeras: me agarras justamente tumbado sobre tu diván… Fuguémonos a California, Zalacaín…
—¿Adonde?
—Mi amor, no puede ser posible… Debes estar realmente pésimo.
Ya ven, ya estaba hablando de amor y fidelidad. Y ya me tocaba comprender hasta qué punto había pasado el tiempo perdido. Pero loco de contento, porque Octavia volvía a acudir a mí y soy un ser humano, al fin y al cabo, me decidí a buscar como loco el paraíso perdido. Ella, sin embargo, en vez de alegrarse continuaba sintiéndose pésimo en larga distancia y tuve que esperar muchas madrugadas para lograr entender, siempre en larga distancia, que acababa de tomar la decisión de clavarle una puñalada a sus padres. Ya era hora, pensé, pero muy para mis adentros, y por fin logré enterarme de que la puñalada consistía en reunirse con ellos en su villa de Beauvallon, ese verano, y anunciarles que se separaba de Eros, que se divorciaba de Eros, y que por consiguiente se casaba conmigo, aunque debo reconocer, porque ella me lo hizo reconocer semanas más tarde, que esto último fui yo quien lo dijo y que a ella le pareció maravilloso aunque no agregó comentario afirmativo ni negativo alguno, porque se sentía pésimo y porque era maravilloso que Maximus fuera siempre Maximus tres veces.
Desde mi punto de vista, la segunda prueba que me dio Octavia de que todos nuestros problemas se habían solucionado y que íbamos a vivir juntos para siempre jamás, fue invitarme a un crucero por el Mediterráneo en un precioso barco que salía de Cannes a mediados de agosto. De Beauvallon ella vendría a Cannes y ahí nos encontraríamos para siempre jamás, el día 15, a las 9 en punto de la mañana, en el Hotel Carlton. Le recordé, en mi afán de no ocultarle nada, que yo siempre había navegado fatal, pero Octavia me dijo que me dejara de tanta superstición inútil, haciéndome comprender una vez más cuánto tiempo tenía que recuperar y agregando por último que en el barco había casinos, salas de baile, y maravillosas puestas de sol sobre todo en Túnez y en Cerdeña, aunque las puestas de luna eran aún más maravillosas en el canal de Ischia, en Capri, y en Palermo. Comprendí que no iba a dormir prácticamente nunca y que debía llevar mis anteojos negros y una gran cantidad de dólares para arruinarme muy correctamente en el casino, la noche en que un jeque árabe hiciera saltar la banca.
Grave problema en ese momento porque no tenía un centavo y grave problema en este instante porque la madame Forestier no embarazada, por tratarse de su hermano, acaba de anunciarme mediante carta certificada que mañana mismo pasa a recoger el sillón Voltaire. Gran Lalo, por supuesto, me solucionó ambos problemas. O más bien, Gran Lalo me solucionó el problema del jeque árabe y acaba de prometerme el envío del cerrajero del Uniclam para que me coloque un cerrojo supersónico que impida, hasta que termine este libro, la entrada de cualquier miembro de la familia Forestier a este departamento. Conociéndolos, el juez no se enterará nunca; su esposa, tras quejarse un poquito en señal de autoridad perdurante, se alegrará muchísimo de que su casa haya quedado tan bien asegurada; su hermano seguirá enviándome cartas certificadas y llamará por teléfono día y noche; y yo les contaré a los tres que debido a un viaje urgente y a un robo que hubo en el vecindario, preferí optar por esa medida de seguridad sin consultarlos. O sea que vivo sin vivir en mi departamento, y así sigo escribiendo y acaban de instalar un cerrojo tan aerodinámico que no sólo no deja entrar a los Forestier sino que tampoco me deja salir a mí, pero eso qué importa, tengo comida almacenada, galones de bencina, y voy a llegar al final no deseado y horroroso de este capítulo.
Dije, antes de que me pusieran el cerrojo, que Gran Lalo también me solucionó el problema de los dólares del jeque, para lo cual me presenté en su oficina y le sugerí el negocio del siglo: una guía del Mediterráneo visto de lujo. Pago adelantado, por favor, pues las cosas hay que vivirlas, Gran Lalo, para poderlas contar en una guía; en cambio, cuando las cosas se sufren, lo que le sale a uno es un poema, un cuento, o una novela, más una soledad de la puta madre. Gran Lalo, como siempre que a mí se me ocurre una idea genial, no pudo menos que encontrarle un gravísimo inconveniente, cosa que él siempre ha atribuido a mi total incapacidad para los negocios.
—¿Cuál es el gravísimo inconveniente? —le pregunté.
—Piensa un poquito…
—Por más que lo piense, Gran Lalo… Un crucero de lujo, una guía de lujo, ¿qué más se puede desear?
—¿Y no se te ha ocurrido pensar que el Uniclam se ocupa única y exclusivamente de viajes en avión? —me interrumpió Gran Lalo, golpeándose como mil veces la sien con el índice de la locura—. ¿Has visto alguna vez afiches de barcos en mis agencias?
—¿Y a ti no se te ha ocurrido que yo podría imaginar que el crucero ha sido hecho en hidroavión? Todo un mercado se te abriría gracias a…
—Voy por whisky…
—Hazme caso, por favor, Gran Lalo.
—No me digas que Octavia…
Salí lleno de whisky y de dólares y con un contrato firmado: tres guías más, de las cuales una nada menos que sobre el Perú y, como siempre, publicadas con el seudónimo de Maximus Solre. Era un hombre feliz: luna de miel con Octavia en la India, en Marruecos, y por último en el Perú. Escribiría con su ayuda mis tres últimas guías y luego me instalaría con su ayuda y me convertiría en escritor también con su ayuda, porque con Octavia pensaba compartirlo a fondo absolutamente todo con puestas de sol y de luna absolutamente maravillosas y en el mejor de los mundos absolutamente. Llegué al departamento absolutamente borracho y caí sobre su diván mientras ella llegaba a la villa de sus padres y les clavaba un par de puñaladas absolutamente feroces. La carcajada que solté, Dios mío.
