El hospital Cochin quedaba a unos veinte minutos a pie de mi casa, y yo iba caminando tranquilino fue por vino, cuando me agarró el problema terrible de la telepatía triste, sin saber siquiera por qué rincón del mundo andaría aturdiéndose la pobre Octavia porque allá en París el pobre Maximus debe estar caminando rumbo al hospital para que le quiten mis puntos y clavos… Diez días hace que se casó Octavia, diez días hace que escucho nocturnos y cada día oscurece más pronto y hace diez días que bebí mi última copa con Soledad Ramos Cabieses, mi portera, Octavia, pero ya se acerca la Navidad de Fitzgerald. Estoy en la esquina del bulevar Port Royal y la avenida Gobelins y observo a un pianista judío, loco, genial, ruso, y norteamericano, que hace tiempo expulsaron del edificio porque tocaba el piano siete horas al día de noche. Después vino otro pianista más loco todavía, porque tocaba el piano cincuenta veces al día y nunca pasó de un minuto cada vez. Parece que lo que le gustaba era sentarse al piano. Hace un mes que no tomo un trago pero ya se acerca la Navidad y el pianista de las siete horas está nerviosísimo, no logra cruzar la avenida, por más que le ponen el semáforo en verde. Ya sé. Octavia, está tan loco que lo que intenta es atravesar cargando su piano, que no es de cola como el que yo cargaba en mi casa cuando iba a la academia SALUD Y FIGURA EN NAVIDAD y luchaba por cargar a Inés tras haber luchado antes por desplazar a Dios en la lista de mi primer amor. Me duele la cabeza porque el tipo no tiene piano alguno que cargar y en cambio a mí me está costando un trabajo increíble cruzar la avenida Gobelins con el piano de cola para cargar a Inés. Él me mira y se desespera porque no tengo piano alguno a mi lado, y yo que lo estaba mirando desesperado porque no tiene piano alguno a su lado. Ésta es la esquina más grande y más dolorosa del mundo. O sea que voy a descansar un momento mirando la vitrina de esa sombrería…
Sombreros, gorras, boinas, y el dolor espantoso en la base del cráneo se me ha pasado ahora a la frente y sudo y me muero de frío y cómo está cayendo la noche en París. Me concentro: sombreros, gorras, boinas, Soledad Ramos Cabieses, pero lo único que logro es que me duela muchísimo más la cabeza y ahora siento además una sed más interminable que este otoño. Una cerveza. Cruzar. El bar de enfrente. Dejo atrás al tipo del otro piano y como que empieza a oscurecer también dentro de mí. El bar ya no me sirve de nada. Ni siquiera logro entrar. Sólo Françoise, que vive cincuenta metros más allá, en el bulevar Port Royal, me sirve. Recurro a una duración de cincuenta metros. Un edificio enorme. Ascensores. Iluminación moderna y el dolor cada vez más fuerte y la sed cada vez más Navidad y el sudor cada vez más frío. Tiemblo, apoyo, toco el timbre. Françoise grita desde adentro que la puerta está abierta. Y ella está en su cuarto cambiando al bebe para acostarlo. Ella es médico, es ginecólogo, pero yo necesito que sepa que me estoy muriendo por culpa de unas cartas rarísimas y que deje de darme la espalda y de seguir agachada cambiando al bebe, Françoise, Françoise…
—Martín, ¿con qué me vienes ahora?
—Voltea, Françoise, por favor…
Françoise voltea.
—¡Dios mío! ¡Pero qué quieres que haga si yo soy ginecóloga!
Françoise sale disparada y en cinco minutos me estoy derritiendo de sudor sobre una cama. Y en diez minutos llega el médico del socorro y nunca lo vi porque me había quedado ciego para todo lo que no fuera ese fuego en los ojos que se niegan a cerrarse. Un electrocardiograma inmediatamente, dice el médico, y baja corriendo a buscar su aparato y sube corriendo y lo enchufa a mi lado y lo único que se le ocurre decir es mala suerte, se ha malogrado el aparato y aquí tiene señora el teléfono de la ambulancia más cercana y son setenta francos. Françoise llora y le digo que iba sólo a que me sacaran los puntos y llega la ambulancia. Françoise intenta pagar con un cheque pero la ambulancia no acepta cheques. Françoise se desespera, no tiene más dinero en efectivo, pero yo logro decirle en mi bolsillo, Françoise, en mi billetera. La ropa está empapada y Octavia en algún rincón del mundo y mientras voy en la ambulancia siento vergüenza, no quiero que la gente mire, no quiero que nadie me vea así en París. Françoise me acompaña. Tápame la cara, por favor, Françoise. Hospital Cochin. Urgencias. Tratan de hacerme bajar de la camilla para que dé mis datos personales en el servicio de admisiones. Françoise ha trabajado en el hospital. Pega de gritos. Paso antes que nadie. Oigo que dicen la presión máxima y la mínima se han juntado, está en coma, ¿y qué tiene en la mano?
