—Maximus —me dijo Octavia, la noche aquella en que ni salimos a comer porque le había pegado al juez Forestier y yo había aparecido con el dedo índice pegado para siempre en un verso de Vallejo. Eran las tres de la madrugada y no teníamos hambre y habíamos hecho el amor de nuevo y seguíamos sin tener hambre y no nos había importado ni que el Che Güevará nos estuviera esperando en el Rancho Guaraní.
—¿Qué. mi amor? —le pregunté yo, como media hora después.
—Le pediré perdón a ese señor Maximus.
—Imposible, mi amor. Lo conozco y es el hombre más católico del mundo. Vive incluso como crucificado a su esposa.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Claro que tiene que ver porque ha dicho que no ha visto nada y se trata de una persona que no miente jamás.
—Pero si yo lo he visto y hasta le he pegado.
—Eso no tiene nada que ver, Octavia. Y perdóname, pero por más desnuda que seas, él no te vio. Y como no te vio, tú no le pegaste, ¿me entiendes?
—Sí, Martín, a ti te lo creo todo.
—Pues entonces asunto concluido.
—De acuerdo. Pero ahora pasemos al otro asunto.
—¿A qué otro asunto?
—Al del portero que cuenta todo lo que haces, al de la propietaria que instala sus manzanas para vigilarte, al de la vecina de abajo que protesta cada vez que oyes música, y al de cualquier otro vecino que te moleste.
—Hay males que no tienen remedio, Octavia. Y en el departamento anterior la cosa era peor todavía. Aquí, por lo menos, puedo recibirte.
—Sí, pero lo primero que sucede es que el portero le cuenta a la propietaria que estás recibiendo a una muchacha cualquiera.
—¿Tú, una muchacha cualquiera? Já…
—Para ellos sí, Martín. Para ellos soy una muchacha cualquiera. Ando siempre vestida de negro, siempre metiendo bulla en la escalera, siempre mirándolos burlonamente, siempre en un carro que no vale un millón de dólares. ¿Me entiendes?
—Me imagino que te entiendo, pero ¿qué ganamos con eso?
—Maximus, vámonos ya. Mañana lo comprenderás todo mejor.
—¿Comprender qué, mi amor?
—Espérate y verás. Para mí todo seguirá igual, pero mañana empieza una nueva vida para ti. Y ahora necesito pensar y descansar.
Lo que empezó mañana fue algo rarísimo, algo que nunca sabré si calificar de lucha de clases, de diferentes clases de lucha, o de la lucha que emprendió Octavia en defensa mía, con gran clase y mejor estilo. Yo me había levantado, duchado, y desayunado, y estaba esperando a Octavia en la ventana, cuando sonó el teléfono. Respondí, porque me pareció notar algo nasal en la llamada. En efecto, era Octavia, llenecita de novedades acerca de mi nueva vida. De ahora en adelante, me explicó, iba a llegar los días pares en el automóvil de un millón de dólares de Mario, un joven portugués y multinacional, al cambio actual, entroncado con una rama de la familia real del trono de la ex metrópolis de Portugal y…
—Te vas a quedar sin aliento. Octavia.
Me colgó para siempre, con orgullo de clase, pero ya eso me lo había hecho un montón de veces porque en el fondo le encantaba que yo la llamara de la United States Embassy, para decirle al mayordomo que le anunciara a la señorita Octavia que el coronel USA Richard Cantwell se hallaba de paso por París, tres días, y que deseaba tomar un martini doble y seco con ella y un ramo de flores. Todo esto lo decía con un deplorable acento norteamericano que me salía tan perfecto, en francés, como el acento inglés, porque he sido educado en colegios norteamericanos e ingleses, lo cual me ha producido una acentuada esquizofrenia en inglés. Y aprovecho para contarles, mientras Octavia contesta, que algo por el estilo me está sucediendo en castellano, pues prácticamente todo lo que estoy contando lo sufrí en francés. No se imaginan lo horrible que es tener que traducir a Octavia del francés, por ejemplo, y cuando por fin logra uno encontrar la palabra acertada y nasal, juácate, se atraca el bolígrafo de mierda.
—¡Richard, darling, cuándo llegaste! —exclamó Octavia con santo y seña.
—Hace un instante, cuando me colgaste.
—¡Oh qué maravilla, Richard!
—Te ruego que me perdones, Zalacaín.
—¿Y hasta cuándo te quedas, Richard?
Era el santo y seña nuevamente, lo cual debía decir que algún miembro importante del búnker debía andar en las cercanías y que debía esperar una nueva llamada. O sea que me despedí y, copa de coñac en mano, seguí en amena sobremesa con el embajador de mi país en Francia.
—Coronel, ¿qué piensa usted sinceramente de la actuación del general Patton en la Segunda Guerra Mundial? —me preguntó su excelencia.
—Well, I think —empecé a decir, mientras me asomaba nuevamente a la ventana, bañado en esquizofrenia, por culpa de Octavia de Cádiz, de Ernest Baroja y de Pío Hemingway—, I think that…
Media hora después el teléfono volvió a sonarme nasal, pescándome totalmente desprevenido en inglés, por lo cual dije mierda en este idioma, primero, mierda en el mío, después, y mierda en francés, antes de descolgar.
—¡Richard! ¡Richard! ¡Richard! —exclamó la pobrecita.
—¿Cómo, sigue el santo y seña? ¿Para qué me llamas entonces?
—Perdón, Maximus, es que a veces me confundo.
—¡Olvídame pero no me confundas! —le dije furioso, porque estas frases le encantaban.
—¡Imposible olvidarte! ¡Eres un colonnello inconfundible! —exclamó Octavia, pasando por segunda vez consecutiva sobre el cadáver de Maximus, quien, a su vez, hacía siglos que había pasado sobre el cadáver de Martín Romaña. Pero en fin, era la época en que aún no lograba perderme entre tanta gente. El lío que se me hizo, en cambio, cuando empecé a hablar…
—Nos quedamos en los días pares y en Mario, Octavia —le dije, agregando que ahora sí lo recordaba todo.
