ARIADNA EN BRUSELAS Y MUCHO MÁS, ANTES Y DESPUÉS

—Cristóbal Colón descubrió América el 12 de octubre de 1492, con La Pinta, La Niña, y La Santa María, sus tres carabelas, Octavia…

—De Cádiz —agregó ella, desde el diván hasta el sillón Voltaire.

Y a un lado de la pequeña habitación, sobre la gran mesa redonda de madame Forestier, contra la cual uno se estrellaba todo el tiempo, como si fuera madame Forestier, se hallaba el enorme frasco para casos de angelitos negros y la caja de anafranil para casos como yo. La caja de anafranil estaba muy llena, pero era la última. El frasco, en cambio, estaba casi vacío, pero es que era el primero.

—De Cádiz —repetí yo, desde el sillón Voltaire hacia el diván. Y continué, porque acabábamos de recibir la carta con la falta de atención de José Luis—. Mira, Octavia…

—De Cádiz —agregamos los dos al mismo tiempo, del diván hacia el Voltaire y viceversa. En fin, esto no sé muy bien cómo contarlo, pero así fue porque ya estábamos en plena falta de atención y, en lo que a mí respecta, porque había mucho olor a bencina, también.

—Francisco Pizarro —continué—, conquistó el Perú con segundas intenciones, esto es indudable, y le llevan encontradas ya creo que hasta tres calaveras en la catedral de Lima. Les da de lo fuerte a nuestros historiadores…

Esta vez tampoco pude terminar porque Octavia pegó un salto desde el diván hasta el Voltaire y se instaló cómodamente sobre las rodillas del enfermo para matarse de risa. Lo había entendido todo pero quería volver a entenderlo todo otra vez y me arranchó la carta de las manos para volver a entenderlo todo otra vez. La verdad, en mi vida había logrado hacer feliz a una mujer y la taquicardia era tan atroz hasta en mis piernas que Octavia no tuvo más remedio que aplastarme el corazón con una mano para poder seguir leyendo y matándose de risa con la otra.

En fin, esto tampoco sé muy bien cómo contarlo, pero así fue porque la pobre Octavia llegó a perder el equilibrio de felicidad en el momento en que más latió hasta el sillón Voltaire.

—¿Sabes lo que es un calavera, Octavia? —le pregunté, justito antes de ese momento.

—Francisco Pizarro —me contestó, muerta de risa—. Francisco Pizarro fue un gran calavera porque conquistó el Perú con pésimas intenciones. ¿He adivinado? ¡Dime, dime que he adivinado, Martín! Un calavera en castellano quiere decir…

Y seguía matándose de risa y explicándome y encontrando sinónimos en francés, hasta que perdió el equilibrio, por mi culpa, pero felizmente logró aplastarme más el corazón, a tiempo, y no llegó a resbalarse de felicidad.

—Eso no es adivinar —le dije, pensando que hasta a Burt Lancaster lo había adivinado con Inés y conmigo en Apachelandia—. Eso es simple y llanamente ser Octavia de Cádiz.

Entonces ella giró un poco más hacia mí, extendió bien los brazos, y puso ambas manos sobre mis hombros. La imité, y quedamos en esta absurda posición: como protegiéndonos el uno del otro, como alejándonos de algo con los brazos, y al mismo tiempo sabiendo que nunca habíamos estado tan cerca en la vida y que a mí nunca nadie me había mirado con tanta ternura y que tampoco yo había mirado nunca a nadie con tanto agradecimiento. Un beso, quise darle un beso, pero Octavia recogió una de mis manos con las suyas, la acarició tres veces, muy ligeramente, con sus mejillas, y me la devolvió con un beso en la palma, que aquí lo tengo todavía y sangra. Insistí, acercando de nuevo mi mano a su cara, y ella me permitió que le acariciara ambas cejas. Lo hice con los ojos cerrados y con la maravillosa convicción de que estaba realizando el más viejo deseo de mi vida.

—Son las ocho, Martín —dijo Octavia, apoyándose sobre mis muslos para ponerse de pie—. Tengo que irme ya.

