COSAS QUE DEJAN HUELLAS

Cómo se pasa la vida y cómo se viene la muerte. Tan callando. Pero yo no. No, yo no, Octavia. Mi alma, Octavia de mi alma, mi alma es una bestia recordando despierta y dormida. Recordarte dormido es arrojarme agotado sobre el diván del insomnio total y seguir hablando totalmente sólo de ti. Las palabras y el humor, Octavia, luchan por conservar intacta esta historia que mil y una noches terminaría contando por calles y plazas y bares de París y el mundo. ¿Te acuerdas cuando llegamos a Bruselas? Era un mundo de madera, ¿te acuerdas? A él habíamos llegado en un tren de madera, ¿te acuerdas? A ver, ¿quién recuerda que al bajar del tren yo le dije a Octavia que habíamos llegado a las Islas Maderas?

Nadie, por supuesto. Y después dicen que son artistas. Y lo son, por supuesto, ya que son los mismos amigos que decidieron invitar al pobre Martín Romaña a Bruselas. Los estoy viendo: Carlos, Roberto, y Perico: escultores; César, Basilio, Miguel, y Ramos: pintores. Todos muy amigos, todos con sus esposas, todos latinoamericanos. Se habían enterado de mi existencia gracias a la bondad de Julio Ramón Ribeyro, el escritor peruano. Él les había contado lo de Inés y mi estado de ánimo, pero resulta que ahora me presentaba con Octavia y con otro estado de ánimo. No podían creerlo. Miren a Martín Romaña: ¡increíble! Y miren la chica que se ha sacado al diario: ¡totalmente increíble! Se acercaban, se presentaban a Octavia, me pisaban los pies para presentarse a Octavia y desde entonces comprometerla para unos cuantos bailecitos en la fiesta de Bruselas. Octavia de Cádiz les pateaba las canillas, en broma, para liberarme, y gritaba feliz que sólo bailaría con Martín: ¡Martín es mi fiesta en París y en Bruselas! ¡Es una fiesta movible! ¡Un hombre nuevo, no es cierto, Martín!

Julio Ramón Ribeyro se rascaba la cabeza, como diciendo adiós trabajos, qué nuevas desventuras terminará contándonos Martín Romaña. Era también de la partida y por fin se acercó a saludar a Octavia. Viajaban otros escritores latinoamericanos. Todos congeniaban con Octavia y ella los encontraba divertidísimos, tan llenos de fantasía, Martín, tengo que leer sus libros, tengo que ver sus esculturas, tengo que ver todos sus cuadros, tengo que conocer tu mundo, Martín. Viajaba también Alfredo Bryce Echenique, desgraciadamente, porque de él saldrán luego tantas bromas pesadas, tantas pérfidas historias, tantas versiones de esta historia que deforman completamente la mía. Sí, fue él quien dijo siempre que yo exageraba, que lo de Octavia de Cádiz no había sido para tanto, que todo había sido fruto de mi total incapacidad para escribir. Por eso hablaba yo tanto. Cretino.

Porque quién supo lo del milagro esa noche en Bruselas. Quién se fijó en nada durante aquel viaje en tren. Quién se fijo en aquel momento de tensión que vivió Octavia. Todos se la pasaron bebiendo cerveza o vino en el corredor del tren, y haciéndome gestos: abrázala, dale un chupetito. Bombón, eres un bombón, Octavia, le decía a cada rato Basilio. Y tú, Martín, ¿qué esperas para abrazarla? Octavia acababa de contarme que se había escapado de su casa. En fin, no es que se hubiese escapado pero sí había inventado toda una coartada para poder venir. Sí, sus padres sabían que se iba a Bruselas por un par de días, pero no con esta banda de locos encantadores. Creen que voy invitada por unos primos belgas y que estoy viajando con dos amigas más. Estaba pensando: es cierto, Octavia es menor de edad, cuando me dijo:

—No te preocupes, Martín. Y, por favor, no me preguntes por qué lo he hecho, porque sabes perfectamente bien que lo he hecho para estar contigo.

La noté muy tensa, durante un buen momento. Pero los amigos, nada. Seguían con sus bromas y esos gestos que me empujaban a tomar una decisión. Quería abrazar a Octavia, que me daba la espalda y fingía mirar la campiña por la ventana del tren, pero que en realidad me estaba ocultando su preocupación. Y los otros dale y dale: abrázala, bésala, un chupetito siquiera, Martín Romaña. Por fin decidí alzar los brazos, rodearla con ellos, y apretarla fuertemente contra mi pecho. Gritaron tanto los otros que Octavia dio medio vuelta y se encontró con que yo me había quedado con los brazos en alto.

—Pareces el Papa saludando en San Pedro, Martín —me dijo—, y tus amigos son realmente unos bebes. Vamos un rato al siguiente vagón.

Era una maravilla cuando llegamos a Bruselas. Octavia se había olvidado de todas sus preocupaciones y mis amigos habían empezado a tomarla muy en serio, aunque siempre bromeando con ella. La esposa de Basilio me felicitó. Es linda Octavia, me dijo. Por detrás escuché murmurar a Ribeyro y a Bryce Echenique.

—Parece educada para gustar —dijo el primero.

—A lo mejor la han educado sólo para eso —dijo, pérfidamente, el segundo.

Fernando Cárdenas nos estaba esperando en la estación de Bruselas. Fernando había vivido largos años en París, pero después se había instalado en Bruselas y esa noche era el vernissage de su primera exposición en esa ciudad. Además, acababa de conseguirse un excelente atelier y terminado el vernissage lo inauguraba con una gran fiesta. Todos ahí querían mucho a Fernando, y el desplazamiento masivo obedecía a una vieja costumbre de amigos. Cada vez que algún escultor o pintor exponía en una ciudad europea, los demás llegaban corriendo para mantenerle la moral alta. Era la ley. Y era también la oportunidad para reunirse y festejar por lo menos un par de días juntos. Para mí, gracias a Julio Ramón Ribeyro, que me había acoplado a ese grupo de gente mayor que yo, era la primera vez. La acogida fue estupenda. El grupo me incorporaba, me había incorporado ya desde que subimos al tren. O, mejor dicho, había incorporado a Octavia de Cádiz que parecía ser la mejor carta de presentación que un hombre podía tener en esta vida.

Pero de cierta manera, Octavia y yo formábamos también un dúo aparte en aquel grupo de locos que ella encontraba tan divertidos.

—Me encantan tus amigos —fue lo primero que le dijo a Fernando Cárdenas.

—Hay más —le respondió Fernando, besándola en ambas mejillas—. Los más ricos vienen en automóvil y los más pobres en auto stop.

—Ésos también me van a encantar, Fernando. Y no veo las horas de estar mirando tus cuadros.

Educada para gustar, debía estar pensando Ribeyro, porque, en efecto, Fernando Cárdenas se quedó conmovido con la forma en que Octavia pronunció su frase. Era algo que me fascinó siempre en ella. En medio de cualquier alboroto sus palabras parecían tener siempre una urgencia total. Era imposible no detenerse en ellas, en la ternura con que manifestaba el más mínimo interés por algo. Ese viaje a Bruselas fue para mí la revelación definitiva de la emotividad que Octavia ponía en todo. Y hasta hoy recuerdo la extraña sensación que tuve al verla metida entre ese grupo de latinoamericanos. Se la veía extremadamente frágil y sus palabras parecían las de una persona que incesantemente se está exponiendo a algo. Y el esfuerzo que hacía por verlo todo, por comprenderlo todo, por conocer mi mundo, como decía ella, me parecía por momentos el de una persona que vive siempre como si se fuera a morir mañana.