Un tren me llevó hasta Cannes y un taxi hasta el Carlton. La taquicardia era horrible pero en cambio lucía un precioso terno de lino blanco, absolutamente copiado de mi abuelo en Cannes, en la fotografía en que mi abuelita lucía a su lado tan alegre y divertida y en 1923, como Octavia no tardaba en lucir casi sesenta años después. Pero Octavia tardó casi sesenta años en llegar, lo cual no es exageración alguna de mi parte, sino más bien una forma velada de decir lo que jamás habría querido decir, ni mucho menos ver: que Octavia llegó con una hora de atraso y unos maravillosos sesenta años de edad y cansancio occidental y cristiano. Procedimos al desmayo, al abrazo, y al amor, al cabo de mil años, pero yo sólo sentí desmayo en sus brazos mientras ella me decía vado pèssimo-vado pèssimo-vado pèssimo y yo trataba de llenarla de vida y esperanzas explicándole que eso entre nosotros no quería decir nada y que recuperaríamos el tiempo y el paraíso perdidos y que no bien los recuperáramos ella se recuperaría del todo y de todo y que para ello le había traído incluso dos libros maravillosos de dos escritores absolutamente maravillosos para que así, poquito a poco, mi amor, empieces a recordar el castellano bajo las más maravillosas puestas de sol y de luna.
—Me siento pésimo, Martín Romaña —dijo Octavia, de pronto.
O había mejorado realmente de golpe o estaba recordando toda una vida en el último instante, castellano y mi nombre incluidos, y estaba pronunciando sus últimas palabras. Aterrado, la tomé muy fuertemente entre mis brazos y le rogué por lo más sagrado que me repitiera sus últimas palabras, en fin, las que acabas de pronunciar, mi amor. Pero Octavia me dijo aquí tienes los billetes y por favor ocúpate de todo porque el barco no tarda en irse sin nosotros.
Del embarcadero pudimos divisar el precioso navio blanco, como el terno de mi abuelito en 1923. Mira, Octavia, le dije, chino de felicidad, mira: además se llama Victoria. Hice tremenda V con los victoriosos dedos de Churchill, aunque a mala hora metí el índice bloqueado y la V me salió bastante torcida, la verdad, pero la chimenea era celeste para hacer juego con el cielo, el mar, y el traje de Octavia, todo dentro de las más estrictas reglas de la mediterraneidad, aunque no puedo ocultarles que en plena chimenea había tremenda X blanca como mi traje de lino.
En fin, qué demonios, y le entregué nuestras maletas al esclavo de turno y no dejé que nadie se acercara a Octavia para ser yo quien la ayudara a subir y sentarse en la preciosa lanchita blanca de toldo celeste que debía llevarnos hasta el Victoria, haciendo juego con el mundo entero, esa mañana de agosto, esa perfecta mañana en que el mar se llenó de lanchitas que llevaban a los pasajeros rumbo al barco, felices los pasajeros, pero nadie más feliz que yo bien abrazado a Octavia y explicándole que en mi vida me había sentido tan bien en el mar, que en mi vida había navegado tan maravillosamente bien, soy un pez en el agua, mi amor, y mi amor me acariciaba la frente y me preguntaba qué libros había traído para alegrarle la vida y yo le decía que uno de Augusto Monterroso y otro de Adriano González León, dos escritores maravillosos, Octavia, cuánto me gustaría conocerlos y mira tú lo bien que estamos navegando, nuestra lancha está dejando botadas a todas las demás, ya sabía yo que sólo a tu lado navegaría feliz, ah, Octavia, ¿para qué cambiar de embarcación cuando estamos tan bien?, ¿no te parece que deberíamos continuar el crucero en esta lanchita tan blanca? Y Octavia como quien hace un esfuerzo descomunal y logra escaparse de mis brazos para aplastar temblando sus manos sobre mis sienes y darme un beso interminable en la frente y decirme que tenía toda la razón del mundo, ¿por qué no nos quedamos para siempre en este instante, sobre todo en este instante, Maximus?, y yo como que sentí que se necesitaba mucho más que aquel instante para llegar a California mientras subíamos al Victoria y casi me ruedo íntegra la escalinata por ayudar a Octavia y hacerle un buen corte de mangas y la V de Churchill a la enorme X blanca como mi terno de lino que era exacto al de mi abuelito con mi abuelita tan divertida al lado y Cannes de telón de fondo y porque las piernas de mi abuelita y las de Octavia de Cádiz, hace siglos, en fin, un mundo entero.
También el Victoria resultó ser un mundo entero, con su primera y segunda clases sociales o, para decirlo más bonito, porque ahí había para todos los bolsillos, aunque claro, hay gente que nace sin bolsillos, también. Y en ese mundo entero, una vez más, Octavia y yo fuimos los extraterrestres, motivo por el cual poco es lo que tengo que contarles sobre el Victoria en sí, aunque la luna y el sol se pusieron maravillosos miles de veces y aunque un jeque árabe de segunda categoría, por tratarse de un italiano que viajaba en segunda, además, fue causa de un episodio del cual sólo me gustaría recordar la luna llena, porque realmente estuve a punto de llenarme una vez más de dólares y si no fuera por él… Cronología, Martín.
El plato fuerte del viaje fueron los libros de Augusto Monterroso y Adriano González León. Fueron nuestro guía, nuestro capitán a bordo, y por sus páginas navegamos diariamente hasta el centro de nosotros mismos. Octavia gozaba con cada frase, motivo por el cual a mí no me quedaba más remedio que gozar leyéndole y leyéndole cada noche, antes de acostarnos por segunda vez, porque nos acostábamos una vez con la luz encendida y otra con la luz apagada, qué horror, qué triste me resulta recordarlo, y qué poco me ayudó La agresividad necesaria, un libro psicoanalítico que me había traído de contrabando y que leía cada mañana de contrabando mientras Octavia se pegaba sus interminables baños en el baño, ya que en la piscina jamás quiso meter un dedo por ser ésta tan pública como común, y en cambio nuestro camarote tremenda suite imperial, de las que había sólo cuatro en el Victoria, y porque el barco navegaba y navegaba y nadie logró bañarse jamás en el mar que era puerto y estaba inmundo cuando llegábamos a alguna parte, porque no hay nada nuevo bajo el sol y el Mediterráneo aun visto de lujo no iba a ser una excepción.
