SOLRE

Maravilloso sábado de mierda. Imposible recordarte o hablar de ti de otra manera. Habíamos perdido el tren en que regresaban casi todos los amigos y continuábamos leyendo a Baroja y Hemingway y yo me llamaba colonnello y ella Zalacaín la aventurera. Disponía de dinero para quedarnos un día más o sea que podíamos quedarnos toda la vida más. Jamás se han comportado de otra manera los amantes al borde del abismo. La realidad era dos novelas leídas por dos personajes de novela en el cuarto azul de un hotelucho azulejo en una ciudad de madera. O sea que estábamos muy bien. O sea que no había problema alguno. O sea que éramos felices, leyendo felices, haciendo el amor felices. O sea que el pijama turquesa de Octavia se había convertido ya en esa prenda de vestir cuyo color haría insoportable la existencia de todos los demás colores en mi vida. O sea que eso se tenía que acabar muy pronto.

Creí que lograría impedirlo. Creía que siendo lógico conmigo mismo lograría impedirlo todo. No, no logré impedir nada. Leopoldo tampoco logró impedir nada. Y Octavia de Cádiz, cuyo aroma sólo encuentro en un frasco de bencina, como el feto de un gran amor, tampoco logró impedir que frases como ésta destruyan mi vida en las horas de rabiosa soledad. No digo nada, claro, pero siento que pronto llegará el día en que no pueda más, el día en que pierda todo control y me ponga a hablar y hablar y hablar.

—Llévate tú el pijama turquesa, colonnello. Quiero que se quede para siempre en tu casa.

Estábamos haciendo las maletas y ella se llamaba nuevamente Octavia. Quiero decir que ella ya no respondía al nombre de Zalacaín pero en cambio quería que yo siguiera respondiendo siempre al nombre de colonnello. E incluso unas veces, porque las penas más atroces están también llenas de detalles cotidianos, me llamaba Richard, y otras me llamaba Richard Cantwell o colonnello o colonnello USA. En fin, detalles cotidianos.

Habíamos hecho las maletas y habíamos guardado las novelas y ya estábamos bañados y vestidos y en la puerta del hotel. Ella no quería oír hablar del color azul y yo no quería oír hablar del turquesa. El cielo estaba muy gris o sea que tampoco queríamos oír hablar del color gris. A lo mejor ni siquiera del rojo, porque Alberto y Tita, dos de los amigos que habían venido a Bruselas en automóvil, acababan de llegar a buscarnos en un carro rojo porque habíamos perdido el tren a París. Los amigos se acordaron de nosotros a último momento y les pidieron por favor que se ocuparan de ese par de locos.

—Gracias —dijo Octavia, clavándome las uñas en la palma de la mano, cuando le cogí tiernamente la mano para decir gracias al mismo tiempo que ella. Tenía que parecer que realmente les estábamos dando las gracias.

Bruselas. No hay nada más que decir acerca de Bruselas. O tal vez sí. Tal vez decir que en Bruselas, desde que regresamos al hotel, después del almuerzo en casa de Leopoldo, ese almuerzo en el que tanto y tanto nos había mirado y querido mientras nosotros nos adorábamos, Octavia había insistido en ser ella la que leía todo el tiempo Zalacaín el aventurero. A duras penas si de rato en rato lograba colocar yo alguna frase del colonnello y sus tres días de vida por culpa del corazón enfermo y de la guerra. Y tal vez decir también que ella habló a cada rato de la fuerza necesaria de Tarzán y contar además la forma tan espantosa en que lloró desde el momento espantoso en que puso un pie en ese espantoso automóvil rojo. Mi nombre era, más que nunca, colonnello. El de ella, más que nunca, Octavia Marie Amélie Nunca. Puedo decirlo ahora.

Pero la vida tiene cosas divertidísimas en sus peores momentos. Y de eso, me imagino, viven los humoristas. Y de eso, definitivamente, vivimos mucho tiempo Octavia y yo. Pero en esta islita soleada, situada exactamente en el fondo del valle de lágrimas, ella siempre ocupó un solar de mayor solaz y esparcimiento. Me explico: Octavia tenía esas piernas tan hermosas pero también tan alegres y tan divertidas. Sus piernas me hacían pensar en las de mi abuelita. Viviría mucho, pues, como mi abuelita, cuyo andar por este mundo, durante mi infancia y adolescencia, le alegraron la vida a un hombre que, según mi madre, refinada y exquisita señora que adoro y que habla también portugués, llegó a este mundo con una profunda cara de saudade y lloró por primera vez sólo a los cinco meses de vida. Después, empezó a caminar mucho antes que los demás niños, pero de pronto un día dejó de caminar cuando los demás niños empiezan a caminar. Les pieds d’un fin de race, fue la explicación del pediatra francés que consultaron mis padres en francés. En fin, unas piernas muy poco divertidas al andar porque lo de los pies repercutía en las rodillas y lo de las rodillas a lo mejor hasta en la saudade. El niño había llegado agotado a la minoría de edad.

Pero creció y aprendió que la vida tiene cosas divertidísimas en sus peores humoristas y en sus peores saudades. Y siguió adelante porque el carro rojo de Tita y Alberto seguía adelante con gran dificultad.

—Yo creí que las autopistas las construían sin neblina —dijo Alberto, que era de origen humilde, pero que últimamente se había llenado de plata con unas esculturas realmente maravillosas y se había comprado un carro rojo, entre otras cosas y casas.

—A París no llegamos nunca —le dio la razón Tita.

—Perfecto —celebré yo.

Llegamos a la frontera, que era toda de neblina, más o menos a la hora en que deberíamos haber llegado a París. Octavia, que había parado de llorar y de mancharme íntegra la camisa, abrió la ventana para que también el auto se llenara de esa neblina que hacía que la autopista Bruselas-París nunca llegara a París. Después, cuando Alberto y Tita desaparecieron entre la neblina, en el asiento delantero, empezó a besarme, me imagino que en un desesperado esfuerzo por probarme que nosotros jamás desapareceríamos entre la neblina. Lo logró, porque la vida tiene cosas divertidísimas en sus peores momentos, y por eso cuando Alberto y Tita, preocupadísimos, me preguntaron cómo, dónde, y por qué había desaparecido Octavia de Cádiz, yo les respondí:

—Miren, la última vez que la vi, y estoy seguro de que la vi, la vi perfectamente bien.

