EL RETRATO, EL HUMOR, Y YO

Tanto amor, y no poder hacer nada contra la muerte, escribió mi eternamente releído y citado César Vallejo, que al final siempre acaba teniendo razón. O sea que probemos el humor contra la muerte del amor, lo cual en el fondo no es más que una variante del imprima, no deprima, con este bolígrafo del diablo, un frasco de bencina, y ahora sí que para siempre con la mirada del príncipe encima. Y en adelante, en la medida de lo posible, cronología aunque te cueste la vida, Martín Romaña. Perdón: estaba calentando motores.

Bueno, para empezar, no crean que a Octavia la retrataron tan rápido.

Me tocó a mí posar primero, incluso, y por supuesto que puse cara de inmortalidad, por tratarse de ella, aunque el resultado fue más bien un cuadro clínico, con golpes del tipo yo no sé, porque realmente fueron de todo tipo y la paliza me la propinaron, con propina y todo, un montón de tipos. Primero vino el primer aviso, como en los toros.

Octavia y yo llegamos felices a La Sopa China, porque tanto Jean Pierre como Mario habían regresado definitivamente a sus castillos en la arena, con suspiros en el aire, que son aire, y que al fin de cuentas también van a dar a la mar, que es la Costa Azul en el caso de estas gentes. Y éramos tan felices, Octavia y yo, que desde esa noche y para siempre miramos todos los afiches menos aquel que contenía el retrato de Jean Pierre. Sí, así le llamábamos nosotros: el retrato de Jean Pierre. Y le llamábamos así porque a mí se me había ocurrido la idea y porque Octavia era tan feliz que hasta me dejaba burlarme de la gente que más quería, lo cual me permitió describir el retrato de Jean Pierre como el autorretrato de un cabeza coronada, por haber puesto en él, vía Freud, sus propios fantasmas enfermos de… Ya sé, Octavia: de neurosis, frustración, poco talento para la pintura, envidia de Martín Romaña, y una pizca de hipersensibilidad.

—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamó la pobrecita.

Y Octavia llegó a quererme tanto, lo juro, que un día me permitió decirle, mientras tomaba su sopa china, que Jean Pierre debería haber pintado otro retrato, el de tu papá, mi amor, con Turgueniev y el resto de la familia paraditos estilo Goya, para que el cuadro resulte más podrido todavía.

—Maximus —murmuró la pobrecita, atragantándose la sopa y empezando a toser y toser.

—Perdón, mi amor —le dije—, y procedí a retirar a su hermana Florence del cuadro. Pero Octavia seguía tose y tose, o sea que retiré también a su madre. Nada, Octavia seguía tosa y tose y no me quedó más remedio que retirar también a Turgueniev. Como por arte de Goya, Octavia dejó de toser y hasta se tomó otra cucharada de sopa, tras haber vuelto a exclamar tres veces Maximus como en los viejos, buenos tiempos. Elemental, mi querido Watson, me dije, ahora ya sabemos que no todo es armonía en esa familia. ¿Han visto ustedes un Sherlock Holmes más bruto? Yo no. Porque ahí estaba tomándome otra copa de opio y pensando en problemas de armonía familiar, sin darme cuenta para nada de que el primer aviso del padre de Octavia no tardaba en llegar. ¡Mi reino por un sexto sentido! Cuando estoy enamorado, por supuesto.

Y yo no sé, Vallejo, pero de pronto hubo una noche como muy especial en La Sopa China. Arrabal no había escrito una nueva obra de teatro que el otro Arrabal, el falso, le había plagiado. El chinito de los testículos de oro no aparecía con su mirada impermeable. El arroz cantonés tardaba como nunca en llegar. Por primera vez nos sirvieron una botella de vino con corcho. Y cuando al partir hacia el Rancho Guaraní, Octavia le reclamó al clochard de la cara de bueno su diario piropo, éste, como si no la hubiese reconocido, le preguntó ¿qué piropo, señorita? Los viejos muchachos del 68 se abstuvieron hasta de mirar.

—¿Cómo, ya no se acuerda de mí? —insistió Octavia, con voz temblorosa, apretándome como nunca la mano.

