Con esta historia tuve suerte, por decirlo de alguna manera. Quiero decir que cuando andaba hablando por el mundo de Octavia, me encontré en un café con un amigo que estaba de paso por París. Al principio le extrañó que ni siquiera le preguntara por mi familia, a quien él conocía. Nada. A duras penas lo saludé y, juácate, le solté el rollo y él me escuchó y me dijo qué horror, Martín, sólo a ti te pasa, cuéntame, cuéntamelo todo, por favor. Y al terminar me hizo prometerle que escribiría aquel espanto. Debe pensar que no cumplí mi promesa, pero es que nunca escribí hasta ahora. Y aquí va la misma historia que tú conoces y que yo te dedico, mi querido Mañé, porque supiste escucharme. Lástima que con lo de Octavia no tuvieras razón. Me dijiste que terminaría casándome con ella, que tuviera paciencia, que dejara pasar el tiempo. Pasó el tiempo, Mañé, y hoy te agradezco tu deseo nunca cumplido. Probablemente me hizo menos dolorosa aquella noche. Y con toda seguridad me hizo más llevadero el desenlace con aquella personita que llegó de Venezuela a Milán y de ahí a París.
—Ésa hace más de un mes que anda dando vueltas por aquí en su cochazo —me anunció una tarde Soledad Ramos Cabieses.
—Se equivoca, Soledad —le respondí—; hace sólo tres días que conozco a la señorita Brines.
—Pues yo le digo que hace más de un mes que la conozco, señor Romaña. Y una mujer que se ha pasado más de treinta años limpiando escaleras no se equivoca.
—De acuerdo, Soledad —le dije, y detuve como siempre la conversación con una sonrisa.
A menudo, cuando Soledad me veía subir o bajar la escalera, me hacía algún comentario criticón sobre la gente del edificio. Me gustaba escucharla, porque siempre tenía razón, y porque la manera en que deformaba el castellano, mezclándolo con el francés, era realmente increíble, imposible de imitar, como sería también imposible intentar repetirla ahora que la recuerdo. Soledad me cosía los botones, me zurcía las medias, me remendaba los pantalones, todo desde el día en que le probé que a mí me era temblequemente imposible hacerlo, por culpa de mi Parkingson natal, apellido materno con el cual he tratado vanamente de exorcizar, gracias a un humor que en este caso no me ha servido para nada, una timidez de la puta madre.
—Ésas son las mujeres —me decía Soledad, que odió siempre a todas y cada una de las muchachas que subieron a mi departamento—. ¿Por qué no le remiendan ellas la ropa?, ¿por qué no le cosen los botones? Para eso sí que existo yo, como si yo fuera la madre de usted. ¿Y esas tías qué? Suben y bajan. Se comen su comida y se beben su vino. Nada, a mí no me venga usted con cuentos porque yo todo lo sé. A ver, dígame usted dónde está la del sombrerete negro. O usted cree que yo no me lo sé todo. Dígame dónde está esa tipa que de paso se lo bebió a usted también.
—Soledad…
—Vamos, deme usted esa camisa y empiece a pensar qué va a hacer el día que me largue yo de aquí.
Así fue siempre y debo reconocer que Soledad nunca se equivocó. Aun cuando me dijo que la señorita Brines hacía más de un mes que venía merodeando por el edificio, tuvo razón. Lo que pasa es que yo la había conocido sólo tres días antes, porque la señorita Brines dio un millón de vueltas a la manzana esperando que apareciera Martín Romaña. Y Martín Romaña, alias Maximus, apareció por fin al cabo de un mes. La Sopa China había quedado cerrada para siempre y de pronto apareció en su departamento un tipo con el más extraño de los regalos: el viejo y sucio toldo con el letrero del Bar de las Islas Reunidas.
—¿Quién me manda este nuevo aviso? —fue lo único que atiné a preguntar.
—Los dueños de La Sopa China.
—Sí, pero…
—Es todo lo que sé. Me dijeron que lo trajera a esta dirección y que se lo entregara a usted, personalmente.
Corrí a averiguar pero en el camino me detuvo un Mercedes recién detenido, a su vez. Al volante, la más bella ocupante, pero porque Octavia de Cádiz había desaparecido, eso sí. Otro aviso, me dije, al comprobar, tras rápida mirada a la calle desierta, que, en efecto, todo en el Mercedes sonreía con dirección a mí. Miré en profundidad, me dije no puede ser, pero todo seguía igual. Verdes los ojos verdes, tropical la sonrisa, una pelusita deliciosa en el antebrazo que se descolgaba ligeramente inmoral por la ventana, y rojo el esmalte de las uñas de la mano que acariciaba ligeramente felina un timón que hasta sensual no paraba. ¿Peruano?, me preguntó. De Lima, ¿y usted? Y entonces Carmencita Brines, como quien lleva al toro, de una vez por todas, al terreno de la verdad, porque ha llegado la hora de la verdad, me contó con los labios más lindos de Venezuela, que ya es decir muchísimo, que le encantaraba la música peruaaaana y que de niña había estado en Lima y que a lo mejor también nos habíamos cruzado en la calle en que yo vivía de niño mucho mayor que ella. Seguí contemplando el nuevo aviso, que ahora había descolgado el otro antebrazo con inmoralidad ligera, también, y llegué a la conclusión de que lo pecaminoso se debía a la pelusita.
