Nueve meses exactos habían pasado desde su desaparición y a mi departamento entraba como quien entra a su casa y a Catalina l’Enorme la evacuaba (qué otra palabra cabría usar), como si yo fuera también su casa, o su cosa, aunque claro, la pobrecita estaba tan aturdida que también mi operativo O-O había quedado evacuado por los siglos de los siglos amén. Sí, había viajado con Eros, con su hermana, con sus padres, con los padres de Eros, y en cada lugar le remordía la conciencia tener que engañarlos a todos un instante para escaparse en busca de un souvenir que me probara que por el mundo entero me seguía adorando. Pasamos tres días felices, con una Octavia que me llenaba de besos y besitos volados y que me acariciaba la frente y me frotaba las sienes y que repetía incesantemente mi nombre y me juraba que ni todo el aturdimiento del mundo terminaría con el respeto y la adoración que sentía por mí. Gané la guerra, me llegué a decir, al ver lo aturdida que estaba, pero en realidad ahí el más aturdido era yo, que ni cuenta me daba de los besitos y besos volados. Tres días con Octavia me habían convencido de que los pasados nueve meses habían sido sólo una pesadilla. Y ella estaba tan alegre, tan tan alegre de verme tan alegre, ¡cómo no iba a estarlo yo!
Pero una noche encontré una carta que ella misma había metido bajo mi puerta:
Adorado Maximus,
parto nuevamente de viaje con Eros. Te escribo para decirte que toda la nostalgia, la ternura, y la melancolía del mundo se quedarán conmigo cuando haya terminado de escribir estas líneas. Estos tres días me han probado hasta qué punto soy frágil cada segundo que paso a tu lado. Nunca abuses de ello, por favor. Y esto, porque tengo que decirte que quiero enormemente a Eros y que me voy a casar con él. Que me tengo que casar con él y no quiero volver a hacerlo sufrir más en la vida.
Te ruego considerar que esta carta jamás ha sido escrita y te suplico que jamás la menciones cuando nos volvamos a ver. Ya no podré ser más tu Zalacaín, pero este matrimonio me permitirá verte y traerte siempre tanta y tanta ternura. La nieve… El frío… La tristeza… La pena… El absurdo… La nada… Porque de nada vale el aturdimiento de
Octavia de Cádiz.
Corrí a llamar a Catalina l’Enorme, pero qué horror, cómo había pasado el tiempo en un par de días. Kat, Kat, le decía yo, contándole mil cosas, prometiéndole que esa misma mañana pediría cita con el médico generalista, contándole que Octavia se había vuelto a ir de viaje con su novio, asegurándole que se iba a casar pronto y que iba a vivir en Italia, jurándole que me estaba haciendo una falta espantosa su colchonazo. Pero ella me escuchó con irónica distancia y, aunque hubo dos o tres frases de bondad para el imbécil de Martín Romaña, éstas fueron pronunciadas por una vieja amiga que hacía años que vivía en la China, practicando la acupuntura en partos sin dolor.
Después estuve unas semanas con mi joven médico generalista, a cuyo consultorio ya había llegado antes en estado de carencia y necesidad, pero no tanto como esta vez. El doctor Jérôme Daprès no hacía mucho que se había instalado en el barrio y andaba más bien bajo de clientela, cosa que a mí moralmente me obligaba a ir siempre donde él. Y a él creo que le encantaba que yo lo llamara, porque sus pocos enfermos lo eran de un vulgar resfriado o algo por el estilo, mientras que yo llegaba cada vez más aturdido por muchísimos síntomas que inmediatamente le explicaba con la gran capacidad de síntesis que extraje de mis ya remotos años en La Sorbona. Me recetó, como siempre, toneladas de sueño y vitaminas, y al terminar nuestras semanales consultas me declaró curado con la misma cara de satisfacción de siempre. Y me dio la mano con los papeles de la Seguridad Social.
Yo ya había aprovechado, por supuesto, y en vista de lo distante que la noté en el teléfono, para escribirle la siguiente carta de amor y vuelve, por favor, a Catalina l’Enorme:
Querida Kat,
perdido he estado, como verás, y con suerte te has librado de otra llamada desesperada como la que te hice aquella estúpida noche de desesperación. En fin, recuerdo que hice lo posible por ser breve, darles seguridad a los que se me acercan (?), ser valiente, cortés, y sobre todo flemático y muy caballero y divertido, lo cuál era ya un verdadero logro. Si lo logré, debo decir con honestidad que lo merezco, y si no, pues que lo tengo bien merecido. En todo caso, creo que éste ha sido mi último año heroico antes de entrar en un tono grave, y asi me di con un médico al pie de la cabecera, que era lo que ese joven médico estaba necesitando desde hace un buen tiempo: un buen enfermo que no le complicara mucho las cosas y le contara sus males y al mismo tiempo los remedios a los mismos. Hoy el que se sienta soy yo, no debo exagerar y decir que a su cabecera, pero sí tan lleno de salud en su consultorio que el pobre como que ya no sabe qué hacer conmigo. Lo cual es un buen síntoma, creo, Kat.
Te espera montando bicicleta, con tenis, piscina, carne, pescados, mariscos, orden y trabajo, el hermano que más te extraña,
M. Romaña.
El silencio de Catalina l’Enorme empezó a durar tanto, que ya era como si la comunicación epistolar entre París y Pekín fuera totalmente imposible. Sí, eso es lo que me quería probar Kat, y ahora le tocaba a ella ver lo desesperado que podía estar yo, a pesar de lo fortalecido y sereno que me había dejado el tratamiento de vitaminas y sueño del doctor Jérôme Deprès. Me cortaría una oreja como Van Gogh. La idea me atrajo, pero la tuve que pensar dos veces. La primera, porque uso anteojos y cómo diablos se me van a quedar los malditos en su sitio con una sola oreja. La segunda: claro, existen los lentes de contacto, pero yo con mi parkingson natal terminaría metiéndome las lentillas en las orejas, y además ya sólo me quedaría una oreja para dos lentillas. Entonces me vino la gran idea: cortarme un dedo, símbolo además de que en mi vida escribiría una línea. Y así fue, tan sencillo como eso: ir a la cocina, agarrar el cuchillo grande, y acercarlo a los dedos de la otra mano. Parkingson hizo el resto, qué horror, medio índice me colgaba de una hilacha. En seguida envolví dedo y mano en una sábana con parkingson, para no mancharle nada a madame Forestier, y corrí como loco al teléfono.
—¡Kat, ven, mira lo que he hecho por ti!
Y la condenada, ya definitivamente instalada en la China, me dijo que eso se llamaba chantaje y que no la volviera a llamar ni le volviera a escribir. En fin, lo menos romántico del mundo, el asunto, y si no es porque nos habíamos conocido alguna vez en Vincennes no me da ni el número del Socorro médico.
Me cosieron el dedo y quedó casi tan bonito como antes, pero un día, cuando ya debía estar sano del todo, realmente odié a Catalina l’Enorme: no podía doblar las falanges sino apretándolas con la otra mano. El dedito no me obedecía por nada de este mundo, y cuando fui a averiguar por qué, resulta que la bestia que me cosió no se había fijado que el tendón también estaba cortado. Y ahora, señor Romaña, el tendón se anda encogiendo y retirando del dedo y con un poco de mala suerte anda ya por el codo. En fin, sólo con una operación se sabrá si se puede recuperar o no. Me opero, doctor, dije yo, pensando ojalá te recupere, tendón de mierda, porque lo que es recuperar a Catalina l’Enorme…