Pobrecita. Lo que tuvo que oír, sabiendo lo que sabía.

—Le ruego que me perdone, señorita, pero la verdad es que esta noche me encuentro en un estado sumamente avanzado de ebriedad.

Después se apoyó nuevamente en la barra, y Octavia hizo un ligero intento de tocarle la espalda. Inútil. Sus razones tenía para saber que era inútil. Y ahí se quedó, dándole la espalda para siempre, su primer y último amigo clochard. Yo, en todo caso, nunca volví a verlo sino de espaldas.

Y en el Rancho Guaraní aprendimos a quererte más que nunca, Comandante Che Guevara, porque Octavia no paró de pedir que le tocaran otra vez esa canción, ya un poco pasada de moda, y al público hasta le molestaba el asunto pero don Cristóbal debió haber notado algo especial esa noche. ¿Te dirigías a él con un tono de voz desesperado? ¿Miraste alguna vez a la eternidad? Cómo no haberme dado cuenta de nada, Octavia, si aquella noche por primera vez me habías dicho que tenías que regresar directamente a tu casa y yo te había preguntado por qué y tú te habías limitado a exclamar Maximus tres veces.

Eran las dos de la mañana cuando llegamos a la Porte de la Muette y, como siempre, Octavia le explicó al taxista que nos siguiera hasta su casa porque después debía llevarme nuevamente al Barrio latino. Pero al Barrio latino llegué a eso de las seis y media de la mañana y en el primer Metro del día. Compré croissants para desayunar en mi departamento con un buen café con leche y ponerme a pensar que no era verdad. Octavia había llegado a su puerta blanca, yo estaba subiendo a mi taxi, que también era blanco, cuando me di cuenta de que el taxi que hace un instante estaba vacío, estaba ocupadísimo ahora. Un tipo adelante, dos tipos atrás, en fin, apenas había sitio para mí pero ellos insistían en que subiera yo también. Empecé a discutir, a pedirle al taxista que le explicara a esa gente, que la hiciera bajar, que yo lo había visto primero, pero resulta que también el taxista insistía en verme subir y en que yo me fijara en unas tarjetitas tipo credencial, en fin, algo que no tenía nada que ver con las tarjetas de visita ni con las cartas de crédito, sobre todo porque yo nunca había visto tarjetitas como ésas más que en el cine. Debo reconocer, en honor a la verdad, que se trataba de gente bastante bien vestida, que ninguno llevaba ese tipo de impermeable que hace juego con ese tipo de tarjetita, en el cine, y que me estaban tratando como pocas veces se me había tratado en París. Me invitaban a tomar un vaso de leche y todo. Pero tenía que subir, para lo cual tuvo que bajar uno de ellos, porque me tocaba viajar atrás y en el medio.

Llegamos a la comisaría del distrito y lo primero que vi fue policías y un retrato del Presidente de la República, sereno, sonriente, y popular, que es como salen siempre los presidentes en estos casos, porque cuando les toman la foto acaban de ganar las elecciones y están felices con su banda presidencial sobre el terno azul marino. Sólo De Gaulle era diferente en Francia con su uniformazo, y qué diferente es América Latina a Francia porque allá constantemente cambian de foto, de fotógrafo, de terno, de uniforme, y hasta de toque de queda, y el que se queda a veces se queda siglos en la foto que yo estaba mirando cuando me vinieron a avisar.

—Por aquí, por favor. Siéntese, por favor.

A la pregunta: ¿Frecuenta usted a la señorita Octavia de…?, respondí que muy frecuentemente y que a mucha honra, porque acababa de dar en el clavo. Y hasta intenté ponerme de pie porque pensé en ti, mi querido Leopoldo, pero el tipo de atrás me dijo quietecito, señor Romaña. A Octavia la imaginé durmiendo muy mal, porque hacía meses que a esa hora dormía siempre conmigo, y dije pobrecita, sin querer queriendo.

A la pregunta: ¿Por qué ha dicho usted pobrecita?, respondí con una sonrisa llena de ternura y emoción, porque con ese diminutivo realmente me sentí tan cómodo como en mi casa con Octavia.