De Augusto Monterroso, Octavia prefería un cuento titulado Míster Taylor, en el que un pobre gringo extraviado en la Amazonia, descubre para su desgracia y la de la Amazonia, como siempre, una cabecita reducida. Se la envía de regalo a su tío, míster Rolston, quien con gran sentido de los negocios le pide dos, le pide cinco, le pide cien, le pide mil, hasta que el antes paupérrimo Mr. Percy Taylor termina casi de cabeza coronada en la Amazonia. Pero como tantas otras materias primas en América latina, empiezan a agotarse las cabecitas reducidas, por culpa de la Amazonia, y su tío que se está volviendo loco en Wall Street le exige más y más. Maravilloso gesto, según Octavia, y conócete a ti mismo, según yo, el de Percy Taylor enviándole finalmente un paquete a su tío Rolston, quien al abrirlo, dice Monterroso: se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: «Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer».
Era el cuento que mejor nos permitía pelear, el que le permitía a Octavia repetir una frase que Mr. Taylor había leído en las Obras completas de William G. Knight (a quien una noche ella llamó William Shakespeare, en un lapsus que cito para que vean hasta qué punto podían llegar las fricciones, la primera vez que nos acostábamos), y que reza así: Ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres. Y era el cuento que mejor nos permitía pelear, aunque siempre por personajes interpuestos, pues también a mí me permitía citarle otra frase que Mr. Taylor había leído en las mismas obras completas: Ojo, Octavia (el ojo es mío), si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra (una noche también yo le llamé Shakespeare a ese William, en un lapsus que cito para que vean hasta qué punto nos matábamos por personas interpuestas, la primera vez que nos acostábamos). Pero luego, con la más necesaria de las agresividades, metía de contrabando en la cama de Octavia esa joyita que es el libro Damas, de Adriano González León, y le preguntaba qué dama quería que le leyera esa noche: ¿la de paso?, ¿la escoltada?, ¿la viajera?, ¿la de siempre?
—¿Qué dama quieres ser esta noche, mi amor?
Eran en total diez las damas del libro pero Octavia dale que te dale cada noche con que le leyera Dama de siempre, precipitando de esa manera, con la más incomprensible de las agresividades, la segunda y última acostada de la noche. Y yo leía hasta llegar al último párrafo: Ahora no sé dónde buscarla. Ahora no sé dónde buscarte. La presumo y la espero. Te invento y te celebro. Tus pañuelos han quedado dispuestos en la orilla del lago. Vas, entre visiones y sombras, por esa avenida que termina en el día de una fiesta. Algunos cielos se abren a tu benevolencia. Algunos inviernos podrían reconocerte. Dama de siempre, no te olvides de mí.
Entonces Octavia ya tenía muchísimo sueño y por favor Maximus dame un beso y regresa a tu cama y Maximus le decía pero por favor, Octavia, ¿entonces para qué has traído el pijama turquesa?, ¿qué significado tiene entonces el que te lo pongas cada noche?, y Octavia sólo respondía está hecho un harapo, Maximus, y Maximus enfurecía parado entre las dos camas contemplando el cuerpo del delito o lo que fuera eso y exclamaba ¡no me vas a decir que con los seiscientos trajes que tienes ése es tu único pijama!, ¡qué es esto, dime qué significa todo esto, Octavia!, pero Octavia, que sufría tanto de insomnio, empezaba a dormirse entre largos suspiros e interminables gemidos y Maximus terminaba con la segunda acostada de la noche y a menudo le decía, antes de cerrarle las cortinas a la luna, dama de mierda (ojo: el mierda era suyo), usted, evidentemente, llena de descrédito la realidad. Como verán, hasta dejaban de tutearse por personas interpuestas y agresividad necesaria.
En eso consistía el maravilloso reencuentro con el que tanto y tanto había soñado. Dormía la insomne Octavia, pero qué manera de quejarse, la pobrecita, qué manera de sufrir durante el sueño, ¿hasta qué punto la habían herido en Milán? Desde mi cama la escuchaba noches enteras con la esperanza de oírla hablar en sueños, de descubrir algún secreto, alguna luz, una pista. El Victoria avanzaba y yo habría de recordar para siempre esta navegación inexplicable. ¿Por qué, para qué me había invitado? A veces llegaba a convencerme de que la dama de siempre, antes de morir, antes de encerrarse en la locura, había querido darme una última prueba de cariño, de ternura, de amistad, y sobre todo de confianza en mí, ya sólo en mí, en nadie más. La dama de siempre o, mejor dicho, la Octavia de siempre, se arrastraba a mi lado para decirme, por última vez, nunca desconfié de ti, Martín, perdóname, perdóname si alguna vez te maltraté, si alguna vez te acusé injustamente, aquí yazgo en la otra cama para que veas que no hay rencor, para que no sientas rencor, para probarte que nunca te olvidé, para decirte que jamás te olvidaré, aunque ya todo esté escrito y resulte imborrable el que nos hayan apartado de esta manera tan cruel.
Escuchando noches enteras el sueño intranquilo de Octavia, pensaba en el pijama hecho harapos y me sentía el hombre más ridículo del mundo con mi terno blanco, con mi flamante terno blanco de novia de lino que nadie vino a buscar a la iglesia de Cannes, o a la catedral de Barcelona, primera escala del barco, ni al convento de Chopin y Georges Sand en Valldemosa, en la escala de Mallorca. Y navegaba el Victoria y en los insomnios de mi cama desierta la enorme X blanca de su chimenea se aparecía ante mis ojos, como si sólo de noche avanzara el Victoria en una travesía que me llevaba nuevamente a la esperanza de que el día siguiente fuera más claro, fuera mejor.
Amanecía, pero Octavia no amanecía. Y a menudo era yo quien regresaba a su cama y me tendía a su lado para irla sacando muy lentamente, muy dulcemente, del fondo de sus pesadillas. Y Octavia se abrazaba a mí, aún dormida, y me preguntaba por qué no la había despertado antes, hace horas que te estoy llamando, Maximus, no lograba despertar por nada, salir de algo terrible que estaba soñando. Habían transcurrido siglos sin verla así, con el cabello desordenado cayéndole por la cara, totalmente miope sin sus lentes de contacto, qué linda, qué graciosa era. Tardaba horas en comprender que el desayuno la esperaba al pie de su cama.