Mario era uno de los tres pretendientes con que Octavia había roto porque los quería tanto que no podía romper sólo con dos, debido a su hipersensibilidad y a la parte más bonita, aunque no adinerada, al cambio actual, de su apellido interminable. Bueno, la revelo de una vez por todas: Octavia Marie Amélie de la Bonté-Même [6]. Los demás apellidos de Octavia no me atrevo a mencionarlos, no por temor a la justicia, ya que conmigo se cometió una mayúscula Injusticia, sino por temor a algo que César Vallejo no supo acerca de los golpes de la vida y que yo sí sé: son en la cabeza y en la boca, primero, y luego, como en el valsecito peruano, en Alma corazón y vida.
—Y los días impares —me explicó Octavia, vendré con Jean Pierre.
—¿Y ése también tiene un automóvil multinacional?
—Más que Mario, Maximus, pero no es tan cabeza coronada.
—¿No es tan qué?
—Cabezas coronadas son los que pertenecen a una familia con cierto tipo de título, Maximus —me explicó Octavia, con tal naturalidad, que no me quedó más remedio que explicarle lo más naturalmente que pude que, en el Perú, por culpa de una tribu llamada los jíbaros, sólo teníamos cabezas reducidas.
Volvió a colgarme para siempre, y vuelva usted a la United States Embassy. Llamé nuevamente con santo y seña, y le pregunté, sin el menor ánimo de burla, lo juro, qué día le tenía reservado al tercer ex pretendiente, el italiano, en vista de que ya estaban reservados los días pares e impares. Con la mayor naturalidad, Octavia me respondió que ninguno, puesto que vivía en Milán. Entonces, con la mayor naturalidad, lo juro también, le pregunté qué día me correspondía a mí.
—¡El resto de la vida! —exclamó Octavia, y yo ya me estaba diciendo que eso iba a resultar algo así como un ménage à trois multinacional, cuando la pobrecita volvió a exclamar—: ¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus!, con abstracción, y colgó.
Me abstraje completamente, como sucede siempre que uno no entiende nada, y regresé a la ventana del departamento con la copa de coñac de la embajada norteamericana, aunque ahora era en realidad una copa de vino. Pasó una hora, durante la cual pasó también madame Forestier en busca de manzanas, pero la puerta del saloncito estaba cerrada y no tuve que explicarle que no me había dado a la bebida sino a la bencina. Por fin, a las mil y quinientas, apareció por primera vez en la historia de mi calle y de mi vida, un automóvil que sólo podría describir como de colección o desfile de modas. Detúvose ante mi puerta, porque ese automóvil no se detenía, deteníase, y de él bajó un muchacho también de colección y desfile de modas que, acto seguido, cruzó íntegra la calle, porque el auto era de ese ancho, y le abrió la puerta nada menos que a Octavia vestida por primera vez de la Bonté-Même. Fue horrible mi desilusión al verla en ese estado, pero como Octavia me conocía mejor que tú, mamá, miró hacia arriba, me dio un beso volado anterior a la época de los besitos y besos volados, y procedió a sacar arrugadísimo de una cartera demasiado chiquita para ser tan cara, el pijama turquesa del santo y seña, que a veces se llevaba para que lo lavaran chez Christian Dior. Y entonces no sé qué pasó abajo, pero a juzgar por los forcejeos, la desilusión de Mario debió ser horrible.
—Más allá hay un parking —les avisé desde mi ventana, para que vieran que no había visto ni oído nada, y porque la verdad es que el carro llenaba íntegra la calle y no tardaba en venir la grúa.
—Es un carro anti-grúa —me hizo saber Mario, con un odio que se metió por la ventana y me salió por la otra oreja.
Quien con niños se acuesta…, pensé, porque Mario parecía casi tan joven como Octavia y era, sin duda, un niño anti-grúa también. Y ése fue, mi querido Leopoldo, el primer aviso de la terrible modernidad del dinero. Por fin, Octavia empezó a echar abajo la puerta, como siempre, y yo corrí a abrir, flexionando muchísimo las piernas, en mi carrera, porque había que estar en forma. Y es que Mario era, en efecto, irascible como pocos y celoso como ninguno. Lo malo, claro, es que yo en el fondo lo comprendía, como comprendí a todos los hombres que adoraron a Octavia de Cádiz, en mi afán de poder seguir siempre a su lado, aunque sea con otro hombre al lado. Entonces, yo, treinta y cuatro años, nuevamente futuro escritor, porque así se lo había jurado a Octavia, pobre, porque era joven (aunque claro, comparado con los otros…), y por lo tanto feliz en París, que era una fiesta con Octavia, llamé a este tipo de amor el amor alado. Y hoy, claro, por haber tenido una cabeza tan jíbaramente reducida y poco coronada, este tipo de amor ha cambiado de nombre y se llama el amor delado.
Pero volvamos a Mario, antes que empiece a matarme. Eran las siete en punto de la noche, cuando él ya me había preguntado de qué vivía yo y Octavia le había respondido que me ganaba la vida con la noche, la luna y las estrellas, y mis primeros libros sobre la noche, la luna, y las estrellas, mientras con un trocito de papel color turquesa, símbolo del pijama, me hacía señales de amor y paz, por favor, sin que Mario la viera porque le estaba bastando con una miradita al departamento para llegar a la conclusión de que yo era el escritor más fracasado del mundo.
—Hay escritores con estrella y otros que nacen estrellados —me dijo, sin aludirme en absoluto; más bien se trataba de demostrarme que dominaba perfectamente bien el castellano.
Shakespeare le contestó, en perfecto inglés y con medido esnobismo, que eran las siete, hora de los caballeros, es decir, hora de tomarse un drink, queridos amigos. Y la bestia de Octavia volvió a sacar íntegro el pijama turquesa de la carterita que lo arrugaba. Nunca la adoré tanto, pero, la verdad, exageraba.
—¿What will the drink be? —me cagó Mario, porque el acento y la flema eran perfectos, a pesar de la furibundez.
—Octavia’s cup of tea is red wine with tapita de plástico —le devolví la pelota, con perfecto revés, rasante y cruzado.
