UNA MIRADA DEMASIADO FUERTE DEL PRÍNCIPE

Nunca aprendí a escribir a máquina, a pesar de mi dedo tan bien bloqueado para todo tipo de escritura. En cambio, a pesar de mi mano bastante deforme por la gran cicatriz, aunque sensible y orgullosa como la del coronel Richard Cantwell, no tuve más remedio que aprender a escribir guías. Y escribí varias sobre el África del Norte, el África Negra, algunas regiones de la India, y por último Turquía, pero Gran Lalo tuvo la bondad de publicarlas con un seudónimo, para no herir la susceptibilidad de un escritor ya bastante herido por la ausencia total de obra literaria, y ahora, de pronto, por el terrible accidente de Octavia de Cádiz. Un telegrama que llegó a enloquecerme, me anunció durante uno de mis retornos a París que a la pobrecita le habían pegado un terrible empujón destinado a privarme para siempre de la diversión de sus piernas. Fueron siglos de yeso y 10 operaciones 10. Nunca nos escribimos tanto, nunca viajé tanto y nunca la llamé tanto. ¡Asesinos!, gritaba en el teléfono, para que se oyera por toda su casa, pero ella siempre me respondía muerta de risa y me decía paciencia, Maximus, ya nos volveremos a ver. Y cada vez que la operaban yo sentía terribles hincones en la mano, en atroces pesadillas nocturnas y diurnas, en hoteles de África, de la India y de Turquía, y la taquicardia era horrible hasta que por fin me despertaba con horribles alaridos, entre los cuales el más frecuente era ¡No me mires así, Leopoldo!, dicho todo en forma de alarido.

Pero Octavia era un genio y un día me envió esa foto en que se le ve de pie, gracias a las muletas, y enyesadita hasta bien arriba de los muslos. A pesar de que la foto no era muy buena, y además sólo en blanco y negro, el yeso dibujaba íntegro y perfecto todo aquello que en sus piernas me había alegrado tanto la vida, aunque después de su matrimonio mi vida fuera tan sólo sueño, cuando despierto, y sueños, cuando lograba dormir un poco. En el Barrio latino decían que me estaba volviendo loco, y tuve ecos de lo mismo en los barrios latinos de muchas ciudades del mundo. Honradísimo, en los dos sentidos de la palabra, se lo hice saber a Octavia por carta, telegrama y teléfono, y ella siempre me respondió mágicamente:

Déjalos aunque el mundo te señale

con su dedo inflexible. ¡Ten valor!

Eran las palabras de un viejo vals peruano, escuchado en mi infancia, y que jamás había tenido en mi discoteca parisina, motivo por el cual ella jamás tuvo ocasión de escucharlo, y motivo por el cual siempre me respondió mágicamente, por consiguiente. Hoy ya tengo el disco, y en una excelente versión con hermosísimo acompañamiento de guitarra, pero que no es desgraciadamente la versión de Octavia de Cádiz con las piernas tan divertidamente enyesadas.

Viajé y escribí guías hasta que Octavia me anunció el más extraño y extraordinario viaje de los que hice. Le habían quitado el yeso y caminaba por fin sin muletas, aunque con algunos clavos que tendrían que esperar la última operación, el año siguiente, o sea que quería caminar por Milán conmigo. Soñaba con pasear por Milán con Bimba y conmigo. Genial mi maravillosa Octavia de oro y de otro, motivo por el cual decidí no quedarme atrás y le anuncié, en una de las cartas más llenas de amor y ternura que he escrito en mi vida, que estaba dispuesto a llegar a Milán caminando y de espaldas. Su respuesta, en una de las cartas más llenas de ternura y amor (aunque más bien debería decir de ador, porque Octavia, como es sabido, no podía amarme sino adorarme por causa de la abstracción de su matrimonio), que me han escrito en mi vida, decía que fuera en tren o en avión, por favor, porque aunque comprendo que no te quieras quedar atrás, mi ador, vas a llegar atrasadísimo y con un poco de mala suerte tu llegada podría coincidir con la extracción de los últimos clavos, en Suiza, que es donde tuve el accidente y donde me opera siempre un príncipe afgano. Mi respuesta le llegó llenecita de preguntas: ¿Un príncipe médico? No puede ser, Octavia, o es que en el mundo de hoy, que no me jacto precisamente de comprender, los príncipes ya no vienen enchapados a la antigua, o sea a lo Solre, como debe venir un príncipe, y en vez de espada esgrimen bisturí y a lo mejor hasta tienen algo que ver con la Seguridad Social. O tal vez, Octavia, todo esto sea consecuencia de la terrible modernidad del dinero. Respóndeme rápido, por favor, porque siempre me queda la remota esperanza de llegar a escribir sobre lo visto y vivido sin haber comprendido ni jota, según parece. La respuesta de Octavia no se hizo esperar: Maximus, ¿qué te pasa? Por favor dime la verdad. Te pido que vengas a Milán y en vez de llegar en el primer avión me amenazas con venir de espaldas y cuando te pruebo las desventajas de tu ternura, en este caso, te lanzas a una correspondencia más larga aún que si estuvieras ya en camino y de espaldas. ¿Vienes o no vienes, por fin?

Milán-milaños, me dije, comprendiendo que, sólo por no quedarme atrás y escribirle las cartas más lindas y tiernas en agradecimiento por su maravillosa invitación, iba en efecto a tardar mil años en llegar a Milán. Ni hablar, ahorita mismo correría a comprar mi pasaje, aunque había un obstáculo muy difícil de salvar. Octavia, en respuesta a mi pregunta sobre Eros: ¿no crees que me matará, mi amor?, me respondió que Eros me recibiría muy bien pues ella lo seguía queriendo muchísimo y mis cartas y llamadas en el fondo habían terminado por hacerle gracia. Y además, cuando se ponía muy nervioso, partía inmediatamente de cacería. Aunque claro, era mejor que no mencionara su invitación y dijera que estaba de paso por asuntos de negocios.

No se me ocurrió asunto alguno de negocios que sonara a verdad, por lo cual fui a visitar a Gran Lalo, que hacía tiempo había abierto una oficina en Milán. Gran Lalo, encantado con mis guías, no sólo me obsequió un billete de ida y vuelta (esto de la vuelta me dio bastante pena, valgan verdades), sino que además me entregó toda la correspondencia que iban a enviar a la sucursal de Milán. Conmigo llegaría más rápido que por Correo, y aparte del ahorro en estampillas, que ya era un negocio redondo, tenía una oficina que visitar y se cumplían así todos los requisitos para que Eros me recibiera con tranquilidad de hombre de negocios, aunque mejor habría sido que se pusiera nervioso y se largara de cacería, la verdad.

Del aeropuerto de Milán me dirigí inmediatamente a la sucursal del Uniclam, donde tras haber liquidado los urgentes negocios que me traían a esa ciudad, procedí a asumir el nudo que se me había hecho en la garganta y marqué el número de Octavia de espaldas, porque así lo conocía de bien. Ella reconoció mi llamada, también, y me gritó ¡te vienes inmediatamente a tomar el desayuno conmigo!

—¿Eros está de cacería?

—No, está preparando un examen en casa de un amigo.

—¿Eros estudia? No me vas a decir que para médico, Octavia…

—Maximus, Eros es un príncipe estudiante.

—Bueno, esa ya suena más bonito porque yo en mi adolescencia vi una película…

—Maximus, ¿también piensas venirte de allá aquí a pie y de espaldas?

—Tienes razón, Octavia. Te juro que ahorita cuelgo y…

Me colgó, porque era la única forma de que yo colgara, según me explicó no bien llegué a su precioso departamento, porque no vivían en un palacio, porque Eros era un príncipe estudiante. Ya quisiera yo haber nacido en una familia de príncipes estudiantes, me dije, contemplando un poco más todo lo que estaba contemplando, ¡demonios! Pero hubo algo que me llamó profundamente la atención, a medida que seguí observando paso a paso el departamento, pues Octavia y Bimba me hicieron visitarlo todo, llenándome de besos abstractísimos al mismo tiempo, y sobre todo en la parte de la cama matrimonial, que era la cama matrimonial o de cualquier otro tipo más grande que he visto en mi vida, debido a que Eros era el príncipe estudiante más alto que el Gotha y yo hemos conocido.

