EL PARAÍSO TAMBIÉN…

IMPRIMA, NO DEPRIMA: La vi aparecer atrasadísima, una mañana, corriendo muy agitada hacia una silla, quitándose un enorme sombrero negro en el camino, disculpándose coquetísima porque llegaba tan tarde, mientras tomaba asiento, y mirándome, mirándome y mirándome. ¿Cómo me mira?, me pregunté, reaccionando ante algo que simplemente no podía ser, pero resultó que sí podía ser y que en efecto me miraba y me miraba como si alguna vez nos hubiésemos conocido en una playa de Cádiz.

Yo estaba sentado, como siempre durante mis clases, en una banca que había a la derecha del estrado sobre el cual se hallaba el pupitre, en señal de autoridad, porque desde ella podía mirar a los alumnos de frente, gracias a mis anteojos negros, pero sin tener que hacerlo de arriba abajo, como en los viejos tiempos. Nos encontrábamos, pues, a un mismo nivel, según las costumbres establecidas en mayo del 68, aunque la grabadora sí tenía que ponerla encima del pupitre porque era eléctrica y el cordón sólo alcanzaba hasta el enchufe colocándola ahí. A Octavia como que le encantó aquella instalación, a pesar de que nunca antes había asistido a una de mis clases, y continuó observándome sonriente mientras yo seguía disimulando todo lo que estaba ocurriendo dentro de mí, y como siempre tocándome bastante obsesivamente los cinco bultitos que tengo en el cuello, porque mi amigo Enrique Álvarez de Manzaneda falleció de un bultito en el cuello, a pesar de la incredulidad de que hizo gala tan tercamente Inés.

Había algo que sólo puedo calificar de doble, sí, algo doble había en el parecido de la muchacha que acababa de entrar con la muchacha que yo había visto una vez en la playa, en Cádiz, cuando Inés me mandó a pasear un rato porque acababa de surgir la primera tensión real entre nosotros. Las dos muchachas tenían la misma edad, ahora, a pesar de los años transcurridos, porque Octavia de Cádiz debía tener dieciocho años, y la chica que yo llamé Octavia de Cádiz, aquella vez, debía tener dieciocho años, entonces, y además las dos tenían todo lo de entonces ahora y todo lo de ahora entonces y yo estaba sintiendo el escalofrío más largo y más fuerte de mi vida porque la muchacha que acababa de entrar seguía siendo también la misma Octavia de cada vez, la misma que apareció en los peores momentos de mi vida, aquéllos de la enorme carencia de algo, de mucho, de todo, y la misma que me hacía decir extrañamente Octavia de Cádiz cada vez que me olvidaba de algo, cada vez que me quemaba, cada vez que me tropezaba o algo así.

Pero esa mañana yo estaba dictando una de mis primeras clases de literatura latinoamericana, y nada podía hacer porque la grabadora continuaba hablando del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti. O sea que no tuve más remedio que seguir adelante con el análisis de su libro El pozo, poseído en cuerpo y alma por aquel escalofrío que empezaba a durar tanto que ya parecía pulmonía. Estaba lo que se dice helado, cuando la cassette llegó a su fin con unas frases de Onetti que los alumnos, con excepción de Octavia de Cádiz, escucharon sin mayor profundidad porque no eran más que unos baratos diletantes, o aprestándose a partir, porque ya era la hora, y en ambos casos porque eran unos cretinos incapaces de apreciar el esfuerzo que había tenido que hacer para grabar frases como El amor es absurdo y maravilloso… pero la gente absurda y maravillosa no abunda, en el estado en que me hallaba, ni mucho menos las frases mismas. Les di la espalda, mientras guardaba la cassette y desenchufaba la grabadora, porque también yo sé ser diletante, cuando lo deseo, pero la verdad más que nada porque allá atrás se había quedado Octavia de Cádiz guardando miles de cosas en su enorme bolso negro y yo no sabía qué hacer con ese reencuentro tan inesperado y feroz, porque era un reencuentro y así lo comentamos nosotros días más tarde en mi departamento y ella me abrazó muy fuerte como si todo lo supiera de antemano cuando le conté que había sentido un escalofrío de muerte al verla.