Fernando Cárdenas me llamó a un lado para explicarme que había un pequeño inconveniente con Octavia y conmigo. Ya lo había adivinado, le dije, cuando me contó que, en realidad, jamás se le había ocurrido que yo pudiese venir acompañado.

—He reservado un cuarto para ti y Miguel, que también ha venido solo… en fin, que también… Bueno, ¿adonde metemos a Octavia de Cádiz, Martín?

La verdad, creo que ahí se me escapó la oportunidad de mi vida. La oportunidad de que mis amigos se enteraran de lo que realmente sucedió aquella noche. Del milagro. Del milagro. Estuve a punto de decirle, de confesarle a Fernando que, aunque Octavia me había hecho jurarle que pasaríamos cada noche en Bruselas en la misma habitación, nada deseaba yo menos en el mundo que meterme en un cuarto de hotel con ella. Pero cómo empezar a explicar todo lo del anafranil. Cómo contarle a nadie que me había traído tres libros de Pío Baroja y cuatro de de Hemingway para mis noches con Octavia. Lo pensé un instante, pero había tal alboroto en la estación, entre lo de los taxis, entre lo del hotel, entre lo de cómo se llega a ese hotel, cómo se llama ese hotel y bromas y más bromas. Imposible contar nada. ¿Qué hacía? ¿Cómo hacía? Vi que Octavia se acercaba, y estuve a punto de salir disparado, pero también oí que Octavia me llamaba y no me quedó más remedio que no salir disparado.

—¿Qué pasa? —le dijo Octavia a Fernando, como si supiera que yo era totalmente incapaz de resolver problema alguno.

—Mira, Octavia —le dijo Fernando—, hay un cuarto reservado para Miguel y Martín y…

—Es culpa mía —dijo Octavia—; recién anoche le dije a Martín que venía. No le he dado tiempo para avisarte. Pero ya todo está resuelto.

—¿Cómo? —le preguntó Fernando.

—A mí no me importa dormir con Martín y Miguel.

Fernando besó a Octavia, porque definitivamente resolvía todos los problemas de este mundo, y yo estuve a punto de darle un beso volado a Miguel, porque definitivamente resolvía todos los problemas de este mundo. Octavia se estaría quietecita esta noche en mi cama, gracias a Miguel, y yo me estaría quietecito con Octavia en mi cama, gracias al anafranil. Y sin embargo, me dije, aquí tengo la receta. Una monjita belga, un farmacéutico belga, tienen que existir. Bastaría con preguntarle a Fernando. Cobarde, me dije: te atreves a pensar eso ahora que sabes que Miguel dormirá con ustedes.

Minutos después, en el taxi que nos llevaba al hotel, empecé a pensar un poco mejor las cosas. No era cobardía, lo mío: Octavia conocía perfectamente bien el problema. Jamás se nos había presentado juntos, claro, porque jamás la había tenido en mis brazos. Pero en las partes de mi historia con Inés que le había contado, el anafranil, con todos sus efectos secundarios, era un personaje de primera importancia. ¿Qué pasaba, entonces? Pues pasaba que no iba a pasar nada porque Miguel iba a estar en la cama de al lado y la caja de anafranil sobre la mesa de noche. Era un poco como en el taxi, en esos momentos: Miguel estaba sentado a la derecha de Octavia y yo tenía mi caja de anafranil en el bolsillo izquierdo del saco. No pasará absolutamente nada, me dije por última vez, creyendo que eso me iba a dejar aliviadisimo, pero en cambio lo que sentí fue unos deseos enormes de tomar a Octavia entre mis brazos. Los alcé en el instante en que el chófer detenía el carro y nos anunciaba que ése era nuestro hotel.

—Pareces el Papa en San Pedro —me dijo Octavia.

En mi vida me he sentido más ridículo e impotente. Bueno, sí, dos veces más y al cabo de unos minutos solamente.

Para congraciarme con el género humano, había subido mi maleta, la de Octavia y la de Miguel, mientras ellos terminaban de llenar los formularios de admisión y esperaban que les entregaran la llave del cuarto. Era en un segundo piso viejo y azul. La puerta también era azul, pero más vieja que el segundo piso. Y el número 216 también era azul, pero más oscuro y más viejo que la puerta. Definitivamente, Fernando había pensado en todo al escogernos un cuarto en ese hotelucho. Miguel, según los amigos, era un genio, un gran pintor, pero se ganaba la vida pintando casas. No era, pues, precisamente un artista de éxito, y yo era precisamente lector en Nanterre. Fernando había pensado en todo menos en Octavia, claro, aunque años más tarde sigue disculpándose y diciendo, con justa razón, primero, que a él nadie le avisó que Martín Romaña venía con una muchacha como Octavia, y segundo, que ni el mismo Martín Romaña sabía a quién se había traído ni el lío en que se iba a meter.

La llave del cuarto no era azul pero sí era lo más viejo de todo el hotel. Y ahí fue cuando, por segunda vez en pocos minutos, en mi vida me he sentido más ridículo e impotente. La habitación azul tenía un tabique en el medio y una cama a cada lado del medio. Traté entonces de explicarle a Miguel que podía escoger la cama que deseara, pero lo mismo hizo Octavia con Miguel y Miguel con Octavia y al cabo de un ratito los tres seguíamos en el mismo plan, la que tú quieras, Miguel, la que ustedes quieran, por favor, la que tú quieras, Miguel. Miguel rompió el impase cuando nos hizo recordar algo que ya nos había dicho en el tren.

—Lo que pasa es que andan ustedes tan juntitos que uno no se atreve ni a hablarles y desde el tren no hemos intercambiado una sola palabra.

Esto fue lo que nos explicó Miguel tras habernos hecho recordar que era sordo como una tapia. O como un tabique, me dije yo, para mis adentros, mientras Octavia, con una mezcla de ansiedad, ternura y optimismo realmente excesivos, empezaba a buscar algún objeto que pudiera servirle de recuerdo de nuestro maravilloso viaje a Bruselas.

—Ni busques —le dije, tratando de calmarla un poco y de guardar la calma—, no creo que haya nada en este hotelucho que valga la pena llevarse de recuerdo.

—¡Sí! —exclamó ella—. ¡Este cenicerito!

—No te olvides que yo fumo, Octavia. Lo voy a necesitar.

Octavia dejó el cenicerito sobre la mesa de noche, atravesó, por decirlo de alguna manera, el tabique, y llegó corriendo donde Miguel. Dio un par de gritos, Miguel le respondió que no fumaba, y regresó a poner el cenicerito de Miguel sobre mi mesa de noche y mi cenicerito lo metió rapidísimo en su enorme bolso negro. Nunca la había visto tan feliz, o sea que me dejé caer sobre la cama porque siempre he pensado que echado se odia mejor. Y desde ahí empecé a mirarla mientras iba sacando un traje tras otro de su maleta. Quería que escogiera yo, además de todo, y me los iba mostrando uno por uno, el rojo, el azul, el verde, el naranja.

—¿Cuál te gusta más, Martín? —me preguntaba, alzando ambos brazos para que los viera tal cual eran y pudiera escoger entre los trajes más bellos que había visto en mi vida.

—Pareces el Papa en San Pedro —le dije, preparándome para una bofetada, el perdón, y mi beso.

Pero no, no fue así. Fue simple y llanamente que Octavia me dijo que en su vida me había visto tan ridículo e impotente. Luego se trasladó a la otra mitad del cuarto y empezó a decirle a Miguel, a gritos, para que yo sufriera mucho más todavía, ¡escoge, Miguel!, ¡el verde!, ¡el azul!, ¡el rojo!, ¡el naranja!… Me metí al baño, para vomitar todo el anafranil que había tomado en mi vida, pero sólo logré arrojar celos, puros celos, nada más que celos. Cuando salí, Octavia se estaba probando el vestido naranja que yo había escogido sabe Dios dónde y cuándo, porque así era Octavia y por eso dan ganas de llorar cuando uno escribe.

