Y AHORA ME TOCA CONTARLES ALGO SOBRE EL LECTOR DE NANTERRE

Cuando pienso en la universidad francesa, se me vienen siempre a la memoria los nombres de Napoleón Bonaparte y el de mi queridísimo amigo, el gran poeta español Ángel González, que, un día en Chicago, durante uno de los mil viajes que hice para poder hablar tres o cuatro horas diarias en larga distancia con Octavia de Cádiz, porque eso a ella le encantaba, a mis amigos los hacía desternillarse de risa, y a mí me hacía gastarme, con una abnegación que sólo puedo comparar con el sentimiento patrio, hasta anticipos de mi herencia, me dijo, porque íbamos ya por el séptimo whisky:

—Mi querido Martín: al cabo de tantos años en Estados Unidos, estoy convencido de que abandonaré este país sin haber comprendido absolutamente nada.

Algo muy semejante me ha sucedido a mí con la universidad francesa, que, como me dijo un día en Nanterre monsieur Mercier, uno de los profesores de literatura española que me despreciaba a muerte porque en América latina jamás se escribiría el Quijote, ya no era, ya no es, señor Romaña, el coloso que nos legó Napoleón. Mire usted, basta con ver el estado en que nos han dejado las paredes las hordas salvajes que nos invadieron en mayo del 68. Estábamos en un anfiteatro, vigilando un examen, y antes de hablarme se había colocado tres escalones más arriba que yo, por el asunto de la jerarquía, y yo me había colocado la mano en el pecho porque Octavia de Cádiz estaba presenciando la escena muerta de risa, y porque monsieur Mercier también se había colocado la mano en el pecho con profunda tristeza, aunque sin darse cuenta.

Sentí unas ganas horribles de decirle que yo había estudiado en La Sorbona, antes del 68, y que no le había encontrado nada tan colosal al asunto, más bien lo contrario, pero la verdad es que no me atreví a meterme con Napoleón, porque eso duele, y porque encontraba francamente conmovedor que un hombre que me despreciaba tanto me diera siempre la mano con muy buenos modales y me hablara del tiempo, todo el tiempo, como si yo fuese totalmente incapaz de abordar cualquier otro tema de conversación. Pero, en fin, todos tenemos nuestras limitaciones, y a mí siempre me pareció muy enriquecedor darle la mano a un profesor de literatura que negaba rotundamente la existencia de una literatura latinoamericana, por obvias razones de degeneración de las especies, que ya habían sido estudiadas por más de un sabio francés y que sin duda alguna me incluían a mí también, y por esa innata tendencia al caos histórico de países como Bolivia, que sólo una presencia naval francesa habría podido evitar. Monsieur Mercier se jactaba de ignorar todo lo que despreciaba (de ahí, sin duda, el que le atribuyera mar para la presencia francesa a Bolivia), y a ese nivel yo lo encontré siempre muchísimo más sincero que monsieur Desmond que se jactaba de ser nuestro primer especialista en historia de México, y que la única vez que notó mi presencia en Nanterre fue para decirme, delante del último grupo gochista que nos quedaba en el Departamento de Español, un verdadero tesoro eran esos muchachos, que por qué no me afeitaba ese bigote que me hacía parecerme tanto a Emiliano Zapata. A mucha honra, le respondí, para quedar bien con los gochistas, y agregué que prefería mil veces parecerme a Zapata que al general Carranza.

—¿Y quién fue Carranza? —me preguntó él, con imperdonable laguna histórico-mexicana.

Imperdonable e histórica fue también la cobardía con la que me abstuve de decirle que, en México, hasta los analfabetos sabían que Carranza fue el detestable traidor a cuya sombra se organizó el asesinato de Zapata. Le dije, en cambio, que el general Carranza era el actual presidente de Panamá, traicionando de esta manera a Zapata, al grupo gochista, el honor de mi familia, y a Panamá, pero la verdad es que a los lectores se les renueva el contrato cada año, y en Nanterre, que para mi gran desilusión, más que legado colosal parecía universidad peruana, bajo régimen militar chileno, al menos a juzgar por el Departamento de Español en el que trabajaba, una falta de disciplina tan grave como la del general Carranza podía serme fatal.

Pero no todos eran descendientes de Napoleón en Nanterre, y hasta hoy recuerdo siempre a los grandes amigos que hicieron lo indecible por mí, dentro y fuera de la universidad. Ingresé a trabajar allí de casualidad, porque un día me encontré con un amigo que estaba a punto de abandonar su puesto de lector latinoamericano y necesitaba alguien que lo remplazara. Ni pienses en mí, le dije, explicándole que estaba más muerto que vivo y que nunca sería capaz de enseñarle nada a esa juventud rebelde que poco tiempo atrás había hecho temblar al poder en Francia. A mí ésos me matan, agregué, confesándole todo lo que me había ocurrido en los últimos tiempos, cómo mi esposa me había abandonado porque yo era un sórdido rezago feudal de todo lo que tenía que desaparecer en América latina, y cómo el marxismo-leninismo peruano de París me había declarado totalmente inepto para circular por la izquierda. Pero él insistía, creo que más que nada por la pena que le daba verme en ese estado tan calamitoso, y al final logró convencerme con un argumento que encontré no sólo muy bondadoso sino de una lógica implacable, además.