Pero Octavia me dijo monsieur Romaña, desde el fondo de la clase, y yo recordé, sin saber entonces por qué, aquellos versos de Vallejo: ¿qué me ha dado, que vivo?, ¿qué me ha dado, que muero?, y volteé a mirarla y vi que se estaba sonriendo y que desde tan lejos se había fijado en mis cinco bultitos, porque los estaba señalando y porque yo sabía que era eso lo que Octavia de Cádiz estaba señalando. Después comprendí que no sólo se había fijado en los cinco bultitos, sino que además se había fijado en todo lo de los cinco bultitos, porque lo primero que me contó, mientras seguía señalándolos, fue que llevaba lentes de contacto porque era muy pero muy miope. Yo le sonreí, también, entonces, y Octavia empezó a reírse muchísimo de mí, o de la situación, aunque esa risa era otra cosa además. Tardé varios días en darme cuenta que Octavia era la primera persona en el mundo que había visto reírse así, con la más profunda ternura, con la más profunda atención. Podía estarse riendo a carcajadas, con los ojos cerrados, o mirando a otra parte, pero siempre se estaba fijando en los demás, siempre sabía qué pensaban, qué sentían los demás, siempre estaba observándolo todo. ¡Y qué alegría!

Su risa era una fiesta, una invitación a la vida que yo acepté porque jamás había visto a nadie amar tanto la vida como a Octavia. Pero una mirada al vacío (hacia la eternidad, me corrigió ella, en Udine… Escuchábamos el tañir de unas campanas), una mirada al vacío la fue invadiendo poco a poco, cuando también para ella la realidad empezó a ser muy diferente. Tanta y tanta tristeza, Martín, me decía, entonces, y que no había estado preparada para tanto sufrimiento, que la habían protegido demasiado. Pero no por eso me habría sido imposible protegerla aún más, no, no por eso sino porque los dos sabíamos que había sido ella quien me enseñó a amar la vida de esa manera imposible ya.

—Le he traído mi ficha de inscripción, señor Romaña —me dijo, rogándome coquetísima que la aceptara en mis cursos, porque llegaba con varias semanas de atraso.

—No veo más inconveniente que el de la miopía —le dije, forzando la más serena sonrisa, aunque no creo que lograra ocultarle en nada el asombro que me produjo leer su nombre: Octavia Marie Amélie. Su apellido, como el de otros tres o cuatro alumnos más, me resultaba imposible de retener, por largo, aunque la verdad es que nunca en mi vida había visto un apellido à particule con tanta particule como el de Octavia de Cádiz. Al lado, había escrito su dirección y, abajo, que no sabía muy bien por qué se había inscrito en el Departamento de Español pero que las frases de Onetti le habían encantado. Quise decirle que así no se llenaban las fichas de inscripción, por más linda que fuera su letra, pero ella se me adelantó y me ofreció llevarme desde el parking de los estudiantes hasta mi casa.

—Vivimos muy lejos, señorita. Su ficha dice que usted vive por el Bois de Boulogne y yo vivo en el Barrio latino. Nada menos que la margen derecha y la margen izquierda del Sena.

—El puente Alejandro III me encanta. Déjeme cruzarlo con usted, por favor.

—La verdad, señorita, no me siento muy bien, y para mí como que todos los puentes son pardos de día y de noche…

—No insista, señor Romaña —me interrumpió ella, justo cuando yo iba a decirle que no insistiera, por favor, pensando en Inés.