—Era éste, ¿no Martín? —me preguntó, acercándose para que se lo cerrara por detrás.

—Sí, éste, éste, Octavia.

Terminé de cerrarle el traje. Desapareció la piel morena de su espalda jamás vista hasta esa tarde. Oí su voz que me agradecía, la manera en que todas sus frases las terminaba diciendo siempre Martín, y dije, para mis adentros, besarte y después morirme. Pero no quería morirme, como antes. No, ya no. Ahora lo que quería era adorarla y amarla con pasión. Ser de ella. Atreverme a decirle que un hombre puede regresar. Nada más que eso. Que un hombre puede regresar en un mundo de madera a un mundo de fiesta y de verdad. Y al regresar de verdad, mi amor, tal vez atreverme a decirte que te quiero hace siglos.

El vernissage de Fernando Cárdenas fue todo un éxito, como el de todos mis amigos, porque asistieron todos mis amigos, o es que yo no entiendo nada de vernissages. Copa de vino o vaso de whisky en mano, los artistas que habían venido desde París se gastaban bromas entre ellos, coqueteaban con una Octavia absolutamente feliz y catalogaban a cada una de las personas que iba entrando: ése es de los que chupan gratis todas las noches en un vernissage; ése es un belga despistado; ése es un posible comprador; ésa es una buena hembra; el que acaba de entrar es un pelotudo a la vela, ya lo he visto antes; ése es un crítico, no está nada mal que haya venido. Mientras tanto, yo aprovechaba cada oportunidad para aislar a Fernando de los demás y preguntarle por una farmacia donde él conociera a alguien que pudiera ponerme una inyección.

—¿Y por qué no vas tú solo? ¿Qué problema puede haber, si dices que tienes la receta?

—Es una receta extranjera y un poco vieja, Fernando. Y tengo miedo de que dentro de poco cierren todas las farmacias de Bruselas.

—Mira, Martín —me dijo Fernando, ya bastante harto de mi insistencia—, hace por lo menos veinte años que no me enfermo y no conozco un sólo farmacéutico en todo Bruselas. Si al menos se tratara de un bar… Anda tómate un trago y olvídate de tu inyección hasta que llegues a París. Con un trago se arregla todo siempre.

Ya para qué explicarle que tomarse un trago podía ser fatal con el anafranil, beberse un whisky era como beberse diez, más o menos. Había dejado a Octavia conversando con la esposa de Basilio y otras mujeres, pero ahora no lograba encontrarla entre tanta gente. Empecé a recorrer las tres salas de la galería, y por fin la vi conversando con un hombre de unos cincuenta años, alto, muy distinguido, de pelo y gran bigote blanco.

—Es una pena que hayas desaparecido hasta ese punto, Leopoldo —le estaba diciendo Octavia, cuando me acerqué.

—He sido lógico conmigo mismo, mi pequeña Petronila —le dijo él, mirándome como quien se pregunta y este señor quién puede ser.

—Es… es Martín Romaña, un… un lector… un escritor peruano que he encontrado en casa de… de…

—Y esa casa, mi pequeña Petronila, ¿dónde queda? ¿En París o en Bruselas?

—Eres muy malo conmigo, Leopoldo.

—Sólo estoy tratando de ser lógico, mi pequeña Petronila; malo jamás. Y ahora, joven, permítame que me presente, en vista de que nuestra amiga tan querida no logra dar con sus datos concretos. Mi nombre es Leopoldo de Croÿ Solre.

—Sus datos concretos son: Alteza Serenísima Príncipe Leopoldo de Croÿ Solre —intervino Octavia y, visiblemente nerviosa, agregó—: No dirás nada, ¿no Leopoldo? Leopoldo, por favor, no digas nada.

—No te preocupes, mi querida Petronila —dijo el príncipe, mirándonos muy sonriente, primero a Octavia y luego a mí—. Seré lógico conmigo mismo. Pero ahora quisiera saber el nombre y la nacionalidad de este artista latinoamericano. A ver quién me lo puede decir, por fin.

—Martín Romaña, señor —le dije, agregando—: Encantado.

—Siempre he sido lógico conmigo mismo, aunque ésa es otra historia —me empezó a decir el príncipe, con voz triste y afable, al mismo tiempo, pero un ataque de tos le impidió continuar durante unos minutos.

—¿Por qué te llama Petronila, Octavia?

—Es un primo de papá —me explicó ella, aprovechando la sonora e importantísima tos del príncipe—. Es un primo de casi toda mi familia y me ha llamado Petronila desde que era niña. Hacía siglos que no lo veía, y francamente todo se me ocurrió menos que pudiera aparecer en el vernissage de un pintor peruano.

—¿Y si el pintor es bueno? ¿O no pueden haber pintores peruanos buenos?

—Martín, por favor, sabes perfectamente bien que no he querido decir eso. He mirado uno por uno los cuadros de Fernando y es un pintor maravilloso. Lo que estaba tratando de decir es que…

La frase de Octavia desapareció entre la tos de su Alteza Serenísima. En realidad, tosía como pocas veces he visto toser en mi vida. Era algo largo y agónico, algo que merecía respeto y silencio. Y era, también, un verdadero despliegue de finísimos pañuelos. Francamente, se notaba que el hombre sabía toser y al final terminé profundamente concentrado en Leopoldo y pensando que si bien en mi vida me había tocado ver algún príncipe de cerca, ésta era la primera vez en mi vida que me tocaba ver a un príncipe tosiendo de cerca. Tenía unos cincuenta años bastante bien llevados, cuando le empezó el ataque, y sesenta a sesenta y cinco cuando por fin terminó.

—Perdón, fue la guerra —dijo, mientras guardaba todos sus pañuelos y Octavia lo contemplaba con lágrimas en los ojos.

Después agregó que se sentía mucho mejor, que probablemente ya no volvería a toser hasta mañana, porque había sido educado en Oxford, y que su querida Petronila and her young peruvian artist friend, deberían presentarle a los demás artistas latinoamericanos.

—Porque sabe usted, jeune homme —dijo, dirigiéndose a mí—, yo salgo muy poco ya, porque he sido lógico conmigo mismo, aunque ésa es otra historia. En fin, lo que quiero decirle, jeune homme, es que en mi vida he visto muchos vernissages y he conocido artistas sumamente respetables. Sin embargo, esta noche, aquí, delante de nosotros, se está dando un espectáculo muy poco usual. Los artistas, y los pintores, en especial, no suelen quererse mucho. Más bien todo lo contrario. El mundo del arte y los celos van a menudo juntos, jeune homme. Por eso esta noche estoy francamente conmovido al ver que todos ustedes son excelentes artistas y excelentes amigos, al mismo tiempo. El hecho de que se hayan desplazado desde otro país para acompañar al amigo que expone es realmente conmovedor y muy poco común. En fin, jeune homme, yo le rogaría a usted que tuviese la extrema amabilidad de presentarme a sus amigos. Presumo que van ustedes a festejar este espléndido vernissage en las horas que siguen, pero francamente sería para mí un gran placer recibirlos mañana en mi casa, a la hora del almuerzo.

—Anda, Martín —me dijo Octavia—, dile a tus amigos que vengan a saludar a Leopoldo.

