ERA UNA ELEGANCIA COMO AJENA, GRAN LALO, Y ADEMÁS NOTE IMAGINAS LO QUE ACABAN DE HACERLE A LA POBRE OCTAVIA EN LAS CEJAS, EN LAS DOS CEJAS, EN LAS DOS CEJAS, HERMANO, Y ADEMÁS, HERMANO…

Como podrán deducir, ya me había superconvertido en el hombre que hablaba de Octavia de Cádiz. Pero antes quisiera aclarar algunas negras versiones sobre este negro período de mi vida, debidas por supuesto a la pérfida imaginación del escritor Alfredo Bryce Echenique. Es cierto, sí, que durante los cuatro años que duró la odisea matrimonial de Octavia de Cádiz, yo anduve navegando por estos mares de Dios, fatal mi navegación, y cual Ulises sin Penélope, además, porque a la pobrecita de Octavia, que sin duda alguna intentó aprender a tejer, como toda buena ama de casa, aunque pensando en mí mientras lo hacía, más bien me la fueron destejiendo en aquella Italia que nada tuvo que ver con la de Stendhal, la de Hemingway, la de Lampedusa, o la de ella y la mía, sino con la de las Brigadas Rojas, que incluso se raptaron a una amiga de Octavia, por culpa de la horrible modernidad del dinero, como decía mi venerado y antiquísimo Príncipe Leopoldo, qué horror.

¿Que cómo viajé? Pues bien, that is the question. Y falsa de toda falsedad la respuesta de Bryce Echenique según la cual mi madre se arruinó costeándole viajes a esa especie de Proust oral que era su hijo, porque la verdad es que Martín Romaña buscaba hablando y hablaba buscando. Mi madre, a mucha honra, no es ninguna tonta, y al tercer viaje me mandó al diablo en vez de mandarme un cheque. Me dolió en el alma, porque madre sólo hay una y, habiendo fallecido mi padre, realmente no me quedaba a quién demonios pedirle un centavo, porque el resto de mi familia se parece muchísimo a mi madre en eso de que sólo hay una y no se parece a ninguna. Dicho lo cual, los argumentos de Bryce Echenique caen por su propio peso.

También yo caí por mi propio peso, aunque más bien debería decir por la ley de la gravedad, en las oficinas del Uniclam, la agencia de viajes de mi gran amigo Gran Lalo, un hombre que puede jactarse de haber creado un verdadero emporio e imperio, al mismo tiempo, y mucho mejor que un Henry Ford o un Aristóteles Onassis, pues éstos empiezan siempre con un dólar o un pequeño préstamo, mientras que a Gran Lalo le bastó con un ticket de restorán universitario, y regalado, además, cosa que a mí me consta porque fui yo quien se lo regaló, en momentos en que un avión surcaba la cola para comer que salía hasta la calle en la que Gran Lalo miró el cielo parisino, a la altura del Barrio latino, y soltó las siguientes indescifrables palabras:

—Detesto las colas, Martín. Voy a invertir el ticket. Chao.

Me quedé en babias hasta que un año más tarde, en la misma cola, con el mismo hambre, el mismo cielo, y otro avión, un peruano alzó la vista al cielo y soltó las siguientes increíbles palabras:

—Ahí se va el primer charter de Gran Lalo.

—¡Desgraciado! —exclamé, saliendo de babias—, ¡pudo haber invertido mi ticket también!

Después fueron dos charters, después diez, ahora deben ser dos mil, y lo mismo sucedió con las sucursales, los hoteles, los restoranes, y qué sé yo. Y a medida que éstos aumentaban, las colas de los restoranes universitarios disminuían, porque Gran Lalo ha sido siempre un hombre de gran corazón y ahí contrataba su gente, aunque no faltan nunca esas malas y bajas lenguas que dicen que tal fenómeno se debió únicamente a la baja de calidad de la pésima calidad de la comida. Mentira. A mí me consta que siguió contratando gente aun cuando tuvo aquel contratiempo debido a la crisis internacional del capitalismo. La verdad, yo nunca había tenido un amigo afectado por una crisis internacional del capitalismo, y me llené de orgullo y solidaridad. Y en ese estado recibí a Gran Lalo el día que vino a buscarme y me dijo:

—Martín, estoy al borde del rojo y tú me traes suerte.

