Imprima, no deprima,
con un bolígrafo del diablo
un gran frasco de bencina
y la mirada del príncipe
para siempre encima.
Éste es el único poema que he logrado escribir en mi vida. Lo firmaré con el nombre de Maximus, porque así me llamaba muy a menudo Octavia de Cádiz, en un alegre pero, a la larga, tristísimo y desesperado esfuerzo por evitar la palabra Minimus, que fue la que en realidad me correspondió para el resto de la vida, por culpa de sus padres y los excesos que cometieron por culpa de su excesivo sentido del abolengo medieval, que yo no tenía por culpa de América latina, aunque todos descendamos del mono y nos portemos a veces como unos animales por culpa de Darwin. Me excedo, lo sé, en el uso y abuso de la palabra culpa, pero es que hasta el excelso exceso, modestia aparte, traté siempre de compartir algo con aquella familia, compartir cualquier cosa para compartir algo siquiera. Jamás logré hablar con los padres de Octavia, por supuesto, pero en cambio ella sí que les rogó, les imploró: algo, papá, un alguito, mamá, por más minimus que sea.