El vernissage estaba a punto de acabar, se había terminado el vino y el whisky, y la mayor parte de los hombres que Leopoldo deseaba conocer andaba ya con un par de copas de más, por lo menos. Además, todos hablaban de trasladarse cuanto antes al atelier de Fernando: más whisky, más vino, y pisco sour: la fiesta prometía. César, Basilio, Julio Ramón, Ramos, Carlos, y los que habían llegado más tarde en auto o en auto stop, en fin, todos empezaban a hablar del famoso arroz con pato que preparaba Fernando Cárdenas.

No fue, pues, nada fácil explicarles que ese señor (Leopoldo había regresado a sus cincuenta años muy distinguidos), que conversaba con Octavia de Cádiz y que era príncipe y alteza serenísima, cosa ésta cuya significación todos ignorábamos, deseaba felicitarlos e invitarlos por ser tan buenos muchachos. Yo era bastante más joven que ellos y bastante nuevo en el grupo, pero nada impidió que en efecto me soltaran la carcajada cuando les conté la historia.

—¿Y si compra? —dijo Perico.

—Yo ya he comido una vez donde un príncipe —lo interrumpió Basilio—, se come realmente pésimo. Parece que es tradición.

—La buena comida es asunto burgués —dijo Carlos.

—¿Desde cuándo tú tan culto? —se burló Fernando.

—Pero a lo mejor compra —se rió la esposa de Basilio.

—Que compre pero que no invite —insistió Basilio—. Mi príncipe también compraba, pero viejo, cuando te invitaba a comer el asunto era una mierda.

—Bueno, vamos —dijo Carlos—; vamos, le vendemos un cuadro, y mañana nadie aparece a la hora del almuerzo.

—De todas maneras es gratis —dijo Manuel, que había venido en auto stop.

Las bromas cesaron cuando Mónica, la esposa de Basilio, dijo que le parecía la cosa más incorrecta tener a Octavia y a ese señor esperándonos.

Media hora más tarde, en el atelier de Fernando, todos lamentábamos la ausencia del príncipe. Nos había conmovido con su discurso sobre la amistad, con las palabras tan pertinentes que le dijo a Fernando sobre sus cuadros, con los piropos tan finos y perfectos que le había dicho a cada mujer, y con el interés tan sincero que había manifestado por ver la obra de cada uno de los artistas y leer los libros de cada uno de los escritores. Y además, claro, a Fernando le había comprado dos cuadros. Total, ceviche y arroz con pato, esta noche, y mañana almuerzo donde Su Alteza Serenísima, era la voz general.

—Aunque comamos mierda —comentó Basilio.

La fiesta había empezado y nuevamente todos me empujaban a tomar a Octavia entre mis brazos. ¿Qué esperas?, me decían al oído, cuando pasaban a mi lado, la hembrita está que se derrite por ti, apúrate Martín, no vaya a ser que otro… Julio Ramón me alcanzó un whisky, y no tuve el coraje de explicarle que me estaba totalmente prohibido beber. Se lo acepté como si nada y me lo tomé también como si nada cuando vi que Bryce Echenique estaba invitando a Octavia a bailar. Bien hecho: ella le dijo que no, pero yo ya me había bebido íntegro el whisky y ahora esperaba aterrado y arrepentido sus consecuencias.

Fueron maravillosas. Fueron todo lo contrario de lo que había esperado. Fueron que con otro whisky en la mano me acerqué al tocadiscos y puse un bolero que se remontaba casi a mi infancia. Octavia me había seguido sonriente, me había quitado el vaso, había bebido un sorbo, y lo había dejado luego sobre la mesa. Toña la Negra cantaba en ese preciso instante:

Noche tibia y callada de Veracruz

cuento de pescadores que arrulla el mar

vibración de cocuyos que con su luz

cubre de lentejuelas

la os-cu-ri-daad…

Nunca había temblado tanto en mi vida en la oscuridad. Los amigos enmudecieron mientras Octavia me llevaba de la mano hacia el centro de la sala.

—Tú has puesto el disco, Martín —me decía—, invítame a bailar, por favor.

—Bailo pésimo, Octavia.

—Quiero bailar pésimo contigo, Martín.

La miraba, mientras empezábamos a bailar pésimo, mientras Toña la Negra nos susurraba, más que cantaba:

Noche que se desmaya sobre la arena

mientras la playa canta su inútil pee-na…

Nos mirábamos, como muy pocas veces nos volvimos a mirar, mientras yo le contaba, mientras yo le pedía por favor que me creyera que toda la vida, toda la vida (Sí, Martín), toda la vida, Octavia, había soñado con volver a bailar ese bolero con ella. ¿Lo recuerdas, Octavia? (Sí, Martín), ¿Octavia de Cádiz? (Sí, Martín)…

Y apenas escuchaba sus respuestas escondidas en mi pecho ahora que la abrazaba con todas mis fuerzas para que ella supiera todo lo que le debía, desde hacía tantos años, desde aquella vez en Cádiz, y para que ella supiera el arrepentimiento enorme que sentía de haberla hecho esperar tres meses antes de atreverme a decirle que la adoraba y la amaba con pasión.

—Te he querido siempre, Martín —me dijo ella, cuando terminó la música y volví a apartarla de mí para ver bien su cara sonriente y saborear con ambas manos el maravilloso cuerpo que cubría su traje naranja.

—Perdóname, Octavia… Hace tres meses…

—Sí, Martín —ha sido muy duro y muy largo, pero ahora bésame y haz feliz a todos tus amigos. Y ayúdame, por favor, a ser más fuerte que Tarzán.

La música empezó nuevamente mientras los amigos me palmeaban el hombro o le decían a Octavia que a ver si por fin lograba que me pusiera a escribir algún día.

—Martín no sólo es un artista como ustedes —les respondió Octavia, tratando de mostrarse amable y divertida—; Martín es el único artista artístico que he conocido en mi vida.

Luego, se dirigió al bar y me pidió que le sirviera una copa de vino. Me atreví a servirme otro whisky, para brindar con ella, y durante horas nos besamos detrás de una puerta. Octavia se prendía de mí y temblaba. Había algo, en medio de toda esa felicidad, que parecía darle mucho miedo. No sé, para mí era todo lo contrario; era como si desde que la abracé por primera vez, el miedo hubiera desaparecido para siempre de mi vida. Adoraba a Octavia y me encantaba el hecho de poderla llamar siempre Octavia de Cádiz. Ella era Octavia de Cádiz para mí. Mi suerte, mi mente, mi cuerpo, mi pasado, todo lo que yo era me hacía estar plenamente convencido de que mis sentimientos correspondían exactamente a cada partícula de la realidad. Entonces la vi llorar.

—No, no es nada, Martín. Abrázame. Abrázame y todo pasará.

—¿Qué es, Octavia…? ¿Por qué esas palabras? ¿Por qué la nieve, el frío, la tristeza, la pena, el absurdo, la nada? ¿Por qué me dijiste eso una vez? ¿Por qué todos esos telegramas el día de mi cumpleaños?

—Martín, dime una cosa: ¿Qué te pareció Leopoldo?

—La verdad, Octavia, no entiendo nada cuando dice que ha sido lógico consigo mismo. Pero aparte de eso me ha parecido un hombre encantador.

Es un hombre encantador, Martín, y créeme que ha sido lógico consigo mismo.

—¿Cómo? No entiendo bien, Octavia.

—Martín, te quiero. Te quiero como jamás te quiso tu esposa. Perdóname. Sé perfectamente bien que fue una mujer maravillosa, y créeme que he podido sentir en carne viva todo lo que emana de ella. Y es horrible, Martín. Pero yo te quiero más que ella. Te quiero como no voy a volver a querer en mi vida. Y por favor no te rías al pensar que esto te lo está diciendo una muchacha de dieciocho años.