Pero claro, eso no arreglaba las cosas. Nada arreglaba las cosas, porque Octavia realmente había desaparecido. Sus últimas palabras, pronunciadas entre la puerta abierta del auto y un restorán que quedaba muy cerca de la autopista, todo entre la neblina, fueron: Hago pipí en un segundo y regreso. Y la prueba de que pensaba regresar en un segundo fue que no nos dejó ni bajar a tomar una copa en un segundo.

Llevábamos media hora en el bar del restorán y habíamos tomado tres copas en demasiados segundos con taquicardia, y yo seguía preguntándole a cada persona que aparecía si no había visto por casualidad a Octavia de Cádiz.

—Para qué dices Octavia de Cádiz —intervenía a cada rato Alberto, sin duda alguna porque era de origen humilde—. Di simplemente cómo era y cómo estaba vestida.

A la quinta copa y en poquísimos segundos nos convencimos Alberto y yo (Tita la estaba buscando entre la neblina, porque las mujeres siempre han sido mucho más sensatas e inteligentes que los hombres, aparte de que beben menos, en general), de que a ese restorán no había entrado jamás Octavia de Cádiz ni tampoco una muchacha sin nombre pero con chompa, pantalón, sombrero y bolso, todo negro.

Tita, con una enorme linterna, logró abrir la puerta del restorán justo cuando nosotros salíamos en busca de la luz de su linterna. Se puso a llorar, al vernos la cara iluminada, y confesó que habían bastado menos de cuarenta y ocho horas para que le tomara un cariño inmenso a esa chica tan linda. Me sentí pésimo, porque a mí me había tomado tres meses llegar a lo mismo, o sea que le arranché la linterna y me lancé, iluminando como loco por todas partes, en busca del tiempo perdido.

Fue la primera vez en mi vida que sentí la ausencia real de Octavia, por culpa de la neblina, y créanme que es algo realmente espantoso tener que buscar lo que se acaba de encontrar entre el tiempo perdido. Éste es el punto del no retorno, me dije, al llegar al lugar desde el cual ya no se lograba escuchar el llanto muy fuerte de Tita. ¡Alberto!, grité, pero ni Alberto ni Tita ni Octavia me respondieron. La linterna, pensé, de ahora en adelante ya sólo podrás hablar con la linterna. En efecto, hablamos mucho rato y aquí la tengo ahora en mi museo octaviano y, hasta hace algún tiempo, cuando Octavia aún venía a visitarme de Italia, la encendí siempre al abrirle la puerta. La encendía de día y de noche, y me consta por lo tanto que siempre iluminó el rostro feliz de Octavia llegando a visitarme de Italia. Que nadie diga lo contrario. Que Bryce Echenique jamás se atreva a decir lo contrario.

Eran las once de la noche, cuando con dos linternas prestadas y tres tipos más con sus propias linternas, Alberto y Tita iluminaron mi linterna temblando ante un letrero que decía AULNOYE. Lo había divisado desde una prudente distancia, y Octavia, que había divisado mis cinco bultitos desde una distancia prudente, también, jamás me perdonó que la hubiese confundido con un postecito con cabeza de letrero, por más neblina que hubiera. Flacuchenta, flacuchenta, le decía yo, tiempo después, muerto de risa.

—Creí que era ella… Creí que era ella… Divisé algo y creí que era ella —temblaba yo, tiempo antes, mientras cinco personas me llevaban hacia el carro rojo en horrible procesión de linternas sin suerte.

—Jamás debiste alejarte tanto —me decía Javier.

—Los llamé desde el punto del no retorno —temblaba yo.

—Amor, no tiembles, amor —me consolaba Tita, llorando.

—Amor, no llores, amor —la consolaba yo también, pero refiriéndome a Octavia de Cádiz.

Encontramos el carro rojo, gracias a los tres tipos con linterna, que resultaron ser los especialistas locales en neblina para linternas.

—Hasta que despeje —nos dijeron, con ese pesimismo detestable de la gente con experiencia.

Los odié, y quise emprender el retorno hacia el letrero en que decía AULNOYE. Por lo menos era algo que se parecía a Octavia, pero triunfó la detestable voz de la experiencia: Si la muchacha no estaba bien de los nervios… Bien podría haberse tendido en la autopista para… Se ha visto casos… ¿Por qué no avanzan un poco por la autopista con los faros…?

—Jamás —dije yo—. Octavia es inmortal.

—Nadie es inmortal —dijo un experimentado.

—Octavia de Cádiz sí —sollocé, detestándolo.

—¿Quién? —preguntó no sé cuál de los experimentados, porque ahí no iba a despejar nunca.

—Martín —intervino la linterna de Alberto, que también era de origen humilde, como Alberto—, Martín, no te olvides que estos señores sólo saben que se trata de una muchacha vestida de negro.

—Van a pensar que se trata de dos muchachas —agregó la linterna de Tita.

—¿Dos muchachas? —se oyó que decía una linterna detestable.

—¡La única! —aullé yo, y partí la carrera hacia el letrero. No pasé del suelo, por supuesto, y minutos después ya me habían metido de cabeza en el carro rojo como mil linternas que salieron del restorán para prestar ayuda. Los odié, también, porque la ayuda no se presta, se regala, pero en fin, nunca vi tanta luz en mi vida y sobre el asiento había un papelito que lo explicaba todo pero que no aclaraba nada. Ya ven, les dije, yo tenía toda la razón, yo sabía que ese letrero… por algo quería correr hacia ese letrero. Y les leí el papelito.