—Martín —me dijo—, por lo que veo estás realmente enfermo y sin mayores esperanzas de recuperación. Pronto necesitarás más médicos, pronto necesitarás ingresar a un hospital, tal vez. Piensa que si aceptas el puesto de lector tendrás seguridad social y que ésta cubrirá los gastos de… de…

Le dije que no pasara de los puntos suspensivos, por favor, y agregué que de acuerdo, que aceptaba remplazado en su cargo, y que gracias a su bondad volvería a circular por la izquierda, aunque esta vez protegido por la seguridad social. Mi amigo me palmeó el hombro, cosa que me hizo un daño espantoso, porque siempre he preferido el amor y la amistad a la piedad, y me explicó que tendríamos que ir a hablar con el jefe lo más rápido posible, porque estaba a punto de abandonar Nanterre y ya por ahí le habían contado que el nuevo jefe del Departamento de Español era un antiguo comunista que, aterrado por las juventudes del 68, se había vuelto racista, fascista, mandarín, grosero, inmoral, y vulgar, aunque esto último parece que siempre lo fue.

—Y ahora que va a estar en el poder sabe Dios qué venganza tramará —continuó explicándome, pero yo le dije que esa parte de la historia de Francia me resultaba aún demasiado impresionante e incomprensible, y que por favor me explicara más bien qué era un lector.

—Es todo lo contrario del jefe, Martín —resumió, mirándome como quien regresa a un punto muerto.

Y así fui contratado por un jefe bueno y terminé trabajando bajo las órdenes de un jefe malísimo, aunque más bien debería decir bajo las amenazas de un jefe increíble. En realidad, ahora que lo pienso, nuestras relaciones fueron siempre de lo más divertidas. Se llamaba monsieur Blenet y lo primero que hizo al llegar a Nanterre fue meter las cuatro, por ser tan sincero delante de alumnos y profesores. La verdad, el pobre no se había imaginado el pánico tan espantoso e irracional que le iba a producir el último grupo de gochistas que aún nos quedaba, y se le ocurrió nada menos que ponerse a gritar delante de medio mundo que a él no le iban a meter el dedo en el culo los negros, los catalanes, los judíos, los latinoamericanos, y otras razas inferiores.

—¡Yo vengo aquí a mandar! —concluyó, chillando y señalando a monsieur Duquesne, que era negro-francés, a monsieur Feliu, un profesor catalán, exiliado, y anarquista, y al debutante lector peruano monsieur Martán Romaná, que tenía desconcertado a medio mundo porque dictaba sus cursos con grabadora y unos enormes anteojos negros, en pleno invierno, y porque lo único que parecía importarle en la vida era llegar a ser miembro de la seguridad social con cotización al día.

Para qué dijo nada monsieur Blenet. El pobre que creía ser tan macho y que ya en otra oportunidad había afirmado que la única virtud de los latinoamericanos era el machismo, así como la única de los judíos era su capacidad musical, no tuvo más remedio que terminar humillándose de terror y pidiendo públicas disculpas ante tanta gente inferior, porque también la juventud era inferior y allí había mucho alumno. Primero, la reacción fue un silencio general porque ni el grupo gochista, super dividido en diferentes tribus ideológicas, según me fui enterando, podía creerse lo que acababa de oír. Claro, ellos seguían pensando que todo volvería a empezar, como en los viejos tiempos, aunque en Nanterre bastaba con ver el parking de los alumnos para comprobar que mayo del 68 había sido un incidente divertido para las deliciosas criaturas perfumadas que llegaban en impresionante mayoría a la Facultad de Letras en unos carrazos que para qué les cuento, los de los profesores daban pena al lado de los carros de los alumnos. Dios mío, pensaba yo, cada vez que entraba a Nanterre y veía los automóviles de unos y otros, qué mal pagados están los profesores en Francia, y qué horriblemente mal pagado estoy yo que llego a trabajar en tren y que nunca podré comprarme un auto, ni siquiera un auto de profesor. Ahí me agarraba la depresión horrible, lo bajo que había caído, ya ni siquiera en la jerarquía, que ahí siempre estuve entre los de abajo, no, lo bajo y triste que era llegar en un tren donde no sé por qué siempre me tocaba viajar en un vagón lleno de niños mongólicos y después llegar a Nanterre pero la estación no se llamaba Nanterre sino LA LOCURA, y debajo de ese letrero había otro más pequeño en el que decía COMPLEJO UNIVERSITARIO.

—Se me viene el mundo abajo —les conté un día a mis queridísimos madame Chauny, monsieur Colas, y monsieur Bataille, que fueron siempre tan nobles conmigo, dentro y fuera de la universidad, y que se ganaron mi afecto incondicional desde la tarde aquella en que me ayudaron a llenar los formularios de ingreso a la seguridad social, porque yo no entendía ni papa y les había rogado que vinieran urgentemente a mi casa porque me estaba ocurriendo algo horroroso. Pobres, jamás olvidaré su bondad. Llegaron los tres aterrados y trayendo a un médico al que tuvieron incluso que pagarle, porque precisamente yo aún no tenía seguridad social.

—¿Por qué se te está viniendo el mundo abajo? —me preguntaron, ya un poco acostumbrados a que se me viniera el mundo abajo, pero siempre con la misma bondad de dentro y de fuera de la universidad.

—Porque miren el parking de los profesores y miren el de los alumnos —les dije, quejándome por lo mal pagados que estaban.

—Martín —me dijeron, interrumpiéndose al hablar, porque me querían mucho y siempre peleaban entre ellos por ser el que me había consolado—, aquí el único realmente mal pagado eres tú.