—Yo puedo decirte exactamente las mismas cosas y tengo treinta y cuatro años, Octavia.

—¿Me juras que es verdad, Martín?

Le besé la frente y los párpados, mientras le juraba, y luego la besé en la boca.

—¿Me ayudarás a ser fuerte como Tarzán?

—No sé qué es lo que te preocupa tanto, Octavia, pero créeme que te ayudaré. Tú me has ayudado, ¿no? Bueno, pues si algún día es necesario yo seré tu mártir Daniel Alcides Carrión.

A Octavia le encantó esa frase. Se tomó otra copa de vino, mientras yo me tomaba mi tercer whisky, sin que me pasara absolutamente nada.

—Ya ves —le dije—, tú eres capaz hasta de terminar con los efectos secundarios del anafranil.

A Octavia realmente le encantó esa frase. Regresamos a la sala, donde se comía, se bebía, y se bailaba marinera. La fiesta había llegado a su mejor momento y las parejas surgían entre amigos de tantos años en Lima, Buenos Aires, en Madrid, en París, y ahora en Bruselas. Nadie se atrevía a sacar a bailar a Octavia, nadie quería separarnos. Formábamos parte de la fiesta, y así nos lo hacían sentir todos con sus sonrisas, sus elogios, o sus deferencias, pero al mismo tiempo como que deseaban, Dios sabe por qué extraña intuición, que disfrutáramos interminable e inseparablemente de la única fiesta realmente alegre a la que asistiríamos jamás en la vida. El único que trató de interrumpirnos, aunque tal vez sin mala intención, ahora que lo pienso bien, fue el escritor Bryce Echenique. Hacia el final de la noche, se acercó a nosotros y le preguntó sorprendentemente a Octavia:

—¿Cuál es tu verdadero nombre, Octavia? En mi vida he visto nada más francés ni más bonito que tú, y simplemente me niego a creer que te llames Octavia de Cádiz.

Octavia lo despachó diciéndole que se llamaba Octavia Marie Amélie de Cádiz y que si no lo creía me lo preguntara a mí. Después me dio un beso y me dijo que nos estábamos quedando entre los últimos, ya era hora de regresar al cuarto azul.

—No puedo —le dije, pensando nuevamente que me las iba a ver negras en el cuarto azul—. No puedo. Octavia —le mentí—, le he prometido a Fernando que lo voy a ayudar a limpiar un poco todo este desastre.

—Bueno —me sonrió—, pero yo te prometo que dentro de un minuto estoy de regreso y que Fernando me habrá prometido liberarte de tan asquerosa tarea.

Volvió muy sonriente y me dijo tarea cumplida.

—Octavia, me encantaría tomarme un whisky.

—¿Con un anafranil?

—Lo tomé en el vernissage. Sabes perfectamente bien que me toca a las ocho y media.

—¿Y la caja? ¿La tienes ahí?

—Sí, tuve que traerla porque salimos del hotel a eso de las siete.

—Dame dos anafraniles, Martín.

—¡Estás loca, Octavia!

—¡Dos y hasta tres, Martín!

—Pero, Octavia…

—Esta noche nos terminamos esa caja, Martín. Hace tiempo que me vienes diciendo que es la última, o sea que ya debe quedarte poquísimo.

—Sí, muy poco. Para un par de días más.

—Pues dame un par de anafraniles y tráeme una copa de vino. Y sírvete tú un whisky, si quieres.

Así fue. La vi tomarse dos cápsulas, mientras yo sorbía mi whisky, y momentos más tarde la llevaba rumbo al hotel en un taxi, aplastada contra mi cuerpo, profundamente dormida. Nos amábamos con pasión, no cabía la menor duda, y yo la adoraba mientras el taxi recorría las calles de Bruselas y le iba besando la frente, los párpados cerrados, otra vez la frente, una mano dormida. Daniel Alcides Carrión, le susurraba, jamás te dejaré ser un mártir, pero desde luego, ya eres una santa. Mira lo que has hecho por mí: te has dormido con dos anafraniles y yo apenas si estoy un poco copeadito con cuatro whiskies. Te has dormido para que yo no sienta vergüenza al llegar al cuarto azul, para que te suba cargada, para que asuma como un caballero todas las responsabilidades del caso. Daniel Daniel Daniel… Alcides Alcides Alcides… Carrión Carrión Carrión… Soñabas con una noche de amor en el cuarto más feo que debes haber visto en tu vida y ahora ni siquiera vas a poder ver tu cuarto azul. Lo has hecho por mí, te has tomado, te has inoculado dos cápsulas por mí, eso jamás lo olvidaré, mi amor. Pero ya vas a ver. Ya vas a ver quién es tu artístico artista Martín Romaña. No bien estemos arriba, no bien te haya puesto tu pijamita, no bien te haya acostado, no bien me haya instalado a tu lado, voy a encender la lámpara y te voy a leer las páginas más hermosas de Baroja y de Hemingway. Tú dormirás plácidamente mientras yo te leo y te leo para que duermas en la mejor compañía del mundo y te despiertes con las palabras más lindas del mundo.

La verdad, todos fuimos la mejor compañía del mundo aquella noche. Octavia, Baroja, Hemingway, Miguel, simpatiquísimo cuando a eso de las cinco de la mañana suspiró que nuestro amor había logrado lo que jamás nadie había logrado: despertar a una tapia en pleno sueño (nos importó un pepino), en fin, todos fuimos la mejor compañía del mundo aquella noche, modestia aparte.

Modestia aparte y humilde servidor, también, porque no bien hube entrado a Octavia Carrión cargadita y con los brazos dormidos rodeándome profundamente el cuello anafranilizado, me juré que a la mañana siguiente, no bien se despertara, le traería de donde fuera un desayuno Gran Hotel, si eso existe, para acompañar las palabras más lindas de Pío Baroja y de Hemingway con el buenos días, mi amor, y los sorbos de café bien calientito más enternecedores del mundo. Y en ésas andaba, tendiendo sobre la cama azul el cuerpo más bello y más dormido, dejando reposar sobre una almohada el rostro más bello y más dormido, susurrándole Danielita Danielita, desayunito Gran Hotel, cuando empecé a notar que por nada de este mundo me soltaban los brazos más dormidos de este mundo. Seguían rodeándome el cuello, profundamente, o sea que no tuve más remedio que mantenerme inclinado, prácticamente doblado en dos sobre el rostro de Octavia, con todo el amor del mundo y cierta incomodidad.

Un cuarto de hora más tarde, mi amor seguía durmiendo dormida, pero ahora con los ojos abiertos como duerme alguna gente, según dicen, y profundamente clavados en mi insoportable incomodidad doblada. Me juré por tu amor. Octavia, permanecer así, e incluso arreglármelas para leerte a Hemingway y a Baroja así. Lo único difícil, claro, era ir hasta donde estaba mi maleta y sacar los libros. Qué hacía, cómo me desdoblaba, cómo lograba escaparme un ratito de unos brazos que me doblaban cada vez más. Hasta me sentía culpable de tener que hacer semejante cosa ante la vista y paciencia de Octavia, sí, ante la vista y paciencia de la pobre Octavia, porque lo cierto es que seguía mirándome profundamente, profundamente dormida, como duerme alguna gente, según dicen. ¿Y si me está viendo? ¿Y si se trata de un efecto secundario del anafranil que yo desconozco? ¿Y si se estuviera muriendo de amor?