Te adoro y te amo con pasión, Martín. Sé que vas a pasar un mal rato entre la neblina, pero es la única manera de hacer esto. Ven a buscarme a la estación de Aulnoye. Pregunta bien, por favor, no te vayas a perder. Yo de ahí voy a llamar a Leopoldo, que está pasando el fin de semana en Solre. Queda muy cerca. Leopoldo es la única persona que nos puede ayudar. Ven, no te pierdas, por favor. Diles a Tita y Alberto que me perdonen, pero para nosotros ésta es la única manera de hacer algo. La única esperanza. Y si no te entienden, mándalos al diablo si es necesario, pero júrame que no te vas a perder en mil explicaciones. Ya es hora de que aprendas a mandar al diablo a tu mundo como yo estoy dispuesta a hacerlo con el mío. Ven rápido, por favor, Martín. Te adora y te ama con pasión,

Zalacaín.

—¿Y qué tiene que ver Zalacaín con Octavia de Cádiz? —me preguntó Alberto.

—Vete al diablo —le dije, jurándole a Octavia que no me iba a perder en mil explicaciones.

—Esta gente va a creer que se trata de dos muchachas, Martín —me dijo Tita.

—Que se vayan al diablo. Y ahora, por favor, pregúntales cómo se llega a la estación de Aulnoye.

Había que llegar al letrero, por supuesto, y cien metros más allá había que torcer a la derecha, luego a la izquierda, en fin, como siempre que uno está perdido. Lo único malo es que esta vez hacía horas que estábamos perdidos y seguro que Octavia había perdido la fe en mí y, harta ya de esperar, lloraba desconsoladamente en los brazos de Leopoldo.

Fue y no fue así cuando llegamos a la estación de Aulnoye, cuyo reloj marcaba las dos en punto de la mañana sin campanas, felizmente.

—Me quedo con la linterna —les dije a Tita y Alberto, porque ahí no había un alma y la estación estaba completamente cerrada.

—Bueno —me dijo Alberto, entregándome la maleta de Octavia y la mía—, tú sabes lo que haces.

—Llámanos —me dijo Tita—. Llámanos no bien llegues a París.

Maravilloso domingo de mierda. Empezó no bien desapareció el automóvil rojo. Y empezó, también, cinco minutos más tarde, cuando los faros de un Land Rover me iluminaron sentado entre dos maletas y apoyado en la puerta cerrada de la estación. Era el príncipe junior Emanuel, y en efecto, Octavia hacía horas que estaba en Solre, llorando desconsoladamente en los brazos de Leopoldo.

—¿Pensó que no venía? —le pregunté a Emanuel.

—No te preocupes —me respondió—; al final papá logró convencerla de que era culpa de la neblina. Después le metió un somniferazo tal, que no pudo ni llegar a su cuarto. Tuve que cargarla y acostarla yo, porque papá está un poco cansado con tantas impresiones, y además le dio el ataque de tos por culpa de la guerra, ¿sabes?

La neblina, la oscuridad, y los siete whiskies que me bebí con Leopoldo, mientras me contaba con precisión de detalles en qué consistían los planes de sa tres chère Petronila, me impidieron ver Solre aquella noche. Amanecí pésimo, me lavé pésimo, porque así se lavaba uno en la Edad Media, y empecé a bajar una escalera que llevaba a lo que bien podría llamar hoy el nuevo mundo de Martín Romaña un ratito. Me tranquilizó mucho ver que todos estaban temblando ante una enorme chimenea Robin Hood, a pesar del fuego y una nueva botella de whisky casi tan grande como la chimenea. Octavia me miró con desconfianza, por culpa de la neblina de anoche, mientras Leopoldo me ofrecía un café o un whisky o las dos cosas al mismo tiempo, si quieres, y Emanuel partía rumbo al arroyo cristalino, en busca de agua para el whisky y el pastís de la hija del alcalde, según se me explicó también.

—¿La hija del alcalde? —pregunté, terminando de bajar esa escalera que se caía con uno.

Nada menos que la hija del alcalde. Sí. Pero vamos por partes, porque recién estoy en la parte de Solre en que acabo de aparecer en lo que daré en llamar el comienzo de mi visita a la Edad Media, porque es tan fácil mirar las cosas con la lupa que les pone el tiempo y la distancia. Los escritores latinoamericanos que viven en París, mueren casi siempre testando que desean ser enterrados en el cementerio de su ciudad natal. De lo cual se encargan sus viudas, otra vez con lágrimas en los ojos, y las embajadas que despachan el asunto con gravedad y corbatas de Christian Dior, y allá en el país natal lloran juntas la izquierda y la derecha, como si ambas fueran de centro izquierda y centro derecha, y se detiene un ratito en el Senado la reforma agraria o algo así, salvo en casos de dictadura, claro, porque las dictaduras no tienen momentos nacionales ni reforma agraria de ningún tipo. Yo no sé si soy escritor, o sólo un río hablador, pero a mí, como a Jorge Negrete, que me entierren en Jalisco, o sea en Solre.

Y ahora, lupa. Porque estoy en el rincón de una cantina, oyendo una canción que yo pedí. Y ahorita han de traerme mi tequila (whisky y café al mismo tiempo), y ya van mis pensamientos rumbo a ti, Solre. Por supuesto que también entonces Octavia emprendió la fuga, al notar que Solre y la Edad Media me habían impresionado antes que ella, mientras bajaba tratando de que no se me cayera la escalera, pero por fin había despejado con resolana y ya no podía desaparecer entre la neblina. Además, ya estábamos en Solre. Todos los caminos llevaban a Solre aquella mañana, y eso debió comprenderlo hasta la orgullosísima Octavia porque por el mismo camino que se fue regresó solita a Solre. Nos besamos como locos, ante la mirada de Leopoldo y Emanuel, que ahora también nos contemplaba como principito asombrado, porque ya estaba al corriente de todo, igual que yo, pero tan diferente a mí.