—¿Suerte, yo?

Media hora después estábamos en el «Gran Cercle», un impresionante casino al lado de l’Etoile, donde él sacó seis mil francos, me prestó tres, porque no le gustaba jugar solo cuando se sentía solo, lo cual me obligó a acompañarlo porque también yo me sentía muy solo, y así empezó un asunto en el que por supuesto él ganaría una fortuna y yo le haría perder los tres mil francos que me prestó. Con ese estado de ánimo empezamos a jugar, pero al revés: a medida que yo ganaba y ganaba, Gran Lalo perdía y perdía. Dos horas más tarde, y con cinco whiskies encima, yo andaba ya en una situación en la cual la crisis internacional del capitalismo podía llegar a afectarme, mientras que Gran Lalo me pedía plata prestada, sobre su préstamo inicial, para ir por un whisky, por favor, hermano. Ese whisky le dio ánimos para pedirme otro préstamo, sobre su préstamo inicial, también, y lanzarse a jugar de nuevo, pero al revés. Mientras él ganaba y ganaba, ahora, yo perdía y perdía con esa naturalidad que el buen whisky le da a estas cosas, hasta que saltamos la banca y yo al mismo tiempo, mientras Gran Lalo saltaba de alegría y me perdonaba la deuda de tres mil francos porque yo siempre le había traído suerte.

—Gracias, hermano —le dije, con un nudo de lágrimas en la garganta—; si supieras lo agradecido que puede quedar uno por haberle traído suerte a alguien, mil gracias, Gran Lalo…

Sellamos nuestra eterna amistad con la mejor botella de whisky que he tomado en mi vida, y horas más tarde llegamos tambaleándonos en un taxi al Barrio latino, donde lo primero que hicimos fue encontrar un trocito de vidrio, tener en el mismo instante una brillante idea, ponerla en práctica inmediatamente, con lo cual los dos quedamos con una heridita gitana bajo la luz de la luna que iluminaba plateada la sangre de nuestras venas, a la altura de la muñeca y de la puerta del Uniclam.

—¡Hermanos de sangre! —gritamos, confundiendo nuestras muñecas en un solo abrazo.

Acto seguido, con una llantina del carajo, y siempre con el mismo abrazo, entramos a la espléndida oficina de Gran Lalo, lugar donde él pronunció las siguientes increíbles e inmortales palabras:

—Todo lo que tengo es tuyo, hermanito.

—De acuerdo, hermanito, pero con una condición —le dije, no pudiendo ser menos.

—¿Cuál?

—Que te debo tres mil francos, hermanito.

—Materialista —logró balbucear Gran Lalo.

Iba a decirle que sí, que materialista sí, pero histórico, porque el momento bien se lo merecía, cuando nos desmoronamos para siempre y siempre con el mismo abrazo de la luna ensangrentada.

Y éste es el origen de mi cuarto viaje, o sea el primero que no financió mi madre, y de los dos mil y un viajes más que realicé, como quien espera encontrarse a sí mismo algún día para preguntarse por qué demonios perdiste a Octavia de Cádiz, imbécil de mierda. En cambio jamás tuve que esperar un segundo en el Uniclam, lugar donde me bastaba con mostrarle mi muñeca de hermano al personal para pasar de frente y orgullosísimo al escritorio de Gran Lalo, a pesar de los centenares de clientes de todo sexo, raza, y nacionalidad, y a pesar también de los mil muchachos, latinoamericanos en su mayoría, que esperaban un trabajito cualquiera, bien en fila de uno, llegándose así a la paradójica situación de que las colas del Uniclam fueran más largas que las del restorán universitario, para supremo tormento de Gran Lalo, que simple y llanamente detestaba ver a un a persona en estado de espera, y porque el dinero no todo lo puede, motivo por el cual tampoco es la felicidad.

—La felicidad era Octavia de Cádiz, hermano —le dije a Gran Lalo, desmoronándome en sus brazos, a mi regreso del tercer viaje por el norte y el sur del África del Norte.

Enseñándome su muñeca de hermano, Gran Lalo desconectó todos sus teléfonos, le ordenó a todas sus secretarias que cerraran todas sus oficinas, y cuando éstas le preguntaron impertinentemente cómo hacían para deshacerse del público, les respondió el patrón está de duelo y ya basta de joderme, por favor, procediendo en seguida a abrir el bar.

