O SEA QUE SE CASÓ LA DEL SOMBREROTE NEGRO, ¿NO?

Lo injusta que puede ser la vida. Ya se había casado Octavia, ya había regresado deshecho a mi departamento, y estaba batiendo mi récord mundial de sueño (cuatro horas), tirado sobre la alfombra, aquí delante del sillón, cuando juácate, la pesadilla recurrente y esta vez repleta de líos absurdos porque el que entraba a la iglesia de San Felipe, en San Isidro, Lima, Perú, era yo, y además me desmayaba al ver que Octavia entraba del brazo del cabrón de su padre, en plena adolescencia mía. Pero lograba casarme, sin embargo, porque recuperaba el conocimiento justo a tiempo para decir el sí, y cuando ya era el hombre más feliz del mundo, resulta que aparecía en la vereda de enfrente de la iglesia italiana de San Felipe, rodeado de amigos que me palmeaban el hombro bañado en llanto adolescéntico, porque Octavia de Cádiz, limeña de quince abriles, como mi primer amor, abandonaba la iglesia del brazo de un gigante tan adolescente como italiano. Y partían, sí, partían, partían llevándose hasta mi bouquet.

Este último detalle fue el que me despertó, y nadie podrá imaginarse el alivio que sentí al ver que tenía a mi lado, sobre la alfombra, el bouquet de la pobre Octavia. Y digo pobre, porque interpretando el sueño llegué a la conclusión definitiva y sine qua non de que la había visto salir aturdidísima de una iglesia que quedaba a unas pocas cuadras de la casa de mis padres, aturdidísimos a su vez al verme regresar deshecho de una iglesia italiana en pleno San Isidro, Lima, Perú.

—Esta cojuda no se vuelve a casar más —fue lo único que atiné a decir, mientras me levantaba recurrentemente.

Decidí salir y perderme en la ciudad que Octavia abandonaría esa misma tarde, primero rumbo a una larguísima luna de miel, y luego para instalarse definitivamente en Milán, pero regresando a cada rato y cuando uno menos se lo esperaba a París, para instalarse definitivamente en mi vida, de cuatro a ocho, como en los viejos tiempos, aunque muchas veces no me encontró porque yo andaba vagando por el mundo, habla que te habla de ella, y arruinándome en llamadas telefónicas que a ella le encantaban porque Maximus sería siempre Maximus, a pesar de que yo llamaba de parte del señor Martín Romaña, el de los puntos en cara, cabeza, y mano, el del índice bloqueado, dígale a la señora, por favor, también. La verdad, nunca se portaron tan bien conmigo los padres y el esposo de Octavia como después del matrimonio. Me atrevo incluso a decir que fue una cláusula del contrato matrimonial, impuesta por la propia Octavia, y aunque ella jamás tocó este tema conmigo, por evidentes razones de abstracción y aturdimiento, hasta fui invitado a Milán, donde se me trató con tanta cortesía como abstracción más un incidente.

Bueno, pero estaba saliendo a vagar por París, cuando Soledad Ramos Cabieses abrió su portería y me invitó a pasar. Casi me muero de pena al pensar que iba a festejar la boda de Octavia en la portería de Soledad con Soledad, pero la verdad es que no me atreví a negarme porque de pronto se puso a bailar un pasadoble, luego a torearme, y yo hice de toro, y por fin me dijo que tenía champán y una vida entera que contarme. Me jodí, pensé, y entré deshecho. Soledad Ramos Cabieses me recibió con un pase de pecho y gritando ¡y olé!

—¿Cómo va esa mano, señor Romaña?

—Hoy está un poco más triste que de costumbre, Dolores.

—¿Cómo que un poco más triste? ¿Y por qué me llama usted Dolores?

—Un lapsus, Soledad, perdón.

—Soledad Ramos Cabieses, y desde ahora viuda de un coronel, para que sepa usted.

Y ahí empezó el asunto de su felicidad, de que por fin se le había hecho justicia, de que le había llegado la hora de pensar en largarse a Madrid, de comprarse un departamento, de vivir como una reina. Todo, contado con un castellano plagado de galicismos, con palabras casi inventadas que yo le corregía y hasta le enseñaba a veces en castellano, porque ella misma me lo pedía. Señor Romaña, me decía, necesito hasta recuperar mi idioma para poder recuperar mi vida entera, para contársela a usted mientras me la voy contando a mí misma. Y yo la ayudaba con emoción cuando por ejemplo, en vez de hablarme de su jubilación, me hablaba de su doble retreta, porque en francés jubilación se dice retraite.