Amanecí como una rosa y el médico simplemente se negó a creerme lo de las cartas telepáticas y el otoño interminable y la Navidad de Fitzgerald. Pero día tras día los exámenes daban resultados perfectos y todo era blanco en el hospital y habían aprovechado hasta para sacarme los puntos. Pero el médico insistía en no creerme y dale con sus análisis, exámenes, chequeo general. Octavo día y continuaba con la presión más fresca que una rosa. Al noveno día llegó Octavia de Cádiz. Llegó de Etiopía, donde unos esclavos me cargaban, Maximus, mientras que a Eros, mi gigante, que es un gran cazador, un gran buceador, y un gran pescador, casi se lo come un tiburón, ¡casi me quedo viuda, Maximus!
Iba a preguntarle ¿viuda de quién, mi amor?, aprovechando el estar en un hospital y lo de mi estado de coma, pero en ese instante entró el médico y me tomó la presión por enésima vez en el día y no tuvo más remedio que declarar que estaba más fresca que la rosa de ayer y que no le quedaba sino creer que mi versión del asunto era verdad, mañana mismo puede usted abandonar el hospital, señor Romaña, el dedo está perfectamente bien bloqueado y usted está perfectamente bien.
—Octavia —dije, no bien desapareció el médico—, ahora dime, dime por favor cómo demonios…
—Llamé por teléfono, Maximus. Tengo un amigo con unas patillas enormes que se encarga de…
—¿El del bouquet?
—El de las patillas.
La miré, la estuve contemplando horas tendida elegantísima y en su casa a los pies de mi cama. Era una joven señora con un increíble diamante, con un finísimo anillo, con un precioso abrigo, y sin un enorme sombrero negro. Era, todavía, Octavia de Cádiz, aunque ya había sido cargada por esclavos negros en Etiopía y el diamante. Aunque un tiburón casi la había dejado viuda. Aunque estaba tirada a los pies de mi cama, como en su casa, y tenía las uñas rojas, terriblemente pintadas de rojo. Aunque la expresión de sus dedos, tan nerviosos, tan sus dedos, lograba ocultarme sus uñas. Aunque su abrigo lograba ocultarme su cuerpo. Aunque sus botas lograban ocultarme, ayudadas por una larga falda de joven señora, la diversión de sus piernas. Y aunque yo la mirara y mirara y ella se dejara mirar y mirar en un desesperado esfuerzo por lograr que la abstracción del amor se convirtiera en una amistad sublime.
Fuimos dos personas mudas y serenas hasta que terminó la hora de las visitas y la vi partir sin haber pronunciado la palabra Cádiz una sola vez, sin haberle dicho Octavia, amor mío, partiste a dar la vuelta al mundo en ochenta días y aquí estás al cabo de diecinueve días, completamente algo.
Le dije, en cambio, golpeando apenas la mesa de noche con un dedo, golpes como del odio de Dios, ¿te acuerdas de Vallejo? Me dio un beso en la frente y me dijo Maximus, mañana regreso a Etiopía, porque estaba demasiado elegante para pensar en Vallejo. Demasiado abstracta. Y se fue dándome besos volados, pero había estado ahí, al pie de mi cama, en su casa.
Tardé mucho en comprender que lo que realmente me había jodido era su enorme elegancia, como ajena. Ella viajó siempre, para aturdirse. Yo, en cambio, viajé muchísimo, por lo aturdido que estaba. Fue como buscarse con lupa, estando frente a frente. Fue su matrimonio. ¿Se casó para evitar que algo realmente grave me ocurriera? ¿Se casó para no enterarse de que su padre…? ¿Cuánto amó a Eros y cuánto la amó Eros a ella? ¿Se casó porque sólo durante un fugaz cuarto de hora quiso fugarse conmigo? ¿Por qué tiendo siempre a recordarla en mis peores momentos…? Principessa Octavia Torlatto-Fabbrini. O como dijeron las putas de Palencia: el cuento de hadas más feo del mundo. Martín Romaña. Leopoldo de Croÿ Solre. La familia de Octavia. Colonello. Zalacaín la aventurera. La familia de Octavia de Cádiz. Maximus. Principe Eros Massimo Torlatto-Fabbrini. Principessa Octavia Torlatto-Fabbrini. Octavia diciendo: Martín, si hiciéramos una apuesta para saber cuál de los dos tuvo peor suerte, jamás se sabría quién ha ganado. Martín Romaña preguntándose: ¿Quién seré la próxima vez? Porque ya fui podrido oligarca y peligroso extremista de izquierda. ¿Y quién soy en este momento? Luego, recordando a Octavia tirada a los pies de su cama: Me jodió su enorme elegancia, como ajena.
Y así seguía su curso el resto de la vida.