—Recuerdo —me dijo entonces Carmencita, con una de las frases más proféticas que he escuchado en mi vida—, recuerdo, Maximus, un vals peruano que empezaba así: Ódiame, por favor, yo te lo pido.
De más está decirlo: ni cuenta me di del Maximus, porque sólo Octavia sabía pronunciarlo con sabor agridulce y goce amargo. Y en cuanto al vals, es cierto que empieza así, Carmencita, le dije, agregando en seguida que tenía que continuar mi camino pues me llevaba un asunto muy urgente.
—Maximus —volvió a probar Carmencita Brines, pero nuevamente su fracaso fue rotundo. Entonces, insistiendo en sus profecías, agregó—: Te odio, Martín Romaña.
Nunca he sabido decir muchas gracias, en estos casos, o sea que el nuevo aviso empezó a interesarme casi tanto como sus antebrazos, que, operativo O-O, más instinto de conservación y humano magníficamente humano, es cierto que me habían interesado desde mucho antes que Soledad Ramos Cabieses viera pasar a Carmencita por primera vez, rumbo a esta primera vez. Debo reconocer, además, que había algo profundamente conmovedor en el hecho de que una muchacha tan hermosa utilizara un automóvil tan caro para decirme Martín Romaña con voz de pimpollo. Y así fue. Una pizca de vanidad me hizo pensar que, en efecto, yo era Martín Romaña.
Terminamos tomando un café en la placita de la Contrescarpe, mientras Carmencita me ponía al corriente de todo. Conocía a Octavia, lo cual resultaba absolutamente lógico debido al Mercedes, y quería ayudarla porque la pobre andaba vuelta tras vuelta al mundo con Eros Massimo, no sólo para aturdirse y tratar de olvidarme, cosa por lo demás imposible, sino además, Martín, porque sólo casándose con su expretendiente, el Príncipe Eros Massimo Torlatto-Fabbrini, logrará salvarte la vida. Y es que también Eros Massimo está dispuesto a matarte. Y de todo esto Carmencita estaba muy enterada porque venía de Milán y conocía más que nadie a Eros Massimo. Octavia se ha sacrificado por ti, Martín, ¿cómo la ves?
—Pudimos haber fugado a California —dije, conmovidísimo.
—Tanto la familia de Octavia como la de Eros Massimo, que dicho de paso se adoran, pueden matarte también en California.
—Me lo imagino, Carmencita, ya he conocido a otros amigos multinacionales de Octavia. Lo que resulta increíble es lo modernos y antiguos que son al mismo tiempo.
—Qué me vas a decir a mí. Tu historia con Octavia parece de otro siglo, Martín.
—O sea que el tipo se llama Eros Massimo —comenté.
—Sí, ¿por qué?
Callé un momento, porque estaba pensando, o sintiendo, más bien, que tanto como el sacrificio de Octavia me había impresionado el nombre Eros Massimo. Claro, de ahí venía lo de Maximus. Maximus sonaba muchísimo más superlativo que Massimo, y además Octavia le había suprimido el Massimo a su príncipe, podándole el nombre hasta dejarlo en Eros, para ella, y Tanatos, para mí. Maravillosa Octavia y brutísimo Martín Romaña: Tú siempre pendiente de su abstracción y ella mandándote tremendos mensajes en clave. Inhalé, alcé el mentón, aunque más bien debería decir la quijada, por burro, y miré con desdén, gran suficiencia, y mayor orgullo, al cielo, en vista de que, si bien Eros se había quedado sin Massimo, Maximus se había quedado sin Octavia. Pero en fin, qué otra cosa habría podido hacer, y desde esas alturas agregué el siguiente comentario:
—Bueno, como sabrás, Octavia nunca hablaba de Eros Massimo; decía Eros, a secas, y en cambio a mí me llamaba Maximus, un nombre que lo explica todo y…
—Eros se llama y se llamará siempre Eros Massimo —me cortó secamente Carmencita—. Todo el mundo le llama Príncipe Eros Massimo Torlatto-Fabbrini.
—Pues Octavia no, Carmencita —concluí, exhalando, para que se notara que era concluyente en mi rotunda afirmación de la negación.
Por supuesto que no me di cuenta del extraño énfasis que Carmencita había puesto al pronunciar el nombre del futuro esposo de Octavia. Y digo futuro esposo, puesto que el operativo O-O, combinado con el operativo PEM (Príncipe Eros Massimo), que Carmencita Brines se traía entre manos, terminaron en una larga y sangrienta guerra de amor por odio y odio por amor, no desprovista, eso sí, de algún toque de ternura, en medio de una espantosa maldad multinacional y venezolana, al mismo tiempo. Confieso haber vivido esta historia con altura y dignidad (aunque aún me visto con la ropa que me regaló Carmencita), e incluso con delicadeza, elegancia (porque no me dejé comprar cualquier ropa), y mucha clase, todo copiado de Octavia, por supuesto, y por eso no digo modestia aparte, salvo en lo de la elección de la ropa. La viví también, y esto que quede clarísimo, llenecito de operativo O-O. En cuanto a Carmencita, ya se verá, aunque debo reconocer que tenía una manera de robarme, no ya los besos, sino los labios repletos de besos, de jugar con ellos a lo largo de horas y horas, gracias a una conformación muy especial de su labio inferior venezolano, para luego devolvérmelos hasta que se le antojaba nuevamente jugar con su juguete.