—Son las ocho —repetí yo, mirando cómo guardaba la carta de José Luis en su bolso negro. Con Gary Cooper y el documento en que constaba su nombre, eran ya tres las cosas que guardaba para siempre. Y con el tiempo fueron miles, como si a Octavia, de la felicidad, sólo le interesaran los recuerdos. Hoy la comprendo, claro. La comprendí desde el día en que dejé de verla para siempre, por un tiempo, y me encontré con el departamento repleto de pequeños objetos que ella me traía de sus andanzas por París, por otras ciudades y países, porque nuestros encuentros nunca dejaron de ser felices, incluso mientras ella estuvo casada fueron felices, y es que yo ya me había convertido en el hombre que hablaba de Octavia de Cádiz y había asumido en cuerpo y alma la teoría del mal necesario, para sobrevivir y seguir hablando, mientras esperaba que algún día viniese a visitarme con otro cachivache más inolvidable que el anterior. Están todos cubiertos de polvo, porque el polvo, según Octavia, es el terciopelo de la vida, aunque yo siempre pensé que sus cejas espesas y oscuras eran el terciopelo de mi vida. Más que su pantalón negro.

A veces uno de esos objetos se me cae de la mano y se rompe, porque me he ido volviendo muy tembleque de tanto recuerdo en la mano. No importa, Recuerdo, le digo, te voy a dejar como el día en que Octavia te trajo. Entonces corro al cuartucho en que me afeito y me peino, y traigo un tubo de un pegalotodo excelente. Ya ves, Recuerdo, le digo, al terminar la delicadísima operación tembleque, has quedado como el primer día. Pero es mentira y los recuerdos lo saben. No piden explicaciones, claro, porque hemos vivido ya demasiado tiempo juntos. Y al final se limitan a contemplarme mientras regreso y dejo el tubo de pegalotodo sobre la mesita en que están la loción para después de afeitarse, el frasco de lavanda, catorce recuerdos de Octavia, y el quitamanchas, que también es recuerdo de Octavia. Confieso: no miente el pérfido Bryce Echenique cuando jura y rejura que cada día estoy más para novela porque me ha visto y olido llegar a varias reuniones apestando a bencina y hablando de Octavia de Cádiz.

Bueno, pero hablando de Octavia de Cádiz, eran las ocho y tenía que irse y yo le había tocado las cejas. Lo que pasa, claro, es que ahora estaba loco por tocarle también el pantalón de terciopelo para comparar. Le rocé un muslo, con gran disimulo, porque tengo los brazos muy largos, pero ella se dio cuenta de todo porque el roce fue también con gran taquicardia.

—¿Quién gana? —me preguntó feliz.

—¿Quién gana en qué? —le pregunté yo, logrando apenas asomarme entre los latidos.

—En terciopelo. ¿Quién gana en terciopelo, Martín?

—Todos salimos ganando —le dije yo, agilísimo por una vez en mi vida, por tratarse de Octavia de Cádiz, claro. Y, además, ni me sentí en una del oeste ni me sentí Burt Lancaster agilísimo ni nada. Sólo la taquicardia.

—Gary Cooper —me dijo ella, ajena a toda sospecha, encantadora.

—Humphrey Bogart —le dije yo, para mantenerla encantadora a toda sospecha, ya que el asunto iba rapidísimo por lo complicada que es la vida.

—También me gusta —me dijo ella.

—Escoger es imprescindible en estos casos, mademoiselle —le dije yo, tan ágil otra vez que tuve que jurarle que no estaba haciendo trampa. Y fue horrible, porque inmediatamente sentí que había caído en una trampa con gato encerrado y todo.

—Me voy —dijo Octavia, y en efecto, agregó—: Me voy para que puedas tomar tu anafranil en paz. Me voy porque eso es lo que te está haciendo bien. Y no te olvides de responderle a José Luis. Aquí tienes su carta, si quieres.

Pero no me la dio. Pobrecita, tuvo tanto miedo de que se la aceptara que se puso el abrigo como pudo y salió disparada sin haber hecho siquiera el ademán de sacarla del bolso. La oí resbalarse en la escalera y me odié al pensar que habría sido capaz de aceptarle esa carta. Corrí hasta la ventana, y abrí para asomarme y verla salir a la calle.