Sí, hubo algo que me llamó profundamente la atención hasta en la cocina y los tres baños que logré visitar, porque ya Octavia me estaba diciendo basta de visita y vamos a tomar un café, la Walkiria lo prepara como nadie. Dejé mi pregunta sobre la Walkiria para más tarde, en vista de que algo me seguía llamando profundamente la atención también cuando pasamos al comedorcito del desayuno, que hoy se estrenaba en mi honor, porque Octavia me confesó jamás haber desayunado en lugar alguno que no fuera su cama.

—Dejemos la cama de lado, Octavia —le dije, visiblemente preocupado—, y dime por favor cuál de los treinta o cuarenta necesers es el que yo te regalé por tu matrimonio. ¿Te acuerdas que te regalé un neceser para que guardaras mis cartas de am, perdón, mis cartas de… de…? en fin, corrígeme cuando me equivoco, pues respeto profundamente tu alianza matrimonial, aunque veo que no la llevas puesta… Pero, acuérdate, por favor, que te regalé un neceser para…

—Maximus —me aclaró profundamente Octavia—: Todos los necesers que has visto, más otros tres que no tardan en llegarme, son el que tú me regalaste… Todos son mi regalo preferido porque desde que se llenó el primero decidí comprar siempre otro igual para seguir guardando y guardando tus cartas por orden de fecha y hora de llegada.

Y así fue como lloré por primera vez en Milán. Fue un llanto rápido, sin embargo, debido a la entrada con bandeja de plata y tacitas de porcelana de la respuesta a mi segunda pregunta: la Walkiria era en efecto una Walkiria, la pongan donde la pongan. Nos saludó apenas, porque parecíamos estar tramando algo contra el señor príncipe, y puso sobre una preciosa mesita de cristal todo lo que necesitábamos para quedarnos solos. Luego, se retiró con odio y dándonos la espalda, cosa que me permitió comprobar que por detrás era tan rubia y monumental como por delante y de costado.

—Le tengo pánico —se mató de risa Octavia—; no bien empieza a limpiar el departamento yo me meto a la tina y me quedo horas y horas leyendo las maravillosas cartas de… de…

—De ador… mi am…

—… tuyas que tengo en el neceser de mi baño. Y no salgo de ahí hasta que llega Eros para defenderme.

—¿Y a qué horas llega Eros para que podamos salir de aquí?, porque no me caería nada mal un whisky —pregunté, no bien terminé mi última tostada—. La verdad, Octavia, necesito un trago.

—Salgamos —me dijo Octavia—, porque hoy Eros no va a llegar aquí sino donde la vecina de enfrente, una polaca que nos ha invitado a almorzar para que las tensiones del encuentro se diluyan, en caso de haberlas.

Luego agregó que tenía mi whisky favorito, que la perdonara si se le había olvidado el más mínimo detalle de mis gustos y costumbres, y salimos. La Walkiria no se dignó volver a interrumpirnos y fue así como lloré por segunda vez en Milán, algo más extensamente que la primera vez, en vista de que llevaba cuatro whiskies encima hacia las once de la mañana y por fin pude confesarle a Octavia que me estaba divirtiendo como loco con sus piernas. Nos retuvimos demasiado, creo yo, en nuestras manifestaciones de júbilo, pero un besito sí hubo y un nuevo brindis y cambié mis ojos mojados por la boca más alegre del mundo y, a partir de ese momento, para qué mentir, si lloro otra vez en Milán no me lo crean, es que estoy llorando mientras vuelvo a visitar Milán con este bolígrafo de mierda. A la una en punto juré que algún día tendrían que trasladarse a un palacio de verdad porque ya no cabrían mis necesers, Octavia me dijo ahora tranquilito, Maximus, por favor, y pasamos donde la polaca extravagante, que vivía en un departamento plagado de polacas extravagantes, a juzgar por lo que vi. Era el único hombre, y para caer simpático entre tanta rusa blanca de nacionalidad polaca, expliqué que eso en mi país se llamaba Perico entre ellas y todas me felicitaron porque mi italiano era lo más extravagante que habían oído en su vida. Luego, antes de hacerme pasar al comedor, y mientras Eros seguía brillando por su ausencia, me obsequiaron una preciosa joya de bibliófilo, en homenaje a mis necesers. Era un librito enchapado a la antigua y muy dentro del estilo de su tiempo, porque siguiendo el ejemplo de Las cartas persas de Montesquieu, se llamaba Cartas de una peruana. Era una estupidez pero era una joya, al mismo tiempo, me aclararon las polacas en alegre coro, y aquí lo tengo, o sea que voy a decirles el nombre de su autora… Sí, Madame de Grafigny. Hace siglos que lo leí con bastante interés, pues descubrí que hablaba veladamente de Voltaire, autor que siempre me interesó a causa de mi sillón. Pasamos al comedor, donde el asiento vacío de Eros seguía brillando por su ausencia, y porque todo brillaba en ese departamentote.

Pero de golpe irrumpió, como Pedro por su casa, y como en la más dramática escena de ópera italiana. A Octavia, incluso, se le escapó una furtiva lágrima al ver el estado de nervios con que Eros se aprestaba a hacerse ver.

—¡E io sono il marito! —exclamó.

E io fui el único en ponerse de pie ante il marito, mientras Octavia hacía todo lo posible por tenderle una mejilla para relajar un poco a su gigante, como ella le llamaba, sin mayor imaginación, valgan verdades. Pero Eros era un príncipe, y por más estudiante que fuera no tardó en sucumbir a la mejilla de Octavia, taquicardiándome bastante, y luego dándome la mano como se le da la mano a un caballero, aunque claro, yo estaba muy lejos de ser un caballero de su tamaño y me fui de culo al asiento, qué bestia, qué tal fuerza, comparándolo con mi inolvidable Leopoldo, estos príncipes enchapados en dinero, vitaminas, y esquí, me dije, mientras el gallinero volvía a la calma y a Eros le servían siempre demasiado poco, según él. Pero en cambio encontró que el vino estaba excelente, y por fin se animó a preguntarme por mis negocios en Milán. Le expliqué que había tomado contacto con ellos, antes de llamar a Octavia, y a Octavia la emocionó lo bien que mentía en su nombre, o qué sé yo, pero lo cierto es que aprovechó el estar a mi derecha para agarrarme la mano como en París, sin darse cuenta, y ahí casi se arma la gorda italiana. Pero yo, habilísimo y creciéndome ante la adversidad con taquicardia, le agarré la mano a la polaca de mi izquierda, y así seguimos siempre por la izquierda hasta que la última polaca le agarró la mano a Eros y éste a Octavia, cerrándose de esta manera el círculo, gracias a la izquierda, mientras yo explicaba que eso en mi país se llamaba juguemos a la ronda mientras el lobo está, volviendo nuevamente el gallinero a la calma, debido a lo realmente extravagante de mi acento italiano. Eros brindó entonces por mi estadía en Milán, y yo sin querer ofenderlo en lo más mínimo le pregunté qué estudiaba.

—Expansión económica de los negocios de mi padre en América latina —me respondió, lo cual probablemente era verdad pero la verdad es que sonaba casi a ofensa, sobre todo tratándose de una persona que desconocía totalmente mis ideas políticas. Incliné la cabeza, y Eros, quejándose de que tenía muchísimo que estudiar esos días, lo cual le impedía irse de cacería, le agarró gigantescamente la mano a Octavia por la izquierda, taquicardiándome de tal manera, porque ello se agregaba a su total desconocimiento de mis ideales políticos, que a Octavia no le quedó más remedio que agarrarme la mano y arrancar otra vez todita la ronda, creciéndome yo nuevamente ante la adversidad y siguiendo su adorable iniciativa hacia mi izquierda, con lo cual la paz llegó nuevamente al gallinero al cerrarse el círculo vicioso también por la izquierda y en Eros y gracias a la izquierda, como la primera vez. Y ahora Eros, creciéndose también ante su adversidad, justo es reconocerlo, nos invitó a tomar el café en su departamento. A mí me trató como a un caballero, me permitió salir con Octavia mientras él seguía sus estudios, y con gran calidad de príncipe se despidió al final de las alcahuetas polacas, diciéndolo todo sin decir absolutamente nada. Siempre hay algo que aprender de los príncipes, pensé, y a Octavia le encantó que yo hubiera pensado eso, cuando se lo conté. Por fin se habían largado las polacas alcahuetas. Yo sí que lo dije, con todas sus palabras, y a Octavia también le encantó y ya podíamos salir a ser felices en Milán.

