Metámosle humor, si es posible, porque humor hubo pero el recuerdo es triste. Y es que ha llegado la hora de hablar de Catalina l’Enorme, de aquel tercer gran recuerdo que me ha quedado de mis años en Vincennes. Se llamaba Catherine Favre, era enorme, enormemente ecologista, y estudiaba chino. Le interesaban el yoga y la acupuntura y era amiga de una de mis estudiantes del Departamento de Español. Firmaba Kat, cuando me enviaba una postal, siempre con un maravilloso toque feminista, y no hace mucho supe de ella gracias a una de esas cadenas del tesoro, una de esas cartas que hay que leer y copiar en veinte ejemplares y enviarlas a veinte personas más. No pudo contenerse, me imaginé, y ha agregado teléfono y dirección. La llamé sobre la marcha, pero como siempre su respuesta fue nones, mi querido Martín, me alegra muchísimo saber que sigues vivo y que por fin estás escribiendo pero ni hablar de volvernos a ver.
—Entonces, ¿para qué has puesto tu dirección y teléfono?
Catalina l’Enorme se mató de risa: elemental, mi querido imbécil, para que me llamaras o me escribieras y te enteraras de que estoy en la ruina y realmente necesito ganar un tesoro. De acuerdo, Kat, le dije, y cumplí con no romper su cadena. La nuestra, en cambio, se rompió sola, o mejor dicho bastó con la reaparición de Octavia de Cádiz para que se rompiera sola. Pobre Kat, qué no probó para que yo terminara con aquella cadena perpetua, como ella le llamaba. Y es que en este valle de lágrimas, por no hablar más de cadenas, estoy segurísimo de que habría elegido a Catalina l’Enorme si es que Octavia de Cádiz no me hubiese reelegido a mí para hacer su tan brillante como abstracta reaparición en momentos en que yo intentaba meterme, alma corazón y vida, lo juro, en el mundo del chino, el yoga, y la acupuntura, para que unidos a Catalina l’Enorme y a mi propio invento, el operativo O-O, lograran que ella y yo permaneciéramos juntos y tan unidos como el día en que nos conocimos porque a ella realmente le partió el alma que Martín Romañana, el anti-profesor de una amiga suya, anduviese en ese estado de carencia en pleno campus universitario. Catalina lo atribuyó a la droga, y por eso nuestro diálogo empezó así:
—¿Qué opina de la droga, señor Romaña?
—Hay drogas y drogas, señorita.
—Yo le pregunto por las duras.
—Ésas son las peores, señorita, porque se sacrifican y hasta son capaces de dar la vida por uno. Y después mire el estado en que queda uno.
—No le entiendo nada, señor Romaña.
—Ha leído usted ese poema de Vallejo que dice: ¿Qué me ha dado que ni vivo ni muero?
Catalina l’Enorme me entendió, por fin, a pesar de ser Vallejo tan hermético, y recién entonces la miré por primera vez, porque siempre andaba mirando al pasado. Era enorme y como muy presente, como mi pasado, y todo en ella revestía un carácter de urgencia aquella triste tarde nocturna. Los alumnos se me habían largado todos a una manifestación, no bien terminé mis clases, y yo realmente no soportaba que esas cosas me sucedieran. Eran como un droga, también los alumnos, porque la verdad es que yo siempre necesitaba que por lo menos dos o tres me acompañaran hasta el Metro. O sea que no me quedó más remedio que responderle a Catalina su pregunta sobre las drogas duras.
—Mire —le dije.
—Puedes tutearme.