—Octavia —le dije, cuando apareció allá abajo.

—¡De Cádiz! ¡Como nunca de Cádiz! —gritó ella, pero sin detenerse.

—¡Octavia, por favor! ¡Me había olvidado de una cosa! ¡Tengo un disco de un trío mexicano llamado Calaveras!

Ya adivinó esta cojuda que era de Inés, me dije, al verla desaparecer en la esquina, de lo contrario me hubiera hecho siquiera adiós. Cerré la ventana, busqué el disco, escuché tres o cuatro canciones de Inés, tomé el anafranil, mandé al diablo la idea de comer algo, y me instalé a escribirle una carta a José Luis. Resumiendo al máximo, fue esto lo que le dije: cada día me siento mejor, José Luis, gracias a tu tratamiento, pero tú no te imaginas lo mal que la está pasando Octavia. Yo no puedo dejar que se me muera como Daniel Alcides Carrión, porque no se enteraría nadie, y cada día los síntomas son peores. Ya no puedo soportar más tanta inmoralidad. No puedo soportar más tanta doble vida, José Luis… Y así sucesivamente hasta que el teléfono sonó en la parte en que empezaba a despedirme de su esposa.

—Aló —dije, con voz de central telefónica, para que se notara lo acostumbrado que estoy a que me llamen día y noche del mundo entero.

Me respondió un piano, y desde un bar muy concurrido, sin duda alguna, porque a duras penas lograba escuchar la voz negra del pianista que cantaba Dinner for one, please James, igualito a Nat King Colé la primera vez que me enamoré en mi vida y me fue pésimo con música de fondo. En cambio a Octavia se le oía perfecto, pero hablando con otra persona, o sea que volví a decir aló, aunque con suma curiosidad esta vez.

—¡Espérate, Martín…! ¡No cortes…! Es que por traer el teléfono hasta el piano se me ha atracado el cordón con la pata de una mesa y el banquito del pianista… Es que quería que oyeras esta canción…

—Si quieres te la canto yo, Octavia.

—No seas aguafiestas, Martín. Espérate un instante que quiero llegar hasta el micro con el teléfono… Ya se está desenredando el banquito… Perdone, señor… Aló, Martín.

—Aquí estoy, Octavia. Pero tú, ¿dónde estás?

—Junto al micro, Martín, pero ya se acabó la canción… ¡No…! ¡No se ha acabado, Martín! ¡Dice el pianista que la va a tocar de nuevo! ¡Oh, mil gracias, señor!

—¿Dónde estás, Octavia?

—Primero dime tú qué estabas haciendo cuando llamé.

—Me estaba despidiendo de la esposa de José Luis.

—¡Quéeee…! Oh, perdone, señor…

—Nada, Octavia, te decía que me estaba despidiendo de la esposa…

—Martín —me interrumpió Octavia, ya perfectamente sincronizada con la música de fondo—, ¿a qué hora empezaste a escribir esa carta?

—No sé, no me fijé en la hora.

—Calcula, por favor, Martín.

—Pero para qué, Octavia.

—Calcula, por favor.

—Bueno, después que tú doblaste la esquina sin hacerme adiós…

—O sea hacia las ocho y cinco.

—Sí, hacia las ocho y cinco cerré la ventana y puse el disco del trío Calaveras.

—¿A qué hora lo quitaste?

—A las ocho y media, porque ya era hora de tomar mi cápsula.

—¿Y cuánto tiempo estuviste tomando el anafranil, Martín?

—Bueno… Una media hora, más o menos… Octavia, no te molestes, por favor… Ya tú sabes que lo contemplo un ratito…

—¿Comiste, después?

—No, no tenía hambre.

—¿Leíste, después?

—No. No tenía ganas de leer ni de acostarme.

—Bien, Martín… ¿Qué has hecho entonces desde las nueve? ¿Qué has hecho desde que terminaste de tomar el anafranil?