Mientras tanto, iluso activo, yo creía que Octavia iba a extrañar mis labios hasta volver por ellos porque ya sólo le importaba yo, vivo o muerto, y mientras tanto Carmencita seguía odiando a Octavia por culpa de PEM, el novio que acababa de dejarla plantada en Milán. Octavia volvería por su amor y Carmencita recuperaría a su príncipe. Y, en cualquiera de los dos casos, el amor pasaba sobre mi cadáver, como podrán ver. Surgió el primer imprevisto, claro, y es que ni Octavia ni PEM se dieron por aludidos, cada uno por razones distintas, ya que Octavia lo hacía por mí, que quede clarísimo. Después surgió el segundo imprevisto, éste sí que totalmente imprevisto. Carmencita empezó a interesarse por mí, vivo o muerto, y yo empecé a interesarme por lo desalmada que era Carmencita, viva o muerta. Admiré su forma de odiar, tanto como ella admiró mi forma de no poder llegar a odiar nunca. Y ahí en el medio nos encontramos como dos Maquiavelos perdidos en los medios, y sin fin alguno posible. Gracias a Dios, eso sí, mi operativo O-O siguió funcionando impecable en medio de tanta confusión, y en el fondo fondo nada cambió pues mis jornadas continuaron tan pírricas como siempre. Y al final, Carmencita Brines, traicionando a PEM y abandonando de la noche a la mañana ese asunto tan rico que me hacía con la boca, salió disparada tras un nuevo PEM, aunque compatriota éste y sin cabeza coronada. Fui testigo de la boda y todo.
Cuatro días después de nuestro primer café, surgió el primer problema amor-odio, al compás de nuestro cuarto café. Había jugado ya, y encantado, a que mi boca era su juguete, cuando ella me manifestó un deseo que hoy, con mayor claridad, puedo interpretar como el deseo de tirarse al hombre que Octavia amaba. Me era totalmente imposible responder con el mismo tipo de deseo, porque hacer el amor con Carmencita no era hacer el amor con Octavia, que era la mujer que PEM amaba. Y esto, claro, flotaba de cierta manera en el ambiente. Flotaba muchísimo, la verdad, porque lo del toldo con el letrero del Bar de las Islas Reunidas me lo había aclarado ya Pierrot, uno de los hermanos armenios que nos servían a Octavia y a mí mientras duró nuestro amor de otro siglo. La señorita había venido; la señorita había preguntado si usted siempre venía; la señorita estuvo a punto de llorar cuando le conté que usted ya no comía por mirar su retrato; a la señorita le dije que pronto íbamos a cerrar definitivamente La Sopa China; y la señorita había comprado el toldo para que se lo enviáramos a su casa no bien cerráramos.
Lo había instalado sobre la ventana, pero hacia adentro, no hacia afuera, y anoche, nada menos que anoche, con más de muchas copas de vino, bebidas todas al compás de espera del retrato de Octavia, la había visto llegar, con ensoñación, y casi me voy de bruces a la calle porque la ventana abierta era en realidad un falso balcón y ya llegamos a La Sopa China, mi amor, todo por culpa del toldo, del retrato, y del falso balcón o enorme ventana, la verdad es que no sé bien cómo llamarlo porque tiene su barandita y eso.
—No se puede contra lo que no se puede, Carmencita —le expliqué, porque a pesar de sus antebrazos y de que no lograba decir ni siquiera esta boca es mía, por el asunto rico, siempre he tenido un respeto definitivo por los símbolos de la felicidad perdida y prohibida y éstos se hallaban en la otra parte, y ahí sí que de ninguna manera, Carmencita—. Además, aprende de Octavia, a quien una vez le sugerí pasar a la otra parte, en la época en que aún era dormitorio, y, a pesar de haber ahí una camota con hondonada y todo, Octavia optó orgullosamente por un estrecho diván, que ambos supimos oceanizar, eso sí, y que ahora está en la otra parte también.
Carmencita nunca daba bofetadas, felizmente, porque creo que le habría respondido a patadas, por lo mala que era. Además, como que no entendía bien mi taquicardia ni mi sensibilidad ni el toldo ni el retrato ni nada, por lo cual yo tenía que pasarme la vida habiéndole de Octavia para que lograra entender un poquito. Y eso la enfurecía, como si yo tuviera la culpa de ser tan hablador. Reconozco, eso sí, que a veces Carmencita lograba mantenerme horas completamente mudo con el truco ese de sus labios. Era algo sensacional, algo digno del mejor espectáculo, realmente. Carmencita parecía la mujer de las cinco bocas del circo, o algo así. O sea que le sugerí un hotelito del barrio. Fracaso: todos lo que yo podía pagar le daban asco.
—¿Ves la diferencia, Carmencita? A Octavia jamás le habría dado asco nada conmigo.
—¿Quieres que gane a Octavia, imbécil?
—Octavia jamás me dijo imbécil, Carmencita.
—Ven, imbécil.
