Era viejísimo, y quedaba, como el anterior, en el corazón del área más antigua del Barrio latino, a unos cien metros de la rue Mouffetard y de la placita de la Contrescarpe. Y, si cruzamos oblicuamente la placita que cruzaban las cabritas que le llevaban tan pacíficas su leche a Papá Hemingway, pues mi departamento quedaba a unos doscientos metros del famoso número 74 de la rue Cardinal Lemoine, donde ya todos sabemos cuál de los miembros de la generación perdida escribía de pie para crear un estilo inmortal e inventar una Ciudad Luz que le dio luz a mi vida, como dice el bolero, apagándola después, porque así sigue el bolero, mientras yo seguía con el dedo en la boca.
Pero a mí me interesa mucho más que crucemos la placita de la Contrescarpe en línea recta, y que descendamos un poco por la rue Lacépède, porque ahí vivían los propietarios de mi nuevo departamento, o mejor dicho madame la propriétaire y su marido que no era monsieur le propriétaire, porque quien había heredado el departamento, según el régimen de la no comunidad de bienes con contrato, era ella. A mí me sorprendió mucho que la pareja más católica del mundo (la verdad, no he conocido nada más católico que un católico francés), optara por esos contratos que más que nada están destinados a evitar esos problemas que surgen en caso de separación matrimonial con odio. Pero en fin, qué le vamos a hacer, sucede hasta en las mejores familias, y a veces hay que pintar al gallinazo de blanco para que parezca paloma. Y es que monsieur Forestier, que era juez, y que era, con respecto al departamento que yo iba a habitar, algo así como el príncipe consorte de madame Forestier, era también una mansa paloma. Ella, en cambio, aunque no se maquillaba porque Cristo murió en la cruz y era mucho más importante educar a nuestros hijos bajo ese modelo tan austero, se empolvaba mucho porque sin duda tenía la piel muy grasosa, aunque yo desde el primer día me di cuenta de que se empolvaba también el alma. Nunca dije nada, por supuesto.
A qué santo iba a decir esta boca es mía si venía huyendo de la maldad de mi anterior propietaria (sí, digo mi), y necesitaba a cualquier precio un lugar donde me dejaran instalarme con mi hondonada a cuestas. El departamento lo abandonaban dos grandes amigos españoles, Carmen y Alberto, porque regresaban a vivir a su país. En él, como lo he dicho por algún lado en mi cuaderno azul, se había decidido mi matrimonio con Inés, que ahora acababa de abandonarme, y regresar a las fuentes me parecía un acto mágico, simbólico, sumamente romántico, y también una manera de tirarme en mi hondonada para revisar el cómo y el porqué de un fracaso amoroso, político, literario, humano, un fracaso total, en resumidas cuentas.
Las cosas se presentaban bastante bien, porque Carmen y Alberto me contaron que el departamento estaba correctamente amueblado y que sólo la cama y el sofá les pertenecían. Se los llevarían, pues, y así podría instalarme con mi viejo somier con hondonada y colchón memorables y memoriosos. En cuanto al sofá, podría remplazarlo por un divancito cualquiera, que ellos mismos me ayudarían a conseguir antes de su partida. Los demás muebles, que eran hermosos, antiguos, e incluso valiosos, pertenecían a madame Forestier, aunque no sé qué problema había en torno al sillón Voltaire, que estaba a un lado de la chimenea. La verdad es que todo esto le entró por una oreja y le salió por la otra a un hombre que sólo deseaba un lugar en París para echarse sobre su desvencijado somier. Se hundía mucho menos sin Inés, claro, y también por la cantidad de kilos que había perdido yo, pero con dar unos saltitos tipo trapecista que cae sobre la red se podía lograr el efecto deseado, e incluso un día decidí hacer una prueba, que al principio me pareció muy estimulante, pero que luego me resultó tan triste que casi recaigo del todo de la enfermedad que tenía en el alma con increíbles efectos sobre el cuerpo, debido a los efectos secundarios de la pastilla llamada anafranil. Bueno, pero para qué me extiendo. Ustedes recordarán. Recordarán que necesitaba ponerme una inyección para poder tener una erección. El dispensario con su monjita quedaba un poquito más allá de la casa de Hemingway, que con toda seguridad jamás se puso una inyección en París, y fui. Ahí estaba la misma monjita de cuando también estaba Inés, o sea que le mostré la receta con lágrimas en los ojos, mientras ella elevaba los ojos al cielo un poco en oración y otro poco porque había que probar la jeringa. Media hora después ya estaba hecho un trapecista que ha caído sobre la red, pegando de saltos y rebotando de espaldas sobre la hondonada que ahora sí se hundía como cuando estaba Inés. Pero cuando vi que hasta la erección funcionaba como cuando estaba Inés, pegué un salto de trapecista que quiere volver a alcanzar su trapecio, que falla y cae de cara sobre la red. Yo caí de cara sobre el suelo y ahí me quedé tirado hasta mi próxima toma antidepresiva, Inés.