Túnez, Cerdeña, Palermo, Capri. El Victoria avanzaba y en cada puerto Octavia bajaba con sus maravillosos trajes estivales, pero demasiado abrigada para un verano tan caluroso. De frente nos íbamos a los cafés, a los aperitivos. Inmediatamente empezábamos con nuestras miradas cómplices a turistas y nativos. ¡Cómo nos reíamos! Octavia era una de día y otra de noche. Y por la noche también era una conmigo y otra en público, en el comedor del Victoria o cuando arriesgábamos algunos dólares en el casino, o cuando en el famoso cabaret en que las mismas bailarinas de piernas inglesas eran un día muchachas del french can cán y al día siguiente tirolesas que alzaban fornidas piernas y al otro día un fin de fiesta andaluz o rítmicas campesinas griegas, según el menú del día, cocina francesa, española, griega, con los mismos mozos pero un día griegos, otro andaluces, otro franceses, aunque vinieran de donde vinieran, como aquel sumillier español que se me prendía todas las noches en el comedor y me hablaba del Cholo Sotil, ah, usted es peruano, por fin alguien con quien hablar en este barco de mierda, por fin alguien que sabe quién fue el Cholo Sotil y las temporadas inolvidables que jugó en el Barcelona, llegó a ser goleador del campeonato pero lo dejaron engordar y ya ve usted, el Cholo se volvió loco con la popularidad, le sobraban las muchachas, pero gran futbolista sí que fue y mire usted… Y yo esperando que nos sirviera por fin el vino y Octavia interesadísima por saber más del Cholo Sotil para que el loco del sumillier se alborotara más todavía y yo me desesperara más todavía, sin encontrar el momento, la palabra, la agresividad necesaria para decirle déjenos en paz y sirva el vino, por favor… ¡Cómo gozaba Octavia con esas cosas y no con las otras!
Maravillosas puestas de sol, noches maravillosas con la luna ahí colgando para nosotros. La elegancia de Octavia, los colores tan alegres de sus trajes, como si por fin fuera ella quien los escogía. Y yo trataba de hablarle de eso pero para ella yo siempre estaba muchísimo más elegante y sin darme cuenta siquiera regresábamos al terno de mi abuelito, al Perú y Cannes en 1923, a cualquier cosa que nos alejara del único tema del viaje: la lejanísima Octavia de Cádiz. La acariciaba, entonces, para no desesperarme, iba por dos copas de champán y continuábamos horas apoyados sobre la baranda de cubierta con la luna y la noche y mis caricias y el mar y de pronto toda la fatiga de Octavia apoyada en mi hombro y su mejilla frotando mil veces, muy suavemente, la mía, y algún beso tierno como la noche que nos arropaba y nos aislaba del mundo entero y después llegaba la última esperanza de cada día: que la Octavia que me pedía regresar ya a nuestro camarote continuase siendo la misma Octavia que acababa de pedirme que regresáramos a nuestro camarote, a los maravillosos libros de Monterroso y González León. La primera vez que nos acostábamos era la felicidad con que quiero terminar este párrafo, mi loquita, mi amor, porque no quiero hablar más de la segunda vez…
Génova. ¿Qué necesidad tuvo Octavia de hacerme correr por toda la ciudad para tomarme una foto ante la casa de Cristóbal Colón? Tiempo después llegaría el momento en que esa fotografía me dio una gran lección.
Por la tarde empezaron los incidentes que precedieron el desembarco final, el fin de esa navegación, la travesía que nos llevó de Génova a Cannes. Parejas de toda edad, don juanes de crucero, cretinos de muchos países, tetas, tetitas, tetotas y tetonas se habían reunido en torno a las personas que se disputaban el premio de tiro al plato. Octavia me anunció, con el mismo entusiasmo con que antes me había llevado hasta la casa de Colón, el mismo con que ahora disimulaba la cercanía del fin, que quería participar. Llevaba puesto el bikini blanco que usaba siempre para tomar el sol, y bastaron pocos minutos y disparos para que el público la aclamara vencedora del concurso, mientras yo moría de celos pensando que Eros le había enseñado a disparar tan bien, aunque observando al mismo tiempo, humano, magníficamente humano, cómo se apretujaban y saltaban y bailaban tantas tetas por aplaudir topless. Lo malo, claro, fue que Octavia le había quitado el triunfo, no sé si decir de las manos o de las tetas, a una celosa italiana que le preguntó con la peor de las intenciones por qué no andaba topless como todo el mundo. Y se armó la gran barra de mujeres y hombres: ¡Topless, topless, topless!, la ganadora tenía que mostrar su topless y algo más si era posible. Yo aposté por la ganadora, por supuesto, pero justo en ese instante Octavia apostó por la ganadora, también, por supuesto, y con la frase y el tono y el bikini y no sé qué más, más coqueteos del mundo, le soltó a la plebe:
—A mí nunca me ha molestado la ropa… ¿Por qué, a ustedes les molesta la ropa?
La plebe soltó el silencio más inmediato que he escuchado en mi vida, no faltaron las mujeres que muy gregariamente empezaron a ponerse las manos de sostén, y hasta algún don Juan terminó tapándose pechito y barriguita. Y poco a poco se guardaron las escopetas y se dispersó el mundo entero, mientras Octavia me pedía con la voz más triste del mundo la llave del camarote: se sentía muy cansada y quería intentar una siesta. Se la entregué, pidiéndole por favor que la dejara en la puerta, porque a lo mejor yo también intentaría una siesta dentro de un rato. La vi alejarse preciosa y fui arrojar mis huesos a la piscina común.