—¿Qué has sabido de ella, Martín?

—He recibido carta. Anuncia que piensa cortarse el pelo.

—¿Y por qué no le dices que no se lo corte?

—Porque no me deja responderle, hermano. No sé cómo explicarte, pero cuanto más le escribo a Octavia, menos logro responderle. Es un problema de estilo, es un problema de espacio, en fin, no sé bien lo que es pero lo cierto es que es un problema terrible. Mira esta carta de ella, por favor: llena los márgenes, escribe hasta sobre su firma, y después sigue escribiendo también en el sobre. No sé, yo me entiendo, pero Octavia no me deja responderle por más que le respondo, y es que me llena todos los espacios, me cierra todas las entradas, hermano, no me digas que no hay gato encerrado en eso… Algo le tienen que estar haciendo, Gran Lalo, primero fue la elegancia, después fueron las cejas, ahora el pelo… Hermano, llevo casi un año denunciando todo esto y resulta que ni siquiera ella me hace caso… Y lo mismo cuando la llamo por teléfono: termino por ser yo el que habla, termino contándole íntegros mis viajes, pero al revés, para que crea que estoy feliz y no sufra, termino diciéndole banalidades como mi amor, no tarda en llegarte una carta de Humphrey Bogart, de Casablanca. Y es que no la dejan expresarse, créeme, Gran Lalo, algo le tienen que estar haciendo…

—A lo mejor es que ella también se expresa al revés para que tú no sufras, Martín…

Casi estrangulo a Gran Lalo, porque la en el mundo que la lógica implacable venga a interrumpir, con sus absurdas explicaciones, el curso natural del sufrimiento de un hombre. Y así se lo hice saber, disculpándome inmediatamente por el sufrimiento que le estaba ocasionando con mi lógica implacable, porque mierda, hermanito, qué tiene que ver Scotland Yard con las razones del corazón. A Gran Lalo se le llenaron los ojos de lágrimas, a mí también por culpa de Gran Lalo, y estuvimos pidiéndonos nuevas e interminables disculpas hasta que por fin cada uno vertió una lágrima en el whisky del otro, mientras él me preguntaba si quería más hielo y me abría una sucursal del Uniclam en Milán, con teléfono rojo entre los dos, para que pudiera observar más de cerca el extraño caso de la Principessa Octavia Torlatto-Fabrini y contárselo todo en el más estricto secreto Fabbrini.

—Imposible, hermano.

—No te entiendo, Martín.

—Pero yo sí me entiendo, Gran Lalo, y te voy a explicar. Mira: el caso de Octavia, quiero decir la forma en que me la están destejiendo para que la deje de amar, entre viaje y viaje de ella a París y mío por el norte y el sur de todas partes, esconde un segundo caso que me obliga a actuar con una sutileza aún mayor.

—No entiendo ni jota, Martín.

—Mira, Watson: Octavia no es idiota y sabe que si un día le cortan el pelo, otro le depilan las cejas, otro le botan a la basura su sombrerote negro, otro sus pantalones, y así sucesivamente, mientras yo la llamo feliz desde el Cuzco y le cuento que mañana me voy a Machu Picchu en llama, por ejemplo, es capaz de creer que la estoy olvidando, lo cual disminuiría el curso natural de su sufrimiento por mí, debido a que ella es la bondad encarnada, pero al mismo tiempo aumentaría el curso natural de su sufrimiento general, debido a que también ella me quiere como una loca y yo le fallé aquella vez de la fuga a California, aunque con el gravísimo atenuante de no sospechar aún lo que quería decir la terrible modernidad del dinero, perdonando lo presente, aunque la verdad, tú no eres solamente el peruano más rico de París sino el más anticuado, también, por decirlo de alguna manera y con razones del corazón, a ver si me entiendes de una vez, ¿me entiendes o no?

—Salud, Martín.