—Bueno, pero yo soy lector y en cambio ustedes sí tienen pedigree.

—Jerarquía —me corrigieron en coro, porque ellos siempre se preocuparon muchísimo en explicarme cómo funcionaba la universidad francesa, y en seguida empezaron a explicarme el mundo de los parkings. Que no era siempre así, me dijeron, Nanterre era una de las pocas excepciones porque en París y sus alrededores hasta un cierto nivel de estudios, los alumnos estaban obligados a matricularse en la universidad que más cerca quedaba del distrito en que vivían. Y Nanterre estaba rodeada de distritos de millonarios.

—Entiendo —les dije—, pero en cambio ahora no entiendo por qué mayo del 68 lo empezaron aquí unos millonarios. La verdad es que ni siquiera me había enterado de que los gochistas eran multimillonarios.

—Se ha visto casos —me explicaron—, pero en realidad la gran mayoría de nuestros gochistas viene de la comuna de Nanterre, que no es de millonarios y vota comunista.

Eso sí lo sabía, porque una tarde que estaba dictando una clase sobre las barriadas en el Perú, las hijas de presidentes-directores-generales de importantísimas compañías, de prefectos de policía y consejeros de Estado, y hasta de ministros, que eran la inmensa mayoría entre mis alumnos, sin duda alguna porque encontraban sumamente divertidas las arengas revolucionarias que yo grababa trepado sobre un banquito, en mi departamento, para obtener el efecto antidepresivo y poder obtener así el efecto revolucionario, empezaron a pegar chilliditos de horror como diciéndome qué país el suyo, monsieur Romaña. Empecé a subir el volumen de la grabadora, en señal de autoridad, pero me di cuenta de que en el Perú la miseria desafía a cualquier autoridad, cuando el volumen de la grabadora llegó al tope y la chica que tenía el auto más bonito del parking me dijo, también al tope, que en adelante sólo quería escuchar las cassettes sobre el Cuzco, Machu Picchu y la selva amazónica.

Era linda, era realmente la más linda de todas, porque Octavia de Cádiz aún no había aparecido, y para colmo de injusticias su papá era ministro y en el Departamento de Español se comentaba que hacía el amor con el más popular de nuestros líderes gochistas, cosa que pude comprobar esa tarde al ver que todos mis gochistas evitaban los anteojos negros que yo siempre usaba para dictar mis clases. Eran los más grandes y negros que se encuentran en el mercado, y me los había recomendado José Luis Llobera en una de las cartas más conmovedoras que me escribió de Barcelona, como complemento de la grabadora, que también había sido recomendación suya, anteriormente, porque no bien empecé a preparar mis clases comprendí que jamás lograría contarles a mis alumnos toda esa miseria campesina, todas esas barriadas, todos esos golpes de estado, toda esa dependencia norteamericana, sin estallar en llanto o algo por el estilo. Había probado limitarme a la mera enumeración de datos estadísticos, con ciencia y no a conciencia, pero aun así los nudos en la garganta y los desfallecimientos de la voz eran algo tan notorio que habría sido imposible comenzar siquiera una clase. Fue entonces cuando José Luis me sugirió lo de la grabadora, que resultó ser la solución ideal al problema. Grababa un poco, y cuando ya no podía más de realidad latinoamericana, bastaba con apretar el botón de la izquierda, que decía STOP, también con dependencia norteamericana, para que vean bien el estado en que me encontraba.

Me tomaba horas preparar una clase, por lo del STOP, pero siempre terminé a tiempo, gracias a ese sentido del deber que da la necesidad de dinero y a esa mezcla de angustia y emoción que me producía ser miembro de la seguridad social. Como que no lograba creerlo, y siempre sentía que estaba en falta, que había cotizado demasiado poco, no sé, pero lo cierto es que el tiempo ha terminado dándome la razón, porque si nos limitamos a la mera enumeración de datos estadísticos, parece que no hay quien salve a la seguridad social en Francia, STOP.

Me serenaba, volvía a tomar fuerzas, asumía lo del START, y así una y otra vez hasta que quedaban bien preparadas mis clases. Lo malo, claro, es que cuando escuchaba íntegra la grabación, hecha con una excelente voz de profesor de izquierda, debido a mi complejo de hombre de derecha, me surgía el problema de las lágrimas y no tuve más remedio que volver a molestar a José Luis. Total, en Nanterre, eso a los alumnos les hacía muchísima gracia, lo cual era el colmo de la indiferencia, pero yo no tenía más remedio que seguir adelante porque era la grabadora la que hablaba, e incluso con el tiempo fui perfeccionando mis clases, grabándolas trepado encima de un banquito, hasta que llegaron a ser profundamente de izquierda, debido a la reputación 68 de Nanterre, que resultó siendo de derecha, a juzgar por el Departamento de Español. Y como dice la gente, cuál no sería mi sorpresa el día en que la chica más linda y más injusta de toda la clase me gritó STOP, entre los chilliditos de las otras misses.

—STOP —la callé yo, para gran sorpresa de todo el mundo, porque monsieur Romaña jamás había pronunciado una palabra durante sus clases. Y, aprovechando el desconcierto general, procedí también a quitarme por primera vez los anteojos negros, en vista de que el asunto parecía ser cara a cara.