Le di algo de razón a Carmencita. Yo mismo habría tenido algo de razón, de haberme quejado, porque la verdad es que Inés y Octavia de Cádiz habían ido tomando posesión de mi casa, al mismo tiempo que la abandonaban definitivamente, y no sé cómo, de pronto, como que habían dejado los muebles y se los habían llevado, al mismo tiempo. Ya ni siquiera tenía dormitorio que ofrecerle a una chica, a un amigo de paso, a mí mismo, finalmente. Tomé conciencia de ello, de golpe, por culpa de Carmencita, y me dije Martín, no volverá a suceder, por supuesto, pero si algún día volviera a suceder, aunque no vuelva a suceder, porque es realmente imposible que vuelva a suceder, por nada de este mundo ames a una mujer en el sillón Voltaire.
Mientras tanto el Mercedes de Carmencita, que bien podríamos haber utilizado de hotel (tenía bar y todo, y esa especie de sensualidad en el timón, de la cual ya hablé), se dirigía a casa de Carmencita, aunque yo aún no lo hubiese descubierto.
—¡Qué maravilla de departamento! —exclamé, no bien ella abrió la puerta—. Lo malo es que queda demasiado cerca de la casa de Octavia.
—¿Puedes dejar de pensar en Octavia aunque sea un segundo?
—Te juro que estaba pensando en la policía, Carmencita —le dije, comprobando que en efecto me era posible dejar de pensar en Octavia un segundo. ¿Será el operativo?, pensé, con una extraña mezcla de tristeza profunda y de satisfacción inmensa.
Y esa extraña mezcla continuó toda la tarde. Para empezar, cuando me vi desnudo ante un espejo, la mezcla se inclinó a la tristeza y el espejo pronunció en mis labios herméticamente cerrados el nombre de Octavia de Cádiz. Y en ésas andaba, ante un espejo de colección, cuando se mezcló a la tristeza el cuerpo desnudo de Carmencita. Toqué el espejo, porque realmente era una obra de arte, y el espejo me acarició las nalgas, para mi gran sorpresa, porque lo tenía delante de mí, y para mi gran satisfacción, porque tenía a Carmencita a mi lado. Y en eso consistía precisamente la extraña mezcla: en que me habían sorprendido tocándome las nalgas, o sea por detrás, y en que por delante estuviera siempre Octavia, y hasta hoy puedo verme, perfectamente, admirando la belleza venezolana de Carmencita Brines, y al mismo tiempo diciéndome son las piernas más bellas y divertidas que he visto en mi vida, carajo. Sí, hasta hoy puedo sentir la misma extraña mezcla, aunque ya con cierta perspectiva histórica, como es lógico, en lo que a Carmencita se refiere.
Paso por alto los episodios eróticos, porque siempre me han producido una vergüenza horrible cuando los leo en otras novelas, y eso que no leo novelas eróticas. Además, me resulta totalmente imposible contar cómo fui sometido al amor por un tigre, que literalmente trató de sacarme del alma a la pobre Octavia, cosa por lo demás imposible por el asunto aquel de los muertos perdurantes. Y es que Carmencita me sometía a verdaderas sesiones de muerte, y yo moría y todo, pero siempre al final terminaba perdurando por Octavia. Era algo horrible y reconozco que también bastante injusto para una mujer que tenía cinco bocas por todas partes del cuerpo. Sus zarpazos calaban hondo, muy hondo, tan hondo que una tarde llegó incluso a hacerme perdurar un ratito por Inés. Pobre Carmencita, siempre me preguntaba furiosa qué falta, Martín, qué falta. Falta una vez más pero dentro de un rato, por favor, le decía yo, para halagar su vanidad, evitarle una herida inútil, y para decirle la verdad acerca del rato. La tenía ya bastante convencida de que siempre faltaría una vez más, aunque sea a costa de mis pulmones, Carmencita, cuando a la condenada se le ocurrió cambiar de erotismo una tarde en que la extraña sensación se había inclinado mucho más a la tristeza. Y arrancó así: ¿Qué falta, Maximus? Y a la segunda fue así: Dime qué falta, Maximus. Y a la vencida fue así: ¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! Traté de explicarle detenidamente que más que faltar, sobraba coincidencia, pero la muy terrible me afelinó como nunca con sangre en pecho y espalda y todo eso, y siempre al grito de ¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! Pobre Carmencita, si hubiese gritado cuatro veces, siquiera.
—¿Quieres que te diga qué falta, amor?
—Sí.
—Falta la ternura, falta el amor y…
—Y falta esa cojuda, ¿no es cierto?
—Lo es Carmencita, lo es —suspiré. Y en seguida, como detesto este tipo de escenas, hice desaparecer mis manos entre el esplendor de su pelo lacio, largo, y azabache, y le dije—: No me dejaste terminar de decirte qué falta.
—¿Qué? Suéltalo todo de una vez.
—Falta una vez más, Carmencita.
—Espérate y verás —me dijo, incorporándose para abandonar cama y habitación.
Y empecé a ver inmediatamente porque había que ver sus caderas y nalgas en movimiento conjunto, Henry Miller habría escrito toda su obra de nuevo, sabroso sabroso el asunto y como quien no quiere la cosa, así de medio la’o, tomándose un hela’o, terrible detalle latinoamericano, y pasito a paso por la vereda tropical, hasta vestida de monjita no habría perdido su andar removiendo las masas, Carmencita, toda una filosofía, la única madurez que había alcanzado nuestro duro subdesarrollo, el andar femenino del continente volcánico.
—Apúrate, Carmencita, por favor.
Entró como se fue pero al revés pero exacto y me dijo, mientras le pegaba tremendo mordisco a una cebolla:
—Hoy vas a hacer por mí lo que no has hecho ni harás por ninguna mujer en tu perra vida.
