MAXIMUS

Perdí a Octavia exactamente por las mismas razones por las que perdí a Inés, sólo que al revés. Y créanme que éstas son las cosas que lo dejan a uno sin saber muy bien dónde ni cómo está parado, motivo por el cual ahora me paso la vida bien sentado en mi sillón Voltaire, y pensando a menudo que si uno se muere de algo, en el caso que sea de amor, uno en realidad se muere de la más terrible injusticia con o sin abolengo medieval. Porque, definitivamente, no es nada, pero lo que se llama nada, dar la vida por alguien. Pero, en cambio, perder la vida sí que lo es todo. Ya ven, en el fondo termina uno muriéndose de una terrible injusticia. Y la que a mí me tocó en suerte tuvo la maravillosa idea de aparecer en mi departamento, al día siguiente de nuestro regreso de Solre, pero no a las cuatro de la tarde sino a las dos, o sea dos maravillosas horas antes.

—¡Octavia! ¡Qué idea tan maravillosa! —exclamé, tomándola, sano ya para siempre, para siempre entre mis brazos, porque también hay gente que se muere de una idea maravillosa.

—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamaba ella.

Pobrecita (Sillón Voltaire, diez años más tarde).

—¿Entonces aceptan hablar conmigo?

—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamaba la pobrecita.

—¿Nos podremos casar, entonces?

—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamaba la pobrecita.

—¡Cuéntame! ¡Cuéntame todo, por favor, Octavia!

No voy a seguir con las exclamaciones de Octavia porque realmente me parten el alma, diez años después. Me limitaré, pues, a contarles que Octavia exclamaba siempre Maximus cuando yo le hacía alguna pregunta que se refería a nuestro inexistente futuro como pareja normal. Y les adelantaré, también, que si algo llegamos a ser, alguna vez en la vida, fue la pareja más abstracta del mundo. También sobre esto le pregunté a menudo muchas cosas muy concretas, pero ella se limitó a exclamar Maximus, cada vez más abstraída y abstractamente. Por eso terminé hablando yo tanto: lo concreto, queridos amigos, nada puede contra lo abstracto. Pero en fin, ahora que escribo voy a tratar de ser muy concreto para que el asunto les resulte a ustedes menos abstracto.

Y así resulta que la muy abstracta de Octavia se dirigió de mis brazos a la ventana, cerró la cortina para preparar el amor, y se tendió sobre el estrecho diván del amor, mejor todavía que en el hotelucho de Bruselas.

—Octavia —le dije, sin saber que algún día iba a tener que escribir estas cosas—, Octavia, seamos concretos. Al otro lado (el otro lado era el dormitorio abandonado), hay una cama enorme… Con hondonada, lo sé, pero en fin, lo suficientemente amplia para que quepamos los dos sin caernos, mi amor…

Terminé, por supuesto, trayendo el frasco de bencina de mi único poema, y quita y quita manchas del diván, por culpa de la hondonada ineseana, mientras Octavia me manchaba íntegro el sillón Voltaire al cual se había trasladado con orgullo al ver que yo iba de un lado a otro con un trapito empapado en futuros recuerdos. Después le vino el ataque de hipo, que felizmente no se limpiaba, y por fin logré cargarla en peso y en dirección a nuestro diván para toda la vida, mi amor, perdóname por favor, lo cual me permitió limpiar el Voltaire por culpa de Madame Forestier, propietaria del departamento.

Quedamos agotados, pero la cortina seguía cerrada y comprendimos, cada uno a su manera, que ahora sí. Mi manera de comprender fue que no me había dado mi bofetada porque ya era mi novia, y la de ella, que ya era mi novia, que jamás me daría una bofetada, en la medida de lo posible, porque yo nunca jamás llegaría a ser su esposo. Y mientras tanto, el diván, el mejor amigo que tuvo nuestro amor, crecía y crecía. Creció hasta convertirse en el océano Pacífico, aquella tarde.

—Maximus… Octavia… Colonnello… Zalacaín… Martín… Marie Amélie… Hemingway… Baroja…

Inenarrable, y ya yo había muerto de amor cuando Octavia estertorizó con una alegría increíble que le había entrado un hambre espantosa, de comer, felizmente, a eso de las diez de la noche.

—Comerás —le dije, y luego, para que supiera que aun en ese estado lograría levantarme, vestirme, y llevarla fuertemente abrazada a un restorán, en fin, para que nunca perdiera la fe en mí, le cité, con voz de altoparlante, al poeta peruano José María Eguren:

—Un muerto es una pasión que perdura, mi amor.

