DE CÓMO Y POR QUÉ A MARTÍN ROMAÑA, MÁRTIR DE UNA LITERATURA QUE AÚN NO HA ESCRITO, LE BLOQUEAN UN DEDO QUE LE SERÁ INDISPENSABLE PARA ESCRIBIR, SI ALGÚN DÍA ESCRIBE. Y DE CÓMO Y POR QUÉ OCTAVIA DE CÁDIZ SE APROVECHA DE LA OPORTUNIDAD PARA APROPIARSE HASTA DEL TENDÓN DE CATALINA L’ENORME. TODO, BAJO LOS EFECTOS DE LA ANESTESIA

Jamás imaginé que era tan fácil ingresar a un hospital donde un médico conocía a Octavia de Cádiz, por tratarse de un hospital que yo conocía, y que en plena sala de operaciones Octavia viniera a reconocerme a mí, como quien dice de visita, para ver si me habían encontrado, en el bolsillo de la camisa o algo por el estilo, un tendón que, ¡ay Dios mío!, se llamaba nada menos que tendón Flexibus, llamándome yo Maximus, a pesar de mi historial médico y de la anestesia.

—O sea, doctor —dijo Octavia, que aún podía ser Catalina de Cádiz, debido a mi estado de anestesia—, o sea que usted aún no ha logrado encontrar el tendón Maximus de Flexibus.

La noté realmente nerviosa, a pesar de la anestesia, por lo que comprendí hasta qué punto el tendón era de ella y ella era de mi tendón y yo era de ella para el resto de la vida, a pesar del tendón Flexibus que hasta entonces era de Catalina l’Enorme. Vino, claro, la explicación científica:

—Señorita…

—Sí, señorita —le dije al médico, interrumpiéndolo todo, porque no debía faltar mucho para el matrimonio de Octavia. Luego, agregué, porque los cirujanos no suelen entendernos muy bien a los hombres de Letras—: Es el tendón Flexibus de Brutus, doctor Eros Massimo —aunque todo este desbarajuste fue por culpa de la anestesia.

No me hicieron el menor caso, siempre por culpa de la anestesia, y el doctor, que acababa de ser yo, le explicó a la dueña del escritor Maximus Enorme que el tendón se había alejado demasiado para seguir abriendo…

—Sigan abriendo mucho —dije yo, pero los anestesiados no hablan.

—Ya le he abierto casi hasta la muñeca, señorita —dijo el doctor, llamado también galeno, según recordé en ese instante, gracias a la anestesia, sin duda alguna. Recuerdo también, a pesar de la anestesia, que gracias a ésta, dije, en guerra con mis extrañas:

—Este tendón es de Catalina l’Enorme.

Y recuerdo que entonces, a pesar de la anestesia. Octavia hizo un aparte conmigo, dejando al doctor completamente fuera de operativo, para decirme:

—Maximus… (aquí debe haber pronunciado un ki, de Maximuski, que no escuché por culpa de la anestesia), Maximus, tenerezza mía

Figlia di putana —la interrumpí yo, con anestesia y todo, porque cada día se olvidaba más del castellano, la condenada.

—Maximus… (otra vez la anestesia: ¿dijo ki, o no?).

—¿Qué?, mierda…

—¿No te acuerdas, mi amor, que cuando recién te conocí te quería todo para mí y tú eras todo para otra?

—O sea que hoy… Hoy con anestesia me agarras… Me agarras y…

—No hay anestesia alguna para el orgullo, Maximus.

—¿Y acaso yo no latía de nuevo con mi Catalinota y mi O-O?

—¿Tu O-qué, Maximus?

—Que me den más anestesia y me sigan abriendo el corazón.

—No te entiendo ni quiero entenderte.

—Yo Tampico.

—¿Acaso no me voy a casar para que nos sigamos viendo?

—¿Desde otro país?

—Vendré a cada rato…

—¿Con anestesia?

—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus!

—Ya ves cómo vas a venir a cada rato con besitos y besos volados. In vino veritas, Octavia.

—Póngale más anestesia, por favor, doctor.

—Señorita, usted sabe muy bien que yo sólo estoy aquí para cumplir sus órdenes. ¿Cómo debo dejarle el dedo, puesto que no se debe seguir abriendo? El tendón ya está muy lejos y usted dice que el señor Romaña es escritor. Tratándose de un dedo índice, si no le bloqueamos las falanges jamás podrá golpear una tecla ni apretar un lápiz…

—Un bolígrafo de mierda —intervine yo, pero nadie me hizo caso.

—El dedo le quedará deforme, señorita… Le quedará bastante encogido pero podrá escribir.

No sabiendo aún lo mucho que iba a deformarla a ella el matrimonio, la pobrecita exclamó:

—¡Maximus, te va a quedar una mano deforme como la del coronel Richard Cantwell por culpa de la guerra! —Y mirando al doctor, esta vez, continuó exclamando—: ¡Bloquéele el dedo lo más que pueda, doctor! ¡Terminará por escribir!

—Sólo dos libros, desgraciada: uno sobre Inés y otro sobre ti. Pero el de Inés antes que el tuyo, eso sí [8].