—No tiene nada de perra —le dije—, ¡y viva la cebolla!
¡Qué bruta, por Dios! La cebolla era de mentira, el mordisco también, y a Carmencita se le fue de las manos la gran victoria de su vida, por esos días. Creí que había llegado a sentir amor del bueno, del encebollado, y hasta la amé un instante, pero luego resultó que el instante era como ella, una mentira. Traté de explicárselo, traté de decirle has estado a punta de librar una gran batalla, ¿por qué no te tragaste ajos, cebollas, perejiles de verdad?
—Déjate de romanticismos baratos, Martín.
—Perdón, Carmencita, pero mi asunto es medieval.
La tenía sin olor a cebolla entre mis brazos y me dio tanta pena que empecé a acariciarla.
—Falta una vez más, amor.
—Imposible porque te odio, Martín.
No le dije que no tanto como a las cebollas porque, aunque parezca mentira, éstas fueron las primeras palabras tiernas que me dijo Carmencita. Y nunca más volvimos a hacer el amor. Hicimos el odio, más bien, porque ella se odiaba a sí misma por no haber querido de esa manera a Eros Massimo y de nuevo se odiaba a sí misma por no llegar a odiarme del todo y por último me odiaba ferozmente a mí, aunque era el mismo tipo al que no llegaba a odiar del todo, por amar de esa forma tan bárbara a la mujer que ella odiaba con toda el alma.
Entonces me presentó a su familia que, a menudo, estaba de viaje, y que cuando no estaba de viaje estaba siempre llamando en larga distancia a Caracas para pedir muchísimo dinero más y en dólares. La familia me odiaba, pero sin llegar a odiarme del todo, porque ser el actor secundario de un drama de amor imposible con cabeza coronada francesa le da a uno cierto caché, según parece. A estos venezolanos, en todo caso, les gustaba tanto que yo tuviese cierto caché que frecuentemente me invitaban a sus cócteles y me presentaban a otros millonarios latinoamericanos como si fuera un tipo de gran caché. Además, servía, por mi gran caché, para acompañar con muy buen francés, en comparación al de ellos (nota del autor), a la bellísima Carmencita en el duelo que la acompañaba desde el día en que, a punta de felinidad, qué duda cabe (nota del autor), había estado a punto de coronar su cabeza en Italia con gran caché, qué lástima, por Dios (nota del autor). Y Carmencita era tan bella que la gente la contemplaba como diciéndole preciosura, mientras hay vida hay esperanzas de caché. A mí me compraron ropa de gran caché, porque la escogí yo, cinco ternos de la puta madre, ropa sport, una docena de camisas, otra de corbatas, y cuatro pares de zapatos que, un poquito más, y venían con limpiabotas, igual que las botas, que fueron dos pares. Yo hablaba inglés, para colmo de males, porque así de mal se expresaba siempre esta familia en cualquiera de los idiomas que estuviese aprendiendo, castellano incluido, y ya el colmo de los colmos fue que una tarde, entre los millonarios latinoamericanos apareció una viejísima lora peruana que me dijo cómo has crecido, Martincito, y me llenó de besos porque era íntima pero lo que se dice íntima amiga de Josefina Parkingson de Romaña, viuda de tu papacito, Martincito, hija de uno de esos caballeros enchapados en alcohol que aún no había nacido cuando tú naciste, Martincito, porque tú te veniste a París para ser escritor, ya ves cómo esta señora lo sabe todo…
Mi ascensión, como pueden ver, fue rapidísima, y un día hasta me dijeron que usara el teléfono cuando quisiera. Dije que no tenía ninguna llamada que hacer y la señora Brines me dijo que yo era el cooooooolmo del refinamiento: de lo que se trata, Martín, es de que llames a Caracas cuando quieras. Seguí refinadísimo y me volvieron a aclarar: puedes llamar a dinero cuando quieras, Martín, y pedir que te envíen Caracas como a cualquiera de nosotros. Seguí refinadísimo, y tanto, creo, que hubo una tarde, bueno, no exageremos, que ella no era capaz de tanto, hubo un cuarto de hora en que Carmencita se enamoró de mí. Fue para proponerme un negocio fotográficamente ilustrado.
Las fotografías la mostraban de amazona en la propiedad familiar de Valencia, decenas de miles de cabezas de cebú, Martín; de amazona, otra vez, pero esto es en Machiques, Martín, mucho mas importante que lo de Valencia, Martín; de amazona, otra vez, pero desnuda, esta vez; de amazona, otra vez, pero éste es mi alazán preferido; de amazona, otra vez, pero ésta es en la hacienda de Texas; de amazona, otra vez desnuda, en el alazán preferido del amante preferido de mamá, Martín; un montón de veces más en topless, pero cada vez en una piscina diferente y ésta es la más grande, Martín, porque es la de Caracas. Después venían las fotos de su mamá, más o menos por el estilo porque era guapísima la señora, y por último un millón de fotos de sus hermanos visitando, sólo visitando, Martín, porque ellos se van a dedicar a comprar cuadros de Picasso y los impresionistas, sólo visitando los campos de petróleo de nuestras acciones petroleras, vestidos de Elvis Presley con un casco petrolero color petróleo, en unas fotos, color oro, en otras, y color dólares, en todas.