Increíble lo bien que puede enseñarnos a jugar tenis un psiquiatra, me dije, al ver que como nunca, subía a la red, retrocedía, volvía a atacar, y todo con una serenidad que le disimulaba hasta la taquicardia a Mario, que también estaba jugando con taquicardia; aunque no a Octavia, que me conoce mejor que tú, mamá, y que también conoce a Mario mejor que su mamá, mamá, porque ya no tardaba en matarme cuando ella dijo que, en efecto, su drink favorito era el tintorro con tapita de plástico, cosecha La Sopa China 1968, y Mario gruñó que el suyo también, con lo cual perdió ese punto porque el vino era pésimo y además era lo único que tenía para invitar.
Pero, aunque me lo propuse, porque yo siempre comprendí a los hombres que adoraron a Octavia de Cádiz (más bien no entendía lo contrario), no llegamos juntos a La Sopa China. No sé, fue una de esas mezclas de nervios y de mala suerte. Yo estaba abriendo la segunda tapita de plástico, cuando ésta saltó como si fuera champán, y fue a caer mojadita y manchadora en el pantalón de Mario. A Octavia le consta: qué no hice por evitarlo, empecé a silbar Lisboa antigua y todo, pero me quedé muy al comienzo debido a una estrangulación en el suelo. Octavia le pegó una feroz patada a Mario, logró sacármelo de encima, y se puso en su lugar, gritando:
—¡Para matarlo a él tendrás que matarme a mí primero!
La estaba besando, aun bastante estrangulado, cuando escuchamos el llanto a mares de Mario, porque si no no lo habríamos escuchado. El pobre se había arrojado desconsoladamente sobre el diván de Octavia y realmente lloraba a mares para que lo pudiéramos escuchar.
—Levántate de ahí inmediatamente —le dije sobradísimo, porque Octavia y yo hasta nos habíamos puesto de pie besándonos.
Pero en menos de lo que canta un gallo, Octavia ya me había pegado una feroz patada a mí y se había tendido cuan grande era sobre Mario para consolarlo desconsoladamente. Pobrecita Octavia, a juzgar por la ternura de su voz, por lo débil que le salía, por lo nudo en la garganta que hablaba, parecía ser la que más sufría en ese momento. ¿Qué hago, Leopoldo? Bueno, lo que importa es lo que hice, con mecanismo de defensa. Me serví otra copa de vino, me vine aquí al Voltaire, y comencé a imaginarme que el que estaba en el diván con Octavia era yo, gracias al vino. Ahí nunca se había tumbado nadie más que Octavia y yo. A Octavia podía verla y oírla perfectamente porque estaba encima y ésa era su voz. Yo no podía verme a mí mismo porque estaba debajo y boca abajo. Y en ésas andaba, defendiéndome como un león, gracias al vino, cuando Mario estiró una pierna y se notó la enorme diferencia de calidad entre la tela de su pantalón y la del mío. Horror. La cortina estaba cerrada, no pude más, saqué el cordón, y la abrí de un sólo jalón.
Octavia pegó el salto de su vida y me miró sorprendidísima, realmente aterrada. Luego miró sorprendida a Mario, realmente aterrada, también. Y me volvió a mirar y también Mario y yo nos miramos y miramos a Octavia sorprendidos y aterrados. Tremendo quid pro quo, pensé, y ésta en su infinita bondad es capaz de repartir el pijama turquesa entre los dos. Y le dará la parte de Mario a Martín y la de Martín a Mario. ¿Qué hago, Leopoldo? Leopoldo me había respondido meses antes: Terminarás quedándote con el símbolo del pijama, Martín.
Sonó el timbre y, por supuesto, les hice shiiii, porque no estábamos para timbres. Pero al cabo de un momento volvió a sonar. Shiii, me hizo Octavia, con el dedo. Esperamos. La persona seguía ahí. No bajaba las escaleras. Y sonó el timbre por tercera vez. No sentí pánico porque madame Forestier ya había pasado, y ni me ocupé de correr a cerrar la puerta del saloncito. Shiii, hizo Mario, con un dedo, como si por momentos siguiera siendo yo. Shiii, le respondí, para saber quién era yo. Entonces escuchamos la llave en la cerradura y Octavia empezó a conversar alegremente y a llenar las copas de vino. Madame Forestier ya estaba en la puerta del saloncito, sonreía, incluso. También nosotros la mirábamos pero sólo yo sonreía. Por fin, habló:
—No sabe usted cuánto lo siento, señor Romaña. Hace un rato vine a buscar unas manzanas y me olvidé de ponerle tres o cuatro en la cocina, como siempre.
—No ha debido molestarse, madame.
—Al contrario; detesto olvidarme de sus manzanas.
—Mil gracias, madame.
—Bueno, pero no me ha presentado usted a sus amigos.
—Ah, caramba, perdone, madame…
No tuve que mover un dedo más. Octavia y Mario se presentaron con todititos sus nombres de cabezas coronadas y hasta le ofrecieron llevarla de regreso a su casa en el automóvil multinacional.
—Mil gracias —dijo ella, haciendo mil reverencias, pésimamente mal hechas, bien hecho, porque en su vida había visto una cabeza coronada y viviente y mucho menos en casa de un tipo de cabeza reducida. Además, yo no hacía reverencias, yo era amigo de tamañas cabezotas—. Mil gracias —repitió—, pero mi automóvil está detrás del suyo, monsieur. Porque el que está abajo es su automóvil, ¿no, monsieur?
—¿Quiere usted que lo saque para que pueda usted pasar?
—No, no, no se moleste, por favor. Saldré retrocediendo. La esquina está apenas a unos metros.
—Mil gracias, señora —le dijo Octavia, extendiéndole la mano.
—¡Señor Romaña! —exclamó madame Forestier, dando un primer paso atrás, porque también se fue retrocediendo—, ¡el departamento está impecable!
Mil gracias, Octavia, me dije, mirándola con eterno agradecimiento. Por fin lo había entendido todo. A ella le gustaba andar en un automóvil pequeño y modesto y a mí me gustaba que anduviese siempre vestida como una muchacha cualquiera. Y hoy, hoy el portero había llamado a madame Forestier, que acababa de pasar, y madame Forestier lo había escuchado atentamente y había salido disparada para ver y creer. Y ahora acababa de bajar disparada para decirle al portero que el señor Romaña debía ser un Inca o algo por el estilo, usted sabe que lo perdieron todo cuando la conquista española, no la francesa, monsieur, y ahora madame Forestier iba a correr hasta su casa a contarle a sus hijitas, y ahora el juez Forestier iba a decir distraidísimo nada nada y Dios Dios.