A la pregunta: ¿Ha entendido usted mi pregunta, señor Romaña?, respondí que sí, y que la había respondido muy sinceramente y a mi manera, como en la canción de Frank Sinatra que a Octavia de Cádiz le encantaba.

A la pregunta: ¿Octavia de qué?, respondí que ésa sí que era una historia muy larga de contar y que tenía incluso la intención de escribir una novela sobre el tema, pues deseaba revisar a fondo el mundo, empezando por mi esposa.

A la exclamación: ¡Pero se ha casado usted con la señorita Octavia!, respondí que no pero que pensaba hacerlo no bien terminara con los trámites de divorcio que tenía ya iniciados con mi primera esposa.

A la sonrisa de satisfacción: ¿Y cree usted sinceramente que se podrá casar con la señorita Octavia de…?, respondí ¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus!, porque era todo lo que me había dicho hasta entonces Octavia sobre el particular, pero añadí que, dado lo dispuesto que estaba a no dejarme arrancar las últimas migajas de ilusión, me casaré con ella, señores.

A la sonrisa más amplia de satisfacción: ¿Y no sabe usted que usted no puede ni debe ni se le permitirá acercarse siquiera a esa señorita?, respondí, intentando nuevamente ponerme de pie sin lograrlo, ¿por qué no?

A la risa que les produjo mi respuesta en forma de pregunta, respondí con una nueva pregunta: ¿De qué se ríen, señores?

A la asquerosa afirmación: Nos reímos de usted, señor Romaña, porque esta noche ha visto usted por última vez a esa señorita, y ya es hora de que desaparezca de este barrio y se encuentre una latinoamericanita como usted, agregué, aunque sin lograr ponerme de pie esta vez tampoco: Señores, hasta el momento, a mí francamente no me habría importado que cualquiera de ustedes se casara con una latinoamericanita, con una de mis hermanas, incluso, aunque bueno, mi familia sin duda… En fin, a lo que iba: ¿Podría alguno de ustedes casarse con la señorita Octavia de…?

Eran como las cinco de la mañana y el problema seguía sin solución, por culpa de mi última pregunta, o sea que optaron por traerme un sustancioso vaso de leche. Agradecí cortésmente, pero sin lograr ponerme de pie, dije hasta verte Jesús mío, como en México, y me mandé el vaso seco y volteao, como dicen en el Perú. Y me puse sentimental, aunque sin encontrar eco alguno a mis palabras, por lo cual puse fin a mi perorata de amor con unas palabras de Juan Rulfo que ellos interpretaron mal, a juzgar por la cara de satisfacción que pusieron. Les repetí las palabras, para que entendieran de una vez por todas, pero nuevamente pusieron cara de satisfacción. Y entonces dije, por tercera vez, realmente no se puede contra lo que no se puede, y también yo les puse la más cortés, valiente, e irónica sonrisa de satisfacción, preguntándoles en seguida dónde estaba el papelito que tenía que firmar. Ninguno, señor Romaña, no tiene usted que firmar ningún papelito. Todo ha quedado claro, gracias a su amable cooperación, y ahora puede usted salir, tomar su Metro tranquilo, vivir tranquilo, buscarse una muchacha tranquilo, porque como usted mismo ha dicho, no se puede contra lo que no se puede.

Me despedí con ligeras inclinaciones y ya me disponía a cruzar el umbral de la puerta que daba a la sala del Presidente de la República de la foto, cuando alguien me llamó la atención sobre el hecho de que me fuera tranquilo, pero no hasta el punto de llevarme el vaso. Perdón, les dije, dejándolo sobre una mesita con un cuarto y definitivo no se puede contra lo que no se puede. Sus palabras no podrían ser más precisas, oí que decían, como quien me hace adiós alegremente. En la calle, inhalé, exhalé, y le di las gracias a Juan Rulfo por sus palabras de aliento y por el aire puro de las cinco de la mañana.