Fue así como me encontré sentado por primera vez en el carro de Octavia, hablándole de usted y evitando todo el asunto de los bultitos, porque simplemente no tenía por qué ser verdad para ella también. El loco era yo y ella era la alumna, aunque una semana más tarde no tuve más remedio que rendirme ante la evidencia: Octavia me traía siempre hasta la plaza del Panthéon, con el pretexto de que le encantaba cruzar todos los puentes del Sena y de que quería leer un rato en la Biblioteca de Sainte Geneviève, que quedaba al lado del Panthéon y muy cerca de mi departamento. Pero me traía casi siempre a horas en que la biblioteca estaba cerrada y, si estaba abierta, me decía que en el camino se le habían quitado las ganas de leer. Yo, por mi parte, no tuve más remedio que aceptar, la única tarde en que no llevaba sus pantalones negros de terciopelo, que me había pasado todo el recorrido desde la universidad observándole disimuladamente las piernas mientras ella manejaba.

Llevaba ese día una falda escocesa y botas negras, pero me bastó con ver lo que se podía ver de sus piernas, entre las botas y la falda, para saber que ésas eran las piernas más divertidas del mundo. Eran preciosas y muy delicadas, pero tenían además algo que me hacía muchísima gracia, y mientras las observaba muy a la disimulada les descubrí el secreto: eran unas piernas lindas, realmente preciosas, pero se parecían a las de mi abuelita, que fue la mujer más divertida que conocí en mi vida. Entonces tomé conciencia, también, de que Octavia caminaba como mi abuelita, de que caminaba como si estuviera cansada, como si su enorme bolso le pesara demasiado, como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano, pero sin perder jamás esa elegancia alegre y divertidísima, esa elegancia risueña y traviesa y simplemente divertidísima que era el secreto de la coquetería más adorable del mundo. Octavia, me dije, será también una viejita linda, una viejita adorable, alegre, juvenil y traviesa. Y no bien me dije eso, me di cuenta, porque nuestros ojos se encontraron un instante, que desde el comienzo se había fijado en lo mucho que me estaba divirtiendo con sus piernas, mientras ella trataba de probarme que París era la ciudad más maravillosa, sí sí, la más maravillosa de todas las ciudades.

—Lo debe ser para una muchacha como usted —le dije, al bajarme del carro, en la plaza del Panthéon.

Después caminé hacia el departamento, cargando mi pequeña grabadora y pensando que había terminado un día más de clases, sin pena ni gloria, porque a diferencia de aquella muchacha que me traía siempre en su carro y se alborotaba con cada detalle, cada matiz de cada color del cielo de París, que notaba hasta el más mínimo de sus cambios, yo vivía en París sin pena ni gloria. Minutos más tarde ya había arrojado mi viejo abrigo sobre el sillón Voltaire, había dejado la grabadora en su lugar, y estaba tirado como siempre sobre mi vieja camota. Pero esta vez estaba pensando además que realmente no sabía por qué vivía en París.

Orgullo de escritor frustrado, me dije, levantándome con gran esfuerzo porque alguien estaba tocando el timbre insistentemente. Era Octavia, y antes de que pudiera saludarla siquiera, me dijo que había estado llorando por mí desde que me bajé de su auto, y se siguió de frente hasta el diván.

—Tú crees que no me doy cuenta de nada, Martín, y perdóname que te tutee pero tú crees que soy una frivola y está bien, lo soy, si quieres, pero no soporto verte metido en un trabajo en el que nadie te entiende. ¿Cómo puedes trabajar con esos profesores tan grises, tan vulgares, tan inferiores a lo que tú eres?

—No me gusta nada lo que acabas de decir. No todos en Nanterre son así, aunque sí es verdad que trabajo porque necesito el dinero, eso es todo.

—Pero ¿por qué te sientes tan mal todo el tiempo? ¿Qué te pasa?

