EL HOMBRE QUE HABLABA DE OCTAVIA DE CÁDIZ

Llegamos a la misma estación de la que habíamos salido, pero ya no era la misma estación porque ya no era de madera. Octavia trató de convencerme de que todo se debía a que partimos de día y estábamos regresando de noche pero luego enmudeció porque en efecto era de noche y además ya no era la misma estación. La acompañé hasta su casa en un taxi y en otro y en otro hasta que fueron todos los taxis del mundo porque ya no era la misma estación. Y al llegar me dijo que no me bajara del auto porque ella ya no era la que estaba en el auto. O sea que cargó sola su maleta y la vi atravesar un jardín, desaparecer un momento entre los árboles, ser otra persona, abrir una reja y avanzar hasta una puerta blanca que no era la de Solre. Entró sin voltear para hacerme adiós pero sí me hizo adiós, señores.

—Al Barrio latino —le dije al taxista.

Y mientras atravesaba París aquella noche, para llegar a la otra margen del Sena, empecé a sentir la misma total seguridad que había sentido horas antes, cuando me negué a fugarme con Octavia de Cádiz. Sí, señores, nada menos que con Octavia Zalacaín Marie Amélie de Cádiz. Porque yo era el colonnello Maximus Richard Martín Cantwell Romaña. Un hombre que había necesitado de todos esos nombres para adaptarse a una nueva ternura, para reconciliarse plenamente con un nuevo amor. Nada podía detenerme ya. Me casaría con Octavia. Viviría una vida entera con Octavia de Cádiz. Recordaría todo lo visto y vivido en Bruselas y en Solre. Me enfrentaría al futuro con alegría, ternura, y buen humor. Me reiría con Octavia de Cádiz hablando de Mark Twain. Él había escrito Un yanqui en la corte del rey Arturo. Pues yo escribiría Un peruano en la corte del rey Leopoldo. Que es Solre, señores.

Pero lo que ignorábamos Octavia de Cádiz y yo, aquella noche, es que Mark Twain también había escrito Recuerdos de Juana de Arco, un libro en el cual presentaba a la doncella de Orleáns como la víctima de un sistema social y moral tan podrido como el propio infierno. Y cuando leí ese libro, que Octavia nunca leyó, comprendí que ya había vivido aquel instante terrible del que les hablé hace un rato. Aquel instante terrible en que una mujer no entiende todo lo que ha querido decir un hombre. Y que viene seguido de aquel otro terrible instante en que un hombre tampoco entiende todo lo que ha querido decir una mujer. Después viene el resto de la vida, señores…