Una hora después estaba seco y camino al camarote, porque los dados estaban echados y Octavia también. Dormiría, gimiendo como siempre, y yo me iba a sentar a su lado y la iba a acariciar, a acariciar y acariciar, y la iba a besar y besar y besar e iba a instalar mis manos fuertemente sobre sus senos, sobre su vientre, mis labios fuertemente sobre sus labios. Octavia se despertaría fuertemente dormida, fuertemente a mis brazos, fuertemente al amor. Sí, ahí estaba la llave en la puerta y mi corazón en la boca y en mis ojos lágrimas: de dónde, de cuándo, de cómo, de por qué te había amado y deseado siempre así, Octavia de Cádiz. De mucho antes que nosotros, me respondiste, y estuve horas tratando de recuperar la respiración, pero toda recuperación era imposible: por el ojo de buey penetraban los rayos de sol, no habías tomado ni siquiera la precaución de cerrar la cortina y por el ojo de buey los rayos de sol quemaban tu cuerpo, tu cuerpo tumbado sobre la cama, brillaban sobre el bikini blanco y tu piel tostada y brillaban sobre la inmensa toalla blanca envuelta, mil veces ajustada sobre tu vientre y tu sexo y tu desconfianza hasta en mí, dama del dolor, qué estúpido cinturón de castidad.
Arrojé mis lágrimas y mis huesos a la piscina común y una hora más tarde estaba apoyado sobre la baranda de cubierta, contemplándote aún, y la italiana del tiro al plato se me había acercado e intentaba conversarme. Ya me la habías descrito, conocedora como eras de Italia: era la típica putana que se embarca con el típico carnicero enriquecido. Para ellos, me dije, sonriéndole amablemente a la putana, éste sí que es un crucero por el Mediterráneo. Hablamos un rato y se fue, sin duda alguna porque yo constantemente miraba el mar y la dejaba sin conversación. Cayó la noche con una luna entre triste e indiferente, muy silenciosa, en todo caso, y pensé que tenía que vestirme para ir al comedor. Miré hacia nuestro camarote y noté que Octavia había cerrado la cortina. Se estaría vistiendo ya, se estaría preparando para brillar en el comedor y desternillarse de risa en el cabaret porque había cada tipo, cada bailarín, cada pequeño burgués al que el Mediterráneo se le había subido a la cabeza y se lanzaba cada tango, cada remilgo, cada valentinada, y con cada pareja… Y esta noche, por última vez, nos eternizaríamos mirando la luna y beberíamos champán y había sido un amigo quien te había regalado los pasajes para el crucero y el pobre Maximus se había creído que el asunto era con jeques árabes y no con este barco ja ja ja ja, te adoro, si supieras hasta qué punto te adoro, ¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! La luna se encargaría de escondernos que no habíamos ido un milímetro más allá. Tú y la luna se encargarían de esconderme que no habías podido ir a un milímetro más allá, Octavia de día y Octavia de noche, Octavia del maravilloso traje turquesa y Octavia del inolvidable pijama harapiento.
Yo te dije que prefería no jugar la última noche, que nos tumbáramos en las perezosas de cubierta y pidiéramos champán, pero tú me pediste ir sólo un ratito a probar suerte en los tragamonedas del casino. Nos repartimos unos cuantos dólares y jugábamos y seguíamos perdiendo en máquinas siempre vecinas. Te quedaste sin monedas y a mí me quedaba la última cuando entraron el carnicero enriquecido, nada menos que vestido de smoking y enorme barriga, y la putana escotada al máximo. E inmediatamente él se te acercó y ella se quedó atrás y yo comprendí por qué habías cerrado el ojo de buey y recordé que también él nos había visto conversando juntos. Te tendió una mano y te pidió que le trajeras suerte y a mí como que no me importó, lo cual a ti te importó más todavía, y por eso te pedí entonces con tanta insistencia que me trajeras suerte con mi última moneda. Me dijiste que esperara un instante y el muy hijo de la gran puta metió su moneda justo en la máquina en que yo iba a introducir la mía y se arrancó la gran lluvia de dólares, hacía años que esa máquina no había vomitado un centavo y él además te besó la mano y te pidió que lo ayudaras a cargar tanta moneda con tu enorme falda. Supe que se trataba de uno de esos momentos tan tuyos en los que me era imposible intervenir sin perder más de lo ya perdido y te dije vulgar vulgar vulgar y salí corriendo y todavía estaba vomitando cuando apareciste en el camarote.
—Maximus, ¿adonde te has metido? Te he buscado hasta en la luna…
Coquetísima, me preguntaste si te iba a leer Damas, por última vez, y yo empecé a mirarte y por fin te dije que sí, pero que esa noche te iba a leer Damas y caballeros. Te colgaste de mi cuello y salimos disparados rumbo al mar y a la luna y la última noche no pudo haber más estrellas sobre el Victoria.
Pero al final, ya en tu cama, empezaste a suspirar y a gemir y a quedarte dormida en este párrafo de Dama de siempre: Afortunadamente llovió después. No podía quedarme entre los tickets caídos, los carritos chocones amontonados, el cilindro del motociclista suicida cubierto ya por un montón de sombras y tristezas. Había pasado la última tanda y sólo quedaba el regreso por el pasillo limitado con cuerdas rojas, tablas provisionales y un letrero que estaban acomodando: MAÑANA NO HAY FUNCIÓN.
Nuestra lanchita blanca y celeste fue la primera en llegar a tierra y Octavia puso el pie derecho, primero, y a mí no me quedó más remedio que poner el izquierdo, primero, en mi afán de ayudarla a bajar primero.
—Marinero en tierra —le dije, forzando una sonrisa, para que no se diera cuenta de que había desembarcado con el pie izquierdo, por su culpa, aunque sin culpar a nadie.