Yo me había sentado aquí, en el Voltaire, y noté que me estaba costando demasiado trabajo entenderlo todo. Además no recordaba los nombres y apellidos que Octavia había escrito en su ficha de inscripción. Había puesto tres nombres, pero yo sólo había retenido Octavia, por increíble.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté, excusándome por haberla tuteado, y pensando que era un sentimental de mierda porque se me había hecho un nudo en la garganta debido a la fuerza con que deseaba tutearla.

—Octavia Marie Amélie, Martín. ¿Cuál de los tres nombres te gusta más?

—Octavia, definitivamente, pero ésa es otra historia.

—¿Qué historia, qué historia, qué historia, Martín?

Supe que estaba pensando que yo había amado muchísimo a una mujer llamada Octavia. Y supe que estaba sufriendo por eso y supe que había venido a consolarme por eso. Pero ¿por qué diablos había venido a consolarme por eso?

—Dime cómo te llamas, cuál de los tres nombres usas. ¿O usas los tres?

—Nunca. Me llamo Octavia.

—Octavia no es un nombre francés.

—Mi abuela materna es italiana y mi mamá adora Italia. Por eso todos en mi casa me han llamado siempre Octavia.

—¿Conoces bien Italia?

—No, no he ido nunca, pero sé que adoro Italia.

—Yo viví un tiempo en Perusa —le dije, y que había visitado otras ciudades italianas.

Sí, recuerdo que le dije eso, pero recuerdo también, con la precisión del que vuelve a sentir exactamente lo mismo, porque lo estoy sintiendo, recuerdo que estaba profundamente conmovido, inexplicablemente conmovido ante la idea de hacer un viaje con ella a Italia. Nunca me provocaba nada, por entonces, y esa tarde, sentado ahí, o mejor dicho aquí, en el Voltaire, encontré realmente inexplicable que me provocara hacer algo con esa muchacha. Y también recuerdo que volví a fijarme en lo de sus piernas tan divertidas y capté que los otros días, al verla con sus pantalones de siempre, los de terciopelo negro, ya me había dado cuenta de esa manera enternecedora que tenía de andar cansada y entrañable, sí, entrañable. La miré, y Octavia era preciosa. Preciosa y tierna y generosa y comprensiva como Octavia de Cádiz. Es ella, me dije, porque así lo sentí, porque sentí que era ella, y porque sentí que me estaba pasando de nuevo lo mismo que en aquella playa de Cádiz, cuando una muchacha me hizo salir huyendo a contarle a Inés que me había ocurrido algo muy extraño pero muy comprensible en la playa, algo que entendí mejor todavía cuando Inés rechazó aquel intento mío de explicarle un hecho tan importante y me dijo que me dejara de tonterías, que a qué tanta alharaca cuando lo único que había ocurrido es que por primera vez en mi vida había deseado tirarme a una española guapa. Desde entonces comprendí que Octavia de Cádiz sí existía y la guardé para mí, la guardé para mis silencios, y la guardé conmigo para que sólo existiera eso que yo había sentido tan diferente a lo que me dijo Inés.

Y ahí, aquí, aquella tarde, volví a sentir lo mismo, pero había una muchacha sentada en el diván, frente a mí, pensando y sintiendo exactamente lo mismo que ahora sé que fue verdad: que nosotros podíamos ser Octavia de Cádiz y Martín Romaña porque ella había existido en Cádiz y por nada en este mundo aquella escena de la playa era lo que Inés me había explicado que era. Después pensé que la vida no podía ser así, y me limité a decirle algo sobre Italia, porque ella había hablado de Italia, y también lo que yo había pensado siempre de Italia y de España, para que la mención de España tuviera algo que ver con lo que yo había estado pensando y sintiendo.

—A Italia se le adora, y a España se le ama con pasión.

—¿Y cuál de las dos cosas es mejor, Martín?

—Las dos juntas.

