—Amor…
—Dime, dime por favor qué te pasa, Martín.
—Mi amor…
—Dime, dime por favor en qué estás pensando, Martín.
—Pienso… pienso, mi adorada Octavia, que tal vez sería mejor empezar este capítulo en el siguiente capítulo. Algo así como no dejarse arrancar las últimas migajas de ilusión, aunque de ilusión óptica, en este caso, porque ya ves, Octavia, tú ya no estás, ya no hablas, ya no me respondes ni me preguntas nada, ya sólo yo en este sillón Voltaire y este instante que he tenido de ilusión óptica porque por nada de este mundo hay que dejarse arrancar las últimas migajas de ilusión, Dios mío.
¡Dios mío! Pensar que estábamos en ese tren rumbo a Bruselas. ¡Dios mío!, hoy, porque ya nunca volveré a tomar un tren con Octavia de Cádiz, y ¡Dios mío!, entonces, porque a quién se le iba a ocurrir que Martín Romaña sería capaz de embarcarse con alguien que no fuera Inés de Romaña en un tren rumbo a una fiesta, nada menos que a una fiesta en Bruselas. Bueno, pero qué importa Bruselas. Sebastopol habría sido Bruselas, igualito, exacto, qué diferencia ya para Martín Romaña entre Sebastopol o Bruselas, da lo mismo decir Sebastopol y además ya lo he dicho. Lo que importa es la fiesta. ¿Una fiesta, Martín? ¿Tú, una fiesta, Martín? ¿Tú? ¿Tú?
—¡Martín es una fiesta! —exclamó Octavia, completamente de Cádiz, completamente de aquella playa de Cádiz, completamente su lectura de las obras completas de Hemingway.
—¡Soy una fiesta movible! —exclamé yo, completamente de Octavia de Cádiz completamente. Sí, eso exclamé yo, antes de tiempo, por supuesto, en aquel andén de madera, para poderlo tocar todo el tiempo, delante de todos los amigos que partían con nosotros a la fiesta de madera de Bruselas. Y que nos miraban, por supuesto, con cara de ilusión óptica. Martín, ¿una fiesta, tú? Una fiesta, sí. ¿Martín, tú? Demonios, pensaba yo, si hay un andén de madera, ¿por qué todos tienen que mirarnos como si fuéramos una ilusión de migajas? Y les explicaba, dando saltitos de felicidad sobre el andén de madera de la Estación del Norte. Y así, de esta madera tan linda, perdón, de esta manera tan linda, tan alegre, tan divertida, tan Octavia de Cádiz, tan París era una fiesta, traducción al castellano de A moveable feast, otro saltito y hasta un paso de baile, pésimo mi paso de baile, como siempre, claro, pero aquí tienen fiesta y movimiento, queridos amigos, inolvidable tren de madera, por dentro y por fuera, que aquella mañana me hacía explicarles a los amigos que Octavia era así y asá y completamente de Cádiz como la madera. Y explicaba, les explicaba a los amigos, entonces empecé a explicarles a los amigos y al mundo entero y fue también entonces, porque ahora que estoy además mezclando este capítulo con todos los capítulos siguientes, me doy cuenta que fue también entonces cuando empecé a convertirme en el hombre que hablaba de Octavia de Cádiz. Pero he dicho hablaba y he dicho explicaba. Bueno, pues precisamente porque se me mezclan los capítulos de nuestra historia de amor mío y Martín por favor comprende amor mío, y tiene que existir entre los amigos y entre la gente, aquel día, aquel capítulo de esta historia en que se me empezó a escuchar sin pedírseme explicación alguna, déjenlo que hable nomás, porque quien lo ha visto y quien lo ve: desilusión óptica.
Pero había una vez una ilusión óptima, muy útil para la correcta cronología de esta historia, y el tren abandonó la Estación del Norte a las diez y treinta en punto de una mañana de madera. Era el tercer día de la primavera, pero claro, por tratarse de París, todo seguía igual que a principios del otoño, que fue cuando empezó el invierno. En cambio yo no seguía igual que a principios del otoño, que fue cuando empezó para mí el infierno, porque Octavia de Cádiz se me había aparecido durante una de mis clases en Nanterre, y ahora debo reconocer que, desde aquel había una vez, la primera de todas, simple y llanamente no permitió que las cosas siguieran igual para mí. Fueron, primero, sus lágrimas en los ojos; luego, fueron, primero, sus bofetadas; después, fueron, primero, sus ataques de llanto y de hipo y, en medio de todo aquello, fueron, primero, sus ataques de risa y mis bultitos de madera (todo lo que tocábamos Octavia y yo era de madera. Fuimos de madera), y su andar tan alegre y tan divertido como sus piernas, y fueron, primero, en medio de todo aquello, este bolígrafo del demonio con el que tanto trabajo me costaría escribir siempre, y en medio de todo aquello aquel disco que sólo lograba escuchar con ella, en medio de todo aquello, y en medio de todo aquello, sus eternos dime, dime en qué estás pensando, Martín. Todo esto sucedía a diario, pero cada día más, y siempre empezaba a las cuatro en punto de la tarde, pero más y más cada tarde, y terminaba a las ocho en punto, pero cada noche peor, también.
