Este diálogo es fruto de una elaboradísima reconstrucción histórica. Gran parte de él está basado en las miradas que le pegaba Octavia a la eternidad y en alguna que otra mirada que le pegó a Martín Romaña en momentos en que, por decirlo de alguna manera, estuvo a punto de dar de sí. Hemos puesto particular interés en la diferente intensidad de las caricias que Octavia se dejó hacer en una mejilla, en la frente, y sobre todo en las cejas, durante una visita a París, comparándolas luego con las que se dejó hacer durante otra visita. La curva fue siempre trascendente, por ambas partes. Hemos utilizado asimismo todo tipo de reacciones de Octavia a los comentarios acerca de la diversión de sus piernas que le hiciera Martín Romaña, con anterioridad y posterioridad a lo que él insistió en llamar siempre «el accidente ja já». Hemos recurrido, igualmente, a fotografías de Octavia, a sus silencios, a las partes de sus cartas escritas entre líneas, a la diferencia de intensidad que notamos entre algunos besitos y, por supuesto, también entre algunos besos volados, ya que éstos se dieron siempre en los momentos de despedida. Dos fuentes valiosísimas han sido también las palabras o trozos de palabras pronunciados por Octavia, que, con gran cautela, fueron cotejadas con las obras completas de Freud (Eros y Tanatos y La interpretación de los sueños, en particular), y la gran cantidad de verdades que, queriéndolo o no, dejó escapar Martín Romaña en la época en que hablaba de Octavia de Cádiz. Hemos tratado de consultar con la mayor cantidad de personas, entre las que lo escucharon, pero en este esfuerzo nos vimos limitados por el costo que habría significado recorrer todos los itinerarios por los que Martín Romaña fue haciendo camino al hablar. Nuestro agradecimiento muy especial, en lo que a esta búsqueda respecta, a sus amigos peruanos Julio Ramón Ribeyro y Gran Lalo, a las señoritas Catalina l’Enorme y Carmencita Brines, y a la portera de nacionalidad española Soledad Ramos Cabieses, que trabajó en el edificio en que vivió Martín Romaña, desde la muerte por inclinación y edad avanzada del portero anterior. En cuanto a madame Pascale Devin, sólo podemos decir que se negó a mostrarnos las cartas que le fueron enviadas por Martín Romaña a lo largo de los años en que fueron vecinos. Por último, nuestro agradecimiento al propio Martín Romaña por haber contado por calles y plazas de París, estando nosotros presentes en numerosas oportunidades, la desgarradora y real escena de la comida con Octavia de Cádiz, la noche anterior a su boda. La comida, en verdad, tuvo lugar en un pequeño y hermoso restorán llamado La Colombe, aunque resulta muy comprensible que Martín Romaña haya querido ocultar este hecho para despistar a la policía privada de la familia de Octavia, aunque también hay otras versiones, como la del escritor Bryce Echenique, según la cual ese primer afán de despistar le resultó muy costoso a Martín Romaña, a la larga, pues lo llevó, siempre en un afán de despiste con el cual sólo logró irse despistando cada vez más, a cambiar de bares, distritos, ciudades, hasta que de esa manera resultó pidiéndole dinero prestado a medio mundo y pagándolo luego con media fortuna de su señora madre, para seguir hablando y despistando por otros países, víctima de un verdadero delirio de persecución. El escritor peruano ve también aquí la verdadera razón de la expulsión de Martín Romaña de su trabajo en la Universidad de Nanterre, lugar que además había dejado prácticamente de frecuentar desde que Octavia de Cádiz empezó a pasarse día y noche metida en su departamento, aunque sin llegar nunca a vivir con él a tiempo completo.
No saben ustedes la borrachera que me pegué esa noche. Pero con clase, con dignidad, y sin perder en momento alguno el sentido de la autocrítica, el sentido del humor, el sexto sentido, ni el equilibrio. Cerraban para siempre La Sopa China, cosa que yo atribuiré mientras viva al deseo de los padres de Octavia de irme dejando sin recuerdos, mientras en Italia se iban encargando de dejarla a ella sin memoria. Esto jamás lo lograron, y además tuve la suerte, precisamente esa noche, la última que pasé en La Sopa China, de que Pierrot, uno de los hermanos armenios que me atendían siempre, me obsequiase finamente el afiche de Octavia para que yo pudiese seguir hablando con ella hasta llegar a mi departamento y me venciera el sueño, porque debo confesar que durante largo tiempo no me atreví a dormir en la otra parte, por temor a herir a Octavia, ni mucho menos en su diván, por temor a herirme yo más todavía. Hoy tengo el problema resuelto: duermo en el sillón Voltaire.
Y cuando me despierto, lo primero que hago es saludar a Octavia, triste, tristísima, y mirando a la eternidad desde la pared de enfrente. Octavia, le digo, voy a prepararme un café. Después, ya es costumbre, le repito estas palabras de bolero:
Y tú retrato calla
Por no decir mentiras
Y lo estrujo
Y lo beso
Y te bendigo a ti…
Como ven, nos hemos ido familiarizando mucho el retrato y yo.