VER PARA CREER

Fui, por supuesto, el primero en llegar a la capilla italiana de París. Llegué elegantísimo, casi vestido de novio, gracias a la ropa que me regaló Carmencita Brines, pero la verdad es que me había pasado la noche tomando vino con tapita de plástico, por aquel viejo asunto de la más horrible pesadilla de mi vida. Nunca se había cumplido en la vida real, pero había sido una pesadilla recurrente desde que conocí con amor a la primera muchacha de mi adolescencia. Me despertaba aterrado viéndola llegar a una iglesia (¿capilla italiana?), con otro tipo. Inés se casó conmigo en París y la pesadilla vino más bien después, pero ahora todo parecía indicar que vendría más bien antes, por lo cual llegué al bar de enfrente de la capilla italiana de París. Llegué muy de mañanita, con la serenata de mi voz y todo, como en México, porque si bien me gustan los conciertos de Brandeburgo, mi cultura musical es exclusivamente mexicana, y hasta tal extremo que mi cultura mexicana es casi exclusivamente musical, también. Bueno, a muchos les pasa.

Y cantando estaba, Octavia, cuando por fin abrieron la famosa capilla y empezaron a decorarla para tu boda. A mí me tomaron por un decorador más, estoy seguro, porque nadie me molestaba mientras me paseaba mirándolo y tocándolo todo para creer. Por fin, claro, me vino lo del exceso de trago y también tú estabas llegando para casarte con el príncipe Eros Massimo Torlatto-Fabbrini, en cuyo lugar, frente al altar, me había colocado yo con la cabeza muy inclinada de sueño y de saber que estabas llegando. Se oía el ruido de la gente en la entrada de la capilla, cuando un curita se me acercó.

—¿Qué? ¿Le duele mucho la mano, señor?

—Sí, padre, la tomo por esposa y ahorita mismo me voy.

Me salí por laterales, para no ser visto por principales, o sea que no te vi, Octavia, ni vi tampoco a Eros. Pero después, porque a mí nadie me engaña y esa pesadilla tenía que cumplirse de una vez por todas, regresé al bar de enfrente y quise esperar tranquilito que terminara la ceremonia. Pero amigos, no pude aguantar. Porque no se imaginan ustedes la procesión ni el vino ni los clavitos ni los puntos que llevaba yo por dentro. Ellos me ayudaron, eso sí, a no creer y a sí creer y de nuevo a no creer que todos esos cabrones estuviesen ya en la capilla. Como me ayudaron a mirar lo que sí vi y lo que no vi. Y me ayudaron también, al final, a cruzar de nuevo esa calle y a perderme entre el gentío, Octavia, para oírte decir, al aparecer en la calle con el italiano más grande que he visto en mi vida:

—Estoy muy cansada, pero vamos todos a aturdimos.

Después te corregiste, dijiste vamos todos a divertirnos, y mientras pronunciabas esas palabras apareció un pelotudo con patillas y yo estaba detrás de una columna cuando le entregaste tu bouquet, pidiéndole que se lo llevara a Martín Romaña a esta dirección. El pelotudo ese no tuvo ni que llevármelo, Octavia. No bien abandonaste el lugar, me acerqué yo, observado únicamente por la policía, me imagino, de puro felices que estaban todos, y le dije mi nombre y me llevé el bouquet.

Soledad Ramos Cabieses hacía mil años que no veía un bouquet, y ahora quiero que te enteres, Octavia, mi amor, de lo que hice ese día con tu bouquet (menos un botón de rosa que me robé al final y ahí sigue pegado a tu retrato), y con Soledad Ramos Cabieses que lo había ganado todo mientras yo estaba perdiéndolo todo.