Cada día, cada tarde, cada noche, todo aquello, hasta que empecé a preocuparme y le escribí al psiquiatra diciéndole que, mil gracias a su tratamiento, me sentía mucho mejor, pero con inmoralidad. Se trata, José Luis, escribí, de aquella muchacha que una vez vi en Cádiz y que era tan maravillosa porque era tan de novela y tan de verdad. Inútil decirte cómo apareció, jamás me lo creerías, aunque siendo tú especialista en estas cosas tal vez logres comprender que simple y llanamente Octavia llega cada tarde como Daniel Alcides Carrión, un mártir de la medicina, conocidísimo sólo en el Perú, como todos los mártires peruanos, porque nadie daba con el remedio contra la verruga, Daniel Alcides Carrión tampoco, y la gente se moría como hormigas hasta que él decidió inocularse el mal e ir anotando síntoma tras síntoma, día tras día, hasta terminar de mártir con la verruga. Octavia es así, José Luis, porque con su terrible dime, dime en qué estás pensando, Martín, dime, dime por favor qué te pasa, Martín, tarde tras tarde, al cual me veo yo obligado a responderle inoculativamente que Inés fue así y asá, y que yo fui así y asá, y que nuestra maravillosa hondonada fue así y asá, también, pero no sufras, Octavia, eres muy jovencita, no te vayas a envenenar con mi mal, por favor, Octavia. Y entonces, José Luis, ya no tengo fuerzas para más y recurro por ejemplo a San Juan de la Cruz: Octavia, le digo, para abreviar y ser sincero, para serle sincero abreviando, y para, abreviándole, serle lo más sincero que puedo. En fin, todo al mismo tiempo porque se lo merece, se lo merece, José Luis, te lo mereces, Octavia…
—Dime, dime en qué estás pensando, dime qué te pasa, por favor, Martín.
… Entonces, José Luis, le abrevio vía San Juan de la Cruz, por ejemplo, a quien ella no conoce ni en pelea de perros, porque recién empieza sus estudios de literatura hispanoamericana y anda enloquecida con Onetti y con Borges, pero resulta que Octavia entiende perfectamente bien cuando le digo entréme donde no supe, Octavia, y quedéme no sabiendo, Octavia, toda ciencia trascendiendo, Octavia. Tú no te imaginas, José Luis, la trascendencia que ella le da a mis abreviaciones. No sé, es como si además de entender a San Juan de la Cruz me entendiera a mí también, y luego, para colmo de males, se inyectara mi verruga. No sé qué hacer, José Luis, yo sé que el olvido es largo, y, en el fondo, interminable, pero lo que jamás imaginé es que, de pronto, desde hace unos días, no quisiera tener que olvidar interminablemente a Octavia, también, porque con el primer olvido me va bastante mejor, gracias al tratamiento, lo cual complica un poco las cosas, porque a veces realmente no sé cómo tratar a Octavia de Cádiz, y sobre todo cuando se trata del tratamiento. Octavia de Cádiz simplemente no tolera el anafranil, José Luis, le produce ataques de celos, de orgullo, de llanto, de hipo, y luego se arranca con unas bofetadas que a mí, en el fondo, debo confesarlo, me encantan, porque son el único contacto que tengo con sus manos, y porque hay ocasiones en que a pesar de su orgullo sucumbe a la mejilla cristiana que, en su caso, es la misma de la primera bofetada, pero vuelta a visitar por Octavia que me dice perdón, Martín, porque estoy muy enfermo, y después me da un beso que infaliblemente me hace pensar en Daniel Alcides Carrión. En fin, qué más quieres que te diga, José Luis, yo puedo con todo menos con la muerte de Octavia…
—Dime, dime por favor qué te pasa, en qué estás pensando, Martín.