—Salud, Gran Lalo, y perdona, pero antes de empezar a llorar como lloran los valientes, voy a concluir: Instalarme en Milán me haría sufrir de tal manera que ello haría sufrir espantosamente a Octavia y le impediría ver las cosas con claridad. En cambio, si sufro de manera tal que ella tenga siempre la certeza de que a pesar de mis viajes felices, a pesar de mis cartas y llamadas felices, sigo notando, con el más espantoso de los sufrimientos, cada detalle que le cambian para que yo la olvide con los años, terminará creyendo con el alma que realmente me estoy convirtiendo en un muerto que perdura, en algo verdaderamente fuera de serie, en vista de que en una historia de amor tan anticuada como la nuestra, los héroes ni se han casado ni se han muerto de amor ni nada, como en las antiguas historias, por culpa de la terrible modernidad del dinero…

—Salud, Martín.

—… salud, hermano, y además créeme que éste es el punto en que se bifurca el jardín de los senderos que se bifurcan, debido al orgullo medieval de Octavia, en primer lugar, y a una idea que se me acaba de ocurrir, en último lugar, salud, hermano…

—Salud, Martín.

—… porque mira: si a Octavia, a pesar de su bondad encarnada, se le ocurre lo imposible, es decir que en mí existe la más remota capacidad de olvido, es capaz de depilarse más las cejas solita, o de cortarse más todavía el pelo, en un falso y desesperado afán de mostrarme lo minimus que soy, sírveme otro whisky…

—Salud, hermano.

—… y si el tiempo, como en efecto ocurrirá, se encarga de demostrarle que terminaré por convertirme en el más perdurante de los muertos, o sea algo mejor todavía que en las historias antiguas, qué duda cabe de que vendrá a pasar a mi lado los últimos meses de mi vida, pensando que le llevo quince años y que ya debe tocarme morir prontito, y pasaremos así muchos años juntos porque en mi familia somos muy longevos, cosa que ella ignora por completo pero que yo me encargaré de hacerle saber a principios del siglo próximo, para llenarla de vida y esperanza y morir en sus brazos y ella en los míos y joder así la reputación de su familia.

—Elemental, mi querido Maquiavelo —me dijo Gran Lalo—. Pero piénsalo un poco, antes, porque no hay nada menos maquiavélico en el mundo que mi hermano Martín Romaña, y si te pierdes en los medios el jodido vas a ser tú.

—Elemental, mi querido Watson, en vista de que es imposible detener el curso elemental del sufrimiento. Y ahora, deme un comprendido, por favor, Artacho.

—Demasiado curso y muy pocos recursos. Pero, en fin, salud, y dime en qué te puedo ayudar.

—Necesito urgentemente trabajar para ti.

—¿Trabajar para mí? Pero si todo lo que tengo es tuyo, hermanito.

—No se trata de eso, hermano, salud; se trata de que tengo que sufrir. Quiero que me nombres guía turístico y así podré viajar sin fregar a mi madre, que además acaba de mandarme al demonio.

—Mira, Martín, esta compañía es tuya…

—Déjate de cojudeces, por favor, Gran Lalo…

—El que tiene que dejarse de cojudeces y entenderme bien eres tú, ahora. O sea que cállate un momento y escucha: En la vida de todo hombre de negocios llega un momento, y llega muy rápido, créeme, en que tiene que dejarse de cojudeces, precisamente para no irse a la mierda…

—No entiendo.

—Entonces concéntrate un poquito e imagínate a Martín Romaña guiando a un centenar de turistas y pensando en Octavia de Cádiz al mismo tiempo.

—Tienes toda la razón, hermano, lo confieso. ¿Qué trabajo puedo hacer entonces para sufrir sin perjudicarte?

—Tengo una gran idea para ti, en vista de que quieres viajar y trabajar. Estaba pensando en alguien que pudiera escribirme guías turísticas y nadie mejor que tú.

Juntamos nuestras cicatrices, brindamos cada uno en el vaso del otro, porque todo lo de Gran Lalo era mío y vicerveza, y por fin pude llorar como lloran los hombres, aunque para mis adentros. Mierda, por segunda vez en mi vida me mandaban escribir libros por encargo. Y nada menos que Gran Lalo, mi amigo, mi compadre, mi hermano, se encargaba de someterme a esa tortura. Mis obras completas se reducirían a un libro sobre sindicatos pesqueros, escrito por amor a Inés, y a unas cuantas guías turísticas, escritas por amor a Octavia de Cádiz. Qué le iba a hacer, por lo menos se me consideraría un extraño caso de pésimo romanticismo. Y así fue, durante algunos meses, hasta que un día regresé corriendo a París, porque Octavia me había anunciado visita con el pelo corto y porque Gran Lalo me pidió que le entregara los primeros resultados de mi extenso trabajo. Del aeropuerto me dirigí directamente al Uniclam, donde como siempre le mostré mi cicatriz plateada al personal, segundos antes de desmoronarme de cansancio entre los brazos de Gran Lalo. Sólo bebimos un whisky, porque yo andaba ocupadísimo con la llegada de Octavia, al día siguiente, y sólo venía a entregarle mis guías de Honduras, Guatemala, y México.