Pero existe el destino, como todos sabemos, y el destino, más un fuerte dolor en la cintura, en pleno éxtasis, me empujaron a escaparme del éxtasis, tras un breve forcejeo con los brazos de Octavia, fuertemente dormidos alrededor de mi cuello, que también formaba parte de mi cuerpo doblado, después de todo. Luego, para poder actuar impunemente, le cerré los ojos, no sin cierta macabridad, aunque me tranquilizó mucho el que hubiese mantenido los brazos en alto, como el Papa en San Pedro, esperando mi retorno. Corrí en punta de pies hasta mi maleta, aproveché para sacar impunemente mi pijama y la escobilla de dientes, y saqué también en punta de pies a Hemingway y a don Pío. Volteé a mirar a Octavia y, humano muy humano, me alegré tanto de que siguiera bajo los efectos totales del anafranil. Uno es así de mierda, me dije, corriendo a ponerme el pijama y a lavarme los dientes en punta de pies, pero luego sentí cierto alivio y consuelo al pensar que Octavia lo había hecho todo por mí, como Daniel Alcides Carrión.

Sí, porque ésta era la noche en que ella había aceptado el martirologio de quedarse dormida como un tronco, sin dejarse siquiera tiempo para cerrar los ojos, en vez de gozar del cuerpo y el alma del hombre que adoraba y amaba con pasión. Y todo porque el hombre que la adoraba y la amaba con pasión era, sin su inyección, palabras, alma pura, purita alma, palabras con lágrimas en los ojos, palabras como las que ahora estaba pronunciando en punta de pies ante un espejo, con una escobilla de dientes en la mano, con la boca llena de espuma y con un pijama recién puesto y pensando: Octavia de mierda, por qué demonios no me avisaste antes que ibas a venir a Bruselas, el dispensario de la monjita estaba cerrado esta mañana, por qué demonios no me avisaste antes para llamar a José Luis, con toda seguridad él me habría enviado donde algún médico belga que lo habría resuelto todo, Octavia de mierda…

… Pero no es culpa suya, Martín, cómo podía saber la pobrecita que iba a poder venir, hasta el último momento no lo supo, tuvo que inventar toda una historia increíble para poderte acompañar a tu primera fiesta en siglos, no olvides que es menor de edad. Anda, apúrate, agarra los libros, ponle los brazos en una posición más cómoda, pobrecita, quítale los zapatos, por lo menos, cúbrela un poquito para que no se vaya a enfriar, hazlo todo en punta de pies para que no se vaya a despertar, échate a su lado y empieza a leerle un libro de Hemingway y otro de Baroja al mismo tiempo, para que vea que tu amor es capaz de obrar milagros por ella. Y así, mañana, cuando despierte, te encontrará diciéndole dos veces al mismo tiempo las palabras más lindas del mundo y le habrás enseñado que eres capaz de todo por ella y además ya le habrás traído el desayuno Gran Hotel, si eso existe…

… Bueno, y ahora a la cama de los efectos secundarios, a la cama sin efectos, a la cama de una noche de lectura al pie de la chica más linda del mundo envenenada para mi mayor solaz y esparcimiento.

Santa, santa, declamó Martín Romaña al salir en punta de pies del bañito azul. Del dicho al lecho hay un solo trecho, se dijo, por fin, en punta de pies, y se odió.

Se odió mucho más todavía cuando Octavia le dijo, soñando en voz alta, Martín, por favor alcánzame el pijama turquesa que está al fondo de mi maleta. Y se había odiado como jamás se había odiado en la vida, cuando ella, con los ojos profundamente cerrados, le había pedido que se lo pusiera, por favor. Logró desnudar y contempló a Octavia desnuda, como en un sueño dentro de una horrible pesadilla, y luego logró ponerle el pijama turquesa, como en una pesadilla dentro de un sueño maravilloso. Nunca había temblado tanto, nunca se había sentido tan triste, nunca se había sentido tan solo y tan triste. Pensó que necesitaba un anafranil, aunque no era la hora, y se tomó dos, como la pobre Octavia con su pijama turquesa. Se metió a la cama llorando, le besó la frente, y empezó a contarle que de Baroja había escogido Zalacaín el aventurero, en su honor, porque un aventurero a veces tiene que soportar cosas peores que ésta, mi amor, aunque no hay cosas peores que ésta, mi amor, créeme. De Hemingway, mi amor, he escogido A través del río y entre los árboles, porque me muero de vergüenza y hasta he sentido deseos de cruzar el río que sea y desaparecer para siempre entre los bosques de Bruselas, y porque además, para que comprendas un poco cómo me siento, quiero leerte algunas escenas nocturnas entre las contessina Renata y el viejo coronel USA Richard Cantwell, allá en Venecia, donde se conocieron y se adoraron y se amaron con pasión y sólo les quedaba hablar día y noche en hoteles y bares porque ella tenía dieciocho años y él tres días de vida.

—Il colonnello —soñó Octavia, acomodándose para escuchar horas de lectura, y porque conocía perfectamente bien el libro y recordaba que en él todos le llamaban colonnello al coronel USA Richard Cantwell en Venecia.

—Muy pronto, Octavia —le dije, con todo el amor del mundo—, muy pronto estaré sano y le inventaremos una historia a tu familia y nos amaremos en Venecia como en mis viejos tiempos… Ay, perdón, Octavia —dijo Martín, al darse cuenta de que había metido la pata en los viejos tiempos de Inés. Y empezó a leer, primero una frase de Baroja, luego otra de Hemingway, y todo habría sido perfecto, en la medida de lo posible, si no es porque al otro lado del tabique azul Miguel había empezado a roncar.

—Muy pronto, Martín —volvió a soñar Octavia, introduciéndole ambos brazos bajo el pijama y acariciándole suavemente el pecho, con todo el amor del mundo—, muy pronto estarás sano y ya le habré inventado una historia a mi familia y nos amaremos como en nuestros viejos tiempos de Cádiz.

Pobrecita, se decía Martín, al escucharla incomodísimo porque Octavia se le había metido dormida entre los brazos y durmiendo le había abierto el pijama y le estaba besando el pecho y al mismo tiempo el vientre y al mismo tiempo los muslos mientras con las manos lo tocaba todo al mismo tiempo y él apenas si lograba seguir leyendo con los brazos estirados por detrás del cuerpo de Octavia que lo tocaba cada vez más al mismo tiempo por todas partes, obligándolo a estirar terriblemente el pescuezo porque los libros estaban ya prácticamente al otro lado de la cama de tanto estirar los brazos y últimamente le estaba fallando la vista de lejos y así era dificilísimo seguir intercalándole frases de Zalacaín y el colonnello. Pobrecita, sueña, se repitió Martín Romaña, en voz alta esta vez, porque Octavia, ya sin lugar a dudas, hasta oía dormida.

—Sueña, sueña, Martín —soñó Octavia, nuevamente—; deja los libros un instante, por favor, y sueña como yo estoy soñando.

—Imposible soñar lo que tú estás soñando, mi amor. Ni que estuviéramos soñando.

—¿Cuántos anafraniles has tomado hoy, mi amor?

—Cinco. Hace un instante tomé dos de yapa porque me estaba muriendo de amor.

Como en un sueño, Octavia me soltó un ratito, cogió la caja de anafranil, y se tomó tres cápsulas, para que el asunto fuera cinco a cinco. Nunca dudé que era la persona más orgullosa del mundo.

—Te envenenas, mi amor…

—Cuando regresemos a París, si quieres, Martín. Pero no aquí, y sobre todo no esta noche en Bruselas.

Esto último lo dijo con una especie de seguridad médica que, la verdad, me tranquilizó bastante. Lo que no me tranquilizaba nada, en cambio, era que se volviera a quedar dormida. No sé, de pronto como que había empezado a extrañar sus caricias. A extrañarlas como caricias caricias. A extrañarlas dentro y fuera del alma. O sea también en el cuerpo. O sea en todo el cuerpo. O sea algo totalmente imposible.