Pero algo le pasaba a Milán, o mejor dicho algo le pasaba a Bimba, o, pensándolo bien, algo le pasaba a Octavia, algo que se podía notar hasta en Bimba y en Milán. Las ciudades son las gentes, los animales la voz de su amo, y yo el mismo imbécil que tarda siempre en darse cuenta de lo que pasa a su alrededor. Y a mi alrededor, habíamos sacado a Bimba a hacer pipí en los jardines Sforza, su lugar favorito para el triple pipí diario, y el lugar favorito en el que Octavia se sentaba tarde tras tarde a leer y a gozar de la vida viéndola correr, lanzarse a las lagunitas, empaparse de alegría y seguir corriendo para, de pronto, pegar los más inesperados y largos saltos de gacela.

—Siempre me ha gustado que Eros sea un gran cazador —me confesó de pronto Octavia, matándome de celos porque el coronel Richard Cantwell era un gran cazador y tenía además la ventaja de que sólo le quedaban tres días de vida y el más grande y último amor de su vida. Pero luego, tomándome la mano, agregó—: Y sin embargo no soporto la idea de que pueda matar una gacela, Maximus.

—Yo no mato ni siquiera una mosca, mi amor —le dije, porque todo en los jardines Sforza me obligaba a tratarla de esa manera, a tratarla de amor, a tratarla de todo lo que sentía. Pero había cesado ya la euforia de mi llegada y algo cada vez peor le pasaba a Octavia y por consiguiente a Bimba y por consiguiente a Milán. Y entonces, porque para el resto de mi vida quería tratarla sólo de esa manera, solamente de esa manera, le dije que mis negocios en Milán me obligarían a quedarme todo el tiempo que ella deseara, aunque siempre el último día, el de mi partida, sería un tercer día. Una taquicardia profunda, pues eso existe, lo sé, y se comparte, también lo sé, pues esa tarde la estaba compartiendo con Octavia, una taquicardia profunda, repito, nos permitía hablar de zalacaínes y colonnellos sin mencionar sus nombres, sin mencionar para nada el pasado, mucho menos el futuro, mencionando sólo un presente abstracto pero no por ello menos desgarrador. Y en un instante lo comprendí todo: Octavia no me había invitado a Milán, me había rogado que viniera, y también ella acababa de darse cuenta de que ésa era la verdad en los jardines Sforza. Pero ya era demasiado tarde: Martín Romaña había llegado a Milán y algo le pasaba a todo en Milán, y ahora lo mejor era creer a ciegas que ella había invitado a Maximus a Milán y que Maximus acababa de llegar y que todo, absolutamente todo alrededor nuestro, seguía siendo siempre tan pero tan divertido. Y que haríamos mil travesuras. Martín Romaña la ayudaría, Martín Romaña sería el más perfecto Maximus del mundo. Octavia de Cádiz estaba convencida de que así era, ¿acaso Martín Romaña no la estaba tratando ya de esa manera? Nos cayó la noche muertos de risa con los saltos de gacela de Bimba, bella, bellíssima, agilíssima e divertentíssima.

Orlando furioso nos esperaba arriabiatíssimo cuando regresamos tarde. La Walkiria nos lo hizo saber con odio, pero yo me hice el loco y entré al salón como quien avanza peligrosamente hacia el centro del cuadrilátero.

—Querido Eros, perdóname —le dije—, la culpa es toda de Maximus por…

—Aquí el que se llama Massimo soy yo —me interrumpió, como quien concreta, como quien me hace saber que tan pelotudo no es y que nuestra tarde no había sido tan abstracta.

Estaba muerto de celos Eros Massimo, pero acto seguido cogió con una mano a Octavia, con la otra a Bimba, se llevó a ambas a los labios y de ahí las siguió elevando violentamente en toda la extensión de sus enormes brazos. Miré al techo aterrado, pensando que podría estrellar allá arriba a la pobre Octavia y causar así otro de sus famosos accidentes, pero felizmente el techo se lo habían construido a la medida, y desde allá arriba Bimba y Octavia coqueteaban como locas con su dueño, ladraban y gritaban ¡Eros Eros Eros!, para que Eros se desahogara como en una cacería de gacelas, lo cual me dejó a mí totalmente fuera de combate y muerto de celos en el centro de un cuadrilátero en el que nadie me hacía caso, ni siquiera el árbitro. La Walkiria sonrió feliz, pero yo me vengué pidiéndole un whisky de la marca preferida del caballero, y la muy nórdica bien informada que estaba de mis gustos y costumbres porque lo primero que hizo fue correr a traerme la botella del señor de América del sur y el vaso más grande de la cristalería. Sirvienta era, después de todo, y la miré con el más grande bien hecho de mi vida, sin agradecerle ni nada, aunque reconozco que no fue por su calidad de servidora de los señores sino porque ella empezó primero. Allá arriba la fiesta seguía, o sea que me arrimé tres largos tragos amargos y procedí a servirme el segundo whisky. Y Dios mío, qué tristes suelen ser los fines de fiesta. Ésta acabó cuando Eros descendió a sus dos amores y cuando los tres amores me preguntaron si no deseaba beber algo.

—Voy por el tercer whisky aquí abajo —les aclaré, brindando por ellos con tremendo vaso en mano, aunque el mensaje profundo se lo transmití únicamente a Octavia, quien me respondió con otro mensaje más profundo aún:

—Mentiroso; estoy segura de que vas por el segundo y te advierto que en mi casa no puedes beber más que tres whiskies seguidos y vino en la comida.

Comprendí que Octavia lo había visto todo pero que al mismo tiempo no deseaba seguir viéndolo todo, con lo cual me dejó en pindingas, ya que no supe si ser feliz o no. En fin, son esos instantes de la vida en que la vida sigue su curso. Nos calmamos todos, mientras Eros le entregaba su saco a la Walkiria, le pedía sa veste d’interieur, y abría una botella de champán en mi honor, aunque autorizándome a seguir con el whisky, si así lo deseaba, pero eso sí, sin pasar del tercero como te lo ha pedido la mia Octavia. La sua Octavia e la mia bottiglia, pensé, y ni tonto que fuera me bebí bien despacito el segundo whisky, para despistarlos y así poder servirme yo mismo el tercero, en el cual la botella me cupo íntegra en el vasote y aun me dejó sitio para un par de hielos on the rocks. Les sonreí feliz, pero Octavia nuevamente me hizo saber, mediante mensaje profundo, que nunca dejaría de ser un niño.

Furioso siempre y despistado en este mundo, pronuncié entonces, en forma de pregunta, las palabras que más caro me han costado en la vida. Por ellas perdí a Octavia nuevamente, en la segunda oportunidad que Dios me dio sobre esta tierra; por ellas estoy escribiendo para ti esta novela, Octavia; y por ellas trato de que el humor pueda algo contra la muerte del amor, o contra la muerte a secas, por lo menos. Eros y Octavia brindaron por mí en dos maravillosas copas de champán y como que me despisté para siempre con mi vasote de whisky y les pregunté:

—¿Y cuándo piensan tener un bebe?

—¡No tarda, no tarda! —se excitó Eros, pasando su enorme brazo sobre los hombros de Octavia, apretándola enamorado.

—¡No tarda, no tarda! —exclamó Octavia, alzando la cara enamorada para contemplar a su gigante.