Ella sin duda estaba pensando que yo no deseaba hablarle de Octavia, la mujer que había adorado, la mujer que había amado con pasión. No se equivocaba. En aquella época yo era totalmente incapaz de hablar de Inés con nadie, y no tenía por qué decirle a esa muchacha que por primera vez ponía los pies en mi departamento, tu único error, Octavia, es haberle cambiado de nombre a Inés. Nos habíamos quedado sin tener gran cosa que decirnos cuando Octavia abrió su enorme bolso y sacó dos paquetes.

—Son para ti —me dijo, pero en vez de entregármelos los puso a su lado, sobre el diván, y volvió a cerrar el bolso.

Hasta hoy no sé por qué no me incorporé para cogerlos, abrirlos, y agradecérselos. Sólo recuerdo que entonces como que no se me ocurrió que podían ser dos regalos para mí. No me atreví a que fueran dos regalos para mí. No quería que fuesen dos regalos para mí. Y cuando Octavia me dijo que tenía que irse, hasta pensé que iba a recoger los dos paquetes y los iba a meter de nuevo en su bolso. Sí, eso pensé, y que podía haber escuchado mal, a lo mejor ella no había dicho que esos paquetes eran para mí. También recuerdo que entonces me fijé mucho en ella, aprovechando que estaba ocupada en guardar sus cigarrillos y luego en ponerse el enorme sombrero negro que usaba siempre.

Podía estar en el fondo de la peor depresión, de la más grande tristeza, de la insoportable ausencia de Inés, pero Octavia era morena y preciosa y tenía esa sonrisa tan alegre y esa inquietud permanente por todas las cosas que yo podía estar pensando, imaginando, sintiendo.

De esto me di cuenta, y también de que se iba a ir sin que le hubiera hablado de la mujer que había adorado y amado con pasión. Sí, Octavia se iba a ir muy triste porque yo estaba mal, tan mal que era incapaz de hablarle de las cosas que pensaba o sentía, y porque me había negado casi a conversar con ella. Para qué, para qué si después me iba a quedar solo y todas mis energías tenía que guardarlas para quedarme completamente solo y comer algo y luego arrojarme nuevamente sobre esa cama vacía de la que jamás podría hablarle. De pronto, Octavia hasta me pareció una intrusa, su visita me pareció una indiscreción, una de esas libertades que se tomaban a veces mis alumnas con cualquiera porque eran bonitas o millonarias o simplemente traviesas. Pero volví a mirarla en un instante en que ella también me miró.

—Nunca he visto ojos tan grandes y…

—No es necesario, Martín —me interrumpió, incorporándose—. Aquí te dejo tus regalos.

—Acompáñame a abrirlos y después yo te acompaño hasta tu carro.

El paquete grande era un disco de Vinicius de Moraes, que hoy me resulta imposible escuchar, y el pequeño era un finísimo bolígrafo de oro con el que inmediatamente traté de escribir Octavia de Cádiz sobre un trozo de papel, pero que fallaba y fallaba hasta que nos dio risa el chasco. Octavia se lo llevó para cambiarle de carga, porque sin duda alguna ésa tenía alguna falla, pero al día siguiente regresó con una nueva carga y volvió a fallar, a pesar de que lo había probado en la tienda. A Octavia le dio un verdadero ataque de risa verme insistir e insistir y terminar enfureciendo porque el maldito bolígrafo continuaba negándose a pasar de la palabra Octavia. Garabateábamos y garabateábamos, ella primero y yo en seguida, pero no bien lográbamos que escribiera algo, yo trataba de agregar de Cádiz y terminaba maldiciendo y ella tenía que calmarme con la promesa de que al día siguiente me traería una nueva carga. Eso sucedió varios días seguidos, y fue así como de pronto las visitas de Octavia empezaron a convertirse en algo indispensable para mí, porque ella siempre se las arreglaba para que ocurrieran cosas como la del bolígrafo y ahí mismo empezaba a desternillarse de risa de esos colerones de viejo regañón que me agarraban a mí.