Octavia me dijo que era el piropo más hermoso que había escuchado en su vida, pero en vez de reír o de besar al muerto perdurante, soltó, de entre sus ojos-lágrimas, unos tristísimos lagrimones, asegurándome, eso sí, que no iba a ensuciar nada porque yo estaba demasiado cansado para tener que limpiar además de todo. Le pregunté por qué lloraba, pero como siempre su respuesta fue exclamar Maximus tres veces. Ya cadáver, la abracé fuertísimo, y la pasión y la ternura y el amor y el goce de tocar sus piernas tan divertidas me habitaron plenamente mientras le iba repitiendo el piropo más hermoso que había escuchado en su vida y ella lloraba cada vez más, manchándome íntegro, ahora sí, sin que ninguno de los dos se diera cuenta de nada, aunque ahora que escribo me doy cuenta de que ya entonces ella sabía perfectamente bien cuál era mi destino y que las palabras de José María Eguren no sólo eran bellísimas, eran proféticas, además. Y Octavia, besándome como ella besaba, tendida sobre mi cuerpo que la recibía con una pasión que perdura, sensible, imaginativa, asociativa, inteligente, angustiada, torturada como era, no pudo no haber pensado en la palabra necrofilia.

Porque perduro, luego escribo. O escribo, luego perduro. No lo sé. No importa no saberlo. Nada tampoco habría ganado con preguntárselo entonces. ¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus!, habría exclamado como siempre. O peor, todavía, peor como aquella vez en que llegó contándome que ayer había pasado un día maravilloso. ¿Qué hiciste, mi amor?, le pregunté, besándole la frente. No me acuerdo, Martín, me respondió, cada vez más abstracta. Entiéndanme, por favor, cuando digo que Octavia se fue volviendo cada vez más abstracta. Creo que incluso yo la ayudé a volverse así. Porque pronto, demasiado pronto, tal vez, me convencí de que no se pregunta nada en el amor. Quisiera culparla, a veces, quisiera culparla y odiarla y acusarla de todo, a veces, pero mil tardes y mil y una noches (en calidad, porque en cantidad casi me mata su familia mucho antes), fuimos aquel acto de amor en el que nos bendecíamos con los nombres más tiernos que conocimos: Maximus, Octavia, Colonnello, Zalacaín, Richard, Cádiz, Martín, Baroja, Hemingway… Y entre estos nombres, siempre, ella repetía la palabra California mientras yo continuaba a la deriva sobre las olas gigantes del Pacífico, que era el diván más grande del mundo.

O sea que lo más probable es que a fuerza de bendiciones, ella haya vivido toda esta historia conmigo en California. Como si se hubiera fugado con otro Martín Romaña, aquél de los muchos nombres, porque yo me negué a fugarla conmigo a California con nuestros únicos nombres. Sí, definitivamente fue algo así. Lo malo, claro, es que el fugitivo terminé siendo yo, con el tiempo. Todo el mundo corría detrás de mí para golpearme. Y yo corría pésimo detrás de Octavia para estrellarme a cada rato con la mirada del príncipe.

La familia de Octavia, que era un búnker, vivía en un búnker, de discreta arquitectura francesa, femenina, moderna, y burguesa, cuya puerta principal era un búnker. Leopoldo habría odiado el asunto, pero Leopoldo ya me había mirado, hasta me había advertido. ¿Cómo explicarlo? Así, sí: todos hemos conocido a las horribles porteras parisinas. Pues bien, ahora hay que imaginárselas con abolengo medieval. Fríos y en voz baja, los padres de Octavia me odiaban en el búnker. Pobrecita Octavia. Se le acababan las fuerzas en salir de su mundo-búnker. Pero yo, que no estaba deprimido sino combatiente, le había regalado una foto mía que Octavia ponía siempre delante de ella en su automóvil, para tratar de alcanzarla todo el tiempo. Y con sus piernas tan divertidas aceleraba, embragaba, se pasaba los semáforos rojos, tosía, hipaba, cruzaba los puentes del Sena con su chompita negra nerviosa, excitada, y conmigo-el-de-la-foto, el inalcanzable, y llegaba al departamento de madame Forestier que a menudo tocaba el timbre tres veces, pero esta historia viene más tarde, y con las justas alcanzaba a cerrar las cortinas para tenderse sobre el océano Pacífico, con el cual limitan, al igual que California, el Perú, Chile, Ecuador, y qué sé yo. Un latinoamericano la esperaba vivo, la esperaba siempre, la había estado esperando siempre y era el mismo tipo que le decía a cada rato:

—¡Qué maravillosa idea, Octavia! ¿Has hablado con tus padres? ¿Nos podremos casar, Octavia de Cádiz?

—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamaba la pobrecita.

Surgía, pues, la abstracción, que ahora comprendo, vista desde otro punto de vista, para que ustedes comprendan también. Y un paso al más allá, en mucho menos de lo que canta un gallo. Octavia en California y yo hecho una pasión que iba a perdurar.

Cronología, por favor, Martín, que se te está escapando el hilo.