EL ANTI-PROFESOR DEBUTA DE NUEVO

Es mi segundo gran recuerdo de Vincennes. Me habían convocado a una reunión de profesores, y realmente no sabía qué hacer con el problema de la ropa. No podía decepcionar a mis alumnos, pero tampoco me atrevía a presentarme a mi primera reunión y espantar a los nuevos colegas con la blusa de Josette, calcetines de colores diferentes, y uno que otro agregado más que completaba, hasta la perfección, mi exitoso atuendo de anti-profesor. Opté, pues, por un enorme sombrero, que no podía ser más que negro, y en una juguetería del barrio encontré justo el antifaz negro que necesitaba el Zorro. Luego, ejerciendo el derecho a la inadversión, me puse el único terno que tenía y la única corbata que Octavia me regaló en la vida, era verde como el trigo verde, la cabrona, logré llegar a la sala de profesores que era también sala de clases, por lo cual era también una escalera, casi, y ahí estuve dudando unos minutos ante la puerta: me quito o no me quito la máscara, demonios, lo maravilloso que sería pasar siempre inadvertido… Pero éstos son ya problemas que tienen que ver con mi espantosa timidez, más bien.

Fui recibido muy calurosamente, a pesar de las circunstancias de derecha en las que se produjo mi traslado de Nanterre, y por consiguiente empecé a preguntarme qué raro, no bien dejaron de fijarse en la fina seda de mi corbata de luto. Pero todo se aclaró muy democráticamente, no bien se eligió un presidente de sesión y éste procedió a pedirnos a todos que fuéramos muy breves en nuestras intervenciones porque el Gobierno había reducido aún más el presupuesto de la universidad y, por ofrecer nosotros tan poco dinero, continuábamos sin un sólo candidato a la licitación para cerrar la llave central de la calefacción central que se había quedado bloqueada al tope desde el verano pasado y esto parece el trópico, colegas. Se había procedido ya, eso sí, a nombrar una comisión investigadora de la llave central al tope, porque si se trata de un sabotaje gubernamental nos apuntamos un poroto ante la opinión pública, colegas. Lo malo, claro, concluyó el presidente de sesión, tras haber comprobado en su reloj que había sido breve, lo malo es que esta comisión tampoco puede funcionar por falta de fondos. Acto seguido, el profesor de historia que era tan pero tan malo, pidió la palabra para decir, en dos palabras, que lo que él sugería era que los fondos hasta hoy existentes para arreglar la llave bloqueada, se destinaran a la comisión investigadora del caso, porque hay que actuar lo más rápido posible, colegas. Nos miramos todos sin mirarse nadie, y el secretario de sesión tomó nota del pedido. Después anunció que pasábamos a la orden del día.

La orden del día era el wáter, y yo miré a todos pero nadie me miró a mí, por culpa del presupuesto de la universidad. El wáter ha desaparecido, resumió el secretario, por obra y gracia de los provocadores, como siempre, y si bien es absolutamente imprescindible adquirir uno nuevo, porque ya somos más de seiscientos en el Departamento de Español, lo cual prueba una vez más el éxito de nuestra experiencia pedagógica, también es imprescindible que el asunto se discuta lo más democrática y extensamente posible, a pesar del calor y la opinión que sobre el calor y la brevedad tiene el presidente de sesión.

—¿Por qué? —me atreví a preguntar, en un desesperado intento de debut.

Se me miró la corbata, se me explicó que había que pedir la palabra antes de que se la dieran a uno, y se me pasaron películas documentales sobre el problema del wáter. Resulta que el wáter robado era un wáter de asiento, y precisamente por eso era tan fácil robárselo. La solución al problema sería, por consiguiente, adquirir un wáter de hueco en el suelo, también llamado turco, en vista de que es imposible robarse un hueco…

—Yo conocí un tipo que se robó un hueco y se cayó en él —interrumpió un profesor que andaba con una impresionante depresión nerviosa y no pudo contenerse, por culpa de la penuria.

Se optó por una risa breve, debido al estado tan importante del profesor, y porque todos pensamos nuevamente en el presupuesto de la universidad, llamado también gestión de la penuria, como el wáter turco. Bueno, el wáter turco, señor Romaña, se me continuó explicando, tiene la gran ventaja de venir naturalmente equipado de un sistema anti-robo, pero tiene la enorme desventaja, a su vez, de ser doblemente machista e incómodo para las mujeres, pues éstas se sientan dos veces y nosotros los hombres sólo una, señor Romaña. Cartesianamente, pensé, el argumentó podía desentornillarse con la misma facilidad que un wáter de asiento, pues todos hacemos mucho más pipí que cacá, pero preferí no insistir por mi terror al machismo y porque de todas maneras las mujeres terminan sentándose más, en vista de que se sientan siempre.