—¡No se lo bloquee, doctor!

—Eres un amor, mi amor, mi Octavia Marie Amélie de Cádiz y de la Bonté-Même. ¡Y te juro que jamás escribiré un libro sobre Catalina l’Enorme! ¡Ni siquiera una línea, Octavia!

—Eres mi orgullo, Maximus.

—Ya sé que la pobre Catalina l’Enorme estorbó tu orgullo con su colchonazo, pero dime tú la verdad, mi amor, ¿cuántos puntos de orgullo tengo yo entre la cabeza, la cara, y ahora la mano?

—Todos, Maximus.

—¿Y cómo me llamo, Octavia?

—Martín Romaña, Maximus. ¿Y yo?

—¡Cómo quieres que lo sepa con tanta anestesia de mierda!

Al doctor no le quedó más remedio que intervenir, por culpa de la anestesia, para preguntarnos, no sé si a Octavia o a mí (el pobre debía ser amigo de amigos de Octavia o algo por el estilo), bueno, pero ¿qué hacemos con el dedo? ¿Lo bloqueamos o no?

—No, Octavia —respondí yo, pero no vayas a creer que es por lo de Catalina l’Enorme… Es por lo de escribir… No puedo… Ya es muy tarde, Octavia…

—Bloquéele el dedo para que tenga que escribir, doctor —ordenó Octavia.

Entonces le pregunté:

—¿Pero tú cómo te enteras qué día me operan y cuándo voy a estar bajo los efectos de la anestesia? ¿Y cómo puedes adivinar que una mujer como Catalina l’Enorme está conmigo y que…?

—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —le oí decir, mientras el anestesista aparecía nuevamente en la sala de operaciones, me hincaba, y la anestesia me hacía penetrar una vez más en los intersticios de la lucidez, de la única lucidez que he visto, no tenido, en mi vida. Su precio: ¡puto desasosiego! Y por ello me permití hacerle a Octavia la última pregunta, que trajo otra pregunta, porque trajo otra respuesta y no la que yo esperaba.

—¿Cómo has llegado aquí, mi amor? ¿Cómo te has enterado?

—Yo me enteraré de cada anestesia tuya, Maximus. Trata tú de hacer lo mismo por mí, por favor.

—¿Y cuándo te casas, Octavia?

—Debería decirte: el día que me dé la gana, pero contigo no puedo. Me caso dentro de quince días, Maximus, y aunque el doctor te dé de alta antes, quiero que sepas que eres la única persona que tiene el honor de no estar invitada a mi matrimonio.

El doctor, que definitivamente parecía ser más un esclavo que un médico amigo de amigos de Octavia, le aseguró que yo estaría libre el día anterior para comer con ella, si ella lo deseaba. Y como ella sí lo deseaba, comimos en un restorán llamado La Sopa China Cerrada, un poquito caro para mí, pero no tanto, aunque al frente había una tienda de souvenirs que me costó tres veces más que la comida. Comimos temprano, porque Eros llegaba a la mañana siguiente temprano, y la boda era también temprano en la capilla italiana de París.

La comida fue absurda, porque yo andaba con un hambre de ésas que cualquiera tiene al salir de un hospital, por lo cual Octavia me dijo que ella no tenía ganas de comer ni de vivir y que yo pidiera toda la carta para que luego ella me cortara todo lo que había que cortar, Y todo esto debido a que, bajo los efectos de la segunda anestesia, a ella le había dado una pena enorme que me deformaran la mano como al coronel Richard Cantwell en la Segunda Guerra Mundial, motivo por el cual le había informado al médico que al pobre colonnello, en la novela de Hemingway, le quedaban sólo tres días de vida porque andaba fatal del corazón. El doctor procedió entonces a buscarme el tendón Flexibus, abriendo para ello más y más, pero tuvo que abandonar porque ya se estaba acercando al codo y podía deformarme también el brazo.

Total que al restorán llegué bloqueado y llenecito de puntos, y también con un par de clavitos, casi de agujas, que sujetaban no sé qué. Sólo recuerdo que uno de ellos me atravesaba la uña y que no se podía mencionar mientras Octavia me cortaba la carne, porque podía ser una alusión a la acupuntura de Catalina l’Enorme. Comí, con la misma dificultad con que ahora escribo con mi dedo bloqueado de escritor, y después Octavia abordó el desagradabilísimo tema de las muchachas que yo iba a traer a ese restorán cuando ella estuviera en Italia, puesto que ya no existía La Sopa China Abierta. Pobrecita Octavia, jamás quiso entender que era ella la que se casaba mañana, o sea que no tuve más remedio que escucharla mientras decidía que bueno, que un postre sí tomaría, de la misma manera en que decidió que después del postre había empezado a sentir bastante hambre y se comió un enorme plato de carne, para luego terminar con la entrada y como diez trozos de queso. Era el aturdimiento.

Nos despedimos de mentira ante la puerta de su casa que tampoco existía, y siempre bajo la estrecha vigilancia de un tipo tan extraño como sereno, porque así sucede en las mejores familias, y sobre todo ahora que empezábamos a acostumbrarnos a que nos siguieran serenamente por todas partes, ver para creer.