Y ahora, por último, volvíamos a ser tres e inmediatamente había desaparecido tanta cordialidad. En su reemplazo, un silencio total. Mario y yo no tardábamos en volver a hablar en inglés, nuestro idioma del odio. Octavia decidió ser muy muy justa.
—Mira —le dijo a Mario—, anda hasta la rue Mouffetard y pregunta por un restorán que se llama La Sopa China. Y espérame ahí.
Mario obedeció obedientísimo y se fue feliz a buscar La Sopa China.
—¿Y yo?
—Tú me esperas en el Rancho Guaraní. Después iré a buscarte ahí, sola.
—Pero Octavia, La Sopa China es nuestro restorán.
—Comprende, Maximus, por favor.
—Claro que comprendo, pero es que me pides cosas imposibles.
—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamó la pobrecita.
—Maximus qué.
—Comprende que Mario me quiere y que yo siento una enorme ternura por él, que me gusta verlo. Comprende que ustedes dos no pueden estar juntos sin matarse. Apenas bebieron unas copas y casi se estrangulan. Cómo será si siguen bebiendo.
—Te juro que no beberé una gota más.
—Imposible, Maximus, no les tengo confianza.
—No volverá a pasar, te lo juro. Déjame ir…
—Pasa siempre, Maximus.
—Pero si es la primera vez que veo a Mario, Octavia.
A Octavia se le hizo un nudo en la garganta cuando me explicó por qué había dejado de salir con sus tres pretendientes. Nunca pudo escoger uno, porque le daban una pena terrible los otros. Y jamás pudo conservar a los tres, porque se buscaban de un país a otro, de Francia a Italia, de Italia a Portugal, y de Portugal a Francia, para matarse.
—Por eso sé que te quiero más a ti. Y por eso sé que el día que escuché tu nombre supe… quise verte… conocerte…
—Rompiste con los tres… Sigue sigue, mi amor.
—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamó la pobrecita, con tal abstracción, esta vez, que tuve que salir corriendo por el frasco de bencina.
Octavia estaba abriendo la puerta, cuando regresé. Falsa alarma. No lloraba. Le dije que con ese traje podían hasta insultarla en La Sopa China. Me respondió que el clochard de la cara de bueno la piropearía más que nunca.
¿Han sentido ustedes alguna vez celos de un clochard? Pues yo sí. Horribles. Y Octavia se dio cuenta.
—No te preocupes, Maximus —me dijo—: Comeré rápido y llegaré al Rancho Guaraní no bien abran. Y con una sorpresa, además: Tengo mi pantalón y mi chompa en el carro de Mario.
—¿Y te vas a desnudar delante de él?
—Me voy a cambiar en su carro, Maximus. Y basta ya, por favor.
—¿Y el bolso y el sombrero?
—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamó la pobrecita, escaleras abajo.
En la puerta del edificio la esperaba el portero. Le abrió de par en par, y se inclinó lo más que pudo, a su edad.
Al día siguiente le tocó a Jean Pierre con el mismo automóvil pero de otra colección o de otro desfile de modas, en fin, yo no entiendo nada de automóviles. Y tampoco de trajes, porque Octavia apareció con uno que me gustaba mucho más que el de ayer pero muchísimo menos que su pantalón, su chompa, su bolsa y su sombrero negros. Desde la ventana, le pregunté si los traía en el auto, y ella me respondió tranquilízate, con una seña, y abrió una de las puertas posteriores del carro. Demonios, me dije, al ver que aparecía un perrazo de lujo, Jean Pierre viene armado.
—¿Te gusta? —me preguntó Octavia, desde la calle—. Es un galgo ruso.
—Bueno, aún no lo sé, pero ya me iré enterando.
El galgo le ladró al edificio, por no ser de su condición social, luego a la inclinación del portero a su edad, luego a la edad de la escalera, por no ser ni de época ni de estilo, luego a mi puerta, por ser mi puerta, total que Octavia tuvo que pegarle un grito porque también le estaba ladrando al escritor que nació sin estrella y estrellado. Lo saludé en inglés, pero Octavia me prohibió terminantemente burlarme del perro de sus padres. Con razón: ya yo había sentido un ligero olor a búnker.
—Creí que era de Jean Pierre —dije, dejando de husmear, saludando a mi nuevo amigo multinacional, y colocándome al otro lado de Octavia, con la comprensión que me caracterizaba entonces.
Jean Pierre no me dejó con la mano estirada, felizmente, pero en cambio nos tasó al departamento y a mí juntos, en tiempo récord, y a pesar del sillón Voltaire, que sí era de época y de estilo, según madame Forestier y el inventario que yo firmé. Saqué una botella del tinto de la casa, y el galgo ruso le ladró a la tapita de plástico. ¡Sentado y callado!, le gritó Octavia, o sea que también Jean Pierre y yo nos sentamos calladitos. Y hasta hoy no sé en qué momento pasamos del mutismo a las manos.
Pero en esta oportunidad la estrangulada era Octavia, por ser Jean Pierre el más hipersensible de sus pretendientes, y entonces yo, ni tonto ni perezoso, aproveché para instalarme cómodamente detrás de él y proceder a una estrangulación rápida, precisa y eficaz, para que Turgueniev, el galgo ruso, continuara callado y sentado, de acuerdo a las instrucciones recibidas y a lo acostumbrado que estaba a ver cómo este amigo de la familia intentaba matar a la hija menor de sus amos, mientras otro hombre intentaba matar al señor que me ha sacado a pasear en carro.
Pobre Octavia, Jean Pierre realmente la estaba matando, sin que yo lograra aún encontrar la cantidad adecuada de estrangulación. Y es que el tipo la adoraba, a gritos se notaba que la adoraba, no había manera de que se despegara de Octavia. Decidí ponerle fin al incidente, en vista de que ella, noblesse oblige, ni se defendía siquiera en su afán de que fuera yo quien le había salvado la vida, e invité a Jean Pierre a invitar a Octavia a La Sopa China sin mí. Pero él, estrangulado y todo, noblesse oblige bis, me dijo que con una condición.