Pero también a ella la embargaba la emoción e insistía a cada rato en hablarme de sus dos retretas, mientras bebíamos nuestras copas de champán porque acababa de enterarse de todo y pronto se acabarían las porterías y las limpiezas y las mil escaleras que había encerado en su vida y la ingratitud de un hijo por el cual qué no había hecho mientras ella se iba olvidando de su vida y de su idioma, pero eso no tardará mucho en acabarse, señor Romaña, y deje usted de estar tan triste y ahora mire lo que le voy a enseñar. Fue la señora del quinto piso, señor Romaña, iba a botar una cantidad de libros viejos y de pronto se dio cuenta de que había uno sobre España y me lo trajo de regalo. Y ahora mire usted, porque el libro tiene fotos también, mire usted esta foto y dígame quién es esta muchacha.

—¡Pero si es usted, Soledad!

—¡Salud! ¡Y ahora mire quién es la que va del brazo conmigo! Lea, lea aquí abajo…

—Marcha de las juventudes femeninas comunistas de Madrid, 1937. Al centro, Dolores Ibarburu, La Pasionaria —leí.

—Y a su derecha, yo, señor Romaña, para que sepa usted quién soy. ¡Salud!

—¿Y por qué no me lo contó antes?

—Porque una mujer que ha limpiado escaleras para tantos imbéciles lo sabe todo pero tiene que olvidarse de todo, señor Romaña. Y yo me había olvidado. No había vuelto a pensar en esas cosas en treinta años.

—Salud…

—Me había olvidado de eso y de mucho más, señor Romaña.

Soledad Ramos Cabieses, vieja, rechoncha, gruñona, siempre a la defensiva, pero buena como pocas, en el fondo, se había olvidado en efecto de muchísimo más. No iba a recibir una doble retreta, como ella le llamaba a eso, sino que se jubilaría dentro de un tiempo en Francia, y en España, según le acababan de anunciar, pronto tendría derecho a cobrar su pensión de viuda de un coronel republicano. Volvería a Madrid, al cabo de mil años, iría arreglando todos sus papeles y llegaría el día en que la doble retreta le permitiría vivir mejor que el ingrato de su hijo. Porque la historia de Soledad Ramos Cabieses estaba cargada de ingrata y perra vida.

—Sí, señor: ingrata y perra vida. Y ayúdeme usted a colocar la palabra cuando no la encuentro. Porque fíjese, yo era una muchacha cuando me enamoré de ese señor (me señaló una foto, sobre la máquina de coser). Y nos casamos como Dios manda y él me enseñó y por él me hice yo roja, que de esas cosas una muchacha como yo no sabía nada. Yo era una muchacha del pueblo, para qué le voy a mentir, pero sí creí y sentí lo que él me enseñó. Y me gustaba tanto verlo con su uniforme. La guerra lo agarró de coronel y a mí me agarró ya separada de él y con un hijo, porque él tenía un defecto, señor Romaña, para qué le voy a mentir. Era muy mujeriego y eso yo no se lo pude soportar. Y así se fue con otra tía y seguro después con otra y también por culpa de una tía lo mataron, aunque eso fue mucho más tarde porque fue después que los republicanos perdieron en el frente del Ebro y a él lo traicionó el cabrón de su primo Antonio, que era de los nacionales… Usted no me entiende nada, seguro, pero yo le voy a explicar. Ahí en el frente del Ebro se encontraron una primera vez los dos primos y venció el que era mi marido. Y cuando se estaban llevando presos a los nacionales o los iban a fusilar o qué sé yo, él pidió que lo dejaran con su primo y me lo trajo a mi casa en Madrid para que yo se lo escondiera. ¿Me entiende, señor Romaña?

—¡Salud!

—¡Salud…! Bueno, nos quedamos en que después los republicanos perdimos la guerra y el primo de mi marido, Antonio se llamaba, se fue tan campante de mi casa para hacer su gran carrerota con Franco. Y ahora mi esposo era el escondido, pero no en mi casa, señor Romaña, porque ya le dije que aunque era mi esposo ante Dios, había dejado de ser mi esposo. El padre de mi hijo, eso sí que lo era.

—¡Salud, Soledad!

—Déjeme que abra otra botella y le siga contando.

—Otro día, Soledad. Hoy me está doliendo mucho la mano.

—Aguántese un poco y escuche, porque hoy a mí no me duele nada, ¿me entiende?

—Bueno, ¡salud!

—Salud la que voy a tener yo cuando cobre mis dos retretas. Ya me lo merecía, oiga usted… Son más de treinta años…

—Brindemos, brindemos, Soledad.