… Los síntomas son atroces, José Luis. Tose con los ojos, llora con los pulmones, le dan ataques de hipo en su chompita negra, y el pantalón, José Luis, el pantalón es un caso nunca visto de hipersensibilidad y terciopelo negro. No puedo más, José Luis, y esto hace que ella tampoco pueda más, lo cual resulta una inmoralidad en un tipo de treinta y tres años, porque yo, cuando tenía los dieciocho años de Octavia, ni siquiera soñaba con conocer a Inés ni en ser tu paciente ni nada. Octavia no puede empezar conmigo porque yo más bien tiendo a estar acabando, ¿me entiendes, José Luis? Octavia tiene dieciocho abriles, frágiles como las rosas rojas y francesas que mi madre le encargaba cuidar a Serapio, un jardinero indígena que, según me he enterado por mis lecturas socio-políticas posteriores a Serapio, al jardín de mi madre y a las rosas (llegaban preciosas de París, hasta se me ocurre decirte que llegaban hipersensibles, hipersensibles a las manazas de Serapio, claro), ignoraba la idea de país, nación, y hasta de general Chile, porque una vez le pregunté, asombrado al ver que en El mundo es ancho y ajeno, una novela del escritor peruano Ciro Alegría (en fin, todo esto es anterior a Vargas Llosa, o sea que no tienes por qué conocerlo), nuestros indios iban a la guerra del Pacificó creyendo de combatientes que Chile era un general más, me imagino que enemigo del cura, el juez, y el subprefecto que, también según mis lecturas posteriores a los discretos encantos de mi madre y las rosas francesas, resulta que han sido lo peor que le ha podido pasar al indio desde la llegada de Pizarro con sus segundas intenciones y sus tres calaveras. Serapio, José Luis, ignoraba también la noción de continente. No pude contenerme, pues, y le pregunté: ¿Y París de Francia, Serapio?, ¿y París, el lugar al que me quiero ir?, ¿y Francia, Serapio, el lugar donde nacen estas rosas?
—Deferente a la papa nomás pues se coltiva, neño —me respondió Serapio, José Luis, porque así hablan los indios que hablan castellano.
Y yo me quedé helado, porque aún no había leído los libros posteriores a Francisco Pizarro, que era analfabeto, y según los cuales el problema del indio es el problema de la tierra, el de la madre tierra, José Luis, y no el del jardín de mi madre. Total, el pobre Serapio cultivando rosas francesas, y todo por culpa del cura, el juez, y el subprefecto, y por supuesto también de Francisco Pizarro con sus segundas intenciones y sus tres calaveras…
—Dime, dime por favor en qué estás pensando, Martín.
… Perdóname, José Luis, por escribirte una carta tan larga. Y no creas que me estoy poniendo pedante al dejar filtrarse en ella el continente latinoamericano de las clases que dicto en Nanterre. No, nada de eso, y más bien todo lo contrario, porque ando peor que en el bolero ese que decía permíteme igualarme con el cielo, que a ti te corresponde ser el mar. He recurrido, con lágrimas en los ojos, a la imagen de las rosas francesas y de Serapio, porque Octavia, con sus dieciocho años a lo Daniel Alcides Carrión, por decirlo de alguna manera, es pura, purísima rosa roja y abril (dejemos de lado la nacionalidad, que en todas partes se cuecen adolescencias), y yo purito Serapio y anafranil, también, claro. Pero no porque el destino me haya privado de la madre tierra, sino lo que es peor, en mi caso, porque me ha quitado a Inés, mi tesoro de la Sierra Madre. Y estoy conciente y continente de todo, créeme, José Luis, créeme que soy un Serapio, sí, una víctima, sí…
—Martín, dime por favor qué te pasa, en qué estás pensando.
… Pero si soy una víctima es porque he sentido el peso de mi peso sin el peso del peso del cuerpo y el alma de Inés en la hondonada vacía. He llegado, pues, a la última lectura. Soy un herido hiriente de treinta y tres años (si supieras hasta qué punto espero que lleguen pronto los treinta y cuatro para terminar de una vez por todas con esta ridicula coincidencia), un herido tan torpe como lo fue siempre Serapio con las rosas de mi madre. Pero un herido, a diferencia del pobre Serapio, que conoce su mal y que está sometido a un tratamiento que empieza a dar síntomas de buen resultado. Y en esto, precisamente, consiste la inmoralidad: Octavia existe y yo no soporto la idea de herirla con una doble vida.
En fin, después me despedí de José Luis, en unas veinticinco páginas más, porque nunca me olvidé de darle recuerdos para su esposa. Él me respondió siempre a vuelta de correo, lo cual me hacía sentirme sumamente orgulloso y, no bien terminaba de fechar su carta, iba de frente al grano: Mi querido Martín Romaña, seguido de una coma. El resto se lo leía yo a Octavia, para que viera lo mal que estaba y lo bien que me estaba haciendo el tratamiento de José Luis, en ausencia de Inés. Casi siempre me caía una bofetada, con su rapidísimo perdón y Su beso ad hoc, porque Octavia también iba de frente al grano: Mi adorado Martín Romaña, seguido de mi estado de coma, porque la verdad es que yo no me daba cuenta de nada. Y sin embargo, y sin embargo… Y sin embargo hoy sé que aquel momento llegó en que el pobre José Luis, sin que yo me diera cuenta de nada, claro, empezó a recibir cada día más cartas, y yo, como es lógico y a vuelta de correo, empecé a recibir cada día más respuestas, de tal manera que las bofetadas iban aumentando y también el perdón maravilloso que pronunciaba Octavia de Cádiz antes de proceder con invencible rapidez a la ternura de su beso, además. Y yo, sin embargo, nada. Pero el otro sin embargo, sin embargo, continuaba, y ahora me doy cuenta de la infinita bondad de José Luis al contestar aquellas cartas monotemáticas fingiendo que no se daba cuenta absolutamente de nada.