—¡Qué! —exclamó ella, con el mismo sentido de la propiedad privada con que se dirigía al parking, pero esta vez dirigido a monsieur Romaña, que a su vez se había dirigido a José Luis Llobera, diciéndole es la primera vez en años que en lugar de tristeza siento rabia, soy el más sorprendido de todos, José Luis. José Luis nunca me abandonó, o sea que no tuve más remedio que hacerle justicia y volver a la carga.

—¡Dice el doctor Llobera que le repita a usted STOP! —le grité, pero mi frase de loco la llenó de cordura, en vez de desconcertarla por completo.

—¡Esto es una clase en Francia y no una revolución cubana! —se desesperó la pobrecita, llena de ese resentimiento patrio que en Francia se llama chauvinismo, poniéndose en seguida de pie con extrema elegancia, además de todo, y amenazándome con correr a contarle lo que estaba ocurriendo a monsieur Blenet, el nuevo jefe tan vulgar.

—Señorita —le dije yo, aterrado por lo de mi seguridad social—, no empecemos otro mayo del 68, por favor. Fíjese usted que sería un mayo del 68 al revés.

A Mademoiselle como que le encantó la forma en que le había hecho justicia y se aprestó a dialogar con democracia.

—Señor Romaña —condescendió—, yo no he venido aquí para convertirme en profesora ni porque necesito un diploma para trabajar. Yo he venido aquí como diletante y ya estoy harta de oírlo hablar como si en América latina todo fuera de extrema izquierda.

—No es así, señorita —la informé—; en el Perú, por ejemplo, hay también en estos momentos un partido comunista con apoyo crítico al gobierno militar.

—Tampoco me interesa, señor Romaña. Y estoy segura de que al decir esto lo hago en nombre de una abrumadora mayoría de alumnos.

Después se volteó a mirar a la clase con un ¿sí o no?, cuya respuesta me dejó tan abrumado que no tuve más remedio que realizar una profunda autocrítica.

—Está muy bien, señorita. Siéntese y cálmese, por favor. Y trate ahora de comprender que yo he entrado a trabajar a esta universidad bastante mal informado. Poco a poco estoy adquiriendo cierta experiencia, pero cómo quiere usted que un pobre latinoamericano sepa de entrada que Nanterre no está a la altura de su reputación, sino todo lo contrario, y que el parking de los estudiantes…

—La reputación de Nanterre hemos sido siempre nosotros, señor Romaña —me interrumpió, tan linda, que casi le digo que estaba totalmente de acuerdo con ella, desde el punto de vista estético, pero eso habría sido una frivolidad de mi parte y no me quedó más remedio que continuar.

—Eso es lo que ignoraba yo por completo, señorita —me autocritiqué—. Yo ignoraba por completo que ustedes eran la mayoría o, lo que es más, la inmensa mayoría, y por eso me he dado el trabajo de preparar veintiséis cassettes de extrema izquierda.

—Pues cámbielas, señor Romaña.

—Señorita, le ruego a usted que comprenda el trabajo tan horroroso que me ha costado preparar correctamente mis clases. ¿Cree usted sinceramente que a mí me hace feliz todo lo que les he venido contando? Ah, señorita, si usted supiera que las últimas cassettes las grabé trepado sobre un banquito, en un desesperado afán de cumplir con mi deber. Usted no me entiende, por supuesto, pero yo quiero que aquí todo quede muy claro y por ello le voy a confesar algo que le ruego escuchar con toda la democracia posible, desde esa posición tan incómoda que debe provocarle el pertenecer a la inmensa mayoría.

—De acuerdo, señor Romaña: tiene usted la palabra.

O sea que me puse los anteojos negros y empecé a contar, como en el psicoanálisis, desde mi más tierna infancia, en un afán de objetividad total, y fui notando cómo, poco a poco, los alumnos iban recorriendo mi pasado con verdadera ternura infantil, hasta sentí pudor en algunos capítulos y les dije que ya era la hora y que si lo deseaban podíamos dejarlo para la próxima sesión. Pero ellos dijeron que no, por unanimidad, y no me quedó más remedio que continuar hasta que llegué a Francia y fui tan pobre y tan feliz y todo lo de Inés tan de extrema izquierda con fracaso absoluto pero sumamente honesto. En esta parte, hubo una especie de división de opiniones, porque la minoría de izquierda se manifestó por primera vez en toda la tarde, mirándome despectivamente, mientras que la inmensa mayoría, con su líder a la cabeza, seguía concediéndome la democracia que yo les había rogado para conmigo. Pobrecita la chica más linda, me dije, cuando llegué en mi autocrítica hasta el punto de confesar lo enfermo que estaba, que por ello traía mis cassettes grabadas, y que por ello había aceptado ingresar a la seguridad social, a cambio del riesgo que representaba para mí entrar a trabajar en Nanterre, ya que tendría que volver a circular entre una juventud de izquierda. Sí, pobrecita la chica más linda, porque primero había apoyado los codos sobre la mesa, hundiendo la cabeza entre los brazos para observarme y escucharme muy objetivamente desde ahí, pero a medida que me fui acercando a ese desenlace que califiqué de nadie sabe para quién trabaja, porque había provocado el malentendido izquierda-derecha-izquierda grabada, su mirada fue pasando de la objetividad a la más sincera emoción y al final terminó por transformarse en la más diáfana expresión de un miembro de la Sociedad Protectora de Animales.