—Me vine aquí, al cuartito del teléfono, y empecé a escribirle a José Luis.

—¿Sabes qué hora es, Martín?

—No, ni idea.

—Son las tres de la mañana —dijo Octavia, sollozando, y colgó.

Colgué yo también, pero la voz de central telefónica ya como que no me salía cuando empecé a repetir adiós, Octavia, adiós, Octavia de Cádiz… Y tampoco lograba retirar la mano del teléfono. Eres un asesino, Martín Romaña, me dije. ¿Por qué no le cuentas a la esposa de José Luis que eres un asesino? ¿Por qué no le cuentas que pudiste reaccionar más ágilmente y evitarle a Octavia el dolor de saber que llevas seis horas escribiéndoles a ellos? ¿Por qué no les confiesas que eso a Octavia la puede matar de pena y de celos? ¿Y por qué no les confiesas que ni siquiera insististe en saber qué hacía en un bar a las tres de la mañana, si estaba sola, si estaba acompañada?

Martín Romaña, me confesé, eres un hijo de la gran puta. A ti lo único que te interesa es que esa chica te alegre tus clases en la universidad y te ayude a matar cuatro horas al día, cada tarde… No, Martín Romaña, me defendí, no eres un hijo de puta. A ella le haces gracia. No todo es doloroso en la relación que tiene contigo. Sus piernas te hacen sonreír. Sus ojos te preocupan de verdad. Su tos te agota más que a ella. Su llanto te ha conmovido siempre. Su inteligencia te deslumbra. Pero claro, en el fondo, tú prefieres quedarte donde te encontró y terminar con todos tus males de una manera más racional. ¿Y si te estuvieras defendiendo de ella, Martín? Sabes que Inés nunca volverá y a lo mejor temes… No, tampoco es eso. Es tu indiferencia. Tu enorme indiferencia y ese interminable decaimiento. No estás sano, todavía, y no logras ver sino instantes de esa muchacha que te llama a las tres de la mañana para decirte que no vayas a tener miedo, para que sepas que si hoy se fue furiosa y celosa, mañana volverá a las cuatro en punto porque no ha pasado nada, nada, Martín. No ha muerto en ti el hombre sensible, la persona capaz de interesarse, de sentir cariño por la gente, por todo lo que pasa a tu alrededor. ¿Acaso no te conmovió la canción que te hizo escuchar Octavia? Búscala, por ahí debes tener todavía ese disco. ¿Y por qué no ponerlo desde ahora? Prepárate. Esta tarde la recibes con esa canción y la haces feliz.

Del dicho al hecho. Y a las cuatro de la mañana empecé a recibirla esta tarde con esa canción, para lo cual lo primero que hice fue desempolvar mi viejísimo disco de Nat King Cole. Era la última canción del lado A, pero lo puse desde el comienzo para irme acercando con enorme ternura al final feliz. Y, en efecto, el asunto me estaba saliendo de maravilla porque una tras otra iba recordando aquellas canciones que bailé con mi primer amor, y cómo a Teresa no le importaba que yo bailara realmente pésimo ni que la pisoteara toda ni le preocupó tampoco cómo le di el primer beso de mi vida, pésimo también, aunque jamás haya vuelto a dar un beso tan inolvidable, y aunque ella al final me dejara plantado por Juanacho Gutiérrez y su automóvil rojo y amarillito, nada menos que en la puerta de su casa y el día de su santo y con el disco de Nat King Cole que yo le traía de regalo en la mano, para seguir bailándolo el resto de la vida con ella, y que después no sé cómo vino a dar conmigo a París y ahora ya estaba llegando a la canción que fue música de fondo de mi primer amor. En fin, por llegar al futuro, que era esta tarde a las cuatro en punto, acababa de llegar al pasado, que fue hace como veinte años. Lo que sí te juro, Octavia, es que terminé aferrado al frasco de quitamanchas, inhalando bencina como loco.