—Y el cabrón del primo Antonio, ¿sabe usted cómo le agradeció al padre de mi hijo, al que había sido mi Rafael? ¿Sabe? Pues bien que le conocía sus defectos, porque para algo eran primos y habían sido amigos antes de la guerra, cuando los dos iban ya para coroneles. Y lo buscó y lo buscó, pero no lo buscó él sino que lo hizo buscar por una italiana, por una espía, mire usted, una muchacha guapa, con toda seguridad.

Y una noche vinieron los antiguos camaradas y me avisaron. Lo habían traído muerto de Valencia. La italiana lo vendió mientras dormía en un cuarto, en el techo de un edificio. Yo qué sé cómo fue a dar a Valencia, tratando de huir, eso sí, y así seguro se juntó con aquella italiana. Eso dedujeron los camaradas, pero ya estaba en la morgue de Madrid, acribillado a balazos y desnudo bajo una sábana. Lo fui a reconocer y me dejaron pasar porque era su esposa y sí, sí era él, pero el primo Antonio además había ordenado que ni siquiera una sepultura. Eso sí, señor Romaña, los camaradas volvieron como un mes más tarde. Soledad, me dijeron, hemos cumplido: también la italiana se quedó sin sepultura.

Y después, como un mes después, el primo Antonio me mandó llamar para ayudarme. Soledad, me dijo, usted es la madre de mi sobrino, usted… Mire, lo interrumpí yo, mire Antonio, mire, hijo de mala madre, si yo he venido a este despacho es sólo para escupirle a usted en la cara en nombre de mi Rafael. Porque ahora que está muerto, ahora sí que ya es mi Rafael. Y bien escupido que se quedó, señor Romaña.

—¡Salud, Dolores!

Me llamo Soledad, cojones, Soledad Ramos Cabieses como la mujer que regresó corriendo a su casa y cogió a su hijo y hasta Tánger no paró. Por su hijo, ¿me entiende usted?, porque por mí nada me habría importado. Y tres años en Tánger y después Burdeos y después París. Limpiar casas, barrer escaleras, frotar y sudar todo el día la mitad de mi vida para que después el ingrato de mi hijo se me vaya a vivir con una francesa a las afueras de París. Y tengo dos nietos, oiga usted, y me gustaría verlos los domingos, por lo menos. Pero hoy es domingo y la semana pasada también fue domingo, hoy, ¿y ha visto usted a alguien venir a visitarme los domingos…? Por eso, quédese usted y escuche, déjeme contarle todo de nuevo y vuelva usted a mirar esta foto, la Pasionaria y Soledad Ramos Cabieses, ¿era guapa, no? Y mire usted la foto de mi Rafael, ¿era guapo, no…? Brindemos, señor Romaña… Por lo que veo usted tampoco tiene con quién pasar los domingos y a lo mejor ni siquiera ha almorzado. Cortemos este chorizo y estos quesos y brindemos por las dos retretas de Soledad Ramos Cabieses… Algún día, y cuanto antes mejor, tendré mi casa en Madrid y alguien que me limpie la escalera, señor Romaña, dos retretas dan para mucho, brindemos…

—Espérese, Soledad. Subo y bajo. Arriba tengo un regalito para usted.

Y fue entonces, Octavia, cuando cogí tu bouquet, me quedé con un botón de rosa, el que siempre has visto pegado a tu retrato, y bajé corriendo para entregárselo a Soledad Ramos Cabieses, la portera con la que pasaría tantos domingos en mi vida. Pensé: Hace un millón de años que no ve un bouquet, lo tomará por un ramo de flores. Pero, como decía Soledad, una mujer que lleva más de treinta años limpiando escaleras no se equivoca nunca. Y tampoco se equivocó aquella vez.

—O sea que se casó la del sombrerete negro, ¿no? —me dijo, no bien le entregué tu bouquet. Y agregó—: Los que pierden no siempre pierden, señor Romaña, si no míreme usted a mí hoy día… Claro que han sido muchos años de escaleras, aunque en su caso eso es precisamente lo malo. Porque usted jamás limpiará escaleras y a lo mejor por eso nunca llegará a olvidarse de nada…

—Brindemos por su doble jubilación, Soledad —le dije, tratando de cambiar de tema.

—¿Cuándo le quitan los puntos de la mano? —me preguntó ella, sin alzar su copa.

—Dentro de diez días, Soledad.

—Pues brindemos por eso, entonces. Ya es por lo menos el comienzo de algo.