Octavia regresaba a Beauvallon, a la villa de sus padres, o sea que tomamos un taxi hasta la estación del tren, para ver los horarios. Nos quedaba mucho tiempo y podíamos almorzar juntos en algún bistró del malecón, viendo alejarse al Victoria lleno de gente que se aprestaba a repetir nuestro itinerario. Bastante absurdo todo, demasiado sol, mi sombrero de paja, la X blanca, blanca como una incógnita que no se llega a despejar jamás. La X como que no tuviera importancia ya, pero una X es siempre una X, una X blanca en una chimenea azul. El Victoria zarpaba y Octavia se había quedado profundamente dormida en su elegante silla de mimbre. Pidió un enorme sandwich de jamón y queso caliente, una palta rellena de camarones, un monumental banana split, y no bien le sirvieron se quedó profundamente dormida. Yo había pedido una garrafa de vino blanco, del vino blanco más barato, con tapita de plástico, si es posible, pero el mozo de mimbre se me puso de un mal humor de lujo como las sillas y le dije entonces tráigame usted un martini doble y seco. En fin, cualquier cosa ya, y absurda espera y absurda visión. No estaba triste, no estaba furioso, y Octavia era esa muchacha vestida de blanco que dormía agotada y sin haber probado un solo bocado. Al llegar habíamos hablado un poco.
—¿Qué piensas hacer, Octavia?
—Aprender y trabajar.
—¿Trabajar? ¿Por qué no regresas a París?
—No quiero volver a casa de mis padres ni tampoco depender de Eros. No quiero depender de nadie.
—Ya te protegieron lo suficiente, ¿no?
—Exactamente.
Al cabo de un breve silencio habíamos vuelto a hablar.
—¿Y qué es lo que vas a aprender?
—A levantarme todos los días a la misma hora.
—Asegúrate de que sea a horas de oficina.
—No te burles, Maximus.
—Es más un consejo laboral que una burla, Octavia.
Se dejó resbalar sobre la silla, abrió enormes los brazos, como quien hace un esfuerzo por mantenerse despierta, me cogió una mano y se quedó profundamente dormida. Pensé en hablarle a Gran Lalo, en que le diera un trabajo, Octavia podía ser una maravillosa encargada de relaciones públicas, de lujo, además, y así podría regresar a París sin regresar a casa de sus padres. Después pensé en contarle mi idea a Octavia, pero después ya no pensé en nada más que en pedir otro martini doble y seco, porque Octavia me había respondido que tendría que aprender a despertarse a la misma hora todos los días, durante un año entero, antes de aprender a trabajar.
El tren nos llevó hasta Saint Raphaël y estaba sobrentendido, o por lo menos así lo creí, que de ahí tomaríamos un taxi juntos y que la acompañaría hasta Beauvallon. Pero Octavia me dijo que no, que tenía que regresar sola, tengo que regresar sola, Maximus. ¿Valía la pena preguntarle por qué?, ¿pero por qué, Octavia?, ¿otra vez todo eso, Octavia?, ¿cómo diablos has podido invitarme a un crucero, entonces? Ella sabía lo que estaba pensando y por eso empezó a acariciarme la cabeza con ambas manos. Era la misma, vieja, enorme, interminable, infatigable ternura de siempre. Era la misma, vieja, enorme, interminable, infatigable estupidez de siempre. Medio en broma, medio en serio, y completamente desesperado, le solté una de esas frasecitas:
—Te quedas con tu cabeza coronada y yo me quedo con la cabeza reducida a la locura.
—Minimus.
—No empecemos otra vez.
—Maximus.
—Terminemos de una vez.
—Y tú te volverás a casar, dama de siempre.
—Nunca, míster Taylor.
—Toma tu taxi ya, por favor.
—¿Me escribirás?
—Perdón, Octavia, pero no lo vuelvo a hacer.
—La frase es de míster Taylor, Maximus.
—Martín Romaña, por lo menos en la despedida, Octavia.
Me odié por sonar tan melodramático y porque todo era estúpido, menos el cariño, la ternura, la amistad, el amor, la invisible complicidad, la alianza sin símbolos que, lo sabía, nos continuaba uniendo, como si fuera la mala suerte la que nos unía, a pesar de nosotros mismos. En el tren que me llevó nuevamente a Cannes, le dije que la adoraba y que me encantaba y que la amaba con pasión, y sentí, tuve la absoluta certeza de que ella me estaba diciendo lo mismo en el taxi que la llevaba muy herida, pero no definitivamente herida, nuevamente al mundo de sus padres. Lo mismo volví a sentir, a pensar, y a decir en el tren que por la noche me llevó de Cannes a París, después de haberme sentado a tomar un par de whiskies en el mismo bistró y en la misma mesa y haber visto cómo ya no existía el Victoria a esas horas en que normalmente nosotros salíamos a cubierta y apoyados sobre la baranda mirábamos más y más allá en el mar de la luna que por la tarde había sido el mar de las interminables puestas de sol. No, definitivamente, mañana no hay función, mi adorada Octavia. Y perdón, perdón, pero no lo vuelvo a hacer.
Sí, ya lo creo, claro, qué duda cabe, por supuesto que le escribí mil cartas más hasta llegar a esa última carta escrita desde Palencia. Pero, aunque firmara Maximus, o Martín, o Colonnello, o Maximus Solre, experto en guías, infatigable viajero, denunciante infatigable de los horrores sufridos por una muchacha llamada Octavia de Cádiz y de la Bondad-Encarnada, esas cartas eran ya las de Míster Taylor a la Dama de siempre, y tal vez lo único verdaderamente sincero y profundo que había en ellas era una frase que ni siquiera llegaba a escribir: NO TE OLVIDES DE MI, OCTAVIA DE CADIZ.
Una docena de putas liquidaron en Palencia mis andanzas de hablador interminable y aquel epistolario interminablemente interminable. A golpes de champán y carcajadas de la vida alegre me devolvieron a casa con el horrible título que escogieron para esta novela que hoy termino sin que Octavia haya vuelto a llamar ni a escribir tampoco.
¿Quién ganó la interminable apuesta de la mala suerte a la que se refirió Octavia alguna vez? Aquella crisis de estornudos que sufrió ella en La Sopa China Cerrada me impide encontrarle respuesta alguna a esta pregunta. ¿Quiere decir eso que es ella quien tiene la respuesta? ¿Me acusará Octavia de haber tenido una crisis de miedo y orgullo cuando me pidió fugarnos a California? Fácil es deducir que estos hechos fundamentales han sido ocultados por otros hechos fundamentales y estos hechos por otros y éstos por otros y así… Y resulta imposible abrir una caja china al revés.
