UNA VEZ

Haciendo un esfuerzo sobrehumano y sonriente, le dije una tarde a Octavia que en un cine del barrio estaban pasando un viejo western, Martín Romaña in Apachelandia, en el que Burt Lancaster mataba hasta al director de la película. Me encantaría volverlo a ver, agregué sonriente, por segunda vez en mi vida, más o menos. Octavia se incorporó feliz, corrió a ponerse el abrigo, y cuando regresó resulta que tenía mi abrigo puesto de a verdad con lágrimas en los ojos, lo cual era siempre un lío porque usaba lentes de contacto y ya sabemos lo pesado que es eso cuando se le mete a uno alguna cosita en el ojo o cuando se le salen las lágrimas. Y, además, en el caso de Octavia se trataba de un llanto que manchaba hasta las manchas, debido a la impresionante cantidad de maquillaje que se ponía en torno a los ojos. Había que limpiarlo todo, para lo cual tenía que sacarse las lentillas, primero, y parar de llorar de una vez por todas, por favor, Octavia, primero, también. La operación tenía lugar en el diván, que era mío, felizmente, o sea que a las manchitas negras que iba dejando Octavia yo les llamaba angelitos negros, como en la canción bonita. La verdad, no sé cómo les habría llamado si hubiesen caído sobre el sillón Voltaire que madame Forestier tanto me había encargado cuidarle. Otro gallo cantaría, desde luego, aunque casi desde el comienzo Octavia me había regalado, para estas situaciones, un gran frasco con el quitamanchas más eficaz de Francia. Eso no lo olvidaré nunca, porque estuvimos bastante rato riéndonos de lo enorme que era el frasco, y después estuvimos un rato más tratando de reírnos aunque sea un ratito más de lo increíblemente enorme que era el frasco, hasta que por fin ya no pudimos más de angustia y estuvimos horas tratando de enfrascarnos en cualquier conversación para que ahí nunca hubiera pasado nada.

Usamos varios frascos más y cuántas veces nos amamos con desesperación y con ese maravilloso olor a bencina. Hoy me sirve para escribir, sobre todo cuando al bolígrafo le da por fallar demasiado. Otros escritores recurren al alcohol o a las drogas. Yo abro mi frasco e inhalo en cuerpo y alma a Octavia de Cádiz. Inhalo su voz, su risa, su ternura, sus piernas, un montón de bencina, en fin, y no saben hasta qué punto inhalo los ojos más bellos que he visto en mi vida, hasta en las fotografías de su pasaporte eran los ojos más bellos los ojos, de Octavia, con lo mal que sale uno siempre en esas fotos. Tenían la forma de una lágrima puesta horizontalmente y eran enormes y demasiado inquietos para ser tan miopes, aunque con mucha frecuencia la sonrisa los salvaba de ser tristes. Desde la mañana, Octavia los maquillaba como quien desea acentuar su intensidad, como quien subraya su mirada al mundo. Se desfiguraban, se deshacían, cuando Octavia lloraba. De esas dos enormes y acentuadas lágrimas que eran sus ojos, brotaban otras lágrimas diferentes que nublaban las primeras, hasta hacerlas desaparecer. Era algo muy extraño porque sus ojos eran como una pena infinita y general, un llanto por todos y de todos. Y por eso, cuando lloraba, al mismo tiempo era como si hubiese dejado de llorar. Un llanto había remplazado a aquel otro llanto que podía incluso reír, reír a carcajadas, dejarle esa tristeza general al intenso maquillaje y nada más. Surgían entonces lágrimas como las de aquella tarde en que yo quería ver un viejo western con Burt Lancaster y ella se apareció con mi abrigo puesto de verdad.

—Estoy lista —me dijo—, y adoro a Gary Cooper.

—Pero si esta película no es con Gary Cooper, Octavia.

—Tú cállate, Martín, y mira lo fuerte que parezco con tu abrigote.

Alzó y dobló los brazos para mostrarme los bíceps gordos de mi abrigo. Estaba llorando y se dejó caer sobre el diván. Yo, a veces, cuando no entendía nada, me iba de frente a buscar el quitamanchas mientras ella empezaba a ocuparse de sus lentillas. Eso siempre le hacía mucha gracia, y al cabo de unos instantes ya estaba diciéndome que así le gustaba que fuera: decidido, eficaz, implacable.