Porque yo era, ahora que todos estábamos al corriente de todo con un vaso de whisky en la mano, entre cuatro altos muros de piedra húmeda que se desvencijaban, bastante parecidos a Leopoldo cuando le daba el ataque de tos, aunque en este caso por culpa de la guerra del tiempo, yo era, sentado y adorando a Octavia, Leopoldo, y Emanuel, que también estaban sentados sobre unos muebles que se desvencijaban por culpa de la tos, yo era.

—¿Puedo servirme otro whisky para entender, por favor? —pregunté, porque yo era.

—Help yourself —me respondió Leopoldo, empujando el botellón desde Oxford, más o menos.

—¿A qué hora llega la hija del alcalde? —pregunté, porque era otro domingo más, muy ancestral, como todos los domingos en Solre.

—Ya no tarda en llegar —me respondió Leopoldo, colocando una botella de pastís junto al botellón que me impedía ver la chimenea.

—Miren, ya sé que soy —les dije, pero simplemente no lo puedo creer.

Visto con lupa, una vez más, y aunque yo era (todavía era yo), pasaba lo siguiente: Solre era un molino, no de viento, porque no podía hacerle daño a nadie, era una propiedad, la última que le quedaba a Leopoldo, y quedaba en la comuna comunista de Solre, en Francia y en el siglo XX. Todo esto tenía algo que ver con el hecho de que yo era, claro, pero no tanto. Tenía en todo caso mucho más que ver con lo que Leopoldo sí era y ya no era, desde que su familia empezó a decaer por culpa de la segunda Cruzada.

Octavia se defendía bastante bien en ese medio ambiente. Parecía incluso moderna, muy adaptable al siglo XX, a pesar de haberle tocado también en suerte un silloncito desvencijado como a todo el mundo.

La espantosa modernidad del dinero, me subrayó Leopoldo, horas más tarde, mientras discutíamos mi lógica en larga caminata por sus tierras alquiladas. Pero claro, Octavia no era culpable, la prueba era que estaba ahí, desvencijándose como todo el mundo, por amor a mí, que era. No sé, debe ser que soy muy impresionable, tal vez, pero de pronto empecé a detestar tanto era. Detestar = destetar, monologué interiormente, pero Sherlock Holmes se había quedado con la lupa y seguí siendo era.

Por lo cual puedo contarles que la hija de don Juan Alva llegó a la una en punto de la tarde, porque era domingo medieval, y no se había metido a monja. Motivo por el cual, perdiéndome en la prima nocte del tiempo en que Leopoldo era derecho de pernada, nada menos, siempre los domingos llegaba la hija del alcalde de la comuna, desde mucho tiempo antes que existieran comunas (y también pastís), para servir la mesa del señor feudal. La hija de don Juan Alva cocinaba, primero, servía la mesa, después, y después se iba porque ya había terminado de lavar los platos, desde la época en que no había platos.

Por lo cual puedo contarles además que, a la una en punto, yo era, mientras la hija del alcalde comunista de Solre bajaba de un precioso BMW, que ya quisiera Leopoldo, y que como los tiempos cambian, también, debido a la espantosa modernidad del dinero que hizo que Octavia ni se asomara por la cocina, Leopoldo y Emanuel fueron a la cocina y abrieron la puerta que daba a la parte más vieja del molino e hicieron pasar a la hija del alcalde. Esta señorita, rosada, bustosa, redonda, y con una cuenta de ahorros que para qué les cuento, bastaba con ver el BMW, dejóse servir democrático pastís en la cocina, aceptó agua del arroyo cristalino, expresamente traída fresca fresquita porque no había hielo porque no había refrigeradora, por el principito, que también le dio la mano, sonrió, sorbió, volvió a sorber, y terminó su pastís mientras Leopoldo le explicaba al piloto del BMW que por ahí había algo que comer y que tratara de prepararnos algo que comer porque tenía invitados y en Solre nunca había gran cosa que comer. Esta señorita, más rosada y redonda que nunca, porque yo ya llevaba mucho botellón adentro, sirvió la mesa bustosa y gustosa y me fue presentada y, la verdad. Octavia, jamás te perdoné que no la saludaras por la espantosa modernidad del dinero y el fantasma del comunismo. Perdónenme: ya no sabía lo que era yo.

Pero no tardaron en recordármelo. Yo era, precisamente, el máximo exponente de todo lo que Octavia no era. Aunque puesto así, no tenía la menor importancia, por supuesto. O sea que nos servimos otro whisky para ponerlo todo al revés, y Leopoldo expuso: Octavia era, al revés, el máximo exponente de todo lo que yo no era.

To be or not to be —citó el principito, pero lo perdonamos por la falta de edad y el exceso de whisky.

—Y por eso es que Octavia propone una fuga —concluyó Leopoldo, porque siempre había sido lógico consigo mismo, aunque ésa era otra historia y empezó a toser.

—Por culpa de la guerra —volvió a meter la pata el principito, por interrumpidor.

—Por culpa de la guerra —volvió a concluir Leopoldo, tosiendo y mirando furioso al heredero de Solre.

—Creo que mi madre —dije yo, porque mi padre había muerto hace años—, creo que…

—Tu madre qué —me interrumpió Octavia.

—Mi madre no sé, Octavia… Mi madre y la Embajada del Perú podrían tal vez hacerle saber a tu padre…

—Martín —me imploró Octavia—, mis padres jamás querrán aceptar…

—Aceptar qué, mi amor.

—Aceptarte a ti, mi amor.

—A ver, mi amor, revisemos bien este asunto: ¿Quién soy yo?

—Un árabe de mierda, mal afeitado y todo —interrumpió el principito, con esa falta de todo que caracteriza a la gente que ha bebido más de la verdad.

—Por Dios santo —dije yo, sin exclamar, porque era una conversación en voz baja.

—Una más y te vas a acostar —le tosió el príncipe al principito, con las justas.

La conversación quedó momentáneamente interrumpida por culpa de la guerra.