—Mira: para serte muy franco, a mí ese asunto de las drogas al que tú te refieres, me resulta tan desconcertante como horrible. Desconcertante, porque antes, cuando se me acercaba un loco por la calle, casi siempre estaba tan loco como yo, o sea que todo se lo entendía perfectamente bien y al final los dos terminábamos muertos de risa y de nervios. En cambio hoy, el que se te acerca es a menudo un drogadicto, cosa que a mí me horripila porque una vez me dieron más morfina que al lucero del alba, en Logroño, y fui a parar horrorosamente a un manicomio de Barcelona, de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque no puedo. Sané, porque es posible sanar, siempre y cuando uno tenga enormes deseos de vivir e ignore por completo que terminará nuevamente ad portas. Porque ya ves, ¿de qué me sirvió todo eso? Y resulta que ahora necesito hasta que un par de alumnos me acompañen al Metro, no bien empieza a oscurecer, y todo porque una noche anduve paseando en carro por el bosque de Vincennes con Octavia de Cádiz… Perdón, Octavia de Cádiz es la droga que se sacrificó por mí. ¿Y tú, cómo te llamas?
—Kat.
—Perdóname, Kat, pero es que inspiras confianza.
—Te conozco por una amiga que es tu alumna.
—Debe ser una de las que se ha largado a la manifestación, o sea que ni me la menciones.
—Vamos, te acompaño al Metro.
—Te pesará haberlo hecho.
—¿Por qué, Martín?
—Porque al llegar al Metro les pido siempre a los alumnos que me acompañen hasta mi casa.
—Pero mi amiga me había contado que eras…
—¿El más grande anti-profesor de Vincennes…? Já… Lo que pasa es que los alumnos se han acostumbrado a verme en clases, o en la cafetería, o en sus casas. Ven a mi casa y verás quién soy.
Catalina l’Enorme tragó saliva al ver el retrato de Octavia y el toldo de La Sopa China. Pero optó por un enorme y alegre presente, me imagino, porque se quedó hasta las mil y quinientas, aquella noche, y empezó a volver y a volver, sin dar explicación alguna, lo cual me hacía recordar enormemente a Octavia de Cádiz, a pesar de la enorme diferencia de peso y volumen, sobre todo. Por lo demás, Catalina era alegre, casi tan alegre como Octavia, aunque hoy, como quien pudiera elegir, me gustaría recordarla sólo a ella. Y a ella, qué duda cabe, le gustaría recordar únicamente el olor a manzanas que, gracias a un nuevo cargamento traído por madame Forestier, reinaba ecológicamente aquellos días en mi viejísimo departamento de habitaciones clausuradas, por decir lo menos.
Qué horror, la flojera que me dio tener que contarle a Catalina l’Enorme todo lo de la otra parte, más todo lo de la habitación que madame Forestier se reservaba de manzanar y ahora, Kat, en pleno manzanar ha instalado también el despacho del juez Forestier, aunque felizmente él viene sólo unas horitas a la semana. Y tanta explicación para que al final ella me saliera con que cuántas otras partes había en el departamento, y por favor, Martín, enséñame una parte que sea tuya. Lo que más me dolió fue que Catalina confundiera la única otra parte con las asquerosidades de una propietaria, pero a Catalina l’Enorme lo que más parecía dolerle era no poder acceder al origen de tanto olor a campiña en pleno y polucionado Barrio latino.
Pero accedió. Accedió de noche, es cierto, pero accedió, y también es cierto que yo iba detrás de ella con una lámpara y un cordón eléctrico lo suficientemente largo como para llegar hasta la sala, en vista de que madame Forestier había hecho instalar, en su habitación, su contador de luz, para que cada uno pagara su propia electricidad, en vista de que yo podía robarle electricidad si un día, por ejemplo, se me ocurría robarle algunas manzanas de noche, para lo cual muy probablemente tendría que encender la luz y robarle, de esta manera, también electricidad. Y todo esto porque Octavia de Cádiz y Carmencita Brines habían desaparecido y yo me había convertido, por culpa de Catalina l’Enorme, que venía en Metro y vestía de Vincennes, en aquel extranjero que apareció un día por su casa en plan de guardián. Robé luz, por supuesto, lo cual no era verdad, por supuesto, y por supuesto que fuimos a parar donde un juez que era nada menos que el juez Forestier, a pedido mío, porque el pobre confesó en el acto y por supuesto que era absolutamente cierto que él se había olvidado siempre de apagar la luz de todos sus despachos desde el día en que lo nombraron juez y en éste también, por supuesto y perdón, señor Romaña.