Un profesor de lingüística levantó la mano y explicó que lo hacía para pedir la palabra, pero otro profesor le dijo que ésa era una hábil maniobra sindical para ganar la palabra y que lo correcto en su sindicato, y en todos, desde que el sindicalismo existe, era pedir la palabra sin explicación previa alguna. Un tercer profesor, no sindicalizado, le dijo al segundo que ya estaba harto de sus clases de sindicalismo, y el presidente de sesión no tuvo más remedio que intervenir sin pedir la palabra, aunque se excusó por ello y levantó brevemente la mano, dándonos un ejemplo de brevedad, mientras continuaba explicándonos que no había que dejar que la calefacción influyera tan rápido en nuestros ánimos caldeados, en vista de que en todas las demás salas de la universidad hacía el mismo calor y las había peores aún porque no tenían vidrios rotos y las ventanas se habían ido bloqueando como la llave de la calefacción central, también por culpa del presupuesto. Pero, en fin, agregó, hoy nos hemos reunido por lo del wáter y les ruego permanecer sentados hasta que se solucione el problema y por más breve que resulte la sesión, en vista de que el problema, señor Romaña, debo explicarle, lo venimos discutiendo desde que desapareció el último wáter, cosa que usted sin duda ignora por falta de antigüedad y costumbre a la penuria, pero que todos hemos venido afrontando desde que se robaron el primer wáter y se puso el segundo y se lo robaron también. Entonces, señor Romaña, el señor Arnal, su colega de la izquierda, sugirió un wáter turco, y su colega de enfrente, la señora Gaillard, levantó la mano inmediatamente.

Inmediatamente levantó la mano la señora Gaillard, y me hizo saber que, si bien ella creía fervientemente que un wáter turco es un acto de machismo, creía también, y me lo hacía saber, que un voto del Departamento en pleno, porque el wáter concernía asimismo a los alumnos y a las secretarias, resultaba totalmente antidemocrático porque por cada estudiante del sexo masculino había veinte del sexo femenino, que también es un sexo y…

Pensé que habría que sumar el total de pipis y cacás, por sentarse las mujeres siempre y los hombres la mitad, juntarlo luego con la suma del sexo femenino, que era más, y del masculino, que era menos, todo cartesianamente, y entregarle ese gran total a una computadora IBM, para que nos resolviera democráticamente el problema. Pensé, digo, pero de ahí a hablar había una gran distancia, en vista de lo que puede costar el alquiler de una IBM y de que, para mi gran satisfacción, empezaba a acostumbrarme a la penuria más democrática del mundo, hay que reconocer.

El calor batió todos los récords cuando alguien resolvió el problema, agregándole al wáter de asiento, que daba satisfacción a todos, salvo en períodos de robo, una gran puerta blindada. La que se armó, Dios mío, ese tipo sí que era de derecha, tan de derecha que su intervención quedaría registrada en las actas como responsabilidad suya y nada más que suya, porque no bien se enteren los alumnos nos van a acusar de emplear métodos represivos.

—¿Por qué? —preguntó el responsable de su intervención—: ¿Acaso no todos cerramos la puerta cuando pasamos al wáter en casa, en los cafés, en el cine?

—Pero no en los urinarios públicos de París —levantó la mano otro—; en los urinarios públicos no hay puertas y por ahí podrían agarrarnos los alumnos y acusarnos de represivos.

—Podríamos tratar de obtener el apoyo de las secretarias —levantó la mano una colega.

—Sólo hay una —levantó la mano otra.

—Falso: hay dos secretarias —levantó la mano el presidente de sesión.

—Pero una está siempre con surmenage —levantó la mano el secretario de sesión.

—Tengo hambre —levantó la mano el colega de mi derecha.

—Moción aprobada por unanimidad —levantó la mano el colega enfermo.

—¿Qué hacemos, entonces? —nos miró a todos el secretario.

—¿Con el wáter o con el hambre? —levantó la mano el colega Arnal.

—No —le respondió la colega Gaillard—: ¿Qué hacemos con las secretarias?

—Ese problema ya está resuelto —le levantó la mano el colega Arnal.

—¿Podría levantar la mano? —intervine, realmente desesperado por dejar un buen recuerdo de mi debut.

—¿Para qué, señor Romaña?

—Bueno… para saber cuál es el problema de las secretarias.

Resulta que las pobres secretarias tenían que recibir como a un millón de estudiantes al día, en vista del éxito que venía alcanzando nuestra experiencia pedagógica, en vista de que Vincennes se creó, debido precisamente a una concesión que el Gobierno hizo a las demandas estudiantiles del 68, como un centro experimental realmente revolucionario que hoy ya nadie soporta, como el calor, salvo nosotros, porque los tiempos cambian, señor Romaña, pero volverán a cambiar… Bueno, entonces las secretarias, que también sufren la gestión de la penuria porque necesitamos unas veinte secretarias más, se han estado enfermando constantemente y para ello pidieron un diván que debía instalarse entre los escritorios de ambas, con el fin de tumbarse a descansar un rato siquiera mientras atienden a los estudiantes. Tuvimos que rechazar esta experiencia, a pesar de ser Vincennes un centro experimental, porque francamente temimos que los estudiantes terminaran tumbándose en el diván, dado lo marginados que los tienen la sociedad y la necesidad en que se ven, muy a menudo, de desahogarse con cualquiera.

