TRABAJO NUEVO, VIDA VIEJA

Releía como siempre la poesía de Vallejo y empezaba a pensar que era una revisión, para uso de latinoamericanos, del París era una fiesta, de Hemingway. Me saltaba, por supuesto, aquel poema que dice: Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Pero en cambio a cada rato me descubría con el índice pegado en un nuevo verso del poema sobre los golpes: Golpes como del odio de Dios… Comprendí entonces hasta qué punto Vallejo tenía razón, pero una tarde me cansé de tanta poesía y decidí emprender el interminable camino del olvido de Octavia. Operativo O-O. Olvido de Octavia. El día que, en vez de decir O-O, dijera cero-cero, habría olvidado a Octavia, en inolvidable empate, déme un comprendido, por favor, Artacho. Me arrojé al suelo y casi me suicido a punta de abdominales, pero dejar de fumar me fue imposible, en cambio, o sea que los ejercicios los hacía entre pitada y pitada y a las lágrimas que empapaban la alfombra les llamaba sudor O-O.

Las recaídas, sin embargo, eran terribles, y había que empezar con todo otra vez. Me explico: yo había dividido el resto de mi vida en triunfales jornadas de veinticuatro horas, porque cada día sin hablar a solas con Octavia era un triunfo de la vida sobre la muerte en vida, un horror perfectamente planificado y logrado, gracias a que el día tiene veinticuatro horas, ni un segundo más, desde que Dios existe y el hombre es un animal de costumbres, y gracias también a un instinto de conservación que me impedía morir de un lanzazo en pleno torneo, como en los viejos tiempos, cuando los héroes de las novelas o se morían o se fugaban de amor.

Hay que reconocer que mi empecinado instinto se batía con handicap en contra, y todo por culpa de Tanatos, que en este caso se llamaba Eros y estaba esquiando con Octavia en Suiza. Sólo a mí me pasa. A veces, sin embargo, el condenado me traicionaba un poco. Por ejemplo aquella tarde en que me reí un poco con algo que leí en una revista, y automáticamente me pegué tremenda bofetada. Perdón, me dije, y estaba a punto de darme un besito en la yema de los dedos, para llevármelo luego a la mejilla, cuando el diván se convirtió en un inmenso imán y yo fui ese clavito que se quedó pegado ahí como mil ceros a la izquierda. Opté, pues, por no volver a reírme en mi vida. En lo que al diván se refiere, lo cargué en peso y estuve como media hora sin saber qué hacer con él. Hasta que por fin tomé la siguiente decisión O-O: a la otra parte. No cabía, mierda, y no me quedó más remedio: lo puse sobre la hondonada y salí disparado.

Y así llevaba ya dos semanas, una vez, cuando vino esa terrible coincidencia de día y hora. Yo salí a comprar una botella de vino con tapita de plástico, en una tienducha sin tapita de la rue Mouffetard, y al abrir la puerta salió Octavia con dos botellas de la misma cosecha. La dejé pasar, y ni cuenta se dio de que la había dejado pasar. La dejé atravesar la calle, y ni cuenta se dio la hija de don Juan Alva. La dejé arreglarse mi sombrero negro, y ni cuenta se dio la hija de aquel cabrón, ahora sí.

Y así hasta que subió a su carro y le dio un besito a cada botella en plena tapita de plástico. Del resto no sé si se dio cuenta pero lo cierto es que cuando desapareció, la estatua inhalante que era yo le mandó un impresionante estatuario a la felicidad, se compró siete botellas de vino, y al cerrar la puerta de su departamento logró por fin decirle hola, mi amor, mientras abría la primera botella, pensaba en un disco muy triste, y decía estos conchesumadres ya regresaron de Suiza.

Hay que volver a empezar, fue lo primero que me dije, al día siguiente, mientras me dirigía en busca de todos mis alka-seltzers y cerraba para siempre el frasquito de bencina que aquí tengo abierto sobre el libro del moscón de hace un rato. Primero hice trampa, habilísimamente, y me dije Martín, todo ha sido un sueño, y hoy empiezas, como lo tenías pensado, tu tercera semana una vez más. La cuarta semana la empecé en la Universidad de Vincennes, tras haber presentado mi renuncia con carácter irrevocable en la Universidad de Nanterre, en vista de que me habían expulsado y en mi nuevo trabajo me pagaban mejor.

Y ahí fue que me entraron los muñecos. Empezaba el lunes próximo, uno de mis nuevos colegas debía presentarme ante los alumnos, y los alumnos, según se decía por ahí y por todas partes, eran los sobrevivientes creyentes y practicantes de mayo del 68. Si tu clase no les gustaba, te ponían el basurero de sombrero, y si tus clases, muy excepcionalmente, les gustaban, tenías que emborracharte con ellos, acostarte con ellos y ellas, prestarles dinero, invitarlos a comer, aceptar sus invitaciones a comer y, al terminar la comida, partir de viaje con ellos rumbo al jardín de los senderos que se bifurcan por efecto de la droga.