Escribir me ha servido para estar con Octavia de Cádiz, no para que regrese. No he logrado que regrese por más que la he evocado. ¿Habré dejado de encantarla? La habré dejado en paz, en este caso. Lo único que sé es que nadie sabe para quién vive y que un libro sobre la persona más encantadora del mundo me ha sumido en el más profundo desencanto. Aunque a veces me aferró a una idea: con Octavia nunca se sabe. Y lo más peligroso de todo es que sigo vivo. Vivo con dos enormes cuadernos de navegación en contra pero vivo. Y como que no me resigno a estar vivo estando en el mundo, Octavia. ¿Cosa extraña o cosa normal? Elijan ustedes porque a mí ya me eligió no sé qué cosa. Y quien ha muerto, al fin y al cabo, no es el amor sino el humor. Pero qué importa ya, también.
—Madame Forestier, puede usted decirle a su hermano que el sillón Voltaire está a su disposición. Un súbito e inesperado viaje me impidió responder a sus cartas certificadas y…
Esto fue hace algunas horas y ya se están llevando mi sillón. Ya se llevaron mi sillón. Ahora mi sillón está bajando la escalera. Ahora está saliendo por la puerta del edificio. Ahora está subiendo a una camioneta. Ya se están yendo la camioneta y mi sillón. Ahora ya se fueron, la camioneta y mi sillón.
El más grande desprendimiento del mundo. Siento que se me desprende todo. Siento como si se me fueran a desprender hasta las retinas al mirar el vacío que ha quedado en su lugar y en el lugar en que estuvimos siempre. Si supieran el trabajo que me cuesta escribir estas líneas, cerrar el cuaderno rojo. Hasta me he tomado un traguito de bencina pero sin consecuencias, desgraciadamente. Vivo sin vivir en ninguna parte. Y además acaban de darme un susto tan feroz como el de la taquicardia. Cada día me preocupa más esto de la taquicardia y andaba sumamente preocupado cuando sonó el timbre y corrí a abrir y un tipo me dijo soy el del socorro, señor Romaña. Me llevé una mano espantada al corazón. ¿Qué socorro y por qué socorro, señor?, le dije. Señor Romaña, usted llamó esta mañana al Socorro Católico para que vinieran por unos muebles… Ah sí, ah sí, señor, perdóneme, ando como despistado; en efecto fui yo quien llamó esta mañana porque deseaba desprenderme de otros muebles más, donar un poco más de sangre, señor. Pase, señor, por favor. Mire, éstos son los muebles. Esta hondonada, perdón, esta cama, este diván, y de paso si quiere llevarse usted este colchoncito de camping también…
—Ya lo creo, señor; siempre hay personas necesitadas y nuestra acción…
—Créame que su acción me conmueve hasta el desprendimiento, señor, y si de mí dependiera ya le habría regalado todos los demás muebles. Pero pertenecen a madame Forestier. Lo que le he regalado es toda la otra parte.
Ya están mis mejores recuerdos en un camión y tengo que salir corriendo donde Gran Lalo. La guía sobre el Perú no la llegué a escribir yo, por escribir mis cuadernos azul y rojo, pero ahora sí que me voy al Perú y no vuelvo más y tengo que llegar a un acuerdo con Gran Lalo.
Acabo de regresar del Uniclam y, como aún me quedan algunas páginas del cuaderno rojo, les contaré todito hasta el final, aunque me quede ésa como esperanza de no estar muerto y de que con Octavia nunca se sabe. Pero en el fondo son tonterías porque mañana me voy al Perú y no vuelvo más. Esta noche me encargaré de preparar el equipaje que Gran Lalo meterá en uno de sus aviones, a pesar del exceso de peso. Algo de ropa (el terno blanco lo he regalado porque me produce taquicardia). La mitad de mis libros (la otra mitad me produce taquicardia). La tercera parte de mis discos (las otras dos partes las he regalado porque me producen taquicardia). El resto de mi hacienda: un toldo de La Sopa China Abierta, el retrato de Octavia de Cádiz, el millón de souvenirs que me trajo del mundo entero, y mis dos cuadernos de navegación (son los que más taquicardia me producen y mañana tengo que viajar). Pero Gran Lalo también me ha resuelto este problema. Pueden quedarse en el depósito del Uniclam hasta nuevo aviso (me produce una taquicardia horrible la idea de un nuevo aviso).
Sin embargo, tengo que actuar de acuerdo a los consejos de Gran Lalo, porque no se puede negar que me ha solucionado tantos problemas. Paso ahora a retransmitirles la entrevista que he tenido con él. Pero antes, por favor, perdónenme por estas últimas páginas. Han sido escritas sin vivir aquí, ni en mí, y lo que es peor, en una mesa de trabajo en la que muero porque ni me caso ni me muero como en las antiguas historias de amor. Imposible concentrarse en esta especie de campo de concentración. Ausencia del Voltaire, ya no hay otra parte por ninguna parte en este departamento, he mandado a la mierda a madame Forestier, aprovechando por supuesto que no estaba mi gran amigo, el juez Forestier. Fue él quien me dio la idea del Socorro Católico. Casi me mata el tipo del socorro hace un rato. Creí que venían por los resultados de mi desprendimiento. Perdón, se me está pasando la entrevista con Gran Lalo, la única persona que me acompañará al aeropuerto mañana.
Vamos a ver. Resulta que la guía del Perú no sé quién la hizo en mi lugar y que hubo protesta general entre la enorme clientela, miles y miles de lectores, y las guías son una mina de oro para el Uniclam. El público pide por unanimidad las enormes guías del experto Maximus Solre. Mi seudónimo es ya todo un nombre, marca registrada y todo. Entonces Gran Lalo me dijo:
—Quedas contratado para seguir haciendo guías.
—Pero si mañana me voy al Perú y no vuelvo más…
—Precisamente de eso se trata. Te espera ya una oficina y una secretaria en nuestra filial peruana, llamada Solmartur. Lo único que te ruego, pues se trata de escribir ahora unas guías de bolsillo para los mil tours que organizamos por costa, sierra y montaña, en el Perú, es que esas guías sean mucho más breves. El papel está muy caro, Martín.
—Me costará mucho trabajo ser breve, Gran Lalo, ya sabes que soy guionista.