—Claro —agregué, mirando a la chica más linda con picardía de demócrata peruano—, lo que sí puedo hacer es alterar el orden del programa, y si quieren en la próxima clase puedo hablarles de la oligarquía peruana. Prometo incluso preparar una nueva cassette sobre este tema, y enfocarlo desde el punto de vista de mi familia, cuyos miembros, en su totalidad, me decían siempre Martín, quien te ha educado y quien te ve.

—Sometámoslo a voto —intervino, para mi sorpresa, un maoísta, en vez de reírse como la chica más linda y sus subordinadas del parking.

Para qué gané. Qué horror, la trifulca que se armó cuando apreté START y empezó a escucharse una voz que nada tenía que ver con la que ellos ahora consideraban la voz del verdadero monsieur Romaña, porque otra vez volvía a ser el verdadero monsieur Romaña en cassette y eso sí que las chicas del parking, con líder y todo, no estaban dispuestas a soportarlo más, ¿me estaba burlando de la mayoría o qué?, porque la verdad es que ahí ya nadie sabía por quién había votado, como sucede a menudo en las democracias latinoamericanas.

—STOP —gritó la chica más linda, tan furiosa que no me quedó más remedio que apretar el botón y decirle pero señorita, ¿qué es lo que pasa?

—¡Borre usted esa cassette inmediatamente! —me gritó, como si estuviéramos en su parking.

—Señorita —me estacioné yo también, dispuesto a responder a la agresividad con agresividad, porque ése era el sueño dorado de José Luis Llobera—. Señorita —repetí, quitándome los anteojos con agresividad porque se me estaba ocurriendo una muy buena—. Para empezar, aquí se ha votado a favor de esta cassette, a cambio de que en la próxima clase me ocupe de la oligarquía peruana desde un nuevo punto de vista, que dicho sea de paso es el viejo. Y para continuar, por más que usted y yo borremos un millón de veces esta cassette, jamás lograremos borrar la realidad peruana… Ya quisiera yo, señorita. Y, por último, señorita —me atreví a decir, al ver que la minoría de izquierda estaba por fin a punto de darme un voto de aplauso—, por último debo decirle que yo en la vida estoy dispuesto a soportarlo todo, hasta que se me abandone, como a usted le consta por lo que he contado antes, pero lo que sí no estoy dispuesto a aceptar, porque Inés a mí me abandonó pero jamás me gritó, ya sabe usted que ella ni siquiera hablaba, es que nadie me grite nunca jamás. Me pongo muy agresivo, se lo confieso, señorita.

Y ahora, con su perdón, voy a apretar START.

Se armó la gritería padre, porque mi frase sobre la realidad peruana borrada realmente había impactado, y ya no faltaba ni quien me acusara de ser un habilísimo agente castrista que les había contado todo un largo pasado, sólo para volver a poner su cassette, agregando luego que, aunque subjetivamente había sido bastante sincero, objetivamente los había engañado a todos. Total, mírenme ahí convertido hasta en agente de la Habana y pensando cosas tan tristes como nadie sabe para quién trabaja, ya quisiera el pobre Fidel tener agentes tan objetivos como yo, y por último recordando a Inés y queriéndole cantar, porque aún no había aparecido Octavia de Cádiz, que se hubiera desternillado de risa al verme en esa situación, ella que siempre reía y presumía de que rompía los corazones, pues aquí me tienes, Inés, mira a tu oligarca podrido removiendo las masas en Nanterre… Pero con el corazón hecho pedazos, dirán ustedes, por supuesto, y también que me estoy repitiendo porque esto parece nuevamente cosa de mi cuaderno azul, pero amigos, ya lo dijo Neruda, que es Nobel, es tan largo el olvido.

Y vuelvo a repetir: aún no había aparecido Octavia de Cádiz.

Dejé de pensar en el olvido, por largo, y porque tenía que enfrentarme a la mayoría, con el apoyo de la minoría, lo que ya es mucho en casos como el mío. O sea que subí el volumen y justo entonces grité trepado sobre mi banquito la parte en que venía toda la descripción del tipo de vivienda que suelen levantar los habitantes de una barriada, cuando recién invaden un terreno.

—¡Borre, cretino! —gritó uno que yo siempre había sospechado ser de raza superior, a pesar de sus excelentes modales en la mesa de clases.

—¡Cierra el pico! —le gritó otro que era miembro del Partido Comunista Francés, porque cotizaba, como yo a la seguridad social.

—¡Sí, borre! —gritó la segunda chica más linda, porque a la primera le había dado por el silencio más digno y abnegado del mundo. Y tanto, que en un momento de verdadera debilidad, que pudo haberme costado muy caro, le hice con los índices la señal esa de tápate los oídos, pobre— cita, no estás obligada, ya basta de abnegación, por favor. Pero el colmo fue lo de la fea del parking, cuando me gritó ¡borre usted eso!, anteponiendo un ¡meteco inmundo!, que fue la primera nota de mal gusto en toda la reunión.

Recordé a Bryce Echenique, que, sin el menor escrúpulo, había contado un día cómo cada año, al llegar el verano, era capaz de pasarse horas al lado español de un puesto de frontera, desde que decidió buscar en el diccionario el significado de la palabra meteco, en vista de lo mucho que se empleaba en París. Hay que ser tan cretino como Bryce Echenique, claro, pero lo cierto es que se pasaba horas instalado en la frontera franco-española, gritándole meteco inmundo a cada automóvil con placa francesa que entraba en España, basándose para ello en el acuerdo de doble nacionalidad que tenemos los peruanos con la madre patria, y en una aplicación muy estricta del principio de la relatividad. Yo soy totalmente incapaz de semejante estupidez, o sea que me limité a responderle amaros los unos a los otros, señorita, en espera de una mejor oportunidad.