Y me puse a pensar. Me puse a pensar en cosas que Octavia sabía de paporreta. Todo se lo había contado a Octavia. Ahora sí que ya se lo había contado todo. Entre Zalacaín el aventurero y el coronel Richard Cantwell, que a ella le gustaba tanto tanto, se lo había terminado de contar todo en Bruselas:

—Mi amor, Inés me abandonó porque yo era algo así como tú en Francia: un oligarca, una mierda, un oligarca podrido, si quieres, pero definitivamente no lo que tu familia piensa de paporreta de mí, mi amor…

—Martín, trata de comprender…

Comprendí a su familia, y le dije:

—No, no me vengan con ésas, ahora. No me vengan con que los latinoamericanos de París somos todos guerrilleros, o escritores revolucionarios, más el buen salvaje que es un indio de mierda. Estoy harto de tanto Clichy, perdón, estoy harto de tanto cliché, mi amor. No puede ser que una familia rica y culta como la tuya…

Maximus, me había llamado ya ella en Bruselas, sin duda alguna para limpiar la basura de todo lo que ella no era. O sea que éramos hacía rato, como ustedes pueden ver. Pero nadie ha escuchado jamás la ternura de la palabra Maximus pronunciada por Octavia de Cádiz. Perdí la lupa, perdí el sendero. Después vino la neblina. Y después llegué a Solre. Y mientras el príncipe terminaba de toser, cargué varias veces el botellón hasta mi vaso de whisky.

—Soy como me dejaron —anuncié, no bien terminó la guerra.

Y después traté de contarles que en todas partes se cuecen habas.

—Miren —les dije—, en Lima, en mi medio social totalmente podrido con monjas norteamericanas desde kindergarten, el norte de África, que ya es una mierda, limita por el horrible país de Mauritana con el África de Tarzán.

—Martín sí que sabe de geografía —me interrumpió el principito.

—Mira, Emanuel —le aclaré—: No se trata precisamente de geografía. Se trata de que me he pasado media infancia y adolescencia dando plata para las misiones del África en el colegio más caro del imperialismo yanqui. En fin, algo así. O sea que no soy un árabe de mierda ni un negro que barre el Metro de París. Y además, cuando quise serlo, por amor a mi ex esposa, a los árabes y a los negros, no me dejaron serlo, porque no podía serlo, o algo así. Octavia sabe todo lo que me ha pasado en la vida, Emanuel.

Casi agrego: y también lo que me está pasando, pero consideré que era prematuro, porque siempre he detestado la lucidez, por pesimista.

—Maximus, mi amor —intervino Octavia, con ese poder detrás del cual se ocultaba, sin duda alguna, toda su familia.

—Maximus qué, mi amor.

—¿Qué vas a hacer conmigo, Maximus?

—Octavia, un hombre es lo que siente, y en este instante me gustaría quedarme el resto de mi vida contigo en Solre.

Pero siempre hay un instante terrible, antes del resto de la vida, y en ese instante una mujer no entiende todo lo que ha querido decir un hombre. Y después hay otro instante terrible, antes del resto de la vida, en que un hombre tampoco entiende todo lo que ha querido decir una mujer. Y nadie se da cuenta de nada. O sea que los cuatro alzamos nuestra copa de champán por lo que yo iba a hacer con Octavia con otro whisky en la mano.

—Entrar por la puerta principal de su casa —anuncié.

—Imposible, Martín —dijo Octavia, llorando, porque ustedes no saben lo rápido que pasa el tiempo—. Te ruego que me creas que es totalmente imposible.

—¿Tú crees que es realmente imposible? —le pregunté a Leopoldo.

—Sírvele más whisky a Martín —le respondió Leopoldo al principito.

Creo que nunca me han explicado tan claramente las cosas, pero eso, por supuesto, recién se lo puedo explicar yo a ustedes ahora. ¿Y qué les podría explicar Octavia? Podría contarles mucho, es cierto, pero en lo que a mí se refiere no podría explicarles nada. ¿O es que aquél fue para mí el instante terrible antes del resto de la vida? La claridad no es sublime, ¿saben?

—Martín, para mi familia tú no eres más que un escritor latinoamericano…

El cretino del principito brindó por el premio Nobel.

—¡A la cama! —gritó Leopoldo.

Casi me incorporo para regresar al hotel azul madera de Bruselas, a la cama.

—… Un profesor universitario —continuó Octavia.

—Un lector, Octavia. No quiero mentir porque eso se cuenta en francos.

—Esos francos no cuentan nada…

—La espantosa modernidad del dinero —intervino Leopoldo, pero esta frase sólo se la entendí más tarde.

—… Un hombre que puede hacerme mucho daño…

—¿Cómo, mi amor?

—… Volviéndome loca, dice mi papá.

—¿Y qué dice tu hermana?

—No dice nada. No quiere decir nada.

—¿Y qué dice tu madre?

—Un hombre mayor y casado…

—¿Y el divorcio?

—… Un hombre mayor y casado y divorciado y escritor…

—¿Y la Academia francesa?

—Latinoamericano y revolucionario seguro y mayor y casado y divorciado y lector y… y…

—La espantosa modernidad del dinero —trató de concluir Leopoldo.

—¿Y Tarzán? —seguí yo.

—Tarzán soy yo, Martín.

—Ah no, mi amor. Tarzán soy yo. ¿En qué quedamos, por fin? Ya no tomo anafranil, ya hago el amor, ya bebo whisky, ya no tardo en triunfar sobre el mal en la selva. Y todo por ti, mi amor, y gracias a ti, por supuesto, mi amor.

—Te adoro, Martín.

—A un hombre que se adora se le cree en la selva, ¿o no, Leopoldo?

—Lo que Octavia quiere decir ya me lo dijo, Martín. Y ahora, por favor, llévatela a la selva, perdón, a California, antes de que sea demasiado tarde. Eso es lo que ella quiere, eso es lo que ella ha planeado. Y yo los voy a ayudar.

—Maximus —me dijo Octavia, pero la verdad es que no sé muy bien qué es lo que dijo después, porque siempre que me decía Maximus se me olvidaba todo lo demás. Y me entraban esas horribles fuerzas de ser exacto a Tarzán.