Madame Forestier cerró el despacho-manzanar con ganzúa pero Catalina l’Enorme lo abrió esa misma noche con una ganzúa muchísimo mejor. Ya entonces vivíamos nuestra gran pasión, desprovista completamente de pasión, por ambas partes, estoy seguro, aunque a mí el asunto ese de ser tenido en mis propios brazos por los brazos más poderosos del mundo me producía un placer y una seguridad sólo comparables al placer y a la risa que a ella le producía que un tipo con un montón de otras partes y ninguna suya, con toldo, y hasta con una Octavia no-sé-cuántos, la siguiera con una lamparita cada vez que a ella le daba la gana de acceder al olor de esas manzanas.
Y cada día accedíamos más, con confort y todo, pues Catalina se había traído su colchonzote. Colchonzote, sí, porque nunca he vuelto a ver otro colchón tan enorme en mi vida. Yo pensé en Rabelais, Gargantúa, Pantagruel, y cosas por el estilo, pero en lo que más me estaba fijando, cuando la vi meter algo tan grande y pesado en mi casa, es en la forma en que lo llevaba enrolladito bajo un brazo, aunque claro, hay que pensar que se trataba de un brazo de Catalina l’Enorme.
—Kat —le dije—: Ahoritita mismo te lo vuelves a llevar. ¿Sabes los problemas que me puede traer ese aparatote con la dueña y los vecinos? ¿Dónde lo voy a guardar, Kat?
—Querido imbécil —me respondió ella—, después de cada uso y abuso lo enrollaré y lo guardaré con mis propios recuerdos en la zona sagrada de tus recuerdos. Y lo sacaré de ahí de la misma manera en que lo he metido: con mi propia ganzúa y porque me da la gana.
Como podrán ver, Catalina era una persona enormemente enorme, lo que pasa es que a uno siempre se le escapan esos detalles. Yo, en todo caso, opté por la violencia y por el aquí no me metes eso, Kat, con forcejeo y todo. Catalina dejó el colchón donde le dio la gana, o sea en el cuarto de las manzanas, y a mí de un solo golpe casi me hace entrar solita mi alma por el toldo de La Sopa China, a un restorán que ya no existía y con una mujer que tampoco existía, aunque se llamara Octavia de Cádiz, detalle éste enormemente enorme y que, hay que reconocerlo, en honor a la verdad, también a Catalina se le escapó por completo por andar haciéndose la loca a carcajadas y esas cosas, cada vez que yo le decía la chica del retrato se llama Octavia Marie Amélie de Cádiz y ya basta por favor de andarle llamando Octavia no-sé-cuántos.
Pelear de esa manera para luego terminar con el colchón en su sitio y haciendo el amor color verde, aunque había también algunas manzanas rojas, más las podridas que eran para mí. Y haber tratado de ganarle en fuerzas, haber tratado de ganarle en fuerzas a Catalina l’Enorme para que luego ella me alzara en peso con el mismo brazo ya cansado por el peso del colchón, me imagino, mientras nos íbamos diciendo todas las cosas del párrafo anterior. Sí, haber tratado de hacer y decir todas esas cosas para que yo, esa misma madrugada, le estuviese ya preparando una sopa bien caliente, mientras ella me preparaba un buen plato de comida vegetariana y bien caliente, sin llegar a confesarnos nunca jamás esta ternura, Kat. Y no hace mucho me escribiste y te llamé corriendo por el asunto ese de la cadena del tesoro. Ni siquiera me diste tiempo para preguntarte por el destino final de tu colchonazo. Tampoco habría sido justo que te tocara yo ese tema, es cierto, porque si bien te lo llevaste con tu propia ganzúa, como dijiste aquella vez, no te lo llevaste porque te dio la gana, mi queridísima Kat.