—Octavia —le dije, temeroso de no sé qué, no bien la tuve nuevamente a mi lado—, ¿y si te duermes otra vez?

—Sueña otra vez que estoy dormida, Martín.

Llevado por el amor, por el destino, y por la absoluta seguridad de que todo había sido un sueño, me entregué nueva e instintivamente a la lectura de Hemingway y Baroja intercalados. Octavia se volvió a dormir despierta, pero valgan verdades, se durmió despierta mucho más rico que la primera vez. Me costaba un trabajo terrible intercalar las frases de Zalacaín con las del colonnello y, lo que es peor, o mejor, mejor dicho, es que las frases que la contessina Renata le decía al colonnello me sonaban a jamonada en lata comparadas con la maravillosa frescura de la única frase que Octavia me decía a mí.

—Te deseo, Martín. Te deseo.

—Duérmete, mi amor, que es imposible desearme.

—Te deseo, mi amor.

—Duérmete, mi amor.

—Duérmete tú, Martín. Lee todo lo que puedas hasta dormirte.

—Pero es que quisiera despertarte con las palabras más lindas…

—Te deseo, mi amor… Te deseo, mi amor… Te deseo, mi amor… Duérmete, Martín, mi amor, que te deseo…

—Octavia —le dije, nunca sabré si proféticamente—, tú no eres de verdad.

—Te deseo, mi amor.

—Te deseo, Martín.

—Octavia, amor mío, siento… siento como en un milagro, no sé…

Solté los libros y desperté con las palabras más lindas que había oído en mi vida. Al lado, despertó Miguel, quien reconoció hidalgamente, algunas horas después, que en su vida nada ni nadie había logrado despertarlo de noche. Parecían locos, dijo, pasaban de Hemingway a Baroja, de Baroja a Hemingway, de ahí a decirse que se deseaban como locos, de ahí pasaban a saciar su deseo como locos, de ahí nuevamente arrancaban con Baroja y Hemingway como locos, como si la literatura fuera un afrodisíaco, de ahí otra vez se deseaban como locos y Martín lloraba de felicidad, me imagino, y ella le decía soy tuya aunque me maten y también lloraba de felicidad, me imagino, y después él arrancó a leer las frases de Zalacaín el aventurero y ella las de un tal colonnello Richard Cantwell, un personaje de Hemingway, me imagino, y después, como a las diez de la mañana, oí, porque gritaban como locos, confiando en mi sordera, me imagino, oí que empezaban a tomar unas cápsulas llamadas anafranil, que, me imagino, debe ser un afrodisíaco, porque sobre la marcha él le decía a gritos que la deseaba como loco y ella como que lo mataba con su deseo pero él como que lograba sobrevivir in extremis y volvía a leer de puro deseo, me imagino. Amigos, esos tipos se adoran y se aman con pasión. En fin, cómo decirlo, no sé, pero nunca he visto cosa igual ni la veré tampoco, me imagino. Y de lo único que estoy seguro es de que no llegarán al almuerzo del príncipe Leopoldo no-sé-cuántos, porque hace un instante que logré salir, sin bañarme siquiera, para no interrumpir, y seguían en las mismas y él como que deliraba porque hasta parece haber olvidado que está en un hotelucho cualquiera y me gritó que le enviara rápido un desayuno Gran Hotel.

Eran más de las dos de la tarde cuando, por fin, alguien logró abrir la puerta del cuarto azul. Hacía más de una hora que, a cada rato, el administrador del hotel subía y tocaba indiscretamente para avisarnos que en la recepción nos esperaba una llamada telefónica. Sí, sí, decíamos, pero nos resultaba realmente imposible bajar.

—La culpa la tiene Fernando Cárdenas —le susurraba yo a Octavia—, a quién se le ocurre meternos en un hotelucho donde ni siquiera hay teléfono en las habitaciones.

Pero ella me susurraba que ése era el hotel más lindo en que había estado en su vida y que jamás olvidaría ese cuarto azul y que nuestra cama era azul como el cielo azul de la Costa Azul y entonces yo empezaba a tararearle la canción aquella nel blu dipinto di blu y el administrador se hartaba de tocar y volvía a bajar. Total que a eso de las dos de la tarde se nos apareció al pie de la cama un adolescente de porte muy distinguido y sonriente.

—Prima —le dijo a Octavia—, con tu perdón.

Luego, tras haberse inclinado ligeramente al decirme monsieur, procedió a explicarnos por qué y cómo había tenido el atrevimiento de presentarle sus credenciales al administrador del hotel, para obtener de esta manera el duplicado de la llave de nuestra habitación. Era el príncipe junior Emanuel.

—Encantada de conocerte, primo —le dijo Octavia, explicándome que en Europa todo el mundo era primo en su mundo.

—Prima, he tenido que decirle al administrador que venía a buscarlos de parte del Rey. En fin, cualquier cosa porque en casa papá y unos treinta españoles de América se están muriendo de hambre por esperarlos. Si no les importa, los espero abajo para llevarlos.

Se había bebido más de la cuenta cuando llegamos a una mansión de cuatro pisos, en cuya puerta el príncipe Leopoldo se abalanzó sobre la mano de Octavia, besándola prácticamente sin llegar a besarla, aunque besándola en la práctica, que es como se le besa la mano a una dama, según aprendí esa tarde. Casi le digo primo, para sentar una pica en Flandes, pero eso habría sido falocracia y preferí dejarle todos los honores a la prima Octavia, en honor a la verdad. Luego, Leopoldo le dijo a Emanuel que por favor nos hiciera pasar al salón de los artistas, excusándose durante unos minutos porque le iba a dar un ataque de tos por culpa de la guerra.

—Oye —me dijo Fernando Cárdenas, al verme entrar con Octavia y como quien habla en nombre de la concurrencia—. Aquí ya lo sabemos todo.

—No hay peor sordo que el que no quiere oír —agregó Basilio, palmeándole el hombro a Miguel.

—Les juro que yo… —empezó a decir Miguel.

—Les juro que sí —lo interrumpió Octavia, besándome tierna y orgullosamente.

La adoré. La adoré porque sólo ella y yo sabíamos lo que realmente había ocurrido en aquel hotelucho azulejo, de azul, de Bruselas. No sé, era como si una persona hubiese hecho feliz a la persona más feliz de la tierra. Formábamos parte del grupo, pero al mismo tiempo, esa tarde, nos sentíamos fuera de él, fuera de todo, fuera de la realidad, podría decir hoy.

Y también podría decir, hoy, que es extraña y maravillosa la sensación de estar fuera de la realidad en un mundo que, entonces, empezaba a parecerme totalmente irreal. Todo me parecía increíble: aquella mansión, Leopoldo y su hijo precipitándose lentamente (cómo decirlo de otra manera), y cual verdaderos prestidigitadores para encender al mismo tiempo cada cigarrillo que aparecía en el aire. La manera en que se ponían de pie, él y su hijo, cada vez que una mujer se ponía de pie. Nos acomplejaron a todos con sus perfecciones de otra época que, en ellos, resultaban de una actualidad total, sinceras, verdaderas, reales. Y hacia el atardecer, hasta nosotros nos poníamos de pie cada vez que una de las mujeres del grupo se iba a lavar las manos. Basilio estuvo genial cuando, de pronto, delante de todo el mundo, soltó que la próxima vez vinieran todas bien meadas porque ya estaba harto de tener que pararse a cada rato. Ya durante el almuerzo, sentado de espaldas a un cuadro de Velázquez, le había palmeado el hombro a Leopoldo (pero se lo había palmeado con una pierna de pollo), y lo había felicitado por lo pésimo que se comía en su casa. Y aquel duque que nadie olvidará nunca, creo, aquel duque que Leopoldo le presentó a Julio Ramón:

—Primo —le dijo—, tengo el honor de presentarle a un gran escritor peruano.