—Estoy enamorado, Leopoldo —concluí.

—Siempre he sido lógico conmigo mismo —comentó Leopoldo, acercándose el botellón de whisky y mirando al pasado, que era él y que era yo mirándolo a él, ahora que lo pienso bien.

—Pues yo también —dije, mirando la puerta principal de la casa de Octavia con un orgullo que sin duda alguna me viene de mis antepasados, porque definitivamente no me viene de mí.

—California —dijo Leopoldo.

—California —imploró Octavia.

—Whisky —pedí yo.

Y vi, porque uno es bajamente materialista, además de orgulloso, vi todos los trajes que Octavia me había mostrado en el hotelucho azulejo, de azul latinoamericano, en Bruselas, esta vez, antes de que yo escogiera el naranja sabe Dios dónde y cuándo porque ella se lo puso sin consultarme pero era ése.

O sea que me puse sentimental, además de materialista y orgulloso, y proclamé azul príncipe que en este mundo de mierda no tenía un centavo para seguirle comprando los mismos trajes a Octavia. Y mucho menos en California que debe ser carísimo, agregué. Era tan sólo una metáfora, claro, porque en realidad no tenía ni siquiera para los billetes a California en charter. Y así lo hice saber, también, al cabo de unos minutos, para que no todo quedara en ropa de Octavia y porque existía además el problema de la alimentación francesa de Octavia. Por mí, para mí pan y cebollas, aclaré, por último, al cabo de nuevas reflexiones, pero en este caso se trata del Danubio Azul.

—Entiende, Martín —empezó a explicarme nuevamente Leopoldo—: Se trata tan sólo de los billetes de ida y de la nobleza francesa. Una vez que estén ustedes allá, la familia se encargará del hecho consumado y de los billetes de regreso. No les quedará más remedio que aceptar lo de la ida.

Era una oferta tentadora, es la verdad, pero por ahí detrás seguía existiendo el problema de mis antepasados, que es un problema de regreso, más bien. Y además, demonios, estábamos en Solre. Eso se notó inmediatamente porque Leopoldo empezó a meter primero unas manos, después las otras, en toditos los bolsillos de todititos sus sacos, hasta la Edad Media, y por fin, entre pañuelos, plumas fuentes antiquísimas, tarjetas de visita añejas, y alguno que otro cachivache, logró sacar un cheque en blanco.

—Es el último que me queda —le dijo al botellón, debido al orgullo de mis antepasados. Leopoldo no quería herir a nadie, ¿saben?

A mí me hirió para siempre, pero de otra cosa, y Octavia se le fue encima porque él acababa de herirse de muerte. Y todo eso lo comprendo ahora, Leopoldo, porque dos enamorados siguen siendo lo más lindo que existe en el mundo.

No, mierda, del mundo no. De Solre, basta con Solre. Y que me entierren en Jalisco, si algún día llego a escribir algo hermoso sobre Solre, con la puerta de la casa de Octavia cerrada de par en par, o sea al revés de todas las puertas que se abren de par en par a los hombres que han sido lógicos consigo mismo. Quiero decir que, en el fondo, mi orgullo lo heredé de Leopoldo. De par en par.

Y por eso fue tan hermoso, tan canallamente hermoso y hasta divertido, a ratos, aquel paseo que hicimos por las viejas hectáreas alquiladas de Solre. Solre no era un castillo. Era solamente un molino, aunque yo no vi el molino por ninguna parte. Vi sólo la casona de piedra y tiempo, en cuyo desvencijado salón (no, ya no quiero llamarlo desvencijado), todo se había decidido, por la espantosa modernidad del dinero. La casona tenía un primer piso de piedra, algo de un segundo piso de piedra, y piedras de algún tercer piso, quién sabe, tumbadas arriba.

Adentro, habíamos dormido a Octavia, porque así es en los cuentos de hadas, y ahora nos paseábamos Leopoldo y yo con dos vasos de whisky por esta novela. Llegamos al arroyo cristalino, y mientras le añadíamos un poquito de agua a nuestros whiskies en la mano, oí por primera vez en mi vida la voz de un príncipe en hectáreas alquiladas.

—No olvides nunca que te ha llamado Maximus.

—¿Y por qué le llamas tú Petronila?

—Por su abolengo medieval, Martín. En fin, es una broma de cuando era una niña. Me alegra mucho que la recuerde, sin embargo. Yo nunca tuve una hija llamada Petronila por culpa de la guerra.

Seguíamos avanzando por sus hectáreas alquiladas. Todo era verde. Y todo seguía siendo verde cuando volvió a hablar.

—Nobleza vieja del sur de Francia…

—¿Te refieres a la familia de Octavia?

—Sí. Desgraciadamente, te rechazará. Te rechazará brutalmente. Jamás te aceptará. No los veo hace mil años pero los conozco y sé cómo son, desgraciadamente.

—Pero ¿acaso tú no me has aceptado tal cual soy? —dije, en uno de esos instantes que tiene uno.

—Hay dos clases de hombres, mi querido Martín: los sentimentales y los hombres de negocios. Tú y yo podemos contarnos entre los primeros, pero el dinero en manos de la familia de Octavia tiene algo que no sabría bien cómo explicarte. Una espantosa modernidad, es lo único que se me ocurre decir. Y probablemente ya está decidido que debe casarse con un hombre realmente poderoso. Y, por supuesto, de nobleza anterior a Versailles. La verdad, todo esto sólo me importa por ti.

Nobleza anterior a Versailles, me repetí, para mis adentros, tratando de ser histórico, pero no di con el año de Versailles, y como siempre se me vino a la mente 1821, que fue el año de la independencia del Perú. O sea que seguí caminando en silencio por Solre porque era una bestia.

—Realmente quisiera ayudarte —me dijo Leopoldo, al cabo de un rato.

—Lo sé, lo sé, Leopoldo. Y créeme que también yo quiero ayudarme y vivir algún día en paz con Octavia. Pero fugarme ahora con ella sería incluso un delito.