—¿Cuál, Jean Pierre? —aflojé un poquito, porque apenas se le entendía.
—Invitar a Octavia al Rancho Guaraní después y que tampoco vengas tú.
Octavia, que seguía sin defenderse, por las razones antes evocadas, metió con las justas la mano por el escote de su vestido tan elegante, y me anudó la garganta de emoción al extraer del lado izquierdo, como quien dice del corazón, el papelito color turquesa símbolo.
—De acuerdo —dije, pero con una condición.
—¿Cuál, Maximus? —me preguntó Jean Pierre.
—Yo sólo me llamo Maximus para Octavia —aclaré, porque eso sí ya era demasiado.
—De acuerdo, pero entonces no sé tu nombre.
—Me llamo Martín Romaña y lo que quiero es que esperes abajo y me dejes hablar un rato a solas con Octavia.
—No.
—Sí —intervino Octavia, por primera vez y con las justas.
Y el pobre Jean Pierre nos dio a todos una verdadera lección de hipersensibilidad: no sólo la soltó, lloraba incluso. Lloraba con el más grande refinamiento que he visto en mi vida. Increíble el tipo. Se mojaba los dedos con sus propias lágrimas, y con ellas, y los dedos también, claro, acariciaba el maravilloso cuello que segundos antes había tratado de exterminar. Cada cabeza coronada que me toca ver, pensé, pero definitivamente no era el momento para convertir mis pensamientos en opinión pública.
—Basta ya, Jean Pierre —le ordenó Octavia, aunque con voz muy tierna—. Baja y espérame en la calle unos minutos.
No bien se fue Jean Pierre, Turgueniev se incorporó para morderme, probablemente porque Octavia no podía quedarse sola con un tipo como yo. Increíble, pensé, me gruñe a mí y en cambio Jean Pierre puede estrangular a Octavia sin que éste se digne mover una oreja. Realmente increíble, el tal Turgueniev, debe descender de una rama de perros entroncada a los de la familia de Jean Pierre. Sí, eso, ya lo iba entendiendo todo, y Turgueniev no tardaba en despedazarme. Octavia le dio un manazo en el hocico, lo agarró del collar, lo sacudió fuertemente, y lo amenazó con castigarlo muy severamente si volvía a molestarme. Turgueniev, sin duda, tenía deberes sagrados que cumplir e insistió en sus gruñidos. Pues bien, le dijo ella, nada me habría gustado menos: te vas inmediatamente a la otra parte. Abre la puerta, Maximus. Obedecí, Turgueniev entró pegándome un último gruñido cabizbajo, vio mi antigua cama, y de un salto se instaló en el lugar que antaño me tocó ocupar. Cerré con una fuerte descarga de pasado encima, y procedí a ponerme hipersensible pero con miras al futuro, gracias a la rapidez de mis reflejos emocionales.
—¿Y ahora qué, Octavia?
—Trae bencina, Maximus.
—Inmediatamente, mi amor.
Pensé que Octavia se iba a desinfectar el cuello, o algo así, pero cuando regresé estaba llorando a mares tendida sobre el diván. Lloraba y me contaba que esto no podía seguir así.
—Pero si recién empezó ayer, mi amor, ¿por qué te preocupas tanto?
Como verán, yo era capaz de cualquier cosa por consolarla, pero Octavia seguía llorando.
—Maximus, Jean Pierre es peor que Mario.
—Espérate un instante, mi amor; me he olvidado del trapito de la bencina.
Volví al instante.
—Jean Pierre está muy mal, Maximus. Peor que Mario.
—Bueno, digamos que tienen estilos diferentes.
—No me entiendes, Maximus. Creo que es capaz de matarte. De matarnos a los dos antes que vernos juntos, ¿me entiendes? Yo creí que me iba a ayudar, porque realmente quiero que vivas tranquilo. Mario, por lo menos, hizo todo lo que yo le había pedido.
—Sí, Octavia, pero no bien termina uno de darles la mano a tus amigos, empiezan a estrangular todo lo que ven. Yo no estoy acostumbrado a pelear con la gente. Y siento… No sé… Siento como si me estuviesen entrenando para algo.
Ésta es la frase más profética que he pronunciado en mi vida. Y Octavia, que me conoce mejor que tú y yo juntos, mamá, ni cuenta se dio de su resonancia. Por eso me consta que ella nunca imaginó lo que podía ocurrirme. Por eso se equivocan los que afirman que jugó conmigo como se juega con un perro. Y por eso creo que moriré con la absoluta convicción de que Octavia sacrificó su vida para salvar la mía. Pero, en fin, ya veremos. Hay tiempo todavía[7].
—Mira, Maximus —continuó Octavia—, dejemos esta discusión por ahora. Y acepta, por favor, lo que te voy a decir. Me ha impresionado mucho ver a Mario y Jean Pierre, y voy a tener que consagrarles una parte del tiempo que paso contigo. Te voy a ver menos, desde hoy, pero te prometo que no va a durar mucho. De todas maneras el pijama turquesa se queda en tu departamento.
—Mira, Octavia, yo soy de la opinión de que también a ellos los ha impresionado muchísimo verte de nuevo, y por consiguiente los dos están peor que nunca. La solución sería que los juntaras una de estas tardes. Con lo que les gusta, se estrangulan en el acto y nos deshacemos del problema.
—No me gustan esas bromas, Maximus.
—¿Y tú crees que a mí me gusta todo lo que está pasando? Te has equivocado, Octavia. Lo has hecho por ayudarme, de acuerdo, pero te has equivocado. Acepta eso y haz desaparecer a estos dos monstruos de lujo.
—No puedo. No puedo por la sencilla razón de que ellos me necesitan más que tú.
—¿Por qué? Dime por qué vas a pasar más tiempo con ellos que conmigo.
—Porque estoy enamorada de ti y no de ellos, Maximus.
Definitivamente, pensé, Descartes existe hasta en las mejores familias. Le dije, en cambio, porque la adoraba, que bajara ya, que probablemente Jean Pierre se estaba estrangulando solo ahí en la calle. Ven con ellos, ven sin ellos, ven con ellos y con Turgueniev, en fin, haz lo que quieras, Octavia.