Terminé de desayunar y lo único que era verdad es que no hay nada más rico que un croissant y un buen café con leche a las siete de la mañana. ¿Qué hacer? En Leopoldo no quería ni pensar, o sea que armé la ducha y estuve cantando bajo la lluvia en el Piccolo Teatro del Mundo. Después me fui a tumbar sobre el diván de Octavia, pero ni por contagio logré soñar que era rey. Nada, ni siquiera logré dormir. Diez de la mañana. Pasaban horas pero por nada de este mundo lograba que fueran las once de la mañana. ¿Sabrá o no sabrá Octavia? A las doce decidí, por fin, llamar de la embajada norteamericana, pero el acento me salió tan mal que hasta el mayordomo estuvo a punto de decirme la señorita no está para usted, coronel. Lo noté en su voz. Octavia acababa de salir. Y una media hora después, Octavia acababa de llegar como si nada.

—¡Octavia! ¡Octavia! ¡Octavia! —exclamé con santo y seña.

Si responde, es porque lo sabe todo. Pero si lo sabe todo, ¿cómo demonios ha logrado escaparse? Eso es lo que estaba pensando cuando Octavia, abriendo enormes los brazos, me soltó su tres veces ¡Maximus!, dejándome turulato, motivo por el cual abrí también los brazos, hasta que me sonó un huesito en la espalda, y opté por un santo y seña mucho más eficaz:

—Quien mucho abarca, poco aprieta, mi amor, ¿me entiendes?

—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —me entendió perfectamente Octavia, porque ella sabía muchísimo más que yo, pero al mismo tiempo no sabía nada.

O sea que procedí a contarle todo lo que ustedes ya saben, tras haberle dicho mi amor, baja los brazos y para la oreja. Me escuchó bien sentadita en el diván, mientras yo hablaba desde aquí, desde el sillón, y terminaba preguntándole exactamente las mismas cosas que le estoy preguntando aquí.

A la pregunta: ¿Cómo me llamo?, Octavia respondió: te llamas Martín Romaña, tras haberlo pensado un ratito.

A la pregunta: ¿Sabes o no que tu padre es un cabrón?, Octavia respondió: ¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus!, tras haberse sujetado la mano de las bofetadas.

A mi exclamación: ¡Mi nombre es Martín Romaña Parkingson y a mucha honra!, Octavia respondió arrojándose a llorar en mis brazos y depositando en ellos todos los Maximus del mundo.

La habitación olía profundamente a bencina cuando me convenció, a punta de asegurarme que estaba totalmente convencida de ello, que su padre era totalmente incapaz de semejante cosa. Sí, era cierto que en su casa le habían prohibido hasta pensar en mí. También era cierto que ella se había estado escapando desde que regresamos de Bruselas. También era posible que se hubiesen dado cuenta de todo. Pero Martín, créeme, por favor, Richard, júrame que me crees, Maximus, júrame que me crees y que jamás me volverás a decir que mi padre es un cabrón.

Cerré la cortina del amor, y juré. Y qué no juré, instantes después, mientras nos íbamos desnudando y quedamos en que ella, seguro, había hecho ruido al entrar; en que el mayordomo, seguro, se había asustado al salir; en que el mayordomo, seguro, se había tranquilizado al ver que me iba en un taxi blanco; en que los policías, seguro, formaban parte de la guardia privada del Barón Dandy, cuya mansión quedaba un poquito más allá, entre los árboles; en que los policías, lógicamente, sabían quién era ella; en que los policías, lógicamente, no sabían quién era yo; en que los policías, lógicamente, decidieron averiguar quién era yo; en que claro, si no cómo se explica lo del vaso de leche; y en que el verdadero cabrón, en el fondo, era el mayordomo que, seguro, ya te había visto muchas veces y te conoce muy bien y habría podido correr a avisarme, Maximus, y…

—En efecto, mi amor, no hay nada más reaccionario que un mayordomo de familia reaccionaria. Ése es el verdadero cabrón.