(Claro: ahora pienso que no fugarme con ella, entonces, es el único delito que he cometido en mi vida).

—¿Por qué, Martín?

—Porque es menor de edad.

—No lo recordaba. Octavia me ha ocultado eso. No lo ha mencionado en ningún momento. Pero no se lo critico, y ahora que lo sé, la encuentro mucho más divertida.

—Yo no quiero que ella rompa con nadie, por mí. No quiero que tenga problemas con sus padres ni con su familia ni con nadie. La quiero como es, y con todo lo que tiene detrás. Y quiero que siga siempre tan divertida.

—¿Cómo piensas arreglártelas?

—Siendo quien soy. Siendo quien soy y nada más. Que su familia me conozca, me dé una oportunidad. Que se entere algún día que me negué a fugarme con su hija porque no encontré en mí nada que me obligara a hacerlos pasar un mal rato. Creo que esto jugará a mi favor.

—Nada jugará a tu favor, Martín. Eso te lo aseguro.

—Pues entonces me convertiré en nobleza incaica —le dije, recordando una increíble historia que me habían contado en París—. Me convertiré en Inca, Leopoldo. Ya se ha dado un caso, ¿sabes? Y todo por culpa de familias como la de Octavia.

Y empecé a contarle la increíble historia de un pintor peruano que se enamoró de una nieta del marqués de Sade, o algo así. La oposición de la familia fue realmente sádica, según me contaron. Hasta que un día, un diplomático peruano bastante liberal le sugirió al pintor que se hiciera Inca.

—¿Que se hiciera Inca? —me interrumpió Leopoldo, encantado con el asunto.

—Inquísima —le aseguré—. El diplomático le extendió un documento, oleado y sacramentado por nuestra embajada en París, según el cual el pintor descendía en línea recta de Atahualpa, el último Inca del Perú.

Beautiful —dijo Leopoldo, recordando en su mirada los viejos tiempos de Oxford.

—No creas que fue tan lindo —le dije.

—¿Por qué?

—Pues por la maldita modernidad del dinero, me imagino. Diría que los Sade son parientes de la familia de Octavia.

—No, no lo son.

—Lo digo por el dinero. Al pobre pintor peruano lo aceptaron por ser Inca, pero luego le aplicaron un contrato matrimonial que para qué te cuento, un contrato de raza vencida, verdaderamente. No tenía derecho a participar en la herencia del castillo familiar, ni en los demás bienes de la familia. Pero en cambio la familia sí tenía derecho a participar en sus cuadros, hereditariamente. Y además, el castillo sólo lo podía habitar en enero, el pobre pintor peruano, porque en enero nadie de la familia iba por ser el mes más frío.

—Y porque el castillo no tenía calefacción —me participó Leopoldo.

Y empezaba a soltar la carcajada ante el castillo del pobre Inca, cuando divisó la laguna del pobre Leopoldo.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Ven! ¡Ven y mira esto!

O sea que fui a mirar esto:

Alrededor de la gran laguna, y prácticamente escondidos entre los árboles que la rodeaban, unos quince hombres empezaban una cacería de patos. Eso era, en todo caso, lo que yo podía ver. Pero Leopoldo volvió a exclamar ¡mierda!, porque él podía ver mucho más que yo.

—¡Cobardes!¡Cobardes de mierda! Colocan patos de plástico o cualquier cosa que pueda atraer a los pobres patos despistados. ¡Terminarán cazando patos de plástico!

—Patos de plástico —me atreví a comentar.

—Todo lo que flota sobre el agua es de plástico, Martín.

—Sí —le dije.

—Agua de plástico, Martín.

—Agua de plástico, sí, Leopoldo.

—Y cuando llegue algún pobre plástico despistado…

—Entonces dispararán, Leopoldo.

—No disparan, Martín, son unos maricones…

—No disparan, Leopoldo, son unos maricones…

—Sí disparan, Martín, pero como unos maricones…

—Que disparen, entonces, Leopoldo, si son tan maricones como para disparar…

Dispararon, y Leopoldo pronunció una frase que nunca he podido olvidar:

—Así cazan los burgueses, amigo querido.

Y después de repetir que así cazaban los burgueses, amigo querido, para que nunca se me olvidara, exclamó:

—¡Pensar que mi padre se arruinó en una sola partida de caza! ¡Vámonos de aquí, mierda!

O sea que empezamos a irnos.

—¡Terminaré vendiéndolo todo, Romaña! ¡Terminaré vendiéndolo todo!

Y seguíamos yéndonos cuando se me ocurrió preguntarle, porque soy un bestia:

—¿Pero por qué se mete toda esa gente en Solre?

—No se mete, Martín, no se mete. Es que está todo alquilado. Todo, menos la casa y un par de hectáreas que la rodean. Es el precio que se paga por haber sido lógico consigo mismo. Pero, en fin, ésa es otra historia.

Y le dio el ataque de tos. Uno fuertísimo, esta vez, por toser con tanta cólera. No lograba ni siquiera sacar sus pañuelos, por culpa de los burgueses. Traté de que se apoyara en mí, pero él prefirió un árbol, sin duda alguna por motivos genealógicos, y empezó a ponerse viejísimo otra vez, en pleno atardecer, porque estas cosas siempre suceden en pleno atardecer, aunque mi única referencia cultural es El Gatopardo de Tomasi de Lampedusa, cuyo árbol genealógico no conozco. En cambio sí conozco el de Leopoldo, pues muy a menudo se refirió a su ramificación, entre espasmo y espasmo, y resulta que lo habían plantado el año 76 d. C.