Olía como nunca a bencina cuando Octavia abandonó el departamento con Turgueniev. Miré la botella de vino casi llena. En la cocina hay dos o tres más, pensé, e inmediatamente me convertí en el personaje aquel de la ranchera que opta por emborracharse de una vez pa todo un año. Nunca lo había hecho en mi vida, por una mujer, y no saben la emoción tan profunda que sentí al notar los primeros tambaleos por tu amor que tanto quiero y tanto extraño, cuando me acerqué por enésima vez al tocadiscos y puse la misma canción. Ni comí, siquiera, por culpa de la mujer del disco. Sonó mil veces el teléfono, pero yo nada de responder hasta dentro de un año, porque era madame Devin, como casi todas las noches, para decirme qué se ha creído usted. Después subió y empezó a echarme la puerta abajo, y yo le respondí echándole la puerta abajo desde adentro, con gran eficacia porque estuvo como una hora diciéndole a su perra que era una imbécil, una tarada, una cretina, una perra de mierda y todas esas cosas que le decía siempre por no haberme mordido a tiempo.
Y, en efecto, Dora no me había mordido a tiempo y desde ese día madame Devin, que era más loca que mala, a veces, y más mala que loca otras, vivía debatiéndose entre una rápida mudanza para huir de mí y una nueva estrategia para terminar conmigo. Podría decir, sin temor a exagerar, y basándome en ciertos recuerdos y observaciones, que madame Devin era más loca que mala los días pares y más mala que loca los impares. Pero, en fin, esto me exigiría un gran esfuerzo de memoria histórica, y prefiero simplificar. Lo cierto es que el día que me mudé al departamento, ella estaba paradita en su puerta y ocupadísima en que Dora le ladrara con advertencia al desconocido del segundo piso. Yo, en cambio, venía con unas ganas impresionantes de vivir en paz con el mundo, en vista de que estaba en guerra con mis entrañas. Y ahí fue que me crucé con una vieja de mierda vestida de tirolesa, sombrerito de fieltro con pluma verde y todo, y un perro o perra de mierda, ni tiempo tuve de darme cuenta, que le ladraba al desconocido que carga una caja de discos.
—Debe haber reconocido la voz de su amo entre mis discos, madame —le dije, presentándome como Martín Romaña, porque aún lo era, y procediendo en seguida a acariciar la cabeza de este bello ejemplar cuyo nombre tanto deseo conocer y que tan serenamente se deja acariciar cuando usted no le jala la cola.
Esto último no lo dije, por supuesto, pero fue tal el susto que se pegó la vieja al encontrar una mano amiga hacia el final del camino de su vida, que optó por quitarse de en medio del camino de la mía, y para ello no encontró nada mejor que tirar un consabido portazo, aunque tan violento, esta vez, que la pobre Dora no tuvo tiempo de entrar. Toqué el timbre, para señalarle su olvido, con la mejor voluntad del mundo, pero ella prefirió parlamentar con papelitos por debajo de la puerta. Leí: Acepto que me devuelva a Dora, pero con la condición de que se meta usted en su departamento y cierre la puerta con llave. Firmaba Pascale Devin. Y ahora que pienso que ponía condiciones, además de todo, como Jean Pierre, me vuelve la impresión aquella de un mundo dividido estrictamente en días pares e impares, y en manzanas de la concordia y de la discordia. Le di mi acuerdo, inmediatamente, también en forma escrita, y éste fue el comienzo de una larga relación epistolar que no me quedó más remedio que mantener, sobre todo desde la primera desaparición de Octavia de Cádiz (muy concretamente, ya lo veremos, porque a cada rato reaparecía muy abstractamente, ya lo veremos también), en vista de que me sobraba tiempo libre y no podía negarle esas líneas que los dos llegamos a necesitar tanto por soleares. Y confieso: hasta le he enviado postales desde el extranjero.
«Deje a Dora donde está y empiece a subir», decía el último papelito de madame Devin, en mi primer día en el nuevo departamento. Le di un comprendido, también por escrito, recogí la caja de discos, y recordé mientras continuaba escaleras arriba, un programa deportivo que se transmitía por no sé qué radio de Lima, y que a mí me encantaba en la época de mi infancia o adolescencia, o en ambas, no recuerdo, y tampoco importa porque todo fue siempre igual e, incluso, a decir de mis padres, parece que fui mucho más adulto de niño que de grande. Uno de los locutores se llamaba Oscar Artacho, y cuando transmitía las carreras de automóviles siempre se le cortaba la comunicación en la provincia de Celendín, por ejemplo, por culpa de la provincia, naturalmente, y desde Lima todo su plantel deportivo empezaba a llamarlo como loco y a decirle dénos un comprendido, por favor, Artacho, ¿escucha, Artacho?, dénos un comprendido, por favor, ¿qué automóviles han pasado ya por esa localidad, siendo las siete y treinta y cinco de la mañana? Y Oscar Artacho a veces se pasaba horas sin llegar a dar el comprendido, a pesar de los ruegos, y a mí me daba un consabido dolor de estómago, por culpa de Celendín, que nunca llegué a conocer, porque Lima es el Perú y uno se viene a París después.
Pregón Deportivo (así se llamaba el programa), empezaba con un himno cuyos primeros versos me produjeron siempre un extraño desasosiego, que hoy puedo calificar de premonitorio, y por eso cuando puse mi caja de discos en el suelo para abrir mi nueva puerta, estaba entonando: Un canto de amistad / de buena vecindad / unidos nos tendrá eternamente, como en Pregón Deportivo.
Entré, metí los discos, y cerré con llave. Pobre Dora, qué no le gritaron por haberse dejado acariciar por un extraño en la escalera. Déme un comprendido, por favor Artacho, grité también yo, y lo sigo haciendo siempre en mi afán de seguir adelante por las extrañas escaleras de la vida, pero no sé, las sigo encontrando llenecitas de desconocidos y, la verdad, la única razón por la cual me encantaría ser un escritor conocido es por salir en los periódicos que compran mis vecinos.