—Lo felicito, señor —le dijo el duque a Julio Ramón, agregando—: Ah, peruano, ¿no? Pues yo una vez al año voy a España a cazar jabalíes con El Caudillo.

Sigo viendo a Julio Ramón encender un cigarrillo tras otro en charla tan amena como absurda con el duque del Caudillo.

Nunca volví a esa gran casa, pero supe que algún día estuvo llena de cuadros y esculturas de Basilio, de Miguel, de Fernando, de casi todos los que estuvimos en el almuerzo. Supe que Julio Ramón y Bryce Echenique habían enviado las traducciones al francés de algunos de sus libros. Supe que todos habían regresado muchas veces. Y que un día regresaron diciendo que había desaparecido el cuadro de Velázquez. Que después ya no podía alojarse uno en esa casa porque se habían ido alquilando poco a poco los pisos superiores. Los doce cuadros de la escuela flamenca desaparecieron como por encanto. Después Basilio regresó al Perú y Miguel falleció en aquel trágico accidente de aviación. Un día, me presentaron a Guy Posson, un simpático periodista belga, y le pregunté si conocía a Leopoldo.

—Fue un hombre lógico consigo mismo.

Esa parte la sabía, pero dejé hablar al periodista porque parecía bastante bien informado.

—Bueno —me dijo—, hacia el final de su vida creo que tuvo un período feliz. No sé cómo, un día, su casa empezó a llenarse de artistas latinoamericanos (como yo no era un artista latinoamericano, a Guy Posson no se le ocurrió jamás que habría podido…). Iban y venían de París, se alojaban en su casa, allí comían, bebían, dormían, y organizaban las juergas más sensacionales del mundo, según cuentan por ahí. Leopoldo rejuveneció, pero en cambio empezó a dejar de trabajar. Se cuenta incluso la anécdota de que el príncipe amaneció un día con la firme determinación de regresar a su despacho, y que se encontró con la puerta del edificio cerrada porque era domingo. Otra historia realmente fantástica que llegó al periódico fue la del príncipe Carlos, el hermano del Rey. Es un hombre bastante alto y que según alguna gente sufre de graves dolores en los pies. Leopoldo lo invitó a una fiesta y el príncipe Carlos se presentó vestido con un impecable smoking negro y botas rojas de caucho. Por nada del mundo se quiso sentar, alardeando que a él jamás le había dolido nada. Se bebió más de quince whiskies con agua caliente, que es como le gusta el whisky a Carlos, según cuenta la gente, y al final se largó indignado al ver que un compatriota tuyo, un tal Basilio, creo, bailaba cheek to cheek con la princesa Paola. Y aquí viene lo mejor de todo. Antes de subir a su automóvil, Carlos recorrió toda la calle en que vivía Leopoldo y fue detectando uno por uno a todos los guardias que secretamente aseguraban su protección. Le dio la mano a cada uno, no se equivocó con el nombre de ninguno, y a todos los dejó pasmados cuando les preguntó por sus esposas y por la educación de cada uno de sus hijos. Pero ésa debió de ser una de las últimas fiestas que dio Leopoldo. O, en todo caso, una de las últimas a las que asistió algún miembro de la familia real. Leopoldo fue castigado, ¿sabes?

—No, ¿cómo?

—Hacía ya algún tiempo que la gente de su mundo lo había ido marginando. Nunca le perdonaron el haberse presentado a unas elecciones parlamentarias como candidato de un partido de izquierda. En fin, de izquierda… Llamémosle ligeramente de izquierda. Parece que se lo advirtieron pero él llegó a la conclusión de que un hombre tenía que ser lógico consigo mismo. Recuerdo los afiches de su campaña. Leopoldo llamaba nada menos que al pueblo belga a votar por él. Y era sincero, Martín. Lo que Leopoldo ignoraba totalmente, y sin duda porque era un verdadero príncipe, es que los pueblos siguen creyendo en cuentos de hadas. Ignorar este hecho fue el gran error de su vida. Su lógica, su sinceridad consigo mismo, lo llevaron a romper con lo que él mismo representaba ante los ojos de la gente y terminó estrellándose contra su propia imagen ante un espejo. Entre él y los cuentos de hadas, la gente escogió la miseria de sus propios sueños. Leopoldo se estrelló contra Leopoldo, Martín, pero al mismo tiempo logró salvar la imagen que tenía de sí mismo. En fin, yo pienso que fue un gran hombre.

—Y el final cómo fue.

—No lo sé muy bien. Hay gente que dice que fueron los latinoamericanos los que acabaron con él. Otros dicen que no, que al contrario, que esos artistas lo divirtieron mucho en la época en que ya nada le divertía. La pena, claro, es que no lo acompañaran hasta su muerte. Porque Leopoldo odiaba a la burguesía, y la gente de su medio, e incluso de su familia, lo había abandonado por completo después de esas elecciones. Lo hicieron poco a poco, pero al final lo abandonaron por completo. ¿Qué le quedaba, entonces? ¿El proletariado? Ya te he explicado que la gente lo que quiere es un príncipe y no un amigo. La gente quiere a un ser lejano, a alguien que se materialice sólo en las fotografías con las que hoy se ilustran los cuentos de hadas de las revistas más vendidas. Y, además, ¿cómo habría podido Leopoldo encontrar un proletario en Bélgica? Imposible, porque al igual que en Francia, Holanda, o en otros países europeos, los proletarios son ahora pequeños burgueses, los pequeños burgueses se han convertido en burgueses, los burgueses se la dan de grandes burgueses, y los nobles son los grandes burgueses, cuando pueden…

—Y al fin de cuentas todos tienen alma de porteras parisinas —lo interrumpí, basándome en ciertas experiencias que había tenido, pero que no venía al caso evocar con mayor amplitud en ese momento.

—Total que el único amigo que habría podido tener Leopoldo es Chaplin. Y eso porque Chaplin era pobre pero todavía no era proletario, como explicó muy bien Roland Barthes en su libro Mitologías.

—Sí, me imagino que así fue.

—Así fue, Martín. Y precisamente por eso es que creo que Leopoldo fue feliz al descubrir a aquel grupo de artistas latinoamericanos. Eran divertidos, porque era gente de talento, pero tan diferente, tan marginal, tan extravagante en países como el mío, que, al final de cuentas, resultaban bastante parecidos a Chaplin. Leopoldo no sólo los ayudó a vender cuadros, sino que además les compró muchos cuadros y esculturas, vendiendo para ello más de una gran obra de arte que tenía en su casa. Y después, cuando esa gente empezó a desaparecer, sabe Dios cómo, empezó a vender también esos cuadros. Claro que entonces ya había liquidado Solre, su última gran propiedad. Solre quedaba en Francia, y existía mucho antes de que existieran Bélgica o Francia… Pero ¿cómo demonios sabes tú de la existencia de ese príncipe?

—Por una chica que lo conoció —respondí, tratando de contenerme. Pero segundos después ya estaba hablando de Octavia de Cádiz, de la forma en que nos miraba Leopoldo, la única vez que estuve en su casa, y de Solre, donde también estuve una vez, y donde aprendí a quererlo como pocas veces he querido en mi vida. Porque fue él quien tristísimamente me enseñó a ser lógico conmigo mismo[3].