Don Miguel Ángel Asturias, ese gran maestro, asumió mi venganza, aunque la verdad es que yo hubiera preferido que no se exaltara tanto, y sobre todo que no me hiciera testigo y cómplice de sus ideas, por el asunto de la renovación de mi contrato. Pero fue maravilloso oírlo hablar al viejo. Monsieur Blenet lo había invitado a dar una charla sobre su obra, sin duda alguna porque quería arrancarle algún favor, aunque también, justo es reconocerlo, porque había sido embajador en París y premio Nobel de literatura y eso blanquea, como el dinero en América latina. Don Miguel Ángel, que veía a través del alquitrán, se dio cuenta muy pronto del lugar en que se había metido, y a la mitad de la charla no pudo contenerse y se arrancó con una exacerbada defensa del indio, desde el punto de vista higiénico. Para qué, debo confesar que yo he visto indios en un estado deplorable de inmundicia, pero don Miguel Ángel sólo los recordaba bañándose en ríos y riachuelos cristalinos de su adorada Guatemala. ¡Y qué se han creído ustedes!, gritó, de pronto, alzando los brazos, qué se han creído los europeos cuando fueron ellos quienes inventaron el desodorante para disimular esa pestilencia del Metro de Londres, ¡o el de París! Aquí no se baña nadie, aquí se esconden manos inmundas bajo ridículos guantes cuyos colores son algo realmente miserable si los comparamos con los indelebles colores con que nuestros indios ornamentan ese mundo natural y puro y limpio, limpio, sobre todo, ¡limpísimo!, señores y señoritas, y no como aquí donde nadie se baña, y si no pregúntenle a ese joven latinoamericano que está parado allá al fondo, ¿cómo se llama usted, joven?, ¿de cuál de nuestros países viene usted, joven?, ¿no es cierto que nuestros indios se bañan varias veces al día en sus cristalinos ríos?, ¿no es cierto que nuestros ríos son límpidos cual manantiales y no ríos podridos como los de Europa?, ¿no es cierto, joven, que nuestros indios lavan su ropa diariamente hasta en el más pequeño arroyuelo?

—Me llamo Martín Romaña, don Miguel Ángel, y soy peruano y soy lector.

Esto último se lo dije para que no me pusiera tanto de testigo, pero la verdad es que las palabras del viejo en Nanterre me habían emocionado lo suficiente como para asentir en todo, y hasta había aplaudido un poquito, sin hacer ruido, en un momento en que la fea del parking me miró en un estado de verdadera desolación, porque ya les decía que lo de ser embajador y Nobel blanquea, y porque ni monsieur Blenet, con toda su vulgaridad, se atrevía a interrumpir a don Miguel Ángel, con quien me di el abrazo del siglo, al terminar la charla, en nombre de los pueblos indígenas de Guatemala y el Perú.

El viejo me terminó de joder el puesto, pensé, no bien se fue don Miguel Ángel, porque ya la fea del parking le había contado a monsieur Blenet quién era yo, cómo dictaba mis cursos, cuáles eran mis ideas, y cómo les había impuesto hasta el final una cassette castrista sobre las barriadas peruanas. Y monsieur Blenet ya me había amenazado con expulsarme, no bien se graduara el último gochista del Departamento de Español. Les tenía pánico a los gochistas, desde el día en que lanzó su diatriba contra las razas inferiores, y éstos le respondieron colocándole una enorme caricatura de Hitler, con esvástica y todo, en la puerta de su oficina. Pobre monsieur Blenet, desde aquella tarde terminó para él la tranquilidad del poder, y constantemente se le descubría cambiando a escondidas la cerradura de su puerta o mandando pintar las paredes en las que alguien había escrito alguna burla dirigida a él, porque llevaba esvástica. Era gordo, barrigón, y jamás pudo aprender a usar correctamente una corbata, cosa que lo desesperaba hasta el punto de que a veces parecía que se nos iba a ahorcar en su afán de hacerse el nudo como los demás profesores, dejándonos sin jefe.

Pero lo peor de todo es que era un tipo bastante inteligente, y cuando preparaba bien una clase era capaz de convencer a medio mundo, con lugares comunes y frases llenas de prejuicios, pero muy bien cosidas unas con otras, de que América latina tenía las taras que se merecía, la miseria que se merecía, y los gobiernos que se merecía, sobre todo cuando éstos eran dictatoriales. Según monsieur Blenet, los latinoamericanos éramos gente que corría, que corría sin saber adonde iba, pero que corría y corría. Lo obsesionaba la imagen de millones de latinoamericanos corriendo hacia su perdición, e incluso un día me puso a mí de ejemplo porque me vio pasar como un rayo por la puerta de su clase, ahí tienen, dijo, así corren los latinoamericanos, y la verdad es que esa vez resultó muy cierto porque yo estaba corriendo como un loco en busca de Octavia de Cádiz, que fue mi perdición.