—Éste es un Departamento de Español y no de Psicoanálisis —concluyó el colega de la puerta blindada, aprovechando de paso para insistir en lo de la puerta.

Pero su moción estuvo a punto de ser rechazada, ya que alguien descubrió sin IBM que no teníamos presupuesto para comprar más de seiscientas llaves y distribuirlas entre alumnos, profesores, y secretarias.

—Cómo que no —volvió a intervenir el de la puerta—. Basta con hacer una colecta como hacemos siempre en estos casos.

—Para eso hemos discutido tanto —alzó la mano el colega Arnal, como decepcionado al ver que la reunión estaba a punto de terminar tan rápido. Pero lo ayudaron desde el otro lado de la sala, proponiendo que se votara a favor o en contra de la colecta.

—Pero antes hay que votar para saber si el voto será secreto o simplemente a mano alzada —levantó la mano el colega Arnal.

Se votó por la mano alzada en favor de una votación en favor o en contra de la colecta, y ahora sólo faltaba saber si la votación en sí, o sea la de la colecta para el wáter con asiento, puerta blindada, y más de seiscientas llaves, debía ser levantando la mano o con un trocito de papel blindado. Hubo unanimidad por el trocito de papel, y ahora sólo faltaba que la secretaria que no estaba enferma llamara a las fábricas de puertas blindadas y nos consiguiera el presupuesto más barato. Sólo entonces sabríamos cuánto tenía que chancar cada profesor, en vista de que a los alumnos nos se les podía exigir un sacrificio tan grande por temor a una huelga. Levanté la mano como loco, al oír la palabra alumnos, y se me concedió la palabra y el debut más feliz que he tenido en mi vida.

—Pienso —dije, mirando el techo, para que se notara—, pienso que distribuir unas seiscientas llaves entre los alumnos es correr el riesgo de que no sólo se roben el wáter sino además la puerta.

Supe que me estaban mirando a mí, y no a mi corbata, por primera vez, pero lo que es ver no vi nada porque seguía mirando al techo. Y mi conclusión fue que entre los alumnos estaban los provocadores, que se matriculan también como alumnos, según me han explicado los propios alumnos, o a lo mejor los propios provocadores, en vista de que realmente es como si fueran alumnos. ¿Qué pasará entonces…?

—Juro solemnemente que a partir de hoy cagaré en el wáter del Departamento de Inglés —alzó la mano el colega enfermo. Y cuando a todos se nos iluminaba la mirada de la solución definitiva, agregó—: Por lo menos hasta el día en que se lo roben.

Salimos todos huyendo del calor y del hambre y como si por fin se hubiesen acabado todas las penurias del mundo. Pero cada lunes, a las nueve en punto de la mañana, volvíamos a aparecer en aquella sala, convocatoria y orden del día en mano, para seguir con la gestión de la penuria. Creo que fuimos bastante heroicos y que era uno de los mejores Departamentos de Español que conocí en mi vida. Lo malo es que nos odiaban y nos despreciaban en el Ministerio de Universidades. Pero en Vincennes conocí a algunos de los mejores profesores del mundo. Y el heroísmo consistía precisamente en tener que pasar, a causa del odio y el menosprecio, de dar una gran clase a ocuparse de un wáter sin solución.

Mi tercer gran recuerdo de Vincennes es el de Catalina l’Enorme, pero cronológicamente entra más tarde en este cuaderno rojo. Antes llega otra personita. Y llega con toda su familia. Llega de Milán, cosa extraña. O simple coincidencia, como pensé yo entonces, porque Eros, que no sólo esquiaba en Suiza con Octavia a cada rato, sino que a cada rato partía con ella a Holanda, a Grecia, a Estambul, y a mil lugares más, era de Milán. Pero de esto tardaría yo algunos días en enterarme. Días que llegaron a ser diez y que estuvieron compuestos de diarias jornadas triunfales de veinticuatro horas. Mis pírricas jornadas le llamaba yo a sobrevivir sin ver a Octavia ni saber más de ella. Y estaba seguro de que no la volvería a ver más en mi vida.

Entonces llegó esta extraña personita, como anillo al dedo para el operativo O-O. ¿Quién iba a pensar que también ella venía con su propio operativo? Y desde Milán, nada menos. Venía a instalarse en París con toda su familia. Pero de donde realmente venía era de Venezuela. Mucho petróleo, mucho ganado. Y ahora, al cabo de varios años en Italia, su familia pensaba residir en París. Y esa personita pensaba en Martín Romaña. Y Martín Romaña pensaba hoy hace dos meses y medio que desapareció Octavia y sin embargo mañana no será otro día, será el mismo día, el mismo pírrico espectáculo, y con un poco de mala suerte será un día peor todavía. La familia de Venezuela ya había llegado.