—Me encanta Venezuela, Carmencita.
—Te quiero, Martín. Te soy sincera: no he llegado a odiarte del todo.
—Ódiame, por favor, yo te lo pido… ¿Te acuerdas, Carmencita?
—No puedo, Martín. Te soy sincera, muy sincera: te odio por lo tonto y bueno que eres. Por eso sé que te quiero.
—Un poquito más claro, Carmencita, por favor.
—Qué más claro que esto, Martín: te quiero porque, por más que he hecho, no he podido llegar a odiarte. Debe ser eso que tú llamas ternura.
—Gracias… Muchas gracias, Carmencita. Gracias porque en este instante sí que es eso que yo llamo ternura. Y también te voy a ser muy sincero: No sé por qué vuelvo siempre a esta casa, pero muy probablemente ello se debe a que necesito cualquier tipo de cariño.
—Amor, Martín, tú necesitas amor y yo te lo voy a dar. Me encanta la hacienda de Valencia y tú la puedes administrar. Y tendremos hijos y yo viviré entre Caracas y París. Tú puedes venir los fines de semana en avión y yo puedo ir a cada rato, en vacaciones, porque me encanta la hacienda de Valencia.
La oferta no era nada mala, sobre todo por lo poco que nos íbamos a ver al comienzo y porque con el tiempo terminaríamos no viéndonos nunca. Yo podría instalar el retrato de Octavia en la sala, buscar una ventana apropiada para el toldo de las Islas Reunidas, escuchar en la noche de grillos y luna llena los discos que escuchaba con Octavia, abandonar la universidad, encontrar por fin una excusa para no escribir en mi vida, y cobrar y heredar en dólares y tener casa hacienda y comida y una foto de amazono en mi alazán preferido… Panorama tentador, antes que nada, porque Octavia había desaparecido y daba vueltas al mundo… ¿Y si visita Venezuela…? Pues la recibes fotografiado de alazán preferido y con unas gotas de petróleo en la solapa del smoking, como quien no quiere la cosa y se está tomando un whisky en el Hotel Tamanaco o algo así. En fin, todo era tentador, desde el punto de vista de la sinceridad con que Carmencita había hablado un cuarto de hora en su vida. También yo tenía que ser sincero. Muy sincero. O sea que llegué a París ese fin de semana, después de haberme aburrido espantosamente en la hacienda, otra semana más. La besé y le mostré mi foto. Me quedaba fatal el sombrero de paja. Peor la ropa vaquera. Lo demás me quedaba todo pésimo, a pesar de los esfuerzos del fotógrafo, y además se notaba a la legua que no sabía ni subirme a un caballo y mucho menos a un caballo de hacienda. Había salido tan mal la foto, que hasta se notaba que seguía deseando ser escritor.
Carmencita soltó algunas lágrimas, inmediatamente se quejó de que le había jodido los ojos, y me dijo que, de ahora en adelante, sólo me iba a invitar en aquellos momentos en que estuviera profundamente convencida de que me odiaba. Después llamó a un amigo francés y se dedicó a mostrarme que me estaba odiando. Tuve que soplarme el show un buen rato, para que por fin se decidiera a largarme a patadas a la calle.
Después vinieron algunos cócteles, en los que su mamá me presentó como escritor famoso, mientras yo, por fregar, me presentaba como anti-profesor de la contra Universidad de Vincennes, agregando que más bien que anti-profesor era anti-asistente. Inmediatamente me preguntaban ¿y eso qué es? Eso es un tipo al que le faltan como veinte años para ser anti-profesor, señora. Carmencita, que en esos días había empezado a estudiar Letras en la Sorbona, decía que no me hicieran el menor caso, que todo era pura broma porque en realidad yo era un escritor de salón.
—¿Y qué libros ha escrito el señor de salón? —le preguntó un día una invitada a la señora Brines.
—Los de la generación de Miguel Ángel Asturias —respondió la señora, me imagino que por lo del caché del Nobel.
Estoy seguro: ése fue el instante en que Carmencita decidió vengarse. Se vengó dos veces, en realidad. La primera, logró recuperar mi amistad. Y digo amistad, porque sí la hubo en aquella extraña relación; en aquel extraño afecto que empezó como un pacto contra otra pareja y que a algunos les hizo pensar que podría llegar a formar una nueva pareja. Ni soñarlo. Octavia me contó después que Eros se había matado de risa al enterarse. ¿Y tú, Octavia? Yo nunca me río de esas cosas, Maximus. Eso fue todo. Eso y que Carmencita no logró recuperar mi afecto la segunda vez que se vengó. Y a su matrimonio asistí en silencio y creo que de puro curioso.
They came from Venezuela and they went to Formentera, podría titularse el episodio de la primera venganza. Fue una verdadera invasión. La familia en pleno, mil invitados de cada miembro de la familia, la casa más linda de la isla, y el aburrimiento general más importante que haya presenciado en mi vida. El único feliz ahí era el notario de la isla, pues cada día se compraban más terrenos y cada día llegaban más invitados dispuestos a comprar más terrenos.