Madame Chauny, monsieur Colas, y monsieur Bataille, entre otros, se encargaban de dar la versión contraria, o sea que a ese nivel, en Nanterre había para todos los gustos. Pero monsieur Blenet no podía soportar esa situación, y sobre todo no podía soportar que yo fuera el agente castrista que había comparado a Francia con América latina, cuando el escándalo de la cassette sobre las barriadas. La verdad, yo sólo quise ser ilustrativo, al terminar aquella clase, y en vista de que no tenía diapositivas de barriadas peruanas, les dije a los alumnos que miraran por la gran ventana del aula, porque el campus de Nanterre estaba rodeado de barriadas mil veces más crueles que las de Lima, ya que las de Nanterre tenían la enorme desventaja del clima, porque aquí nieva y llueve y en verano se puede uno morir de calor, por lo que a toda esa miseria peruana, que tanto los ha escandalizado, le pueden agregar ustedes las inclemencias climatológicas que sufren los obreros árabes, negros, y portugueses, en esa especie de Perú empeorado que están contemplando, señores y señoritas.

El parking entero me gritó ¡chauvinista!, la fea salió disparada a contarle a monsieur Blenet, y la chica más linda porque aún no había aparecido Octavia de Cádiz me dijo enfurecida que hablaría del asunto con su padre que era ministro. La conversación tuvo efectos muy positivos, sin duda alguna, porque muy poco después se empezó a erradicar esa lacra peruana de Nanterre, y se construyeron en su lugar modernos edificios, por lo que creo que mi nombre merecería figurar en la historia del urbanismo francés, o en la expulsión con policía de los obreros.

Pero eso a monsieur Blenet ni se le ocurrió, siquiera, y en cambio sí quedó completamente convencido de que yo era un peligroso agitador universitario, un agente de la Habana, un líder de líderes entre los gochistas del Departamento, y qué sé yo cuántas atrocidades más que se creía al pie de la letra, porque a un tipo como él jamás le habría contado yo la historia de mi vida, y porque lo cierto es que desde el incidente de las barriadas quedé convertido en una especie de ídolo popular entre nuestros gochistas, lo cual fue para mí la mejor terapéutica posible para volver a desarrollar mi sentido del humor, mi escepticismo positivo, alegre, emotivo, y hasta enamorado, si es que todo esto quiere decir algo, y una verdadera esquizofrenia sartriana, ya que para mí el infierno era la derecha, cuando estaba entre la derecha francesa, también la izquierda, cuando estaba entre la izquierda peruana, y el paraíso era la izquierda, cuando estaba entre la izquierda de Nanterre.

Pero monsieur Blenet quería expulsarme del paraíso y no me quedó más remedio que comentarlo en los pasillos del Departamento. Madame Chauny, monsieur Colas, y monsieur Bataille acudieron en mi auxilio, como siempre, y no encontraron mejor solución para ayudarme dentro de la universidad, evitando así tener que ayudarme si iba a dar a la calle, que la de sugerirme que me hiciera miembro del sindicato que agrupaba a todas las fuerzas progresistas de la universidad francesa. Me preguntaron si tenía alguna experiencia sindical, y no se pueden imaginar la alegría con la que me miraron cuando les dije que muchísima experiencia, que había escrito una novela entera y de izquierda sobre los sindicatos pesqueros en el Perú, y que incluso soñaba con poder escribir algún día otra novela sobre las condiciones tan exageradas de izquierda en que yo había vivido aquella época.

Los franceses, por más confianza que exista, serán siempre un modelo de discreción para nosotros los latinoamericanos, por más discretos que seamos, y por consiguiente mis tres grandes amigos se limitaron a preguntarme, en su afán de ayudarme también fuera de la universidad, esta vez, si era un exilado político peruano. Me dio pena defraudarlos, pero les dije que no, porque ni quise ni pude mentir en un asunto tan grave, cosa que sí hacen muchísimos latinoamericanos, debido a que soy descendiente de anglosajones por parte de madre.

Quedó, eso sí, mi reputación de escritor sindical, y pocos días más tarde, para desesperación de monsieur Blenet, Martín Romaña, nada menos que Martín Romaña, era elegido secretario sindical del Departamento de Español. Corrí al correo, le envié a Inés el cuarto telegrama que quedó sin respuesta, y en sobre aparte le envié mi carnet de miembro del sindicato, como prueba de que no exageraba un ápice, por lo que tres semanas más tarde tuve que contar en nuestra reunión semanal que se me había extraviado el carnet y que necesitaba otro, pues realmente me era indispensable para mi estado de ánimo, a corto plazo, y para la afirmación de mi personalidad, a plazo más largo. Se anotó mi pedido con la discreción que caracteriza a los franceses aun en las reuniones sindicales.

Pero en la práctica los gochistas me resultaron muchísimo más útiles que el militantismo sindicalista, aunque sí quisiera aprovechar las páginas de esta novela para darle mi eterno agradecimiento a las fuerzas más progresistas de la universidad francesa, por haberme otorgado siempre plena confianza, por haberme permitido ser secretario de algo en la vida, y por haberme tratado como jamás se me trató en la izquierda peruana de París. Y conste que digo esto sin la más mínima intención de transmitirle mensaje alguno a la Humanidad, ya que como dijo no recuerdo cuál famoso novelista, cuando le preguntaron de qué mensaje eran portadoras sus obras, no hay que confundir a los escritores con el cartero. Mi eterno agradecimiento, también, a los gochistas en vías de extinción en Nanterre, por haber logrado que monsieur Blenet, a pesar de sus amenazas, me renovara varias veces el contrato, y ello sin haberme pedido jamás explicación alguna sobre mi enloquecido romance con Octavia de Cádiz, que, hasta que llegó a Nanterre, jamás en su vida había visto un gochista, aunque hay que reconocer que siempre los trató con la misma coquetería que al mundo entero, para mi desesperación, pero ella seguro que lo hacía por lo de mi contrato y aun en esos detalles fue una mujer maravillosa, para mi desesperación y perdición.