Y hoy que es jueves y que escribo… Y hoy que citando una vez más a Vallejo, sólo se me ocurre porque hoy, jueves, que proso estos versos, los húmeros me he puesto a la mala, sí, citando así a mi poeta, al que fue nuestro poeta, amor mío, revivo aquel instante fatal. Yo brindé por ese niño (fue una niña), que no tardaba en venir, y Octavia (¿estaba loca?, ¿le habían hecho ya tanto daño contra mí?), me miró asombrada, miró luego a Eros beber agradecido, fingió beber, apenas tocó el cristal con sus labios y me volvió a mirar como quien pregunta algo (¿como quien desconfía?, ¿como si yo hubiese envenenado el champán?, ¿como quien se pregunta de pronto: y él por qué ha preferido un whisky?, ¿por qué no prueba el champán?). El resto de la noche estuvo feliz y se mató de risa de que yo terminara quedándome dormido en un diván del salón, ¡ah, el diván de Maximus!, y al día siguiente vino a despertarme para tomar el desayuno juntos porque su gigante se había ido tempranito a estudiar en casa de un amigo, se estaba preparando para unos exámenes muy importantes y se había levantado en punta de pies y así se había ido para no despertarnos y cuanto antes nos alistáramos y saliéramos, mejor, porque la Walkiria no podía habernos servido el desayuno con más odio, ¡oh, Maximus, si supieras el pánico que le tengo a la Walkiria!

Las calles de Milán nuevamente y algo que pasaba en todo lo que hacíamos. Nos reíamos tanto, sin embargo. Y Maximus jugaba al juego y la insoportable era Bimba, estaba rarísima, estaba nerviosísima en los últimos tiempos. Sin jugar al juego eso quería decir que estaba nerviosísima desde la caída en la nieve, el frío, la tristeza, la pena, el absurdo, la nada, eso quería decir que con tantas operaciones, pero eso quería decir también, en los momentos en que Octavia sorprendentemente rompía las reglas del juego, que a ella le habría encantado que alguien le enseñara Milán como me lo estaba enseñando a mí, que vivía muy encerrada, que a Eros no le gustaba la gente que a ella le gustaba, los artistas, Maximus, que vivo en dos mundos, Maximus, uno es el que a ti te encantaría, el tuyo, Maximus, y el otro… Pero estas frases casi no aparecían, eran como un témpano de hielo, una mole cuyo pico apenas se dejaba ver en el inmenso y helado mar de nuestro juego, y Octavia podía pasarse todo un día sin que se le escapara una sola, a menudo ni las terminaba y venían siempre tan espaciadas que era imposible abordar un tema concreto para situarlas en un contexto, yo a veces llegaba a preguntarme incluso qué había querido decir con una de esas frases, pero ella estaba nuevamente (y en Milán) con su Maximus tan bromista y tan juguetón, el hombre que sólo era un hombre cuando la trataba de esa manera…

Y así, las calles de Milán nueva y nuevamente, aunque algo pasara en todo lo que hacíamos. Aunque Bimba, Maximus, le ha tomado terror a los gatos negros. Aunque crucemos mejor a la vereda de enfrente porque Bimba, Maximus, le ha tomado terror a pasar bajo una escalera…

—¿De cualquier color, Octavia?

La risa que le daba: sí, sí, Maximus, porque Bimba es una signorina delicatíssima. Bimba, valgan verdades, era una perrita linda y muy sensible y todo lo que quieran, pero no bien llegábamos a los jardines Sforza, lo menos que puede decirse es que se meaba por lo menos diez veces y a poquitos en todo lo que decíamos, Bimba era Bimba, Octavia, pero Maximus era Maximus, también Octavia, qué se le iba a hacer. Y Maximus, por ejemplo, jamás volvió a repetirle que respetaba muchísimo su alianza matrimonial, aunque veo que no la llevas puesta, Octavia. Ni mucho menos se atrevió a preguntarle por qué. Y la vida es así, aunque parece que con el tiempo Octavia empezó a enfurecer porque a Maximus se le escapaban esos mensajes que ella le enviaba desde Cádiz a Martín Romaña.

No voy a decir son cosas de mujeres, porque detesto esas frases tan estúpidas como hechas en este mundo en el que ni siquiera existe la palabra misoginia al revés. Tampoco voy a decir que Octavia se equivocaba o que yo me equivoqué al no hacerle notar a fondo que iba a amar a todas las Octavias que en el mundo han sido y serán. Ni voy a decir tampoco que, a veces, por cosa de un segundo, nos cruzábamos en nuestros desdoblamientos. En esos desdoblamientos que precisamente nos permitirán seguir juntos hasta mi muerte. Si perduraré o no, ya es cosa que Octavia tendrá que contarles, pues no sé si la perduración se transmite o no desde la muerte a la vida, o si se aparece como un fantasma por los siglos de los siglos. Lo que yo sé es que llegaré perdurando a las verdes colinas, no bien decida ponerle punto final al tratamiento del sapo, del cual se enterará el lector en su debido momento cronológico.

No voy a repetir tampoco, a estas alturas de la novela, algo que dije al principio, o sea que nuestros desdoblamientos fueron cosas de la quijotización de Sancho y viceversa. No, si seguimos juntos, a pesar de mi cruel, de mi espantoso crimen de amor y encantamiento, y si seguimos juntos hasta mi muerte (hoy que ya soy novelista me enorgullezco en decirlo), será porque Balzac dixit, y qué maravilla de frase en boca nada menos que de un titán de la literatura, de un eterno enamorado, será porque los artistas somos los únicos hombres dignos de las mujeres, ya que todos tenemos algo de mujer, salvo en el caso de ser artistas mujer, por supuesto.

Me encanta mi digresión y así la voy a dejar en el cuaderno rojo. Y Milán fue lo que fue: risas, silencios, angustias y penas horribles del hombre que estaba de paso por asuntos de negocios, un tratar de esa manera a Octavia, ternura ternura ternura, nuestras manos encontrándose porque debido a Bimba y a un gato negro acabábamos de cambiar de rumbo. Y Milán fue lo que fue: una visita al palacio Poldi-Pezzoli, al pie de cuya preciosa escalera (¡Ay, Maximus, si a mí me hubieran enseñado Milán como te lo estoy enseñando a ti!), había una pequeña fuente y la gente echaba moneditas. Estábamos solos mirando las moneditas ahí en el fondo y yo quise echar una y pedir mi deseo pero Octavia me dijo déjame echarla a mí, Maximus, por favor. Le di la moneda y la echó y los dos lo vimos, los dos vimos exactamente la misma cosa. Y el comentario fue subir la escalera y mirar las colecciones ahí arriba, perdiéndonos el uno del otro, fingiendo toda la atención del mundo, ella en un antiguo grabado, yo en un manuscrito, y el comentario fue tener que bajar la escalera otra vez y pasar al lado de la pequeña fuente y apretarle yo la mano y ella escapárseme de la mano, mierda, ¿por qué no lo tomamos en broma?, y luego buscar algo sumamente novedoso que hacer, que visitar, porque la moneda que yo le había dado y que ella había echado de tal manera que cayera lo más lejos posible de las otras, tocó piso, apenas unos veinte centímetros de profundidad cristalina, y desapareció en el instante en que Octavia y yo, que había hecho trampa y había deseado también algo, deseamos algo. Los dos vimos lo mismo y no logramos jugar.

Y así fue Milán: la pena enorme que me provocó que Octavia me pidiera que la llevara a un lugar prohibido, a una especie de bar podrido o pudriéndose al cual Eros jamás la había querido llevar, porque ahí se reunían artistas drogadictos y otras gentes de mala calaña. Octavia, ¿por qué me identificas siempre con la mala calaña? Por favor, Maximus, déjame mostrarte Milán como nunca me lo mostraron a mí, hagamos una travesura, Maximus. Y Dios me premió porque el bar maldito era mismita Sopa China Cerrada pero en Milán y con bastante olorcito a marihuana y Octavia inhaló con la más enorme nostalgia de bajofondo y el termómetro subió hasta la ternura máxima y hubo un beso escondido y concreto seguido por la forma en que Octavia volteó a mirar a otra parte para seguir escondiéndome y escondiéndose un beso escondido, pero no lo lograba, no, no lo lograba y por eso pensó que era mejor que nos fuéramos ya, la pobre Bimba podía estarse intoxicando con tanta marihuana.

—Me encantaría que Bimba escribiera algún día todo lo que vio en Milán, Octavia —le dije, terriblemente Martín Romaña.