Volvieron a echarme la puerta abajo, a eso de las dos de la mañana, pero yo ya había bebido de una vez pa todo el año, en pocas horas, y no me dio la gana de abrir. Ya me dejará una carta, pensé, porque sólo madame Devin oía mi música, hasta cuando no sonaba, pero al cabo de un momento escuché que me llamaban Maximus a gritos, desde la calle. La estrangularon, me dije, y volé a la ventana. Abrí y cerré aterrado. No, tanto no podía haber bebido. Abrí nuevamente, para ver si estaba viendo doble, y en efecto Jean Pierre era doblemente multinacional, también su automóvil, también su hipersensibilidad, en fin, todo ahí abajo era doble menos Octavia y Turgueniev, pero es que Turgueniev no estaba. No podía ser y pregunté, para empezar:
—¿Qué es de Turgueniev?
La respuesta de Octavia me dejó más turulato todavía:
—Está en el auto de Jean Pierre, Maximus, ahora lo saco. Abre, por favor, te hemos estado echando la puerta abajo y nada. ¡Cómo es posible que a mí…!
Ya empezaba a coquetear la pobrecita, ya me iba a decir que a ella, a ella que me adoraba, etc., cuando Jean Pierre se le fue encima dos veces en plena noche. No me quedó más remedio que convencerme de que, en efecto, hasta había bebido doble porque Octavia les gritó ¡suéltame, imbécil!, a los dos Jean Pierres. El problema, claro, era que Octavia, por más que la miraba, seguía siendo simple. Eché una última miradita en profundidad, porque con Descartes nunca se sabe, pero sí, seguía siendo ella: una y única. ¡Eres un ser maravilloso, Octavia!, exclamé, alzando los brazos al cielo sin estrellas, desgraciadamente.
—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamó la pobrecita.
Era una escena doblemente maravillosa, a pesar del cielo. Ella amándome allá abajo, volviendo por su amor, regresando porque me había extrañado en La Sopa China y El Rancho Guaraní, y yo, adorándola allá arriba y bajando los brazos con las justas a tiempo un millón de veces porque casi me voy de bruces dos pisos por ella. Entonces, apoyándome fuertemente, le aposté que le iba a decir un piropo mejor que cualquiera de los del clochard de la cara de bueno. ¡Esta vez lo gano, mi amor, te apuesto que lo gano!
—¡Dímelo, por favor, Maximus!
—¡Hasta cuando veo doble tú eres única, Octavia de Cádiz!
—¡Ganaste! ¡Ganaste, Maximus! —exclamó ella, feliz, pero así es la vida y siempre en plena manzana de la concordia te lanzan una manzana como ésta:
—¡Maximus, a mí me pasa todo lo contrario! ¡He bebido demasiado y te estoy viendo completamente doble! ¡Abre pronto, por favor!
Cerré para siempre con cortina, y cuando vinieron a echarme la puerta abajo les dije que sólo aceptaba parlamentar por teléfono y con una condición: que fuera desde Vera del Bidasoa por ser ésta. Octavia, la tierra de don Pío Baroja.
Y me puse a esperar, porque caray, a mí a cada rato me mandaban a la embajada de Estados Unidos por cosas mucho menos importantes que ésa.
Después pasó algo rarísimo porque Octavia y el Jean Pierre doble seguían delante de mi puerta y, al mismo tiempo, el teléfono estaba sonando. Fui a contestar, porque todo era rarísimo, y pasó algo más extraño todavía cuando dije aló. El portero me estaba llamando, con pésimo acento, desde Verá del Bidasoá, monsieur, para decirme que la señorita y los señores lo habían enviado a la plaza de la Contrescarpe porque él no tenía teléfono y porque en el edificio, con excepción de madame Devin que estaba inquietísima, pero ella exageraba siempre, todos estaban un poquito inquietos porque el señor no le abría a la señorita y a los señores y era tardecito con ruido. Tragué saliva, colgué, y me pregunté ¿qué señores? Este cojudo bebe de noche, me respondí, de día tan malvado y tan portero y de noche viendo doble como todo el mundo. Un mundo raro, suspiré, porque era una ranchera que también conocía, y opté por abrir todas las veces que Octavia quisiera.
Ahí estaban y no tuve tiempo de reaccionar porque cuando cerré mi ventana para siempre. Octavia vestía de luces con escote, y ahora resulta que vestía de negro para mí. ¿Es única o no?, estaba dudando, cuando noté que Turgueniev tampoco era doble y que dos manos me estaban dando la mano pero una después de la otra, cosa que, ahora sí que sí, no tenía explicación alguna. Salvo que… Corrí a la ventana, abrí la cortina, abrí la ventana, miré el carro de adelante, miré el carro de atrás, y comprendí hasta qué punto había bebido doble y me tumbé en el diván para que Octavia me explicara, primero, y me pidiera perdón, después, por haber venido con Jean Pierre, primero y al mismo tiempo, y con Mario, después y al mismo tiempo, en día impar, el susto que me has pegado, mi amor. Pero Octavia, que además de todo se había cambiado mientras el portero corría a llamarme de Vera del Bidasoa, y que me había extrañado hasta el punto de no haber tenido más remedio que volver con los dos, me mandó al demonio, primero, y se sentó a mi lado inmediatamente después, porque era la primera vez que me trataba con tanta dureza y sólo Dios sabe cómo va a reaccionar el pobre Maximus.
—No queda más vino —reaccionó el pobre Maximus, añadiendo que estaba tan borracho como en una ranchera, harto, cansadísimo, muy viejo para estos trotes, muy triste para estas cosas, agobiado por estas cosas, soñando siempre con otras cosas, pero que eso sí, antes de ponerle punto final a estas cosas, le dijeran por favor cómo diablos había aparecido Mario cuando hoy le tocaba a Jean Pierre y todas esas cosas.
Se armó una bronca espantosa cuando Jean Pierre acusó a Mario de haber sido el culpable de todo, por haberse presentado en La Sopa China el día en que a él le tocaba. Me apresuré en guardar el Voltaire en el cuartito del teléfono, para que no lo fueran a destrozar, y volví como pude al diván para proteger a Octavia que seguía la escena temblando terriblemente. Nunca la vi tan pálida, ni vi tampoco en su rostro una expresión de tristeza e impotencia tan grande. Déjalos que se maten de una vez por todas, le iba a decir, al ver que caían al suelo y continuaban golpeándose, cuando madame Devin empezó a golpear como nunca la puerta. Corrí a abrir, era mejor que entrara, a ver si Turgueniev la mataba de una vez por todas, en vista de que respetaba tanto los escándalos de los niños multinacionales.