—Dentro de una semana te diré qué tal están —sonrió Gran Lalo, recibiendo mis tres enormes manuscritos—. Voy a hacerlas revisar por nuestro experto, y si todo está bien podrás partir el día que quieras a Kenya. Pienso sacar una serie de guías sobre el África negra y tal vez seas tú el indicado para hacerlas.

—Eso depende de las comunicaciones telefónicas con Milán —le dije, entregándole las facturas de mis gastos y añadiendo—: En todo caso, a México no regreso más. Nunca pude lograr que me comunicaran con Milán. Las operadoras de los hoteles me decían sí, espere tantito, señor, y yo ahí insistiendo y esperando mil veces más tantito, señor, hasta que me vencían el sueño y el cansancio.

—¿Sabes por qué? —se indignó Gran Lalo, mostrándome mi cuenta telefónica de Guatemala, mientras yo miraba al techo—. Pues por la sencilla razón de que di instrucciones a la sucursal de México para que avisaran a todos los hoteles en que te ibas a hospedar, que diario, a eso de las cuatro de la mañana, llegaba un loco pidiendo hablar con una princesa en Milán. Te lo advertí, Martín: no más de una llamada por semana y no más de dos horas por llamada, por favor.

Quedé en enviarle mi carta de renuncia, y él quedó en que no la aceptaría, hecho éste que me conmovió tanto que volví a desmoronarme en sus brazos, pero en señal de emoción y despedida, esta vez, mientras Gran Lalo me explicaba que qué más podía desear yo que él se preocupara de mis gastos excesivos, en vista de que todo lo que tenía era mío.

Llegué a mi departamento con la misma sensación que me invadía cada vez que regresaba de un viaje, esa terrible sensación de que nunca debía haber llegado, de que no debí llegar ni siquiera la primera vez. Me esperaba con los brazos abiertos un sillón Voltaire que no era mío, un sillón que en cualquier momento podía llevarse el hermano de madame Forestier. Ahí me desvencijé un rato, como a menudo me sucede ahora, cuando se me atraca este bolígrafo de mierda. Octavia llegaba mañana. Tenía que sacarle su diván de la otra parte, tenía que dormir en él para ir entrando profundamente en ese mundo nuestro del cual nos habían expulsado. Me acostaría y me levantaría inhalando bencina, pero antes de acostarme escucharía, como siempre que llegaba Octavia, las previsiones meteorológicas para el día siguiente. Fallarían, como siempre que ella llegaba: cuando se anunciaba sol y cielo azul en primavera o verano, bajaba la temperatura y llovía; cuando se anunciaba día lluvioso y frío en otoño o invierno, el sol brillaba delicioso y alegre. Y yo, ni cojudo, apostaría, correría al teléfono y le apostaría a Gran Lalo y a sus secretarias. Y Octavia me encontraría elegantísimo y con los bolsillos llenos. Y a la mañana siguiente despertaría, inhalaría y derramaría unas gotas de bencina por los rincones del departamento, repitiendo al hacerlo la palabra ambiente, lentísimamente, y como siempre, de todas las llamadas telefónicas sólo respondería una, la de Octavia, y le juraría hasta hacerla feliz, porque me había creído verdaderamente, que sabía reconocer en el timbre del teléfono algo que me anunciaba su voz, maravillosamente nasal. Octavia, brasileña, Octavia de Cádiz. Y entonces ella… No, nada de entonces ella, Martín Romaña, nada de entonces ella, porque aparte de que esta vez se había anunciado húmedo frío invernal y saldría en cambio un sol primaveral, Octavia te sorprendía siempre con algo nuevo, con algo totalmente inesperado…