Tras haberme hecho jurar que reaccionario y cabrón no eran sinónimos de padre. Octavia y yo quedamos completamente desnudos, pero el diván, no sé, como que no nos hacía caso, y a mí me dio un escalofrío terrible. Y ahora, perdónenme, pero me está sucediendo algo rarísimo. Un moscón me ha estado volviendo loco hace rato. No cesaba de pararse sobre mi cuaderno. Por fin, se instaló en la página anterior, agarré como pude un libro que tengo aquí al lado, sobre una mesita, y logré enviarlo al otro mundo tras haberle gritado ¡cabrón!, y pegarle tremendo librazo. Ha quedado una manchita roja, para el que quiera pruebas. Un profundo escalofrío, que sólo puedo calificar de increíblemente retrospectivo, me ha probado que se trata de un verdadero caso de reencarnación con piel de gallina, porque ese moscón apareció exacto en aquellos momentos en que Octavia y yo contemplábamos la indiferencia del diván. Tratamos de espantarlo mil veces, pero volvía y volvía con el mismo zumbido desesperante del que acabo de matar. Por fin decidí agarrar el mismo libro que ahora, porque lo estoy releyendo, y le di a la primera y al grito de ¡cabrón!

—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamó Octavia, totalmente convencida de la identidad del cabrón, y en un santiamén había abierto enormes los brazos sobre el diván. Yo abrí los brazos hasta que me sonó un huesito en la espalda, y me dejé llevar por el diván.

Por la noche apareció muerto el portero con una rendijita de la puerta abierta y sin robo. Quise mostrar algún tipo de solidaridad humana, pero la junta de vecinos me hizo comprender que no siendo yo propietario sino inquilino, y tirando más a guardián, no tenía vela en ese entierro. En realidad, lo que deseaban era que madame Forestier, por su mayor experiencia en estos menesteres, participara en la junta especial que examinó las nuevas candidaturas. Eran millones, según me enteré por monsieur Forestier, una triste tarde de mucha lluvia. Con cuatro manzanas en las manos y una infinita tristeza en el rostro, se explayó:

—Dios perdone a Francia, señor Romaña. La llaman la hija predilecta de la Iglesia y mire usted: cada año más vocaciones de portero y cada año menos vocaciones sacerdotales.

—Dios nos perdone a todos, monsieur Forestier —le dije, tratando de animarlo. Y al cabo de un ratito tristísimo, agregué—: ¿Y sus hijas, monsieur?, porque realmente no lograba animarlo con nada.

De portero salió elegida, en vista del alcoholismo de los demás candidatos, la portera española Soledad Ramos Cabieses, que ya tendrá su capítulo, pero que de entrada terminó con la querella acerca de la muerte de su predecesor. Unos decían que fue un infarto; madame Devin opinaba que lo habían asesinado por no tener un perro; otros afirmaban que fue de puro viejo. Y cuando fui consultado por madame Forestier, le dije que había muerto en el cumplimiento de sus deberes de portero, pues ha expirado con la puerta observadora apenas entreabierta, madame, cosa que a ella le encantó, por fina, por alejada de las menudencias del edificio, y por digna de mis relaciones sociales. A Octavia de Cádiz también le encantó, pero por lo ingeniosamente que me había cagado en los muertos de madame Forestier. Soledad Ramos Cabieses llegó, puso sus maletas en el suelo, abrió, miró, y exclamó: ¡Esto me lo desinfectan hoy mismo! ¡Aquí basta con abrir y mirar para saber que el anterior era un cabrón!

Hablando de cabrones, digamos que la vida seguía adelante y que Octavia continuaba llegando cada día más temprano y que nadie me había vuelto a molestar por acompañarla cada mañana a su casa, no bien sonaba el despertador. Pero no era así, Octavia, y ahora quiero que sepas cómo y por qué hubo por lo menos un par de semanas en que tú y yo vivimos exactamente las mismas cosas. Con una diferencia, lo reconozco, tú tuviste que ver para creer que tu padre era un verdadero cabrón. Yo, en cambio, lo supe desde que supe quién eras tú. Desde la tarde aquella de mi larga caminata con Leopoldo, en Solre. Tú dormías mientras él me explicaba el asombro de su mirada cuando nos vio juntos en Bruselas. Aparte de eso, que es enorme, el resto fue igual para los dos. A mí me había llamado el embajador del Perú para contármelo todo. Segundo y afectuoso aviso, tras las veladas amenazas de tu padre, cuando fue a preguntar por mí y el embajador lo encontró tan grosero que le dijo, textual, Martín Romaña es un peruano que honra a su país. Pero a mí me tuvo que advertir. No se puede contra lo que no se puede, embajador, le respondí, y me despidió con palmadas de afecto en la espalda: cuídese, Martín.