Madame Devin y Dora entraron, vieron, y se quedaron paralizadas. Y en menos de lo que canta un gallo, Jean Pierre y Mario se habían puesto de pie y se habían acomodado la ropa, el pelo, y el nudo de la corbata. Turgueniev tomó la iniciativa en el asunto de las presentaciones, para lo cual se incorporó y empezó a olerle todito lo de atrás a la chusquita Dora, con derecho de pernada y prima nocte, además, porque ya la vivísima de Octavia estaba describiéndolo como galgo, ruso, proclamado Zar Blanco en la última exposición canina organizada por la esposa del Presidente de la República en beneficio de los asilos de ancianos y ancianitas, y perteneciente a la familia de los no sé cuántos y no sé cuántos y de la Bonté-Même, mis padres, señora.
Acto seguido, procedí a recuperar el Voltaire, a instalarlo en su lugar de siempre, para que madame Devin pudiera caerse sentada, y a presentarle a mis dos amigos de cabeza coronada y mucho entroncamiento. Estaban jugando a quién tiene el castillo más antiguo, señora, le dije, porque ya todo era posible, y la invité a pasar a mi ventana para echarle una miradita a la calle de los automóviles más lindos del mundo, salvo que estos señores, entre sus muchos automóviles, escondan otros mejores. En fin, madame, concluí, esas cosas tan frecuentes que se llaman evasión de impuestos y signos exteriores de riqueza. Bueno, pero ahora le tocaba a ella. De madame Devin podía esperarse cualquier cosa y, la verdad, todos creímos que se nos iba a instalar en el Voltaire para siempre.
Pero no. Madame Devin siguió de largo hasta la parte de atrás de Dora, le aplicó tremebunda patada por haberse metido con el Zar de la esposa del Presidente de la República, se disculpó ante Octavia, lloró de emoción ante Turgueniev, nos contó que de joven había querido ser cantante de ópera wagneriana, que había estudiado canto en un pueblo del Tirol, que había tenido un amor cantante con sombrero tirolés, y se nos arrancó a cantar con una voz que sólo podría calificar de pasada por el tiempo, mientras que a Octavia, inolvidable y tierna, se le escapaba una furtiva lágrima y yo andaba ya en pleno tango: bajo el ala del sombrero una lágrima empozada no la pude contener.
Mucho menos hipersensibles con la pequeña burguesía fueron Jean Pierre y Mario, que lograron detener el canto de madame Devin, cuya puerta estaba golpeando furiosa y equivocadamente el portero, en el momento en que se arrancaba con Juanita Banana, que cito en su versión tra la la la la la lá, porque en este instante no se me viene a la cabeza la versión original. Octavia y yo acompañamos a madame Devin hasta la puerta y la dejamos cantando por la escalera en plena noche. Hasta hoy canta de noche, tras haber cantado todo el día, y saca a Dora a hacer el uno y el dos cantando, y no se imaginan los problemas que tiene con los vecinos. Gracias a ella y a la estrategia Maximuski de Octavia llegué a vivir en paz con todos menos con ella, precisamente, porque a veces llegaba a cantar tanto que me veía en la obligación de dejarle una carta bajo la puerta. Pero, en fin, ése es otro problema y ya les he contado que obedece también a otras razones.
Y ahora puedo contarles algo que entonces jamás sospeché, de puro imbécil, o porque Octavia usó conmigo la estrategia de la abstracción hasta que un día fue ya demasiado tarde. Había buscado a Jean Pierre y a Mario porque los quería y los extrañaba, pero los había buscado también porque cada vez le era más difícil justificar en su casa sus largas y diarias desapariciones. Ese favor les pidió: que la ayudaran a ayudarme, pero que la ayudaran también a ella viniéndola a buscar todos los días para despistar a su familia. No funcionó. Los pleitos continuaron, los celos se agravaron, y Octavia no tuvo más remedio que aceptar que se había equivocado y volver a verme sola. Todo esto me lo contó Jean Pierre un día que nos encontramos por la plaza de la Ópera. Hacía un buen tiempo que Octavia se había casado y apenas si tocamos el tema. Mario se había instalado definitivamente en Lisboa y no había vuelto a saber directamente de él. Nos despedimos. Él, con gloria, porque lo acompañaba una muchacha preciosa, y yo, con pena, porque vivía entregado al matrimonio de Octavia en Italia, esperando siempre sus cartas, tan lindas como abstractas, y sus visitas, tan increíblemente alegres como abstractas.
Pobres Mario y Jean Pierre. Dicen que el dinero, etc., etc., pero yo los recuerdo como dos seres marcados por un destino de manzana. Concordia y discordia, como yo. Jean Pierre pintaba, pero hoy debe dirigir muchos Bancos o algo por el estilo. Y ya no debe pintar. Tengo en mi casa el afiche de su única exposición. Premonitorio. Es un retrato de Octavia triste, tristísima, y mirando a la eternidad. Para mí, el hombre menos premonitorio del mundo, cuando soy feliz, era el retrato de una desconocida. Jean Pierre lo regaló una noche a La Sopa China, para que lo pusieran sobre uno de los viejos afiches, y ahí se quedó cubriéndose de grasa y humo hasta que cerraron el restorán y me dejaron traérmelo al departamento. Octavia y yo evitamos siempre hablar de él, pero después vino lo de su matrimonio y yo empecé a interrogar al afiche noche tras noche en La Sopa China. Y ahora, cuando lo miro y le hablo, pienso a veces en Jean Pierre y Mario, en lo mucho que amaron a Octavia y en lo despectivos que podían ser con todo lo que no fuera su milieu, como le llamaban ellos a tener esos autos, esos nombres y esos castillos que jamás visité porque jamás se les habría ocurrido invitarme (Esta noche regreso a mis tierras, decía Jean Pierre, a menudo). Pero yo prefiero un final sonriente y por eso los recuerdo siempre bebiendo, descuidadamente elegantísimos, un tintorro con tapita de plástico. Otra cosa que me encanta es imaginarlos con escudos de nobleza a media asta en sus respectivos castillos, el día del matrimonio de Octavia.