Pero Octavia, con un largo silencio, logró por fin que también aquel beso desapareciera para siempre en el fondo de la pequeña fuente y que yo cesara de desdoblarme hasta tal punto. En realidad, me doblé y me doblegué y aparecí más Maximus que nunca por las calles de Milán nuevamente. Y así fue Milán y Milán fue lo que fue: recordar de pronto, porque Octavia me lo dijo, que al día siguiente era mi cumpleaños y que Eros había aceptado interrumpir excepcionalmente sus estudios para hacer una gran fiesta en mi honor. Le agradecí muchísimo a Octavia, y luego a Eros, cuando regresamos al departamento, y les conté lo que me había estado pasando en los últimos tiempos. Ya yo había notado que la gente se burlaba de mí en París y decía que me andaba quitando la edad. Me había quedado como estacionado en un año y recién descubría que ello se debía a que anduve siempre viajando y por ahí solo debí andar cumpliendo años en Estambul o Marrakech, vaya usted a saber, qué bestia, ni cuenta me di, yo que en el Perú invitaba a todos mis amigos a festejar mi cumpleaños en el mejor chifa de Lima, qué bestia, qué bestia, yo que en el Perú… yo que…

—¡Maximus! —me interrumpió Octavia—, ¡mañana te haremos una gran fiesta!

—¿Un trago? —me preguntó Eros.

—Con muy poco whisky —respondí, para que no se me pusieran tan tristes. Y Eros le pidió a la Walkiria que le trajera su mandil de cocinero porque iba a prepararme los mejores espaguetis a la carbonara que había comido en mi vida. Octavia le había contado que me encantaban y que en París había tenido un gran amigo…

—Mauricio Martínez, sí… Hace años que se fue… Preparaba los mejores espaguetis a la carbonara que he comido en mi vida.

—Pues hoy te probaré lo contrario. ¡Y con qué vino! Tú acompaña a Romaña mientras yo cocino, Octavia. Y mañana la gran fiesta. Despiértense temprano y llévalo a pasear a algún sitio que no sea Milán. Italia es tan bella…

—¿Qué te parece, Maximus?

—Una excelente idea, Octavia. Ya has visto que hoy he terminado con los asuntos que me trajeron aquí. O sea que mañana tratemos de llegar a Venecia, aunque sea por cinco minutos.

—Te llevaré donde quieras, Maximus.

—Sí, llévalo. Yo me encargaré de invitar a todos los amigos.

Eso de todos los amigos quería decir tus amigos y los míos, Octavia, según me enteré en la fiesta de mi cumpleaños, que era también la de mi despedida, porque como declaré muy alegremente y asumiendo que tenía tres años más de los que creía, yo de todas partes me iba con una gran fiesta. Y así, por fin, logré que Eros se metiera a la cocina y con ello ponerle punto final al triste problema de quien te ha visto el día de tu cumpleaños, Martín, y quien te ve el día de tu cumpleaños, Maximus. E inmediatamente le pedí a Octavia que me llenara el vaso hasta el tope, per favore. Y un rato más tarde acababa de traicionar por primera vez en mi vida a un amigo.

In vino veritas —mentí—: Son los mejores carbonara que he comido en mi vida. Los de Mauricio Martínez no te llegan ni a la cintura, Eros.

Octavia y Eros se retiraron muy temprano a los aposentos de la cama máxima, y yo me quedé divagando largo rato en el diván de Maximus. La verdad es que divagué y divagué hasta que llegó la hora de levantarnos. Y la del alba sería cuando me llamaron y me dijeron que me sentara al pie de la cama, cosa que hice, antes, durante, y después de que Eros apareciera con café, tostadas, mil mermeladas, tres mantequillas, y cantidades industriales de jugo de naranja. Octavia desayunó profundamente dormida, Eros feliz de la vida, porque hoy iba a empezar a estudiar más temprano que nunca, porque Octavia me iba a llevar en su automóvil hasta Venecia, si era posible, y porque esa noche se festejaba mi cumpleaños y mi despedida. Y a mí todo ese espectáculo me parecía la mayor falta de respeto que se puede tener por un hombre con taquicardia y de golpe tres años más de edad, aunque no por ello dejé de comprobar que la inmensidad de la cama resultaba hasta cierto punto muy práctica, porque ahí cabíamos perfectamente los tres, aunque la verdad es que no me atreví a decirlo porque Octavia seguía profundamente dormida con su tercer café en la mano y no habría tenido quien me defendiera.

Ni tuve tampoco quien me defendiera cuando, minutos más tarde, Eros arrancó a Octavia de su profundo sueño, la alzó hasta el techo entre los ladridos y festejos de Bimba, luego se la fue colocando en los ojos, en la boca, en el pecho, en el corazón, y por fin, como quien realmente es una bestia y no se da cuenta de nada, o como quien realmente desea rematarme de un taquicardiazo al alba, me pidió que me retirara de la habitación porque Octavia tenía que quitarse el pijama y pasar al baño de una vez por todas. En mis tiempos los pijamas eran color turquesa, pensé, como quien se agarra a una boya, y me fui a ver si llovía en la otra ducha y así fue Milán.

Bueno, paseo a Venecia, ahora. Me despedí de Eros, deseándole un buen día de estudios, y esperé que apareciera Octavia para recibirla dormido. Pero me dio tal rabia, cuando apareció, que decidí ser duro, irónico, y zahiriente, en vista de que me era totalmente imposible ser hiriente con ella.

—¿Cuál es la otra parte de este departamento? —le pregunté, a boca de jarro, agregando, al ver que bostezaba—: Me gustaría realmente saber cuál es la otra parte de este departamento para dejar mi diván ahí mañana cuando me vaya.

Pero cuál no sería mi sorpresa cuando Octavia, con la más linda y somnolienta voz brasileña del mundo, me respondió:

—Todas, Maximus.

Estaba a punto de aterrizar a sus pies, cuando una nueva sorpresa igualmente maravillosa y siempre con el mismo tono de madrugada en Río, me detuvo en el aire:

—Antes de partir quiero encontrar una postal linda… Ayúdame a buscarla, Maximus… Estaba por aquí… Mira, aquí está… Es para que se la mandes a Mauricio Martínez y le digas que lo de los espaguetis fue sólo porque a veces Eros se porta como un niño y…

—¿Podemos firmarla juntos, mi amor?

—Ya lo creo. Y le diremos que no hubo traición alguna, que sólo tuviste que ser diplomático. Y yo agregaré que lo hiciste perfectamente bien.

O la canonizo o sospecho, me dije, pensando que, a lo mejor, lo que estaba haciendo Octavia era domesticarme para todo el día, en vista de lo ocurrido en la cama máxima. O sea que opté por la sospecha.

—A mí me gustaría comprarme algún día una casa de cuatro o cinco pisos y casi del tamaño de este departamento —zaherí, arquitecturalmente.

Pero ella había decidido ser más que deliciosa conmigo y me respondió, muy humildemente, que reconocía la injusticia que hay en este mundo y que, en efecto, el suyo era un departamento de estudiantes de lujo. Pegué un saltito carioca hasta su voz y le entregué mi dedo bloqueado para escribirle a cuatro manos a Mauricio Martínez. Era una postal de Venecia y partimos corriendo a Venecia y había que ver cómo movía la cola Bimba porque también partía corriendo a Venecia.

Pero cuanto más tratamos de acercarnos a Venecia, más se nos fue alejando la ciudad del colonnello, y hasta hoy me pregunto si en realidad quisimos llegar a esa ciudad que, de una manera muy nuestra, era lo que más se parecía a nuestra abstracta realidad. Venecia era la maravilla y el fin de la maravilla, lo que más deseábamos y temíamos. Venecia era, en el fondo, la revisión de un pasado en el cual, a lo mejor, habríamos tenido algo que sacarnos en cara, algo que perdonarnos, demonios, para qué correr, para qué insistir, Italia es tan bella, por qué no nos paramos un rato aquí, Maximus. El juego había empezado nuevamente y eso fue Venecia. Fue detenerse en cada pequeña ciudad o pueblo que encontrábamos en el camino, perder el tiempo buscando anticuarios que no existían, reírnos a carcajadas mientras tomábamos un americano que nos había servido un italiano demasiado amanerado, gozar con una polenta en el restorán más barato, familiar, y lleno de moscas, sentir que el vino malo nos gustaba, y tratar de perdernos, tratar de perdernos, sobre todo.