Ahora que conmigo sí que hiciste lo que te dio la gana durante un buen rato. Yo, el anti-profesor, le anduve dando al militantismo ecologista. Y al chino y al yoga y a la acupuntura. En fin, qué no hacías por volverme un poco menos imbécil cuando yo lo único que quería era que nos encontráramos a la salida de Vincennes y que nos viniéramos a casa y que nos riéramos muchísimo mientras cocinábamos. Y ya tarde en la noche, tras haber escuchado un poco de música, tirados sobre tu colchonzote, trasladarnos con él al cuarto cuyo aroma a ti te gustaba y tendernos ahí para besarnos y disimular y olvidar incluso nuestras soledades gracias a la barbaridad con que éramos amigos y hacíamos el amor y logramos situarnos en el lugar exacto de la ternura, nuestro más grande patrimonio.
Pero no, demonios. Teníamos que ir juntos a clase de chino, a la sesión de yoga, y cuando viste que con eso fallé totalmente, tenía que ir también a mi sesión de acupuntura. Tú me acompañabas, hablábamos de ello horas, pero yo siempre era un desastre y al final no tuve más remedio que pedirle cita al mismo médico que me había atendido siempre en París con remedios occidentales y seguridad cristiana o social o lo que tú quieras, Kat. De chino, hoy, no sé ni una palabra, y no me importa haberme soplado todas esas clases. Pero lo otro, qué manera de no entenderme, me hiciste perder la fe en media humanidad de moda en Occidente, queridísima Kat.
¿Cómo se llamaba el asunto? Sí, ya me acuerdo: Kundalini yoga. Me leí, como siempre, todos los libros al respecto. Bueno, no voy a exagerar. Yo soñaba con la fuerza que me daba sentirme el hombre menos fuerte del mundo, por ser el amante de la mujer más fuerte del mundo. Y soñaba con su alegría, con su sonrisa limpia de dientes sin dentista, y soñaba con la inmensidad de sus senos de almohada y soñaba con la blancura de su piel y aquel rojizo de su pelo y la intención perfecta de todos sus gestos y palabras. Con todo eso soñaba, pero en cambio cada día tenía que leer más y más sobre la respiración de fuego, la mirada al vacío, y sobre aquel horrible asunto del tercer ojo que cada uno de nosotros, mortales, con o sin anteojos, tenemos aquí, en el centro de la frente, como si nos hubiese caído un balazo en una película de terror, que lo son ya casi todas, y nos hubiese dejado tuertos pero con dos ojos más, por primera vez, y no con un sólo ojo más, que es lo natural, porque de lo contrario habría que cambiar hasta el refrán aquel que dice en tierra de ciegos el tuerto es rey, que era lo natural hasta que te conocí, Kat, con tu cosita esa tan natural, sin duda alguna porque eras sobrenaturalmente grandeza, Catherine Favre.
Total que Catalina l’Enorme me llevó de las orejas al sur de la India, porque de ahí viene el Kundalini yoga, Martín, y en París el sur de la India quedaba en un departamento con frazadas en el suelo, donde el gurú recibía a sus guruizantes sin calefacción y en pleno invierno, pero eso no importa sino en la medicina occidental, tan psicosomática, como todos sabemos. El Kundalini yoguing, en cambio, era una accesión-ascensión, un camino de perfección, y una despsicomatización, motivo por el cual había que llevarse un buen buzo. En fin, había que ir como van hoy los tipos que hacen jogging, aunque despacio, nada de carreras como en el jogging de hoy, motivo por el cual mucha gente abandonó el yoguing de ayer y empezó a correr, me imagino.