El único que alquiló y no compró fui por supuesto yo. Llegué cuando ya hacía un buen rato que ellos estaban ahí y muy pronto comprendí que era más que indispensable alquilarme una Vespa para huir de vez en cuando. A veces me iba a pasar el día a San Francisco, o a San Fernando, o incluso iba a dar a Ibiza. Pero ¿para qué fuiste?, me preguntarán ustedes. Pues porque Carmencita me envió un telegrama: acababa de ver a Octavia de Cádiz en Formentera. Sola y en Formentera. Peiné la isla como loco con mi Vespa, y dejé de peinarla el día en que Carmencita y las tres lindas compatriotas que había invitado soltaron tremenda carcajada esclarecedora. Ya después sólo buscaba huir cada día más, aunque a veces por la noche aparecía sentadito como un idiota ante el eterno televisor. A mi lado, por supuesto, unos señores que se apellidaban todos Aviso, por la cantidad de avisos que debían haber enviado en su vida. Nietos y nietas de célebres dictadores latinoamericanos escuchaban las siempre amables y atentas palabras de jefes de la guardia privada de un Trujillo, un Gómez, un Somoza, un Batista, o alguien por el estilo y venezolano. A mí me miraban y me trataban como a bicho raro, por mi cara de Vespa alquilada, o porque ellos han sido educados para saber qué es un bicho raro y constantemente me mandaban unas miradas de avisable que para qué les cuento. Mientras tanto, chicos y chicas multidictatoriales estrenaban nuevos disfraces, cada noche, se aburrían más cada noche, y de todo parecían echarle la culpa al tipo disfrazado de Vespa, por culpa del odio nunca total de Carmencita Brines.
O sea que un día decidieron divertirse mucho esa noche, y lo prepararon todo desde muy temprano. Nunca los vi tan felices. De lo que se trataba era del novio tan guapo de una de las sirvientas. Tenía muchos amigos en la isla y ya éstos habían visto lo lindas que eran las venezolanitas cuando paseaban por Formentera. Total que se disfrazaban todos y lo festejaban en grande en una discoteca. Yo no participaba en el baile de disfraces, por haber sido excluido del grupo gracias al trueno de carcajadas con que se aplaudió un incidente de la televisión. Pasaban una vieja película, Al filo de la navaja, y yo era Tyrone Power, sin modestia aparte alguna, ya que Tyrone Power también iba en Vespa alquilada por el mundo de la película, por decirlo de alguna manera, mientras que la platea estaba repleta de yates venezolanos que ni Tyrone Power ni yo hubiésemos soñado siquiera con alquilar a medias, un cuarto de hora. No recuerdo el nombre de la actriz que amaba a Tyrone Power, pero sí el del actor tan elegante como esnob que desempeñaba el papel de mundo entero y tío de la chica. Se llamaba Clifton Webb, el tío, y no se imaginan ustedes la frase que soltó al enterarse de que Tyrone y su sobrina y todo lo demás:
—¡Jamás soportaré que mi sobrina se case con un tipo que va por el mundo vestido de profesor en vacaciones!
Cito de memoria, pero no tanto, y la prueba es que la platea íntegra soltó la carcajada al mismo tiempo, y eso que en el grupo había unos mucho más burros que otros. Y el más burro de todos hasta me palmeó el hombro y me dijo no se vaya usted a sentir ofendido, amigo.
—De ninguna manera —le respondí, con aquel caché que tanto me atribuían—: Todo lo que llevo puesto se lo debo a Carmencita y a su mamá.
Se tocaron los pistolones, los jefes de las guardias privadas, pero Carmencita fingió no haberse enterado de nada y anunció que no tardaban en aparecer los indios de la isla. Había llegado el momento de disfrazarse para ir a la discoteca. A la empleada la disfrazaron de doméstica endomingada y las lindas chicas se disfrazaron de atroces viejas: jorobas, cojeras, blancas calvicies, máscaras horribles y, por último, sillas de ruedas para todas… Los muchachos llegaron felices pero se quedaron patitiesos cuando las horribles brujas hablaron como horribles brujas: o nos llevan a todas en silla de ruedas o no vamos. La empleada, que conocía muy bien a la señorita Carmencita, empezó a llorar. Los muchachos intentaron quejarse. Los jefes de las guardias privadas palparon, como nunca, sus pistolones, y al final los muchachos guapos de la isla empezaron a empujar a las viejas horribles.
Carmencita me besó muchísimo al amanecer, pero yo le dije por favor, si quieres que sigamos siendo amigos, déjame desaparecer de aquí mañana a primera hora. No nos vimos durante meses, pero una tarde apareció en mi departamento y me invitó a pasar un día en el campo con unos amigos. No son del grupo de mi familia, me dijo, y además quiero que sepas que estoy de novia con un muchacho de Caracas. Lo demás pertenece todo al pasado, Martín, y te juro que deseo que conozcas a mi novio y que siempre sigamos siendo amigos. Después me besó riquísimo, añadió que era la última vez que lo hacía, y al cabo de unos minutos ya estábamos rumbo a su casa.
De ahí partimos a una inolvidable casa de campo en Les Yvelines, una de esas casas en las cuales uno soñaría con vivir siempre, siempre y cuando tenga con quien vivir, claro. La planicie verde en la que se desparramaban pequeños rebaños de ovejas me hizo pensar en lo dulce que era Francia cuando era dulce. La dulce Francia: nunca una definición más acertada, estaba pensando, con una excelente copa de armagnac en la mano, cuando un trueno nos anunció que los proyectos de seguir bañándonos en la piscina, una vez terminado el almuerzo, habría que dejarlos definitivamente de lado. Y la tempestad no tardó en desencadenarse tanto en el cielo como en la tierra. Carmencita y su novio tomaron la iniciativa. De ellos fue la idea, en todo caso. Qué mejor cosa para acabar con el aburrimiento y con la rabia, en vista de que se les había jodido el día. Y ahora, muchachos, a ponerse los impermeables y a buscar todas las bicicletas del lugar. ¡Y a arriar el ganado! ¡Empecemos con ese rebaño!