La última parada fue en Udine. Frente a la iglesia, una mesa con el eterno mantel rojo y blanco, a cuadros. Dos copas de grapa fuerte pero exquisita porque nos hacía perder el temor a llegar muy atrasados a Milán. Octavia festejaba cada disparate de Bimba, se reía a menudo, pero en vez de escuchar su risa, yo tenía la sensación muy fuerte de estar recordando esa risa y pensaba en ella como una fiesta, como una invitación a la vida que acepté mil años atrás porque jamás había visto a nadie amar tanto la vida como a Octavia. Llevábamos largo rato sin hablar, cuando las campanas de la iglesia se lanzaron al viento y por decirle algo le pregunté por quién doblan. Octavia. No me respondió y como que empezó a mirar al vacío, pero cuando se lo hice notar me dijo que no, que era a la eternidad, que estaba mirando… No terminó su frase y tenía las manos crispadas y respiraba con dificultad. Regresemos a Milán, le dije, no quiero llegar tarde a mi cumpleaños esta vez.

—Tanta y tanta tristeza, Martín…

—Pero ¿por qué, Octavia? Cuéntame, háblame, por favor…

—Algo más va a pasar, Martín… Algo más va a pasar y yo no estoy preparada para tanto sufrimiento… He vivido demasiado protegida y cuando pase algo más creo que ya no podré…

—Yo siempre te ayudaré, Octavia…

—Regresemos, Martín…

—Yo siempre…

—Es que esta vez es a ti a quien le tengo miedo.

—Octavia, no tienes ningún derecho…

—Sí tengo, Martín, porque tú me encantas… Pero vamos, regresemos ya.

Y así fue Venecia. Venecia fue Udine, terriblemente, en el día veneciano del Milán fue lo que fue. Volvíamos silenciosos y a demasiada velocidad y en un instante de furia quise decirle que tenían razón los que afirmaban que me estaba volviendo loco, con qué derecho me decía cosas así para luego no explicarme nada, con qué derecho, con qué derecho, ¿te estás volviendo loca o qué, Octavia? Pero minutos más tarde ya estaba pensando que pronto se recuperaría del golpe que había significado para ella su accidente, y de los gatos negros y las escaleras que traían mala suerte, y de las escaleras en las casas que tardaba horas en bajar por temor a caerse. Le di un beso muy largo en la frente cuando estacionamos el auto a unos metros de su departamento. ¡Maximus!, me dijo, acariciando mi frente con la suya, sonriendo luego. Todo había quedado olvidado, borrado para siempre, y hoy era la gran noche de mis tres cumpleaños y estamos atrasadísimos, Maximus, la fiesta ya debe haber empezado y Eros me va a matar.

Para decirlo en pocas palabras, llegamos cuando la fiesta ya había terminado, si es que ahí hubo fiesta en algún momento. Eros me tendió una mano demasiado indecisa para un gigante, y me dijo que no me preocupara, que con Octavia se llegaba tarde a todas partes. Luego me presentó en forma bastante vaga, aunque correcta, al gran grupo que bebía a un lado del salón, y me dejó totalmente asombrado cuando me aseguró que, no bien terminara de cambiarse, Octavia se encargaría de presentarme al grupo de personas que bebía al lado opuesto del salón. En efecto, Octavia había desaparecido sin saludar a nadie. Tardó apenas un minuto en regresar con el mismo traje, otro en presentarme a sus amigos artistas, otro en ser saludada por los amigos del apellido largo, y yo tardé un minuto más en darme cuenta de que ahora era ella la que llevaba el anillo de bodas. Eros, en cambio, se lo había quitado. No me quedaba más remedio que tomarme un buen trago y convertirme en Sherlock Holmes.

Corría el champán, corría el whisky, circulaban deliciosos canapés, y la música de fondo más bonita no podía ser, pero la fiesta, si es que a eso se le podía llamar fiesta, seguía rota en dos enormes pedazos irreconciliablemente enfrentados. Reinaba el desprecio y la autosuficiencia entre la juventud de cabeza coronada, aunque justo es reconocerlo, había cada chica que para qué les cuento, y reinaba la incomodidad con barba o pelo largo entre artistas e intelectuales amigos de Octavia, pues lo cierto es que la pobre se había conseguido a la flor y nata del fracaso, la timidez, la incomprensión o lo que diablos sea, aunque justo es reconocerlo, también, de vez en cuando se lograba ver alguna muchacha que, con un traje de los de enfrente, habría sido una joya de muchacha en flor. Una nueva y rápida mirada al campo de batalla, me permitió por último comprobar que lo mismo sucedía entre los trajes del grupo de enfrente, pero al revés, pues pude distinguir muy claramente la presencia de tres o cuatro loros y un verdadero papagayo, aunque siempre con sus respectivos esposos porque ahí reinaban alianzas matrimoniales de toda Europa y a eso se debía que muy a menudo se escuchara la importantísima palabra primo. Un último detalle que no pude pasar por alto, entre tanta cabeza coronada, fue la monumental estatura de una mujer qué conversaba con Eros y me daba enormemente la espalda. En fin, ya voltearía.

En el largo y ancho puente que separaba a ambos grupos, Octavia. Y no cesaba de cruzarlo a paso ligero y con una mano siempre cariñosísima y alegremente extendida, aunque a veces esa mano parecía decir no pasen de ahí, por favor, o ya vuelvo, vuelvo dentro de un segundo. Como siempre, pues, Octavia estaba de lo más solicitada. Y como siempre, también, Octavia estaba totalmente desgarrada entre el mundo de Maximus, como ella le llamaba, y el famoso mundo conocido por el detestable nombre de mon milieu. También yo cruzaba el puente a cada rato, con salvoconducto, por supuesto, por tratarse de una fiesta en mi honor. A veces me llamaban Romaña, otras, señor Romaña, otras, Martín o Martín Romaña, aunque a menudo, también, no les interesaba saber ni el nombre del agasajado de piedra. Y Octavia no cesaba de llamarme Maximus, porque la verdad es que a cada rato me llamaba a su lado, como quien pide auxilio. Pero lo que nadie sabía es que debajo de todas esas máscaras se ocultaba el rostro de Sherlock Holmes, whisky en mano y bastante perdido entre dos mundos, debido fundamentalmente a la ausencia de su elemental y querido Watson.

Los tres ¡Maximus!, que soltó Octavia a las doce en punto de la noche, me anunciaron que había llegado el momento de cumplir tres años de un sólo papazo. Acto seguido. Octavia se arrojó a mis brazos y ahí estuvimos horas en la más profunda intimidad, hasta que por fin nos dimos cuenta de que Eros estaba esperando turno para matarme de un abrazo, si es posible. Era tal su cara de furia, que Octavia y yo no tuvimos más remedio que improvisar un vals de Straus, al compás de un lindo fox-trot, para disimular y salir disparados, al mismo tiempo. Pero Eros nos seguía, como si quisiera bailar también, y no tuvimos más remedio que regresar de California, la única vez que logramos fugarnos, y ponerle cara de happy birthday to you, mientras él alzaba enorme el brazo para luego bajarlo, cual espada de Damocles, con la mano extendida que debía estrellarse contra la mía y noqueármela, aunque yo de antemano se la estuviese entregando tan sonriente, agradecida, y David a Goliatmente.

Pero este zambo no era ningún cojudo y de golpe sacó a relucir la típica picardía peruana, honra y honor de nuestra eternamente quimbera aunque derrotada selección nacional de fútbol, que sabe ser delicia de las tribunas hasta con seis goles en contra. Y así, la mano de Eros se estrelló contra la mía, que no le opuso la menor resistencia, y que con gran temple taurino se lo fue pasando en redondo, de tal manera que al final quedamos totalmente enroscados y voltereteando como en un paso doble, debido a su feroz impulso y a mi resistencia pasiva, aunque siempre al compás del lindo fox-trot, mientras yo le decía gracias Eros, gracias por haberme preparado este agasajo, y mientras el pobre principote seguía haciendo todo lo posible por no perder el equilibrio, porque si lo pierde yo le caigo encima y chúpate ésa. Como era lógico, hubo profunda división de opiniones: los artistas aplaudieron la belleza, y más de un cabeza coronada estuvo a punto de sacarme a cabezazos hasta la calle. ¡Dios mío, qué lejos estamos de aquel mundo en que los príncipes eran grandes mecenas!