Regresábamos juntos de la universidad, los días que yo tenía clases, y los demás días empezaba a echarme abajo la puerta a las cuatro en punto de la tarde y yo le abría sin saber que la había estado esperando y ella se seguía de largo hasta el diván con cara de estar de paso por el Barrio latino y de que se le había ocurrido subir un ratito. Una tarde, el bolígrafo escribió por fin Octavia de Cádiz y yo le expliqué que mi esposa se llamaba Inés y ella me dio un beso en la frente cuando le entregué el trozo de papel en el que por fin decía Octavia de Cádiz.

—No es necesario, Martín.

—No conozco a otra Octavia de Cádiz, Octavia. No hay otra Octavia de Cádiz. ¿Me crees. Octavia Marie Amélie?

Guardó el trozo de papel como si se tratara de algo muy importante también para ella, y cuando me disponía a darle mi primer beso en la frente, con toda la ternura del mundo, me sorprendió con una bofetada, seguida de inmediato por un beso.

—Perdón —me dijo—, pero es terrible todo lo que emana de tu esposa. Me aterra, Martín, y yo necesito no sentir miedo jamás para poderte seguir viendo.

¿Por qué había dicho eso Octavia? ¿Por qué había dicho que necesitaba no sentir miedo jamás para poderme seguir viendo? ¿Qué quería decir seguir viéndome? ¿Acaso no venía a verme cada vez que lo deseaba?

No hablamos de eso aquella tarde, porque para ella, pobrecita, ya éramos Martín Romaña y Octavia de Cádiz. Y no hablamos de eso porque en medio de tanta y tan inesperada ternura, yo había vuelto a sentir, feroz, la ausencia de Inés.

—¿Sabes que yo soñaba con ser escritor? —traté de contarle, para que no le fuera tan insoportable el silencio.

—No es necesario, Martín. No te preocupes, ya van a ser las ocho.

A esa hora la acompañaba yo siempre hasta la puerta y allí nos despedíamos sin decirnos nunca que al día siguiente nos íbamos a volver a ver. Después, yo venía a sentarme un rato aquí en el Voltaire, o iba a arrojarme de frente a la cama. Pero aquella noche me asomé a la ventana para verla caminar hacia su automóvil, y recuerdo que la llamé y que no me oyó. No habría sabido qué decirle si me hubiese oído y hubiese volteado. ¿Que por qué necesitaba no sentir miedo jamás para seguirme viendo? Imposible, porque ésos eran nuestros primeros días y yo ni siquiera sabía que esperaba sus visitas cada tarde. No sabía nada, entonces, y tardaría aún tres meses en aceptar definitivamente lo que Octavia Marie Amélie había aceptado desde la tarde aquella en que guardó para siempre en su bolso el trozo de papel en que yo había escrito Octavia de Cádiz: que era absolutamente necesario que fuéramos Octavia de Cádiz y Martín Romaña, que ella era Octavia de Cádiz porque me adoraba y me amaba con pasión y porque no habría podido seguirme viendo con su verdadero apellido. Por eso era maravilloso que yo no me hubiese ni siquiera fijado en su verdadero apellido, por eso era maravilloso que desde el comienzo hubiese sabido que tenía otro nombre para mí, y por eso era más que maravilloso que yo hubiese logrado escribir Octavia de Cádiz cuando hasta el bolígrafo se negaba y se negaba.