Pero entonces era la época en que yo no me imaginaba nada, me imagino, y no saben el espanto que me produjo la primera sesión con mi primer y último gurú. Yo iba con la más kundalini de las intenciones, lo juro, como juro también que iba con las mejores intenciones de que Catalina me mirara con los mejores ojos del mundo, siempre y cuando éstos fueran dos y no tres, eso sí, por el asunto del refrán y mis nervios. Y recuerdo que hasta le pregunté si el camino a Kundalini pasaba por el camino a Katmandú, pero mi broma no le hizo la menor gracia y ella me respondió que a Katmandú iba en busca de droga dura la gente que había perdido la fe demasiado años demasiado pronto después de mayo del 68. En fin, no la gente de Vincennes que sólo la perdió a partir del 76.
Llegamos a Calcuta, me dije yo, al ver lo paupérrima que era la escalera con accesión-ascensión caracol al departamento prácticamente inaccesible de nuestra paz interior. No bien llegué a la cumbre, y a pesar de la atracción al vacío en caracol, me salió un doble filo espantoso. Odié a Catalina, por una parte, y en cambio me partió el alma el gurú, a quien por otra parte debí haber odiado. Resulta que el tipo era pelirrojo, de perfecta barba en peluquería, y se llamaba Charles porque era belga. No pude salir disparado, porque acabo de contarles cómo era la escalera, pero en cambio la que casi parte escaleras abajo de un fuerte empujón fue Catalina, aunque claro, no le habría pasado anda por lo enorme que era. Opté entonces por el diálogo, aunque con nervios y violencia: Catalina me había estafado. Ese tipo casi tan fuerte como ella ni era hindú ni era espiritual ni me iba a hacer ningún bien a mí ni nada. Me equivocaba, por supuesto: Charles me iba a hacer más bien que cualquier gurú de este mundo. ¿O no había visto yo acaso aquellos gurús rechonchitos y fofos que van sacándole en Cadillac alfombrado el dinero a los millonarios imbéciles de los Estados Unidos?
—Pues eso no me parece tan mala idea, Kat —le dije, agarrándome bien del pasamanos, por supuesto y por si acaso.
Te recuerdo, Kat: me soltaste ese trocito de risa con que los proselitistas toleran las bromas de los dubitativos en pleno proselitismo. Y me explicaste, luego, que Charles era un hombre serio, que había vivido siglos en la India, y que bastaba con ver dónde vivía y cuánto cobraba para darse cuenta de ello. Entré, porque ya no me atreví a decirle a Kat que andarle haciendo tanto bien a la fatiga de Occidente, donde hasta los héroes están fatigados, me parecía que podía haberle resultado un poquito más rentable al pobre Charles. En fin, ya estaba en manos de Charles, a quien no se le daba la mano, según me explicó Catalina l’Enorme, tras haberme explicado que bastaba con una ligera inclinación, que era seguida por una ligera inclinación de Charles, y que esta ligera inclinación precedía una breve sesión de paz, primero, y relajamiento pacífico, después, seguida a su vez por ejercicios que eran tan espirituales como físicos, más la respiración de fuego y ya irás aprendiendo, Martín, y al final no se le paga a él sino a esa cajita que él tiene siempre puesta ahí.
—¿Y cuándo viene lo del tercer ojo, Kat?
—Relájate, Martín —me suplicó ella, con voz de capilla ardiente.
A Charles me tomó poquísimo tiempo llegar a adorarlo, pero simplemente no lograba relajarme con tan poco. Y pasaban las semanas y me sabía ya todas las posiciones de paporreta pero simple y llanamente no lograba relajarme. Y ahí empecé a sospechar de los demás guruizantes. Lo tranquilitos que permanecían en cada posición tembleque, eso no podía ser más que hipocresía, fe ciega, esnobismo, moda, o decadente fatiga de Occidente. Y estos cojudos se lo asumían todo así nomás, mientras yo me derrumbaba no bien alcanzaba la perfección y precisamente por andar pensando en la perfección alcanzada y en que luego, no bien salga a la calle, como cualquiera de estos cretinos, estoy seguro, empezaré a odiar al prójimo. ¿O acaso no odio a Eros y a toda la familia de Octavia de Cádiz, por ejemplo? Y cataplum, al suelo.