Por fin empezó el baile, como cuando por fin estallan las hostilidades. Eros bailaba con la mujer más alta del mundo, una señora de unos cincuenta años, cuya elegancia empezó a llamarme la atención. Definitivamente, yo había visto esa elegancia antes y en otro lugar, pero también definitivamente, y esto es lo que más me despistó, donde fuera que hubiese visto yo esa elegancia, me había parecido como… como… en fin, digamos como ajena, por decirlo de alguna manera. Y el efecto que me causaba todo aquello era rarísimo, hasta el punto de que decidí abandonar por completo el whisky, porque definitivamente creí estar viendo doble, por decirlo de alguna manera, también, pues no se trataba exactamente de una doble visión. Se trataba, más bien, de que lo que estaba viendo aquí, me parecía haberlo visto allá, y, para colmo de males, me invadía al mismo tiempo la extrañísima sensación de que cuando lo vi allá, me había parecido estarlo viendo aquí. Bueno, yo me entiendo, o mejor dicho, yo me entendía en esos momentos y ello no era únicamente efecto del whisky, motivo por el cual me despisté más todavía. Y, por último, me despistaba encontrar perfectamente lógico que a los gigantes les gustara bailar entre ellos y que esa señora no me hubiese sido presentada; me despistaba que Octavia de Cádiz no me dejara bailar ni con su sombra, a pesar de los pisotones que le daba a ella y a su sombra; me despistaba que el único hombre de unos cincuenta años, entre las cabezas coronadas, fuera el más chiquito de todos, a pesar de lo enano que era el príncipe N., de tan ingrata recordación. En fin, todo me despistaba porque me despistaba hasta el no tener a mi lado a mi querido Watson, para mostrarle mi elemental superioridad a pesar del despiste total.

Y este despiste, además de todo, fue interrumpido por las primeras señales de humo que me llegaron de la trinchera coronada, vía el príncipe N., de tan ingrata recordación. Este enano, rubio, y ensoberbecido personaje, que gustaba abrir sus propias botellas de champán, había llegado días atrás de París y muy malhumorado porque el Presidente de la República le había impedido presentar su candidatura a una alcaldía, en sus propias tierras, como le llamaba él a todo lo que rodeaba su propio castillo. Y ello, según le explicaba a un gordo con gota y mirada de tonto faulkneriano, pero a pesar de todo casado con una hermosísima Dos Sicilias, y ello, primo, porque el Presidente considera que mi familia no ha hecho gran cosa por Francia y que nos pasamos media vida consagrados a nuestras lucrativas inversiones en Brasil. Mirando al vacío, el de la gota y Dos Sicilias trató de consolarlo con la siguiente frase: En mi opinión, primo, el Presidente se equivoca de cabo a rabo, porque tu familia ha hecho ya muchísimo sólo con existir. N., que se había dado cuenta que yo estaba escuchando, decidió festejar tan hermosa frase con varios primos y reclamó una botella de champán para abrirla él mismo. La botella llegó volando, pero resulta que no se abría, y cuanto más trataba N, menos destapaba N, lo cual me produjo una ligerísima sonrisa de conmiseración.

—Ábrame usted esta botella —me ordenó furioso, aunque muy sonriente.

—Imposible —intervino Octavia en mi auxilio—. Maximus tiene toda una mano bloqueada.

Pero yo ya me había fijado que a la botella le faltaba un pelo para abrirse. Ni cojudo, fingí que tenía hasta el brazo bloqueado, y tras explicarle a N. que en el Perú se les llamaba muy a menudo primo a los buenos amigos, le dije pásamela primo. Y un segundo después se la devolví destapada y pedí una copa para que me sirviera un poquitito nomás. El odio seguía siendo mortal cuando N. me preguntó quién era.

—García Márquez —le respondió Octavia, ante el asombro de Eros.

—¿Y quién es García Márquez? —preguntó N.

—El autor de Cien años de soledad —le respondieron en coro los artistas e intelectuales, desde la margen izquierda, agregándole odio a la hoguera.

—¿Y qué es Cien años de soledad?

—Un cuadro de Picasso y basta —trató de callarlo Octavia, pero una bestia de artista respondió desde la otra margen:

—No, Octavia, te estás confundiendo con la novela de García Márquez.

—Total que sigo sin saber quién es García Márquez.

—García Márquez es un escritor que va a ganar el premio Nobel en 1982 y por favor ya basta.

—Octavia —intervine—, te estás corriendo demasiados riesgos con lo del Nobel.

—¡Maximus! —exclamó Octavia—, ¡estoy segura de que lo ganarás!

—O sea, señor Maximus García Márquez, que es usted uno de esos revolucionarios que también son escritores y además latinoamericanos.

—Usted lo ha dicho, señor.

—Y me imagino que lo que está haciendo usted es observar a esta aristocracia decadente y putrefacta para luego retratarla en uno de sus libros.

—Eso es imposible, primo —le dijo una joven y preciosa señora belga, casada con un joven y precioso señor italiano, agregando, a pesar de que su voz también era preciosa—: Eso es imposible, primo, porque a nosotros sólo se nos puede retratar desde el interior

—Bueno, pero eso sólo en el caso de que haya interior —respondí, dándome por muerto.

Al primero en caérsele la copa fue al príncipe N., después fue la linda señora, luego su esposo italiano, y así sucesivamente, hasta que por fin se logró que también se le cayera al gordo con gota faulkneriana.

—Nos vamos, Eros —ordenó la cincuentona gigante.

—Nos vamos, querida —la obedeció el cincuentón chiquitito.

—Nos vamos los tres —volvió a ordenar la cincuentona gigante.

—Señoras y señores —dije, colocándome lo más cerca que pude del cincuentón chiquitito, para ganar en estatura y autoridad, al ver que N. había ordenado que le trajeran en el acto sus guantes, sin duda alguna para desafiar a duelo a mi brazo bloqueado, qué tal hijo de puta. Pero una vez más, con tremenda empinada, logré ganarlo por puesta de mano y grité—: ¡Gracias, queridísima Octavia, gracias, mi querido Eros, pero aquí el único que se va soy yo!

—Te acompaño hasta la puerta, Maximus —me ayudó Octavia, tomándome por el brazo bloqueado.

Nos siguió íntegra la margen izquierda y Octavia le ordenó a los mozos que por favor les dieran unas botellas a los señores. De lo que quieran, agregó, y mientras artistas e intelectuales iban recibiendo sus botellas, la muy viva logró esconderme detrás de una cortina. Espérate aquí, Maximus, me dijo, y créeme que no ha sido culpa tuya. Voy a despedir a todo el mundo y vuelvo a buscarte.

—De acuerdo, Octavia —le respondí—, pero con una condición. Prométeme que le harás saber a todos esos cretinos que el escritor Maximus García Márquez pasaba sus fines de semana en las tierras del príncipe Leopoldo de Croÿ Solre.

Bien escondidito, escuché cómo Octavia cumplía con su promesa, cómo muchos se lamentaban de que no me hubieran presentado así, cuando llegamos, y cómo, desde el otro lado de la cortina, una persona con acento inglés me pedía permiso para esconderse a mi lado.

—Pase, pase…

—No se asuste, por favor.

Bien escondiditos, escuchamos despedirse a los últimos invitados, mientras entablábamos la más extraña conversación.

—Sé perfectamente que su nombre es Maximus Romaña y no García Márquez…

—No, señor —lo interrumpí—, mi verdadero nombre es Martín Romaña.

—Muy interesante desde el punto de vista psicoanalítico —me dijo, entregándome muy británicamente su tarjeta.

—Perdone, pero se me acaban de terminar las mías.

—No se preocupe, por favor.

—La verdad, señor, en esta oscuridad no logro ver lo que dice en su tarjeta.

—Fuimos presentados al comienzo, en la margen izquierda. Mi nombre es Martin Watson y soy psicoanalista… En fin, un psicoanalista bastante independiente, para serle sincero, porque desde que conocí a Octavia de Cádiz, durante mi primera visita a Milán, su caso me interesó muchísimo y dejé plantada a toda mi clientela en Manchester.

—¿Y eso cuándo fue, tocayo?