Y a ti te consta, porque a punta de inhalar, de inhalar como loco realmente, o como un imbécil parado frente a tu diván, esa madrugada volviste a aparecer sabe Dios dónde. Lo que sé es que volvió a sonar el teléfono y que al oír tu voz solté un aló tal, que luego tuve que carraspear varias veces para que jamás fueras a adivinar que acababa de responderle a mi primer amor como veinte años después, en cuerpo y alma, aunque en realidad debería decir en cuernos y alma, por culpa del carro rojo y amarillito pornográfico de Juanacho Gutiérrez. Normalmente, a estas horas la gente pide que la dejen dormir en paz, pero yo le juré a Octavia que no me estaba despidiendo de la esposa de José Luis.

—No he vuelto a despedirme de nadie, Octavia, te lo juro.

—Martín —me dijo ella, con el carnaval de Río por música de fondo.

—Habla más fuerte, Octavia. Sólo se oye el estruendo.

—Espérate —me dijo, jadeando como una loca.

—¿Dónde estás, Octavia? ¿Por qué estás así? Parece que te estuvieras ahogando.

—Espérate, Martín. Voy a cerrar la puerta de la cabina telefónica.

—Bueno, pero ¿dónde está esa cabina telefónica?

—No sé… En un cabaret, creo.

—¿Con quién estás? Dime, por favor, con quién estás.

—Escúchame, Martín…

—Pero qué te pasa, ¿te sientes mal? ¿Quieres que vaya a buscarte?

—No, no, Martín… Escúchame, por favor…

—Sí, Octavia, te estoy escuchando.

—Mañana me voy de París por una semana.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Para eso te llamé a las tres, Martín.

—No, digo antes, aquí, esta tarde…

—No lo sabía. Te lo juro, Martín, que no lo sabía. Mis padres me lo dijeron recién esta noche durante la comida. Me llevan a esquiar a Suiza.

—Te voy a extrañar, Octavia —le dije, sintiendo que la iba a extrañar.

—Dentro de tres días es tu cumpleaños, Martín.

—Sí, lo sé, por una vez me acuerdo. Y es que por fin cumplo treinta y cuatro años.

—Martín, no te preocupes, por favor. Volveré dentro de una semana. Iré corriendo a verte. No te dejaré nunca, Martín. No quisiera tener que dejarte nunca.

—Mientras estés enfermo y triste no te dejaré, Martín.

—Martín…

—Sí, dime, Octavia…

—La nieve… El frío… La tristeza… La pena… El absurdo… La nada…

—¿Estás sola, Octavia?

—Estoy contigo, ¡estoy contigo, Martín!

—¿Con quién estás, Octavia?

—Con la gente que me lleva a esquiar.

—¿Pero no eran tus padres los que te llevaban a esquiar?

—Mis padres y otra gente, Martín. Un grupo de gente.

—Tengo que irme ya, Martín. Voy a colgar.

—Podríamos vernos un rato antes de tu partida, Octavia.

—No, no es posible. Tenemos que tomar el tren muy temprano.

—Si quieres voy a la estación un rato antes.

—No, Martín.

—Pero si puedo ir…

—Tengo que irme ya, Martín. Voy a colgar. Cuídate. Te juro que volveré. —Estaba llorando cuando colgó.

Octavia Marie Amélie, me dije, mientras regresaba a sentarme en el sillón Voltaire. Empecé a mirar el diván, su diván, como ella le llamaba. Era un mueble estrecho, duro, e incómodo. Apenas una plancha de madera con cuatro patas, sobre la cual yo había puesto un delgado colchón de camping, que luego había cubierto con una tela color beige. Ahí se sentaba Octavia cada tarde, ahí colocaba siempre, a un lado, su enorme bolso negro, y ahí había recibido yo muchas de las bofetadas que me había dado. Mirando al diván, me pregunté por qué, después de colgar el teléfono, la había llamado Octavia Marie Amélie, y no Octavia de Cádiz, como siempre. Y después estuve preguntándome horas quién era esa muchacha eternamente vestida de negro, quién era esa muchacha que todas las noches desaparecía a las ocho en punto y que, de pronto, me había llamado dos veces en la madrugada, sin haberme logrado o querido decir de dónde me llamaba, con quién estaba, de qué estación partía horas más tarde. Curiosamente, jamás me había preocupado por saber de dónde llegaba, día tras día, a las cuatro en punto. Me había conformado con saber que era mi alumna y que se había matriculado en mis cursos, un poco por azar, otro poco por curiosidad. O, como decía ella, porque nos habíamos conocido una vez en Cádiz, ¿o no, Martín?