La resistencia que tienen estas familias, me dije, al ver que volvía con renovados bríos de muchísimo antes d. C. que la independencia del Perú. Tardó horas, es verdad, pero volvió con un proyecto que él consideraba genial. Ya todo estaba decidido, además. No bien regresara a Bruselas, organizaría una gran recepción e invitaría a los más ricos comerciantes de Amberes. Eso mismo. A los que contaran con la más espantosa modernidad del dinero de todo Bélgica. Luego, invitaría a todos los pintores y escultores latinoamericanos que acababa de conocer, les pediría que tuvieran la extrema amabilidad de instalar sus obras en su casa, y los otros caerían como patos sobre cuadros y esculturas, sólo porque él, Su Alteza Serenísima Leopoldo de Croÿ Solre, los había colocado en su casa.

No mencioné la palabra plástico porque no suelo meter la pata cuando lloro.

—Y nos permitiremos una pequeña broma, mi querido Martín —agregó, porque había regresado realmente rejuvenecido de su árbol d. C.—. Nos permitiremos una pequeñísima broma: guardaré todos mis muebles y alquilaré otros que no sean más que burdas copias. Ya verás lo felices que se sientan en mis sillas, ya verás cómo alaban cada estupidez.

Se mataba de risa, Leopoldo. Y caminaba con paso firme y seguro mientras continuaba mostrándome la maravillosa campiña verde que rodeaba su molino. Volvía a ser el señor de Solre. Y parecía no haber alquilado nada en su vida. Y se reía y me decía Martín, no sabes cuánto gusto me ha dado tenerte aquí y que seas como eres aunque te rompan el alma después. E incluso en un momento dijo que ya no iba a alquilar más Solre, que jamás volvería a alquilar esa propiedad que había pasado a manos de su familia en el siglo XIV, gracias a una alianza matrimonial.

—¿Una agencia matrimonial? —lo interrumpí yo, por esa cosa de periodista frustrado que tienen todos los escritores. Quería saber todo sobre el origen de las agencias matrimoniales y de los escritores.

—Una alianza matrimonial, Martín —me corrigió Leopoldo, y no tuve más remedio que disculparme, explicándole que me había distraído un rato, cosa que además era cierta porque me había puesto a pensar muy seriamente que me iban a romper el alma después.

Emanuel nos esperaba en la puerta del molino, para anunciarnos la visita del señor obrero, que yo creí ser un señor que se apellidaba Obrero, pero que resultó ser un amigo húngaro de Leopoldo y obrero. Me fue presentado como señor, obrero, y húngaro, y a juzgar por su cara parecía haber perdido por KO todas las peleas en que participó dentro de la categoría de los pesos pluma. Pero tras un breve sondeo, resultó que jamás había sido boxeador, sólo obrero y nada más que obrero, o sea que debía haber participado en numerosos accidentes en calidad de obrero.

—Sírvase un whisky, señor obrero —le dijo Leopoldo.

—Primero usted y sus invitados, señor príncipe —le dijo el obrero, que, a pesar de sus años obreros, que parecían ser mil, fue el único que logró alzar el botellón con una sola mano de obra. Nos sirvió a todos, y le pidió permiso al señor príncipe para servirse una copa en Solre.

—Sírvase, señor obrero —le dijo Leopoldo, cerrando así el protocolo de la primera rueda.

Íbamos por la tercera rueda y ya Leopoldo y el señor obrero se habían remontado, como parecían hacerlo todos los domingos, a juzgar por los bostezos del principito, al origen de su vieja y dominical amistad. Se habían conocido en una prisión repleta de prisioneros, por culpa de la guerra, y luego, al terminar la guerra, Leopoldo lo había ayudado a llegar con documentos de identidad a Bélgica. Desde entonces el señor obrero había venido reparando todo lo que se venía abajo en Solre por culpa de la guerra y la tos.

—La semana próxima empiezo con la escalera —me estaba contando, en el momento en que Octavia apareció en el salón. Nos pusimos todos de pie, y Leopoldo le presentó al señor obrero de su misma generación y guerra. Luego, le hizo un gesto negativo con la cabeza, y Octavia se me acercó, me dio un beso (me habría encantado que tosiera), y se sentó a mi lado. Leopoldo le explicó al señor obrero que Octavia y yo éramos novios y que estábamos terminando una breve visita a Solre.

—El próximo tren parte dentro de dos horas —dijo Emanuel—, yo los llevaré a la estación.

—Los voy a llevar yo, Emanuel —le dijo Leopoldo—. Tú te quedas para hacerle compañía al señor obrero.

—Si molesto me marcho, señor príncipe.

—No, señor obrero. Por el contrario, su compañía me será particularmente grata esta noche.

—¿No nos podríamos quedar hasta mañana? —intervine.

—Martín —me dijo Octavia—, en mi casa me esperaban ayer. Trata de comprender, por favor. En Solre no hemos debido estar más que unas horas. O estoy en mi casa o estamos en California. Entiende, por favor, Martín.

—¿Los señores tienen pensado viajar a California? —preguntó el señor obrero.

Nadie respondió a esa pregunta y Leopoldo propuso otra rueda.

Tres ruedas más, bastante silenciosas, y había llegado el momento de ir a la estación. Nos despedimos de Emanuel y el señor obrero, y una vez más me tocó partir de un lugar en el que habría deseado vivir el resto de mi vida. Recuerdo mi última mirada. Ese húngaro, que debía ser la única persona con la cual Leopoldo realmente conversaba. Emanuel, ayudándonos con el equipaje, despidiéndose de su prima Octavia. Una enorme botella muy vacía. Un príncipe muy triste. Una terrible sensación de vacío. Y Octavia aferrada a mí para decirme en voz muy baja que comprendía y que me agradecía tanto tanto todo lo que yo era capaz de hacer por ella. Porque todo lo has hecho pensando en mí, Martín.

Leopoldo nos acompañó hasta que anunciaron la partida del tren. Su última pregunta ya no venía al caso. Pero la hizo de todos modos. Yo sé por qué la hizo.

—¿Y ahora qué vas a hacer, Martín?

—Entrar por la puerta principal de su casa.

Me dio el abrazo de despedida más fuerte que me han dado en mi vida. Uno de esos abrazos que, no puedo negarlo, me haría hablar así, algún día, de Octavia de Cádiz…