Martín, me decía, refiriéndose a lo de Octavia y la inmoralidad por doble vida mía, tómatelo como un mal necesario. Y hoy, desde este sillón Voltaire, me atrevo a decirte, mi querido José Luis, que no sabes hasta qué punto tu frase fue profética. Me drogadicté a Octavia, necesariamente. Pero, en fin, todo a su debido tiempo. Estábamos en que a Octavia debía tomarla como una frase profética, aunque por aquella época la cosa era definitivamente al revés, porque ella desempeñaba el papel de Daniel Alcides Carrión, que no sé por qué me tiene tan obsesionado esta noche en mi sillón. ¿Nostalgia infinita del Perú? ¿Patriótico deseo de otorgarle a un mártir peruano el lugar que se merece en la medicina mundial? ¿Tendencia a comparar a Octavia de Cádiz con un ser extraordinario? ¿Tendencia a comparar a Daniel Alcides Carrión con un ser maravilloso? Como cantaban Los Platters: You’ll never know, porque yo tampoco lo sé. Lo único que sé es que esta mañana tuve que llamar a Patrick Rosas y Lalo Justo, dos amigos peruanos, para preguntarles cómo se llamaba ese tal Carrión que se inyectó ni sé qué virus. Yo había estado a punto de escribir José Faustino Sánchez Carrión, pero resulta que ése fue un procer de nuestra independencia y cómo diablos compararlo en estos momentos con Octavia de Cádiz que más bien fue un mal necesario. Y así, esta novela podría dividirse muy bien en tres partes:
1) Octavia de Cádiz o el Daniel Alcides Carrión de Martín Romaña.
2) Daniel Alcides Carrión sobrevive a la verruga, o de la felicidad de Octavia de Cádiz y Martín Romaña.
3) El mal necesario o la vida es así, mártir don Daniel Alcides Carrión.
Más un desenlace que sería como un gran homenaje a Daniel Alcides Carrión. Pero retomemos el hilo, aunque según Nietzsche, el hombre laberíntico no busca el hilo, busca a Ariadna, o sea que abandonemos por completo la idea de un Octilo de Cádiz, porque yo además quisiera decir: Había un millón de veces, Octavia… Había, sí, las cartas de José Luis y por ejemplo lo mucho que te reiste cuando le pescamos una falta de atención. Yo le había escrito aquello de Francisco Pizarro con sus segundas intenciones y sus tres calaveras y el pobre José Luis me había respondido que el de las tres carabelas fue Cristóbal Colón. En lo de las segundas intenciones sí estoy de acuerdo, decía luego. Y yo, amor mío, te expliqué que José Luis se equivocaba. Acababas de darme la bofetada, el perdón, y el beso, después del ya casi diario Mi querido Martín Romaña y la coma. Y yo, yo que sé muy bien por qué, ahora, pero cómo iba a saberlo entonces, sentí que te merecías una imperfección de José Luis. Mira, Octavia, te dije, claro que Colón fue el de las tres carabelas, pero yo de quien estoy hablando es de Francisco Pizarro, al cual le han encontrado ya creo que hasta tres calaveras en la catedral de Lima. Les da de lo fuerte a nuestros historiadores por las calaveras de ese gran calavera.
Y tú captaste el humor y fuiste feliz porque lo habías entendido todo: Colón, Pizarro, carabelas, calaveras, un calavera. Y fuiste más feliz porque yo me estaba riendo de la falta de atención de José Luis y me habías dado el beso y como siempre yo estaba comprobando que bofetada, perdón y beso llegaban con invencible ternura y rapidez. Sí, así era y así fue siempre: Octavia jamás me dio tiempo para ponerle la otra mejilla. Ni siquiera cuando recuperé íntegros el humor y la salud, ni siquiera cuando recuperé hasta el amor que jamás recuperé y con el tiempo logré convertirme en el pistolero más rápido del lejano oeste, con la otra mejilla, ni siquiera entonces pude ganarle a la ternura de Octavia. Y al final ya ni lo intentaba porque había comprendido hasta qué punto detrás de esa ternura estaba siempre su orgullo y cómo todo aquello jamás tuvo nada que ver con el humor ni con el mal humor ni con la buena ni la mala salud, no, ni siquiera con el lejano oeste tenía que ver, porque miren ustedes lo que pasó una vez.