No me cuidé, mi amor. No me cuidé porque era horrible verte llegar cada día más alegre, más abstracta, más doble, y porque era desgarradora la manera en que lo hacías todo como si fuera la última vez. El diván, Octavia, no cesabas de decir mi diván, mi diván, mi diván, y a veces, cuando hacíamos el amor, te aferrabas a ese mueble de porquería como si el mueble fuera yo. Y el último día, ¿coincidencia?, llegaste a las diez de la mañana y me despertaste diciéndome hoy he venido más temprano que nunca porque necesito disfrutar más que nunca de mi diván. Nunca te comprendí más. Si yo quería tanto a mi esposa, cuando tú apareciste, por qué no ibas tú a querer también a tu familia cuando yo aparecí. Mi esposa se fue para siempre y qué importancia tenía entonces que en lo más hondo de mí continuaran vibrando los viejos recuerdos, ya ni buenos ni malos, sólo tiernos recuerdos de una muchacha que estornuda en Brasil y yo sueño que ha estornudado en París. Eso era problema mío. Problema tuyo y mío era que tu familia sí existiera. Entonces yo te propuse lo que tú me habías propuesto ya. Fugarnos. Que escogieras, ahora que por fin yo había terminado de comprenderlo todo. Pensé: si me deja, será porque hay gente que me acusa de ser exactamente todo lo contrario de lo que decidieron Inés y un grupo de gente. ¿Cuál de los dos soy? Pero estos argumentos los dejé de lado cuando te propuse fugarnos. ¿Por qué los dejé de lado? Porque yo no tuve que escoger, Octavia. Fui escogido, por decirlo de alguna manera. Escogido por Inés, primero, y por tu familia, después. Todos estos argumentos los dejé de lado porque no quise influir en nada en ti, aunque te confieso, sí, te confieso que te propuse fugarnos cuando como nunca te vi aferrada al diván.

—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamaste.

¿O suplicaste?

—Entonces no sé quién soy —murmuré.

Y gracias, amor mío, por no haberme dicho Maximuski en aquella oportunidad. La Sopa China. El Rancho Guaraní. Ya nada era lo mismo. Y tu relación con el diván se convirtió en algo realmente desgarrador. Bencina. Un par de días más. Verdaderas carcajadas y bencina. Es lo que recuerdo. Y nuestra estrategia: regresabas sola a tu casa. ¡Qué maravilla! Y hasta cuándo creías que iba a durar todo eso. ¿Una eternidad? Dos días, mi querida Octavia, y tu padre es un cabrón.

Yo acababa de acompañarte al auto de Jean Pierre. Al auto de Jean Pierre sin Jean Pierre. Mierda, Octavia: eras realmente enternecedora. Y por ser tan enternecedora le habías pedido prestado su carro a Jean Pierre, te habías vestido de luces con escote, me habías dejado manejar a mí, habíamos paseado sin rumbo fijo por París, me enseñabas cada estatua, cada ventana, cada jardín. Fabuloso todo. Llegamos al parque Monceau. Te propuse caminar. Una banca. Nos estábamos besando. Un voyeur en la banca de al lado. Te crispaste todita. Vámonos. En casa te ibas a aferrar al diván. Pero antes, de lo que se trataba era de llegar en ese auto, tú con ese traje, yo llevándote del brazo, impresionar a Soledad Ramos Cabieses, la nueva portera. Ya le daremos su lección. Martín Romaña será respetado por lo que tiene, en vista de que nadie lo respeta por lo que es. ¿Quién es, qué tiene, Martín Romaña? A Soledad Ramos Cabieses le importó un repepino. Su total indiferencia me hizo una gracia increíble. A ti no te hizo la menor gracia, Octavia. El diván. La Sopa China. El Rancho Guaraní. Tímidamente, pediste que te cantaran tu canción. Aprendimos a quererte. Me sonó terriblemente a canción de despedida. ¿A ti también?