Fuiste maravilloso, Martín, me repetía Octavia tres meses más tarde en un hotelucho de Bruselas, y yo le pedía mil veces perdón por haber tardado tanto en darme cuenta que ella me adoraba y me amaba con pasión. Pero ella seguía insistiendo: había sido maravilloso, todo es maravilloso y tú eres maravilloso, Martín, porque para ti siempre he sido Octavia de Cádiz, dime, dime que es verdad, Martín, dime que soy Octavia de Cádiz, la misma de la playa, la misma que siempre te acompañó en tus peores momentos, dime, dime, Martín. Y yo entonces insistía en pedirle perdón y no cesaba de repetirle que ella no sólo era Octavia de Cádiz sino además Octavia de Cádiz solamente y Octavia de Cádiz sólo para mí y que eso no lo iba a tocar nunca jamás nadie porque yo la adoraba y la amaba con pasión y que gracias a ella había vuelto a ser Martín Romaña y que gracias a ella iba a llegar a París por primera vez en mi vida porque ella era Octavia de Cádiz sólo y solamente y nosotros éramos los héroes de las más bellas y antiguas historias de amor, sólo que reales, Octavia. Que es cuando a mí realmente se me empezó a mezclar la realidad con la ficción…

***

IMPRIMA, NO DEPRIMA es lo que mejor viene al caso en estos casos tan dolorosos de puntos suspensivos, y heme aquí, pues, señoras y señores, escribiendo sobre la ficción que fue realidad, qué maravilla, no se imaginan, y sobre la realidad que fue ficción, qué horror, no se imaginan. El primer aviso de la realidad vino de un príncipe que no se volverá a repetir, en Bélgica, y vino tan rápido que ni la misma Octavia se dio muy bien cuenta. Creo, francamente, que era a ella a quien le correspondía darse cuenta, por haber consistido ese aviso en la cara de asombro con que nos miró Su Alteza Serenísima Príncipe Leopoldo de Croÿ Solre, durante un almuerzo en su casa, y nada menos que al día siguiente de la noche del párrafo anterior, en aquel hotelucho de Bruselas de cuyo nombre y dirección no quiero acordarme, aunque lo estoy viendo.

Pero aquí viene lo más increíble, algo tan increíble que sólo podría calificarlo de sanchopancificación de Octavia de Cádiz y de quijotización de Martín Romaña, si es que corresponde a la realidad, porque ya les decía que aquí andamos en plena confusión entre ésta y aquélla, que es la ficción, porque mi vida jamás dejó de ser bastante exagerada. Octavia de Cádiz se había enamorado realmente, a lo mejor, de un Martín Romaña que a lo mejor había empezado a enamorarse realmente de la Octavia Marie Amélie del apellido prohibido, por haber tenido ésta la enorme bondad de enamorarse del Martín Romaña de la Octavia de Cádiz de Cádiz. Los dos tendríamos circunstancias atenuantes, en este caso, aunque no quisiera que por lo intrigante del asunto y por esto de las circunstancias atenuantes piensen ustedes que voy a caer en el género policial, ni tampoco por la cantidad de policías que se nos meten luego.

No, no trato de investigar nada. Sólo quiero contarles que estoy escribiendo con el mismo bolígrafo que primero se negaba y se negaba a escribir Octavia de Cádiz y después las cartas a mi madre y a mis mejores amigos, ya que hasta hoy sigue falla que te falla el condenado, a pesar de todas las cargas que le compro con sentimiento y con resentimiento, al mismo tiempo, porque no hay que dejarse arrancar las últimas migajas de ilusión. Escribo con el mismo bolígrafo para hacerles justicia a la realidad y a la ficción, pues ambas me hicieron feliz, aunque con circunstancias agravantes, también, como por ejemplo la vez aquella en que intervino la policía y me dejó muy grave. Escribo con el mismo bolígrafo para que sepan ustedes lo difícil y duro que aun hoy me resulta escribir sobre Octavia de Cádiz y sobre Octavia Marie Amélie, la del apellido tan largo y valioso que había que contarlo en dólares, aunque su familia habría preferido que fueran libras esterlinas, por razones de arsénico para mí y de encaje antiguo para ella. Y escribo con el mismo bolígrafo porque es desesperada la lucha de un hombre que tiene que recuperar el humor con una historia tan triste como ésta. Y con la mirada aquella de Su Alteza Serenísima Príncipe Leopoldo de Croÿ Solre (que no se volverá a repetir), ya para siempre encima.