Y ahí otra vez volver a empezar en nombre de la mujer más enorme del mundo, en cantidad y calidad, en nombre de esta Catalina serenísima y en posición que tengo a mi lado y por la cual voy a ponerme nuevamente en posición de paz, y así lo hacía, en efecto, pero ni Sísifo con su pedrón, señores, el derrumbe era ipsofáctico por haber pensado qué era querer tanto a Catalina en cantidad y calidad si a Octavia de Cádiz que tenía mucho menor cantidad la había amado siempre con muchísima mayor calidad y cantidad, me cago, Kat, me caigo, Kat, cataplúm, Kat. Y hasta en el suelo seguía temblando a pesar del cariño tan inmensamente relajado que le tenía al relajadísimo Charles.
Y ahí arrancó una nueva etapa, por culpa de Charles, que empezó a perder relajamiento, por culpa de esta bestia. Lo recuerdo en las primeras sesiones. Hasta se nos dormía, a veces, pero la gente no había pagado para venir a verlo tan tan relajado, ni hablar, los alumnos le decían gurú gurú, con lo cual sólo lograban dormirlo más, hasta que una tarde yo comenté que seguro Charles se pegaba cada parranda que después en clase… Ahí se me derrumbaron todos, pero no de risa, y se produjo tal nerviosismo que al pobre gurugurú no le quedó más remedio que despertarse y poner manos a la obra en lo que respecta al señor Martín Romaña y sus derrumbes. Entonces empezaron unas clases perfectas, en las que no bien yo alcanzaba la perfección con las piernas mirando al cielo, por ejemplo, Charles se me acercaba corriendo y me mantenía en perfecto equilibrio con ambas manos y algún esfuerzo y así hasta cambiar de posición y relajamiento y así hasta el fin de la sesión.
Después le decía a Catalina que me siguiera trayendo y a mí me juraba que con su ayuda lograría ser un excelente discípulo. Nunca he logrado ser el brillante discípulo de nadie, Charles, me atreví a decirle por fin un día, tras haberme inclinado ligeramente ante su sabiduría y porque uno debía inclinarse siempre al llegar y al partir. Y en seguida le expliqué, con insistencia y una que otra inclinación más, la vieja historia del gimnasio de los hermanos Rodríguez.
—Era un gimnasio, Charles, de mis veinte años, es decir de la época en que conocí a la que fue mi esposa, es decir a Inés…
—No te vayas por las ramas —se mató de risa Catalina l’Enorme—. Habla del gimnasio o de Inés, pero no de las dos cosas al mismo tiempo.
—Déjelo hablar —la interrumpió Charles, con inclinación.
Y los tres nos volvimos a inclinar, ya bastante rápido, porque en París se vive muy de prisa, y yo le solté la historia íntegra del gimnasio de los hermanos Rodríguez, cuya publicidad era SALUD Y FIGURA EN TRES MESES, con muchísima gimnasia y levantamiento de pesas en la época en que conocí a Inés y traté de cargarla como el día en que nos casemos, mi amor, y casi nos matamos los dos, pero como era mi culpa, aunque ella era una muchacha altísima y pesaba, Inés me mandó al gimnasio de los hermanos Rodríguez porque hasta Frank Sinatra había logrado engordar últimamente. Salí disparado, Charles, y nunca en mi vida, con su perdón, he sentido más fe que cuando traté de alzar la primera pesa de mi vida y no sabe usted cómo acabó eso.
—¿Cómo?
Pues en que quedaban como un millón de pesas más y en que me convertí en el mejor discípulo del gimnasio SALUD Y FIGURA EN TRES MESES. Éste no vuelve mañana, se juraron los Rodríguez, al verme bajar la escalera la primera vez, porque el gimnasio quedaba en un segundo piso. Pero volví y volví y volví y llegué a levantarme, por amor a Inés, hasta la última pesa de la última hora del tercer mes de gimnasio. Y en mi casa a cada rato cargaba el piano de cola y ya ni qué decirle de las cosas que cargaba en casa de Inés, por amor a Inés… Ah, Charles… Un día me puse el chaqué de mi padre y jugué a que era el día de mi matrimonio y llegué a cargarme a todos los hermanos de Inés juntos.