El diván. El despertador. La acompaño hasta el automóvil de Jean Pierre. La noche aún está en la calle. Hacemos cualquier cosa menos aferramos. En realidad, lo que hacemos es estirar los brazos, poner cada uno las manos sobre los hombros del otro y mirarnos hasta estallar en carcajadas. Qué lejos y qué cerca estamos. Te beso, te pido que no te olvides, mañana, de traer tu pijama turquesa. Ya debe estar limpio. Sí, Maximus, sí, Martín, me dijeron que para mañana me lo tenían listo. Te abro la puerta del auto. Cierras. Me inclino para acariciar tus cejas por la ventana. Me traen suerte, te digo, como siempre al despedirnos. Tratas de encender el motor. No enciende. Te has olvidado de algo que hay que soltar o que apretar. Estos juguetes de lujo, comentas. Estos juguetes de lujo, repito. Adiós.

Las persianas de Soledad Ramos Cabieses aún están cerradas. Te veo voltear la esquina y me empujan por detrás. Reacciono: tercer aviso. Avance. Y como deje de avanzar… ¿Una pistola? Tufo de alcohol. Avanzo. En la esquina hay una furgoneta con el motor encendido. Me hacen subir por atrás. Adentro hay tres hombres sentados en una banqueta. Huele a licor. Botellas vacías en el suelo. El tipo que me ha traído cierra la puerta y dice ya. El tipo que maneja voltea, me mira y arranca. Empiezan los golpes y caigo al suelo de espaldas. Trato de ponerme bocabajo, de cubrirme la cabeza con los brazos. Veo cómo me dan un botellazo.

Es todo lo que supe de este asunto, desde que reaparecí tirado en una cama del hospital Cochin, y hasta hoy. Lo demás fueron un par de detalles burocráticos y una carta de Octavia. Primero vino la carta, por supuesto, porque la burocracia siempre es lenta. Faltaba todavía una radiografía de la cabeza. Faltaban aún varios días de oscuridad y reposo, por lo de la conmoción cerebral. Faltaba todavía una semana para que me quitaran los puntos. Treinta en total. Más de diez en la cabeza. Tres en una ceja y dos en la otra. Varios más en los labios y cinco en la mejilla interior derecha. Me sorprendía tener la nariz intacta y me la tocaba a cada rato, en vez de los bultitos. ¿Quién fue? Sólo el padre de Octavia lo sabe. ¿Por qué fue? No se necesitaba leer la carta de Octavia para saberlo.

Adorado Maximus,

¡Cómo explicarte el dolor, la tristeza, el desgarramiento! Eros llegó ayer de Italia y no sabes el bien que me ha hecho verlo. Partimos todos a esquiar a Suiza. Su familia nos espera allá. Aprendí a adorarte, Maximus. No lo olvides, por favor. Ha llegado el momento de ser muy fuerte. Recuerdo a Vallejo: «Tanto amor, y no poder hacer nada contra la muerte». La nieve… El frío… La tristeza… La pena… El absurdo… La nada… Zalacaín nunca más y siempre,

Octavia de Cádiz.

Es la única carta que no le contesté. Digamos que habría tenido que insistir en que su padre fue un cabrón. Respondí, en cambio, la carta que me enviaron de la Prefectura de París. Debía seis francos por el uso de una unidad del Socorro Policial. Me habían recogido a las ocho en punto de la mañana, en la rue Veronese, París 13, y me habían trasladado al hospital Cochin. Más o menos un par de horas de paseo entre París 5 y París 13. Envié un cheque por doce francos. Seis por el viajecito hasta la rue Veronese y seis por el segundo viajecito. El cheque fue cobrado, sin duda porque no añadí comentario alguno a la irónica suma que en él figuraba, y por eso debo decir que, hasta hoy, sólo el padre de Octavia sabe quién fue. El tiempo diría lo que supo Octavia.

Un día me levanté, hice gimnasia, tiré el último cigarrillo de mi vida a la basura, y me instalé en mi sillón Voltaire para volver a empezar.