Claro, monsieur y madame Forestier, que encabezaban un hogar modelo que reunía, bajo el régimen de la separación de bienes, a dos hijas, un piano para las dos hijas, una educación en colegio de monjas para las dos hijas, un juez sin propiedad, y su esposa que se comportaba siempre con mucha propiedad, jamás deberían enterarse de estas cosas. Les habían dicho a Carmen y Alberto que, antes de alquilarme el departamento, que era de ella, querían verme él y ella. Me invitaron a tomar té, a las cinco y media de la tarde, o sea tres horas después de los antidepresivos de la tarde y tres horas antes de los antidepresivos de la noche. Era la hora en que normalmente tomaba conciencia de que estaba a medio camino entre dos impulsos, lo cual me hacía perder todo impulso. Pensé en llamar a José Luis Llobera, mi psiquiatra catalán, pero aparte de matarse de risa, qué podía hacer él por mí entre dos impulsos y desde Barcelona. Pensé en Maquiavelo, cuya obra leía por aquella época con la esperanza de alcanzar cualquier fin, ya que mi vida había perdido toda finalidad, y la verdad es que la idea que se me vino a la cabeza no me pareció nada mala: ir donde la monjita, media hora antes de la cita. No podía hacerme daño alguno, y en cambio pensar que podía tener una erección mientras hablábamos de precios, muebles, depósitos de garantía, el estado en que me confiaban un sillón Voltaire que, a lo mejor, no era de ellos, me pareció cosa digna de Henry Miller. Hacía tiempo que no recurría a Henry Miller, por culpa de Hemingway, o sea que fui donde la monjita y me preparé para algo así como una crucifixión rosa con una taza de té en la mano.
Pero, aunque erecto, salí deprimidísimo de casa de los Forestier. La verdad, me dije, al llegar a la calle y recordar anteriores experiencias, yo jamás entenderé en qué consiste la propiedad privada. No sé, realmente no sé, pero tiene una manera de estar siempre en contra mía, la gente se burla de mí o qué.
Bueno, el té comenzó conmigo inyectado y absolutamente Henry Miller, gracias a un esfuerzo descomunal. Me había abierto la puerta la mujer de la limpieza, que me miró con cara de ser propietaria de algo, y en seguida salió monsieur Forestier, que me dijo que salía primero, sin ser el propietario del departamento que yo deseaba habitar, porque todavía no se iba a discutir ese asunto. Cuando apareció su esposa, monsieur Forestier me la presentó como la propietaria del departamento que yo deseaba habitar, probablemente para que se me fuera quedando grabado en el alma. En seguida salieron las herederas, que me fueron presentadas como las propietarias del piano que les habían regalado en Navidad. Las dos muchachas parecían llevarse bastante bien, a pesar de que había sólo un piano, aunque la menor, que parecía la mayor, parecía también mucho más desenvuelta, por lo que casi de entrada me preguntó si yo había estado en París en mayo del 68. Negué rotundamente, y a la pobre la castigaron sin salida el sábado.
—¿Y dónde estuvo usted en mayo del 68? —me preguntó entonces madame Forestier, agregando que mis amigos Carmen y Alberto le habían dicho que hacía varios años que vivía en París.
—Estuve en París, madame, pero me abstuve por completo de mayo del 68.
—Ah… los buenos, viejos tiempos —suspiró de pronto el juez, ensuciándose todito el pantalón al tratar de limpiarse las cenizas que se le habían caído. La verdad, fumaba demasiado para ser tan católico.
—Usted probablemente no conoce bien la historia de Francia —empezó a aclararme madame Forestier—: Mi marido se refiere a tiempos muy anteriores a estos tiempos en los que ya no sabe uno qué hacer.
—Sin duda, madame —le dije—: El siglo XIX… Charteaubriand que era tan católico…
—El siglo XVIII, señor Romaña —me corrigió ella—; la Revolución francesa, la verdadera, nuestra revolución.