—¿Que eres qué?
—Guionista: sólo escribo guiones.
—Vete a la mierda y tomemos tu último trago en París.
Casi me mata de taquicardia con lo del último tango en París, y justo en el momento en que yo andaba recurriendo a lo poco que me queda de humor, para que no se notara la taquicardia de mi desprendimiento y mañana me voy al Perú y no vuelvo más.
Se quedó con el toldo, el retrato de Octavia de Cádiz, sus regalos, y mis cuadernos azul y rojo. Se quedó con todo, pues, y para qué describirles el aeropuerto Charles de Gaulle conmigo adentro de viajero retornante. Lloré durante casi todo el viaje porque me daba una pena horrible que Gran Lalo estuviese llorando durante todo el viaje y eso que él no viajaba. Después me di cuenta de que estábamos en el año de gracia de 1984 y que gobernaba el Perú, en su segundo mandato, el Arquitecto Fernando Belaúnde Terry, que también gobernaba el Perú en 1964, año de mi partida a desgracia, perdón, a París. Y después me di cuenta de que era 4 de octubre y que yo había desembarcado por primera vez en Francia un 4 de octubre. O sea que veinte años exactos. O sea que aterré a mi vecino de asiento cuando canté con voz de himno nacional de cualquier país, debido a mi desarraigo, y con acento de Carlitos Gardel: ¡que veinte años no es nada! A las aeromozas ya las había aterrado desde mi partida porque les pedí que me pusieran los whiskies de frente en la bandeja plegable porque me apellidaba Romaña Parkingson, según consta en este pasaporte, señoritas, y porque detesto derramar.
Después saqué la foto de mi desembarco en Dunkerque, en 1964, y la de la casa de Colón en Génova, en 1980. Mentía Carlitos Gardel, mentía a gritos y tuve que pedir un whisky doble sobre la bandeja tembleque. De la foto de Dunkerque, me quedaba en la de Génova sólo aquel pujante optimismo de desembarcante primerizo. De la foto de Génova, tan reciente, si la comparamos con la otra, no me quedaba absolutamente nada. En fin, todo se debía a la costumbre adquirida en los últimos años de afeitarme, peinarme, y lavarme los dientes de espaldas al espejo de mi soledad y Octavia de Cádiz. Mejor pensar en el Arquitecto Fernando Belaúnde Terry, me dije, pero eso sólo empeoró las cosas, porque lo recordé como un hombre probo, íntegro, y con mucho de visionario. Un Presidente que habría podido gobernar perfectamente una gran potencia mundial, por qué no los Estados Unidos. O sea pues que el Perú debía estar peor que nunca.
—Veinte años en París y ni un solo libro que adorne mi biblioteca de literatura francesa —fue lo primero que me dijo mi madre, a quien encontré mejor que nunca, y a Lima también como que la iba viendo muy limpia y hermosa, pero es que me habían robado los anteojos en la aduana.
—Veinte años en París, Martincito, mi amor, y ni un solo libro…
—Que veinte años no es nada, mamá. Mañana mismo empiezo a escribir.
***
Y, en efecto, escribo tanto que en Solmartur me llaman Pedrito Camacho, nuestro escribidor. Guía tras guía no paro. Una tras otra salen a la venta y se agotan las guías de Maximus Solre. Han pasado diez años desde que entré, no de humilde, sino de humillado empleado. Pero Gran Lalo me visita todos los años y me asegura que mis cuadernos rojo y azul valen la pena. Siempre le digo que me los siga guardando.
—Para después de muerto, Gran Lalo, porque siempre me queda la impresión de que al cuaderno rojo le falta un epílogo y prefiero esperar a morir porque no muero; en fin, yo me entiendo y tú guárdalos nomás.
Diez años hace que llegué a esta oficina, dirigida por una señora muy guapa que resultó haber sido esposa de Bryce Echenique. Me advirtieron, desde el primer día, que se le podía hablar bien de todo menos de Bryce Echenique, porque ya se habla demasiado bien de ese tipo en el Perú, que si es un escritor muy progresista, que Un mundo Para Julius, que sus cuentos, que Tantas veces Pedro, y a la jefa le resulta realmente empalagoso el asunto, sobre todo porque parece que nadie conoce tan bien como ella a Bryce Echenique. Sin duda alguna, a mí me lo presentaron ya separado, porque a mi jefa jamás la había visto antes de poner los pies con mis anteojos nuevos en Solmartur. Se me atribuyó una oficina de escribidor, en el techo del edificio, pero un día conté sin darme cuenta que la última vez que vi al ex esposo de la jefa fue cantando borracho un tango, a la luz de un farol y Carlitos Gardel:
Chorra,
vos tu padre y tu mamá…
Me acerqué a preguntarle qué le pasaba y resulta que la mina verdiazul se le había fugado con sus tres hijos verdiazules.
—¿La de los ojos y los hijos, Alfredo?
—Me dejó sin derechos de autor y sin hijos, porque yo los quería como si fueran mis hijos, Martín, porque hasta los iba adoptar…
Chorra,
vos tu padre y tu mamá…
—Alfredo, por favor, recuerda ese otro tango: ¡fuerza, canejo, sufra y no llore!
—Se llevó todo menos mis libros, Martín. ¡Porque siempre le importaron un carajo mis libros! Se llevó todo menos los siete litros de tinto que tengo adentro… Y yo que creí que la literatura… Y pensar que…
La jefa tuvo que oír algo porque al día siguiente me trasladó a un buen escritorio y me anunció que me iban a dar un porcentaje mayor sobre la venta de mis guías. Pero un día me llegó una carta de la Contessa Octavia Faviani. Gran Lalo la había enviado íntegra por el télex y yo la recibí sin taquicardia mayor, gracias a mi diaria terapia, y sin duda también al hecho de que estaba dirigida a Maximus y yo andaba tan acostumbrado ya a firmar Maximus Solre y a que todos ahí me llamaran Maximus P. Camacho. Martín Romaña era aquel imbécil que siglos atrás había vivido en París. Aunque claro, ello no impedía que la carta de Octavia fuera una maravillosa muestra del género amoroso tormento.