—¿Y por qué tiene usted esos brazos y piernas tan flacos?
—Mi querido Charles, tengo los brazos y piernas así de flacos porque al cabo de haber comido y bebido, aparte de lo que comían mis hermanos, corn flakes, quáker, miel de abejas y mil litros de leche, logré únicamente tener la barriga más importante de la Academia Rodríguez. Pobres hermanos, ellos mismos me lo pidieron: Señor Romaña, me dijeron, tenga usted una lista de los ejercicios que puede hacer en su casa y siga cargando el piano, si quiere, pero no vuelva usted más por aquí porque esta mañana se nos han ido siete principiantes al saber que lleva usted tres meses con nosotros y…
—¿Me entiende, Charles?
Charles me entendió pero insistió y también Catalina l’Enorme insistió en seguirse matando de risa del amigo que le había tocado en suerte. Y por supuesto que yo insistí, también, por cariño mutuo a Charles, pero Charles se me iba poniendo cada día más nervioso y ni qué decirles del susto que se pegó Catalina el día en que desperté pegando de alaridos en el colchonzote, por culpa del tercer ojo que no solamente me había salido sino que además me había salido de costado y nerviosísimo como el de una gallina. Estuve gritando ¡cu cu ru cú gurú!, horas, hasta que por fin Catalina logró aplastarme para siempre. Y al minuto, según nuestra usanza, madame Devin ya me había dejado bajo la puerta una de las cartas más largas que me ha escrito hasta hoy. Qué mejor prueba de lo que pudo durar mi grito: madame Devin tuvo tiempo para redactar íntegra su carta, ponerla en un sobre con mi nombre, tras haber buscado el sobre, claro, y tras haberse vestido para subírmelo porque Catalina me contó que el grito debió empezar hacia las dos de la mañana, aunque ella no logró verificarlo en su reloj por andar tratando de aplastarme con toda su alma, fíjense ustedes.
Ya entonces no me quedó más remedio que insistir definitivamente en convertirme en el mejor discípulo de mi pobre gurú Charles. Tuve que recurrir al valium, para ello, hasta treinta miligramos antes de cada sesión. Lo hice progresivamente, para que Charles no fuera a notar nada, e incluso en las primeras sesiones me dejaba ayudar como antes, y cuando ya me tenía bien sujeto en el Nirvana le decía a Charles: gurú, a ver suelta un ratito, gurú, y él me soltaba un ratito más cada día y yo valium y más valium cada día y sobre todo el día en que le juré que cuando él dijera ahora no piensen en nada, yo no iba a pensar en todo al mismo tiempo, y que en cambio iba a lavarme el cerebro hasta lograr ver el vacío por el tercer ojo que me había salido igualito a los otros dos y sin el refrán del tuerto y el rey ni nada. Charles fue feliz.
—Ya ven —les dijo a sus demás discípulos.
Y mientras todos volteaban desde el vacío para verme mirando al vacío, Charles empezaba a pegar unos bostezos de la puta madre y Catalina l’Enorme me anunciaba que hoy mismo le anunciábamos que habíamos alcanzado la tan ansiada paz interior y que nos temamos bien merecidas unas merecidísimas vacaciones. Charles me dio la mano al despedirse, me felicitó por haber sido un discípulo tan excelente como el de los hermanos Rodríguez, pero con éxito, esta vez, y en la puerta de la calle Kat me anunció que inmediatamente me llevaba a donde un acupuntor.