Pobre Universidad de Vincennes. El Gobierno no estaba de acuerdo con ella porque ella no estaba de acuerdo con el Gobierno y porque los alumnos seguían siendo ingobernables. O sea que le empezaron a cortar el gas y ya apenas si alumbraba cuando yo llegué ahí. Y sin embargo, cuánto mejor me sentía que en Nanterre, cuánto más libre fui para trabajar a mi gusto, aunque reconozco que a veces tuve que dar clases en una escalera mientras la gente subía rumbo a otra clase que, a lo mejor, estaba en otra escalera, porque ahí ya no cabía ni una mosca y además los alumnos y los provocadores habían amoblado sus cuartos de estudiantes con sillas, pizarras y mesas. Las cabinas telefónicas las vendían para comprar droga y mantenerse rebeldes. Por la noche venían otros alumnos, que eran y no eran alumnos, pero que yo siempre consideré excelentes alumnos. Era gente que trabajaba de día y que, como había trabajado toda su vida, no tenía diplomas para entrar a una universidad pero a Vincennes sí se podía entrar porque a Vincennes se podía entrar hasta desnudo. Esto último era lo que se llamaba el derecho a la locura, en uno de sus aspectos, porque había todo tipo de aspectos. Como había también todo tipo de profesores y de alumnos de día y de noche, y por eso una tarde se me acercó un muchacho en desesperada búsqueda de un profesor normal, digamos. Resulta que al pobre le había tocado un profesor chileno, tan pero tan bueno, y otro de historia, tan pero tan malo, que ahora lo que necesitaba, según me dijo, era un profesor de nivel intermedio como yo.

De Vincennes me quedará siempre el recuerdo de muchos amigos, de una gran penuria, de un gran aburrimiento final, pero me quedarán sobre todo tres recuerdos: el del día de mi llegada, el de la primera reunión de profesores a la que asistí, y el de Catalina l’Enorme. El día de mi llegada estuvo precedido nada menos que por la noche anterior a mi llegada. Yo estaba muriéndome tranquilamente de miedo en mi casa, porque mañana debuto en la contestación permanente, cuando alguien tocó el timbre, cosa horrorosa desde que Octavia desapareció. Al primer toque, me decía ya viene esta vieja de mierda otra vez por manzanas; al segundo, me repetía lo mismo, aunque me incorporaba con alguna vaga esperanza, por más espaciado que fuera. Y muchas veces el tercero no me lo espaciaban y salía disparado en busca de visitas, pero casi siempre era monsieur Forestier que se había distraído. Con el tiempo llegó a ser prácticamente mi única visita, porque a madame Forestier le cerraba siempre la puerta del saloncito y así pasaba de frente al cuarto de las manzanas y 1no tenía ni que saludarla. Al juez, en cambio, lo saludaba siempre, lo ayudaba a escoger sus manzanas, y luego me ayudaba él a escoger las mías, y por último, cuando instaló su despacho entre las manzanas, lo ayudé en varios problemas jurídicos, tras haberle mostrado mi diploma de abogado peruano. Me llegó a tener una confianza increíble, y en pago de mi ayuda me traía siempre una fotocopia del evangelio del domingo anterior, para que yo la usara después en mis cursos de traducción francés-castellano, con la esperanza de que le llevara la buena palabra a la juventud de hoy, y muy especialmente a la de Vincennes, señor Romaña, mi esposa realmente no comprende cómo puede usted trabajar ahí, con lo que dicen los periódicos… Pero hay que luchar, hay que luchar, hay que luchar… Lo interrumpía diciéndole que ésa era la nueva misión de los nuevos pedagogos, en vista de que ya se empezaba a hablar de la nueva derecha, de los nuevos filósofos, y de los nuevos románticos, y eso a él le inspiraba una confianza total, por lo cual logré desviar el curso de varias de sus sentencias y cuánta gente ignora que me debe la libertad en Francia.

Me he desviado del asunto del timbre, que llegó a ser una obsesión tan importante como la del teléfono, hasta que un día un tango me enseñó: Cuando estén secas las pilas de todos los timbres que vos apretás. Opté por el silencio con orgullo, como con el teléfono, siempre y cuando no fuese nasal, pero ya nunca más volvería a ser nasal, por primera vez. Mi timbre era una pila seca, yo era otra pila seca, todo lo que no fuera Octavia era una pila seca, y Octavia era la pila que secó el odio de Dios. Pero sonó el timbre y yo andaba con los muñecos porque mañana debuto en Vincennes. Y volvió a sonar el timbre hasta que sonó por cuarta y quinta vez y yo tenía varias botellas de vino que secar. Corrí a abrir, y apenas si la reconocí. Del nombre sí que no lograba acordarme, pero en fin ya había entrado y ya se había instalado en mi Voltaire, nada menos.