Monsieur Forestier trató de intervenir, para demostrar algo así como una tardía nostalgia por Luis XVI y María Antonieta, y hasta empezó a hablar de la grandeza de Versailles, pero su esposa no parecía compartir en nada esta especie de arrepentimiento monárquico, tan extendido en algunos sectores de la sociedad francesa, y le bastó con una sola mirada para devolverlo a 1789. A estas alturas, el juez estaba ya inmundo con toda la ceniza que se le caía, aunque más que nada por tratar de limpiársela, y yo estaba de acuerdo con todo, y también el juez estaba de acuerdo con su esposa, que estaba educando a sus hijas para que estuvieran de acuerdo con ella, sin duda alguna porque ella estaba de acuerdo consigo misma. O sea que había un acuerdo general.
—Señor Romaña —proclamó entonces madame Forestier—, a mi esposo, a mí, y a mis dos hijas, nos alegra muchísimo saber que usted se abstuvo por completo en mayo del 68. Sin embargo, nos gustaría saber también si estuvo de acuerdo con la forma en que actuó la policía.
—Absolutamente, madame —le dije—. Y además pienso que fue un error que inmediatamente después no se organizara una colecta pública en su favor.
—Nosotros discrepamos, señor Romaña. Nosotros pensamos que se debió actuar con mayor firmeza.
—Mamá —intervino la hermana menor, que parecía la mayor, y que tenía una manera como estival de estarse sentadota sobre la silletita de bebe que le correspondía con unos trece años que parecían dieciocho, a pesar de, o gracias a, unos calcetincitos blancos. Tenía unas pantorrillas de lo más apetitosas la adolescentota sobre su silletita—. Mamá, yo quiero estudiar Farmacia algún día y no me gustaría que la policía me pegara.
—Te quedas sin salida el domingo también —sentenció madame Forestier, mientras el juez fumaba con cara de no haberse atrevido jamás a dictar una sentencia. En su casa, en todo caso.
Yo ya no me iba a enamorar más en mi vida y estaba ahí en busca de un lugar tranquilo donde instalarme con mi hondonada, pero la verdad es que entre la inyección y el martirologio al que estaban sometiendo a la pobre chica, algo me quedaba del Henry Miller que había llegado a tomar té. Me daba tanta pena, además. Cómo hacer, me preguntaba, la pobre aguanta el castigo como una santa. Pero no me atrevía a mirarla cara a cara ni a guiñarle el ojo o algo así, por miedo a quedarme sin departamento. Abstente, me dije, al fin y al cabo ya te has abstenido de tantas cosas. Y sin embargo, pobrecita, me habría gustado asumir su venganza. Ya sé, me dije, y medio erecto le pegué tremendo guiño de ojos a sus pantorrillas, después de lo cual estuve como media hora sacándome algo que se me había metido en un ojo.
El juez Forestier seguía tan distraído como siempre y bañándose en cenizas, cuando su esposa anunció que iban a traer el té para ellos dos y para usted, señor Romaña, y que las chicas tomarían un vaso de leche con galletitas porque el té es excitante. Terminado lo cual, cada una iba a tocar una pieza de música en el piano. Yo me acordé de una broma de mi abuelita, que era una mujer exquisita, aunque en el Perú no hubiese habido Revolución francesa, y me sentí con derecho a decir muy alegremente:
—La mayor va a tocar en La Menor y la menor va a tocar en La Mayor.
Mientras madame Forestier apreciaba muy discretamente el humor de mi abuelita y anunciaba que la mayor iba a tocar un preludio de Chopin y la menor un nocturno del mismo compositor, la menor se atoró con la leche y se quedó sin salida el sábado de la semana próxima. La mayor no sé qué hizo, aparte de ponerse roja como un tomate, pero habría sido igual si se hubiera persignado. El concierto terminó con las dos hermanitas tocando a cuatro manos y con el juez Forestier literalmente cubierto de cenizas. Pensé en el Ave Fénix, cuando se incorporó, pero él más bien estaba pensando en Dios.
—Sólo Dios sabe si lo merecemos —dijo, refiriéndose a sus dos hijitas y a Chopin.
—Sólo Dios, monsieur Forestier.
—Sólo Dios, señor Romaña. ¿A qué misa va usted los domingos?
—Suelo cambiar de iglesia, monsieur.