El doctor Li estaba tan bien instalado en Occidente que muy bien podría haberse llamado doctor Lee o doctor Leigh. A uno lo curaba de todo, siempre y cuando uno viniera motivado, por lo cual, no bien me vio en tan enorme y sana compañía, procedió a preguntarme, a mí y no a Catalina l’Enorme, cuáles eran los motivos que me traían a su consulta con consultorio y Seguridad Social y no como otros que practican esta misma ciencia como si tan sólo se tratara de clavarle agujas a la gente. Hasta hoy pienso que el doctor Li afirmaba estas cosas con profunda convicción y sinceridad, o sea que hasta hoy continúo pensando que fui absolutamente convicto y confeso cuando le dije que sí, que venía muy motivado, porque venía por muchísimos motivos, y el primero, doctor Li, le dije, pensando en realidad Lee o Leigh, el primer motivo es que esta muchacha me ha traído por todos los motivos del mundo contemporáneo, doctor Lee, perdón, doctor Leigh, perdón, doctor Li…
—Es usted un gran nervioso —sentenció el doctor, pidiéndome que le prestara un pulso, para tomarme el pulso, mientras con la otra mano respondía al teléfono y explicaba que de lunes a viernes, de cuatro a siete, pero siempre y cuando usted realmente desee dejar de fumar, señorita. Luego colgó, pero de una forma rarísima, y cuando yo le estaba diciendo con los ojos a Kat que el mundo entero había colgado siempre el teléfono de la misma manera, menos este tipo, ¿te diste cuenta, Kat?, el doctor Li me pidió el otro pulso, explicándome que tenía que llamar a su secretaria por el teléfono interno, o sea el del pulso que le acabo de liberar, señor Romaña, jí. Colgó más raro todavía que la primera vez y me miró con telepatía, a lo cual yo respondí con una pregunta y parasicología:
—¿Y este pulso, doctor?
—ES USTED UN GRAN NERVIOSO CON MAYÚSCULAS, SEÑOR ROMAÑA. TEXTUAL.
—¿Y se puede hacer algo, doctor?
—Claro que se puede hacer algo —intervino por primera vez mi adorada Catalina l’Enorme.
Y si digo mi adorada Catalina es porque no sólo intervino por primera vez sino que por primera y única vez en mi vida la vi con lágrimas en los ojos. Con lágrimas y no con tu sonrisa francota y maravillosa, Kat, con tu boca llena de dientes sin dentista y ese par de labios que con dientes o sin dientes en la boca habrían podido arrancarme las orejas en los nocturnos mordiscones del colchonazo. Perdóname, Kat, yo a tu colchón antes le llamaba siempre el colchonzote, pero ahora, con la nostalgia y mis lágrimas en la boca, sí, en cualquier parte de mi cuerpo que hable de ti, Kat, de pura nostalgia he empezado a llamarle poco a poco y ya para siempre el colchonazo. Ah, mi amor, nunca te dije amor, qué tal encontronazo le dio la vida a nuestro colchonazo. ¿Y por qué no me dijiste tú nunca amor, tampoco?
¿Ya ves lo que pasó? El pobre doctor Li andaba explica que te explica, creo que más por disimular que por otra cosa, que las agujas de plata distribuirían el exceso de nervios o energía por las zonas poco irrigadas de mi vida, mientras que las de oro cumplirían exactamente el papel contrario en mi vida, y yo, claro, ni moverme podía ya con tanta aguja, pero tú bien que lo veías, Kat, bien que notarías la cara de contrariedad que iría poniendo el doctor cada vez que volvía a salir en busca de más agujas, un momentito, jí, hasta que ya no hubo más jí y al pobre no le quedó más remedio que decirme señor Romaña, me he quedado sin agujas por primera vez en la historia de la acupuntura. Y el portazo que pegó, Kat, y después en la calle tú y yo caminando despacito y cabizbajos y yo apretándote la mano y explicándote que en el mundo ya sólo me quedaba, aparte de tu colchonazo, por supuesto, probar con un adivino, ¿qué prefieres, Kat, una bola de cristal, las cartas de mi mano o las líneas de una baraja? Porque lo cierto es que necesitábamos un adivino, Kati, a lo mejor tanto tú como yo necesitábamos un adivino, Katísima.