—¿Quieres vino? —le pregunté.

Abrió una especie de mochila que traía y sacó dos botellas y un tirabuzón.

—No recuerdo tu nombre —le dije, aprovechando la calidez del ambiente.

—Uno no es su nombre.

—Tienes toda la razón del mundo —le dije, recordando que yo era Martín Romaña.

Simpatizamos en profundo silencio y por fin me pidió que le pusiera música latinoamericana. Le saqué varios discos, le pedí que escogiera, pero apenas si les echó una miradita. Cogió nuevamente su mochila, sacó un disco de don Cristóbal y su conjunto paraguayo, y me preguntó si lo había escuchado.

—Lo he vivido —le dije.

—La vida es una mierda.

—Bueno, la verdad es que aún no tengo una opinión definitiva sobre el asunto.

—Ustedes los intelectuales: dudando siempre.

Por fin sonrió y por fin di con su nombre: Josette, Jo para sus amigos gochistas. Había sido mi alumna en Nanterre pero la verdad es que había adelgazado tanto, se había encogido tanto, y estaba tan pálida, que a veces me parecía que no era ella. Con la segunda botella le declaré que la vida era una mierda y con la tercera ella me declaró que la vida era muy bella porque su compañero acababa de irse a la mierda, por fin, y por fin se sentía libre para hacer lo que le daba la gana. Le pregunté si le daba la gana de tomarse la cuarta botella y terminamos tomando la quinta y la sexta con un hambre espantosa.

—Vamos a mi casa —me dijo—; estoy en auto.

Fui sin preguntar nada, y resultó que su casa quedaba donde el diablo perdió el poncho, ni recuerdo cómo se llamaba ese suburbio triste y oscuro. Sólo recuerdo que nunca me amaron tanto y que nunca me mandaron tan rápido a la mierda como aquella vez. También yo la amé como loco, porque cuando Josette gritaba ¡Patrick, te amo, Patrick!, yo gritaba ¡Zalacaín, te adoro, Zalacaín! Después hubo una pausa con más vino y ella me confesó que Patrick era el compañero que se había ido a la mierda, por fin, a lo cual yo respondí que Zalacaín era la compañera que se había ido a la mierda, por fin, también. Y después de la pausa vitivinícola hubo otra horrible escena de amor entre Patrick y Zalacaín, y así hasta que Josette apagó la única vela que había en ese entierro y yo le recordé que dentro de unas horas empezaba a trabajar en Vincennes.

—Arréglatelas como puedas —me dijo, llorando.

—Pero cómo, ¿para qué me has invitado, entonces?

—Porque quería tirarme un polvo y me di cuenta de que estaba cerca a tu casa…

Mierda, me dije, modelo 68 bastante deteriorado. Y en efecto, Josette se quedó dormida llorando y yo dale con no encontrar ni la vela ni mi ropa y en el camino ella me había dicho que, entre Metro y tren, tardaría un buen par de horas en llegar a Vincennes. Encendí un fósforo, miré la hora: tenía con las justas dos horas para llegar a mi primera clase y sabe Dios dónde quedaría la estación del tren. Me vestí como pude y con lo que pude, y aparecí en Vincennes completamente borracho, con una estrechísima blusa blanca, un calcetín verde que era mío, otro rojo que era de Josette, y un buen cuarto de hora de atraso. Pero el profesor que tenía que presentarme resultó ser un gran tipo. Se presentó primero él, porque nunca nos habíamos visto antes, y luego les dijo a los alumnos que yo era el profesor peruano que les había estado presentando antes de mi llegada. En fin, todo estaba listo y podía empezar a dictar mi clase. Al decir esto, volteó para darme la mano y despedirse, pero yo estaba en el suelo y sólo con su ayuda logré incorporarme.

—En fin, señores, los dejo con Martín Romaña, el profesor que les he estado presentando. —Y desapareció.

Iba a decir perdónenme, fueron los muñecos, no lo tomen a mal, hay golpes en la vida yo no sé, cuando noté que estaban todos muy tranquilitos, obedientemente instalados en sus sillas o en sus mesas, porque faltaban sillas y mesas, y que me miraban felices: Martín Romaña era el primer anti-profesor de verdad que llegaba a Vincennes, la verdadera y única encarnación de la contra cultura. Estaban tan felices que no me atreví a decirles que se trataba de un contrasentido. Los hubiera desilusionado demasiado. Y desde entonces, cada vez que algún colega amigo tenía problemas con un contra cultura, un desnudo, un deprimido, en fin, con lo que se llamaba un caso particular, en Vincennes, la broma preferida era decirle mira, inscríbete en el grupo de Martín Romaña. Y así se resume mi carrera universitaria en Francia: empecé por abajo, y terminé aplastado por mis responsabilidades contraculturales de antiprofesor. Una vez más, ¿quién soy?