Y sin embargo, había ese otro dato, real también, según el cual todo había empezado a raíz de una conversación con su hermana. Florence había pronunciado mi nombre y Octavia había sentido la imperiosa y dolorosa necesidad de conocerme. Sí, ésas fueron las palabras que usó la única vez que quiso explicarme y explicarse a sí misma por qué había aparecido en Nanterre una mañana. Y por qué, después, había empezado a traerme en su carro y por qué, días más tarde, tocó la puerta por primera vez y me dijo que había estado llorando por mí. Hacía más de dos meses de eso, y ahora, de golpe, sentado en el sillón y contemplando su diván, empezaba a tomar conciencia de que en esas pocas e insuficientes explicaciones nos habíamos quedado. Y de que Octavia, casi siempre, me hacía hablar a mí de Inés, de mis antiguos amigos, de mi familia en el Perú, de mi fracaso en las cosas que más había anhelado en la vida, de mi frustración como escritor, que ella jamás aceptó, y de mi enfermedad. Es cierto, todo aquello me hacía bien y nadie se podía quejar además de recibir una visita tan agradable en momentos tan difíciles de la vida. Eso era cierto, y también que, a menudo, había considerado a Octavia como una especie de compañera de camino. Pero ni la indiferencia, ni la tristeza, ni el dolor de la ausencia de Inés, ni esa especie de letargo en que vivía, me impidieron ver desde el comienzo que Octavia era algo más y, por momentos, muchísimo más. Dos veces ya, había querido besarla. Más de una vez la había acariciado. Cada tarde había gozado de la ternura que ponía en todos sus actos, en todo lo que decía.

Pero no, no era eso lo que me estaba preocupando por primera vez aquella madrugada, mientras ella, seguro, había regresado a dormir unas horas antes de tomar el tren. Lo que me preocupaba era que Octavia Marie Amélie, sí, Octavia Marie Amélie, la muchacha del apellido difícil de retener, hubiese impuesto sus horarios de visita, sus temas de conversación. Ella se enteraba cada día de mil cosas de mi vida, sin que yo supiera más que las dos o tres cosas que me había contado al comienzo. Sus tres novios, por ejemplo, como que hubiesen dejado de existir para siempre. Su hermana, su padre y su madre, ¿por qué jamás hablaba de ellos? ¿Por qué jamás contaba algo que había ocurrido en su casa? ¿Por qué hablaba tanto y se reía tanto y contaba tan poco? ¿Por qué siempre le contaba yo mucho más a ella? ¿Por qué se la llevaban a esquiar a Suiza? ¿Por qué no iba a esquiar a Suiza, como tanta gente? ¿Por qué cuando uno le preguntaba dónde estás, a las tres y a las cinco de la mañana, respondía estoy junto al micro o voy a cerrar la puerta de la cabina telefónica? ¿Por qué lloraba hace un momento en el teléfono? ¿Y por qué había dicho no quisiera tener que dejarte nunca, Martín? Yo me había quedado callado, desconcertado, como diciendo no es para tanto, Octavia, pero entonces ella había añadido que mientras estuviera enfermo y triste jamás me dejaría. ¿Quién era Octavia Marie Amélie? Tenía dos respuestas, bellísimas las dos, para esta pregunta: era Daniel Alcides Carrión y era Octavia de Cádiz. Y, no sé por qué, la semana que transcurrió sin verla me convenció de que esas respuestas eran más que suficientes para mí. No pedía más. No me interesaba saber nada más. Lo único que quería era que se cumplieran los siete días de su ausencia porque jamás pensé que la iba a extrañar tanto.