—Juan Carlos, por favor —le dije al novio de Carmencita.
Pero su respuesta fue la mirada más inexpresiva que he visto jamás. Partieron, y se notaba que el juego lo habían practicado antes: hábiles maniobras, gritos dados a tiempo, coordinación muy efectiva para ir rodeando a los rebaños y luego hacerlos avanzar hasta que ya les era imposible a las ovejas. Caían a la piscina. Caía también alguno de ellos con bicicleta y todo, para regocijo general. Pero volvían a salir y corrían a cambiarse y nuevamente aparecían encapuchados con sus enormes impermeables campestres. Mientras tanto, arrastrados hacia el fondo del agua por el peso de su propia lana empapada, balaban, chapoteaban desesperadamente, se ahogaban rebaños íntegros de ovejas.
No conocía el camino de regreso, tampoco tenía impermeable, ni siquiera una bicicleta. Pero desaparecí. Llevaba como una hora empapándome por un camino desierto, cuando se detuvo a mi lado el carro de Carmencita y su novio.
—¿Qué? —les dije— ¿Creyeron que la lluvia me iba a obligar a regresar? Síganme, si quieren, y ya verán cómo llego hasta París.
—Te hemos traído una bicicleta y un impermeable, Martín.
Poco después vino la boda y Carmencita me llamó para anunciarme que era testigo.
—Juan Carlos y yo nos vamos a instalar definitivamente en Caracas y nos encantaría volverte a ver y que seas mi testigo. Como ves, sigo sin poder odiarte del todo, Martín.
Casi le digo que yo, en cambio… Pero ya para qué, si hay gente que uno sabe que no volverá a ver jamás en la vida. Nuestro cuarto de hora había pasado y acepté asistir al matrimonio y ser testigo. Además, me dije, después de haber colgado, maldecido y reído, esta gente debe necesitar siempre un veterinario en su grupo.
Los hermanos de Carmencita, que habían llegado de Texas, parecían músicos de una orquesta de Texas; los músicos, que también venían de los Estados Unidos, exclusivamente para la boda, parecían los invitados, y los invitados parecían los músicos más animados del mundo. Carmencita estaba preciosa, el recién casado tenía los hombros y espalda más anchos que un sastre haya podido concebir, y yo parecía el pariente más pobre de la familia más rica del universo mundo, aunque con el caché que me daba, gracias a la insistencia de la madre de Carmencita, ser el autor de las obras completas de la generación de Miguel Ángel Asturias. Carmencita me odió, por este motivo, pero me concedió el séptimo baile de la noche, mientras un excelente imitador de Frank Sinatra, parecidísimo a Frank Sinatra, seguía siempre a punto de convertirse en el amante preferido de una señora realmente exacta a Frank Sinatra, pero había que ver qué collar.
A pesar del champán, nunca bebí tanto whisky en mi vida y, por supuesto, sólo entonces me di cuenta de que se me había olvidado el dinero y el último Metro, todo en el instante en que me daba cuenta también de que no podía soportar un instante más de esa espantosa soledad. La única solución era llamar un taxi y pagarlo al llegar a mi departamento. Y por primera vez, a pesar de las ofertas recibidas, abrí la puerta del cuarto en el que se hallaban los teléfonos en casa de Carmencita. La cagada: en mi vida había visto un asunto así en una casa. Era una verdadera central telefónica. Mil aparatos, mil botones, mil agujeritos, mil cordones que enchufar en esos agujeritos. Necesitaba un experto. Llamé a Carmencita, que me dijo ahorita, mi amor, pero en un segundo ya se había olvidado por completo de todo y continuaba bailando con un señor que, a punta de champán, sudor, y excelentes modales en la selva, empezaba a parecer mono. Y el señor de la derecha se le parecía un poco.
Y a ése se le parecía bastante el que estaba a su izquierda. Total que opté por largarme a pie.
Pero enorme fue mi sorpresa al llegar al vestíbulo, adornado ya con tres Picassos, tres impresionistas, y un montón de cuadros más, a su vez adornados por los abrigos que algunos invitados habían colgado encima, y descubrir la inmensa bandeja en que se depositaban las propinas del encargado de los abrigos. Miré: sólo cuadros, abrigos, una mesa, la bandeja y yo. Deduje: el tipo ha entrado un ratito. Como los señores invitados dejaban unos señores billetes, salí disparado y en taxi con dinero para mucho más de un mes y un enorme deseo de llegar al Barrio latino, de encontrarme con algún amigo, de invitarlo a lo que quieras, compadre, vengo forrado, y por último de exorcizar aquella horrible soledad que me calaba los huesos. Horror de horrores, me dije, al aparecer en la terraza del «Café Aux de magots» y descubrir a Julio Ramón Ribeyro y Alfredo Bryce Echenique, dos escritores que yo imaginaba siempre rodeados de gente, jugando nada menos que al juego de la soledad.