—Estoy lista —me volvió a decir—, y adoro a Gary Cooper.

Ya no le discutí, porque la película, estaba segurísimo, era con Burt Lancaster, y porque durante el camino ella se iba burlando de que yo estuviese muerto de frío y tuviese aspecto de todo menos de hombre del lejano oeste.

—No te metas con eso —le dije—. Soy un fanático de los westerns porque creo que son la única posibilidad de hacer epopeya en nuestro tiempo. La epopeya es un género que ha sobrevivido gracias al western.

—Me encantan las cosas que se te ocurren cuando estás muerto de frío, Martín —me dijo Octavia, divertidísima—; pareces un intelectual. Pero cuéntame más, cuéntame todo sobre los westerns.

—No sé más. Los hay buenos y los hay malos. Eso es todo.

No miró las fotografías de Burt Lancaster, cuando entramos al cine, y para el resto de su vida aquel western se llamará Martín Romaña in Apachelandia. Yo lo pasé muy bien con mi vieja película, y al salir estaba dispuesto a contar todo lo que Octavia quisiera sobre el lejano oeste. Y empezaba a hablar, cuando una bofetada, el perdón y el beso me hicieron recordar por fin que años atrás yo había gozado mucho viendo esa película con Inés. Casi le digo Octavia, tú no sabes hasta qué punto tú eres Octavia de Cádiz, pero nuevamente iba a quedar como un imbécil porque en el fondo de su enorme bolso negro estaba el papelito en que todo eso había quedado escrito con este bolígrafo de mierda.

—Caminemos, Octavia —le dije—. Quiero caminar mucho rato contigo.

Pero ella me pidió que la acompañara hasta su automóvil, aunque antes deseaba pasar por una juguetería que quedaba por ahí cerca. Más que acompañarla, la estuve siguiendo hecho un imbécil hasta que nos despedimos. Y fue peor todavía cuando entre mil juguetes se compró un vaquerito de plomo que era Gary Cooper tal como ella lo había visto en Martín Romaña in Apachelandia y tal como debe aparecer en esta novela. Un beso, quise darle un beso. Y hasta pensé en darme la bofetada más rápida de Apachelandia, para luego sorprenderte con el beso más rápido del mundo, Octavia. Pero hacía horas que ella sabía que al final yo iba a intentar besarla y por eso inclinó de esa manera la cabeza para guardar a Gary Cooper en el fondo de su bolso y de paso sacar las llaves del auto.

—Mañana vengo a las cuatro en punto a devolverte tu abrigo —me dijo, mientras yo comprobaba que al vaquerito no lo había dejado en el fondo del bolso sino que lo había vuelto a sacar con las llaves. Lo tenía bien sujeto contra el timón, cuando encendió el motor. Después, abrió la ventana y me repitió que al día siguiente vendría con mi abrigo—. No voy a dejar que te mueras de frío, Martín —agregó, para que nos pudiéramos despedir con una sonrisa.

El automóvil desapareció con Octavia de Cádiz y Gary Cooper. Adiós Daniel Alcides Carrión, le dije al espacio que había quedado vacío, porque así le gustaba a Octavia que fuera yo: decidido, eficaz, implacable. Pero estas cualidades eran mucho más suyas que mías, y tal vez por eso, cuando empezó a surgir en mí el hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, o sea cuando de Octavia de Cádiz no me quedó más que hablar y hablar de Octavia de Cádiz, la primera vez que fuimos al cine juntos fue a ver un western con Gary Cooper y, aunque nadie me crea, la película se llamaba Martín Romaña in Apachelandia porque la ternura de Octavia era demasiado rápida y demasiado intensa para toda aquella epopeya y para todo y para todos. Y porque la ternura de Octavia no se dio jamás antes de Octavia ni se dio tampoco después. Y esto por la sencilla razón de que la ternura de Octavia jamás tuvo nada que ver con este mundo. Dios mío, qué horrible es hablar cuando ya nadie le pide a uno explicaciones… Bueno, pero todo esto es lo que pasó una vez y ahorita retomo el hilo.