—Hace un año, más o menos. La encontré vagando con Bimba y llevaba Cien años de soledad en la mano y, cómo explicarle, también en la mirada…

—Le repito que mi nombre no es García Márquez.

—Lo sé; no insista, por favor.

—Bueno, ¿y?

—Nada; nos sonreímos mutuamente y de pronto ya estábamos conversando.

—¿De Macondo, de mí, o de qué? Mire, señor Watson, estamos escondidos y no tenemos mucho tiempo que perder.

—Hablamos de su miopía, y le dije que si depositaba en mí toda su confianza, yo podría curarla completamente.

—¿O sea que usted es oftalmólogo, finalmente?

—Señor Romaña, no perdamos tiempo, por favor. Le repito que soy psicoanalista.

—¡Dios mío! —exclamé.

—Baje la voz, por favor, que pueden descubrirnos. A usted lo protege Octavia pero a mí no me protege nadie… Yo ya no debería estar aquí.

—Señor Watson —le dije—, le pido por favor que se retire inmediatamente. Para mí, usted forma parte de la gente que se está encargando de volver loca a Octavia. Empezaron por las cejas, y ahora no se atreve ya ni a pasar por debajo de una escalera. Y a todo esto le agrega usted ahora la farsa del psicoanálisis como medio para curarle la miopía. Le retiro en el acto mi confianza.

Me obedeció, felizmente, y se largó, pero no sin antes mandarme tremenda caricia en plena cintura. Maricón de mierda, por fin descubría a qué se debía su visita. Y ahí seguí esperando que Octavia volviera por mí, pero el asunto parece que iba a tardar un poquito porque de pronto la oí discutir violentamente con alguien. Asomé discretamente la nariz y logré ver que la discusión era con la cincuentona gigante y el cincuentón chiquitito. Eros estaba de espaldas y parecía llorar, a juzgar por la forma en que sacudía los hombros. Por fin se sonó, y en efecto lloraba. Metí la nariz y escuché:

—La casa del lago no se vende —dijo la voz cincuentona y gigante.

—La casa del lago no se vende —repitió un eco chiquitito.

—Se venden las casas donde no se ha sido feliz —dijo Octavia.

—No se venden —vozarrón.

—No se venden —equito.

—Sí se venden —Octavia.

—Mamá, papá —gimió Eros—, ¿no podríamos dejar esta discusión para mañana cuando vaya a estudiar?

Deduje que Eros era hijo de una señora altísima y de un enano y que algo había pasado en una casa y ante un lago, pero en cambio se me enredó todito el asunto ese de que Eros iba a estudiar donde un amigo.

—Te espero a tomar desayuno —le dijo su mamá.

—Yo ya estaré en la oficina —le dijo su papá.

Estas dos frases me permitieron deducir que el amigo en cuya casa estudiaba Eros, y quitándose el anillo de bodas, a lo mejor, era nada menos que la de su mamá, en vista de que su papá no existía, como ha quedado ampliamente demostrado, y además iba a estar ya en la oficina.

Se despidieron, por fin, y Octavia le confesó a Eros que me había escondido detrás de una cortina, por ser mi cumpleaños, mientras se calmaban los ánimos y la gente terminaba de irse.

—Dile de mi parte que me perdone, que tú lo vas a acompañar a tomar su tren, mañana, y que por favor no vuelva nunca más en la vida.

Se besaron buenas noche y Octavia se me acercó, por fin, y me dijo que ya podía salir de ahí atrás. Y mientras los mozos terminaban de limpiar el día de mi triple cumpleaños, nosotros nos sentamos a contemplar cómo se hacía eso. Octavia pidió un whisky y una copa de champán. Después reinó el silencio, después apoyó su cabeza en mi hombro, y mucho después nos despertó la luz del día y la Walkiria apareció feliz.

—El señor regresa a París esta tarde, ¿no es así?

—Sí es así —le respondió Octavia—. Puede usted prepararle su maleta, pero por favor tráiganos antes el desayuno.

Nos faltaba a gritos un buen café y un buen duchazo, y, aunque el momento no parecía ser el más apropiado para recordar lo sucedido la noche anterior, no pude evitar preguntarle a Octavia quién era el bicho raro que se me había aparecido detrás de la cortina con una tarjeta de psicoanalista.

—Es un amigo inglés con el que me divierto bastante —me respondió Octavia, con el suficiente desgano como para que no insistiera más en el asunto.

El desayuno transcurrió en el más grande silencio, y andaba buscando ropa limpia antes de que me hicieran la maleta, cuando noté que algo abultaba el bolsillo derecho del saco que había tenido puesto la noche anterior. Introduje la mano y me di con un gran sobre. Lo abrí, y comprobé que el psicoanalista no me había acariciado la cintura sino que me había metido una buena cantidad de fotografías de la madre de Eros. Me las llevé al baño, y ahí estaba analizándolas cuando apareció Octavia. Apareció en el preciso instante en que yo exclamaba ¡elemental, mi querido Watson!, recordando que, además de todo, el inglés de detrás de la cortina se apellidaba nada menos que elemental, mi querido Watson, carajo, menuda coincidencia. Y tremendo horror: el amigo en cuya casa estudiaba Eros era en efecto su mamá, y con toda seguridad al llegar ahí se quitaba el anillo de bodas, motivo por el cual Octavia se ponía el suyo cuando la gigantesca dama del marido enano se le metía en su casa. Pero había mucho más que eso. El peinado de Octavia era el de la madre de Eros, sus cejas depiladas, idem, y la elegancia que yo había visto aquí, pero que había visto antes allá, y que al ver allá me había parecido haber visto aquí, en fin, clarito, estaba clarísimo que Eros había deseado convertir a Octavia en su madre. Pero lo que también estaba clarísimo es que Octavia me había sorprendido con las manos en la masa edípica.

No me dejó ni intentar preguntarle, mucho menos intentar entablar una conversación. Me arrancó las fotografías con una terrible violencia y empezó a darme, una tras otra y sin que yo le quitara la mirada de encima, mil bofetadas sin besito ni perdón. Se cansó de abofetearme pero yo seguía con la mirada fija en sus ojos, y por primera vez en mi vida comprendí todo, exactamente todo lo que Octavia había querido decir con la palabra encantamiento.

—¡Estás completamente loca, Octavia! —exclamé—. ¡Yo no convertí a Eros en Edipo!

Hubo después uno de esos breves silencios en los que uno se sigue dando cuenta que sí, que lo ha comprendido todo; uno de esos breves silencios en que las mayores y más atroces verdades como que empiezan a decantarse. Octavia lloraba pero rechazaba al mismo tiempo mis caricias y palabras, cualquier tipo de acercamiento, toda confianza conmigo. Y sólo se me ocurrió añadir, antes de decirle que me iba a pegar un duchazo, que tratara de tener un hijo, eso puede arreglar las cosas, mi amor, Eros parecía muy entusiasmado la otra noche cuando hablé de ello…

—¡Un hijo! —exclamó—. ¿Para que lo mates tú?

Tiró un portazo y al cabo de una hora yo tiré otro portazo. Un taxi me esperaba en la puerta. Almorcé en el aeropuerto, anunciaron la partida de mi avión, y Milán fue así y así fue Milán y Milán fue lo que fue. Pero claro, Octavia era Octavia, y cuando desde París decidí enviarle una postal a Eros, para agradecerle su hospitalidad, la respuesta no se hizo esperar: Con qué derecho le escribía a su esposo y no a ella, con qué derecho le enviaba una postal de nuestro (subrayado mil veces). Barrio latino a Eros. Todas mis cartas y postales tenían que ser para ella, únicamente (subrayado mil veces) para ella. Y yo no sabía cuánto me adoraba ella y tanta tanta ternura, Maximus, y no bien vaya a París correré a verte, Maximus, y besos, un millón de besos de la mujer encantada, Octavia de Cádiz.

Esperaba una inmediata respuesta, la exigía, y yo, de pronto, mientras le escribía una larguísima carta, empecé a olvidar que había estado en Milán y todo en mi departamento me probaba mil veces que jamás había estado en Milán y que en mi vida entera no había hecho otra cosa más que escribirle esa carta de amor a Octavia de Cádiz. Elemental, mi querido Martín Romaña.