Decía que en la práctica los gochistas me resultaron más útiles que el sindicato, y esto sí creo que vale la pena de ser contado. Empezó una tarde cuando madame Chauny, monsieur Colas, y monsieur Bataille, me dijeron que me asegurara ante los servicios administrativos de la universidad, de que monsieur Blenet había escrito la carta de reglamento, pidiendo la renovación por un año de mis servicios como lector. Él había anunciado que ya la había escrito, pero con monsieur Blenet nunca se sabía y en cambio con los servicios administrativos siempre se sabía, porque hasta por ahí detestaban a monsieur Blenet en Nanterre. Averigüé, y por supuesto que no había escrito nada, en espera de que se venciera el plazo para mi renovación, debido a uno de esos lamentables errores suyos, de los que uno se enteraba tres meses más tarde, al regresar de las vacaciones de verano. Total que había una empleada de la administración que hacía el amor con uno de mis gochistas, y le contó lo que ya yo sabía y estaba a punto de informar en una próxima reunión sindical. Ni hablar, me dijo el gochista, eso déjanoslo a nosotros, el hijo de puta ese de Blenet nos debe ya varias y creo que un telefonazo anónimo a las cuatro de la mañana no le hará ningún daño.

—No te preocupes, Martín: basta con que lo amenacemos con una bombita en su oficina y te renueva en el acto.

Me quedé aterrado, pero debo confesar que asentí, más que nada por sentimentalismo, ya que todo lo de mayo del 68 como que se iba extinguiendo demasiado rápido, y en Nanterre nuestros gochistas simple y llanamente se estaban quedando sin mensaje. Pero conmigo cumplieron, transmitiéndole a monsieur Blenet aquel mensaje, dentro del plazo fijado por la administración, y después festejamos la renovación de mi contrato con una borrachera llena de anécdotas de aquel viejo mayo, llena de recuerdos de aquel viejo mayo, y llena de nostalgia de aquel viejo mayo. Los años siguientes las cosas sucedieron de la misma manera, y monsieur Blenet siempre me advertía, al reiniciarse las clases en octubre, que no bien se acabaran los gochistas él acabaría conmigo.

Pero aunque logró largarme de Nanterre, monsieur Blenet no pudo acabar del todo conmigo, porque lo que él realmente quería era verme en la calle y bien muerto de hambre, y en cambio fui contratado por esa especie de refugio universal de mayo del 68 que era la Universidad de Vincennes, y además con una importante promoción, pues ingresé con la categoría de asistente asociado, que es lo mismo que ser lector pero con doce meses de sueldo, ya que los lectores sólo cobran nueve sueldos al año, salvo cuando piden cobrar doce y en la administración se acepta pagarles en doce meses la misma suma que antes cobraban en nueve. Mejoré, pues, para desesperación de monsieur Blenet, aunque también en Vincennes se procedió de entrada a un equívoco total en cuanto a mi persona, debido a la forma en que se negoció mi pase de un club al otro.

En Nanterre, la relación de fuerzas con monsieur Blenet se había alterado por completo, debido a la tan temida extinción de nuestros más radicales gochistas, y no me quedaba más remedio que atenerme a sus consecuencias. Pero él exageró tanto la nota, que al final no logró salir del todo con la suya. Resulta que el muy burro se había puesto de acuerdo con otro profesor, uno que se llamaba algo así como Ananás, para proceder a mi humillación definitiva, y no se le ocurrió nada mejor que preparar la bromita aquella que escandalizó no sólo a los profesores de izquierda, sino también a los de derecha bien educados, cosa con la cual no había contado. Estábamos en plena reunión del Departamento, y monsieur Blenet se había sentado a mi lado para probarme que era muy macho, ahora que ya no quedaban casi gochistas y me había anunciado que me largaba. Ananás, o como sea que se llamara, llegó tarde a la reunión, porque siempre llegaba tarde, porque siempre se había bebido unas copas de más, y porque se había puesto de acuerdo con Blenet para entrar en un momento en que no quedara ningún asiento libre.

—¿Hay algún asiento libre? —preguntó, no bien abrió la puerta, guiñándole el ojo a monsieur Blenet.

—Sí —le respondió éste, feliz, porque ésa era más o menos su edad mental—, el asiento de Romaña está vacío.

La que se armó en mi defensa, aquella tarde, porque ahí hasta los que sufrían de dolor napoleónico se sacaron la mano del pecho para levantarla y protestar, y algunos incluso para que se intercediera por un nuevo puesto para mí, en Vincennes, ya que en esa universidad sí merecía trabajar debido a su mala reputación. O sea que se hicieron los contactos por la derecha con el Departamento de Español de Vincennes, y ustedes jamás podrán imaginarse lo pésima que era mi reputación de derecha cuando debuté en mi nuevo empleo de izquierda. No hay caso, Sartre tenía toda la razón: el infierno son los demás. Pero cómo no afirmar, tras haber conocido a Octavia de Cádiz, que los demás son el paraíso, también, aunque sean tan sólo el paraíso perdido y ello me haya llevado a perder la razón.