Ni pensé tampoco que el día de mi cumpleaños recibiría esos seis telegramas desde la nieve. Los seis decían lo mismo, repetían aquellas extrañas palabras que Octavia me había dicho en el teléfono: La nieve… El frío… La tristeza… La pena… El absurdo… La nada… Luego, se despedía deseándome toda la felicidad del mundo, con besos gigantes, con besos de Tarzán. Temí que no volviera más. Temí, cómo decirlo, temí que Daniel Alcides Carrión se hubiera inyectado finalmente mi mal y que se estuviese muriendo en una estación de esquí. Coincidía, todo coincidía: desde su partida, sin darme cuenta siquiera, me quedaba dormido cada noche sobre su diván. Y deseaba vivir el resto de mi vida con sus cejas y sus besos y su piel morena. Con sus piernas tan divertidas y sus pantalones negros y otra vez con sus besos y su piel morena. Y con su bolso enorme y con su enorme sombrero negro. Y sin bofetadas y sin anafranil. Y deseaba vivir sin que se fuera todos los días a las ocho. Porque deseaba vivir con Octavia. Con Octavia de Cádiz y sin tratamiento alguno.

De ahí viene en realidad mi doble vida, José Luis, empecé a escribir mentalmente. Octavia no soporta que seas tú la persona que ha terminado con todos mis males. A sus brazos tengo que lanzarme solo. Solo, y gracias a ella, José Luis. Tú has hecho ya tu parte y ahora ella se desvive por hacer la suya. De ahí viene mi inmoralidad y mi verdadera doble vida. Tres cápsulas al día y cuatro horas de Octavia. De ahí viene ese desgarramiento que ella no soporta. Pronto, muy pronto, José Luis, habrá que terminar con esto. Iré a visitarte y conversaremos y me verás sano, si quieres. Pero antes, muchísimo antes, Octavia tiene que estar en mis brazos. Y yo en los brazos de Octavia muchísimo más y muchísimo antes, si esto es posible.

Pues lo fue, desde aquel viaje a Bruselas, aunque el príncipe Leopoldo ese del demonio no paraba de mirarnos. ¿Qué le pasa? ¿Por qué nos mira así?

—Octavia, por favor —le dije en voz muy baja—, dile a Su Alteza Serenísima que no sea tan indiscreto. ¿O se dice indiscreta con concordancia? Éste es un mundo que no conozco, mi amor.

—Yo tampoco conozco tu mundo pero te adoro y adoro a los amigos que te han traído y adoro al príncipe Leopoldo. Y ahora brindemos otra vez pero antes dame un beso.

La besé, entre los aplausos de los amigos y bajo la mirada muy atenta del príncipe. Luego, brindamos por Bruselas, la ciudad de madera con hoteles de madera, y Octavia me dijo:

—Te adoro y te amo con pasión, Martín Romaña. Y seremos siempre tan felices como anoche y como ahora, ¿no es cierto?

—Ya lo creo que es cierto, Octavia —le dije, aunque había algo que realmente me preocupaba en la forma como nos miraba el príncipe.

Pero Octavia no parecía o no quería darse cuenta de nada. Y ahora pienso que, aunque sabía mucho más que yo sobre lo que estaba ocurriendo, la felicidad que habíamos descubierto juntos era algo que no estaba dispuesta a perder. Allí, a mi lado, durante aquel casual almuerzo en casa de un príncipe que pude no haber conocido jamás, nuevas ideas y nuevas decisiones estaban pasando por su mente. Y Octavia se sentía optimista, feliz y muy optimista. Y confiaba, ahora sí, ciegamente en mi amor por ella. Y yo, ni que decir. Yo era un hombre marcado por Octavia. Marcado por una muchacha que se había aparecido en Cádiz, años atrás, en Nanterre, meses atrás, y siempre en momentos muy difíciles de mi vida. Pero el prodigio, el verdadero e increíble prodigio que marca a un hombre para siempre, había tenido lugar la noche anterior en un hotelucho de Bruselas. José Luis se mató de risa cuando le conté, poco después, que sin monjita ni inyección alguna, Octavia de Cádiz había logrado triunfar sobre todos los efectos secundarios del anafranil. Son cosas que dejan huellas, José Luis…