—¿No me diga que mezcla usted el turismo con la religión? —intervino madame Forestier, indicándoles a sus hijas que podían retirarse porque no tardábamos, ella y yo, en hablar de los asuntos que me habían traído a su casa. Monsieur Forestier se retiraría pronto, también, por obvias razones de propiedad.
—Señora —protesté—, yo el Louvre y la torre Eiffel los visito sólo los sábados.
Me sonrió complacida, y a su esposo le dijo que la escobilla para la ceniza estaba en el lugar de siempre. La escena familiar había terminado, pero yo seguía preguntándome cómo demonios podía vivir una familia así a cincuenta metros de la placita de la Contrescarpe, cómo podían vivir en esa zona del Barrio latino, entre hippies, punks, gochistas, clochards, y cafés poblados por una fauna cosmopolita que era todo lo opuesto a lo que ellos representaban. Luego sentí un extraño temor al recordar que hacía tiempo había aprendido que la gente que tiene razón (así se llaman ellos), puede vivir también en territorio enemigo. Pero no era el momento de entrar en profundas consideraciones, porque la verdad es que éstas se quedan siempre en la superficie. En su habitación, el bonachón y distraído juez Forestier estaría escobillándose las cenizas. Había llegado el momento de hablar de mi nuevo departamento. Increíble: había pasado el test.
—Señor Romaña —empezó madame Forestier—, sus amigos Carmen y Alberto me han dicho que usted es un hombre que se ha quedado solo.
—Muy solo, madame —completé, porque hay asuntos en los que sí detesto mentir.
—Vea usted, señor Romaña —continuó ella, como quien pasa sobre mi cadáver—, voy a serle muy franca. Yo encuentro que su soledad es algo muy conveniente para mi departamento. Un hombre solo siempre gasta menos las cosas, se sienta menos en las sillas, por ejemplo. Una persona sola camina menos que una pareja y gasta menos el parquet. Le menciono el parquet, y ya le diré qué cera tiene usted que usar para limpiarlo, porque fue colocado por mis abuelos con una relación calidad-precio que hoy sería imposible encontrar. En fin, éstos son algunos ejemplos elementales sobre los cuales estoy segura que estará usted de acuerdo.
—Completamente de acuerdo, madame.
—Sin embargo, señor Romaña, un hombre solo no tiene por qué quedarse solo toda la vida. Usted es joven. Podría rehacer su vida, desear tener un hijo con una nueva mujer.
—Madame —protesté, canalizando la energía de la inyección en esa dirección—, usted siendo tan católica parece ignorar que los católicos peruanos también dependemos de Roma para estas cosas. Yo ni siquiera soy un hombre divorciado, soy un hombre abandonado y nada más.
—Señor Romaña, mi marido es juez, y usted habrá podido comprobar el aire ausente y apenado con que vive. Pues le viene precisamente de la cantidad de divorcios entre católicos que tiene que ver en el ejercicio de su profesión.
—Madame, yo quisiera estar de acuerdo en todo con usted, pero creo que hay un punto sobre el cual no nos entendemos. Yo me he quedado solo para siempre, y en ese sentido le digo muy sinceramente que creo ser un inquilino ideal para sus muebles, para su parquet, en fin, para todo su departamento.
—Le tomo la palabra, y créame que me alegro, señor Romaña. Sin embargo, para que todo quede muy claro, le ruego que firme usted este breve documento que he redactado.
Me extendió un papel que leí asombrado.
—Madame, en este documento se me prohibe tener un hijo porque eso dificultaría mi expulsión, pero nada se dice de soledad absoluta. Puede haber un error y yo detesto mentir.
—Es que ayer, señor Romaña, después de una larga meditación, en la cual mi esposo me fue muy útil, pensé que usted tiene derecho a recibir a sus amigos, de vez en cuando, y que entre éstos puede haber personas de ambos sexos. Eso no excluye todo lo concerniente a la soledad absoluta; simplemente evita cualquier malentendido.
—Ha dicho usted una gran verdad, madame, porque se puede estar tan solo entre la gente…
Madame Forestier volvió a pasar sobre mi cadáver y me extendió otro papel en el que se me exigía habitar muy burguesamente el departamento. No bien terminé de firmarlo, ella empezó a explicarme en qué consistía eso de habitar muy burguesamente un departamento. La verdad, me faltó una grabadora, porque madame Forestier hizo la más precisa y detallada descripción de todo lo que en París yo había encontrado aburrido, mezquino, y sobre todo tan poco alegre. Resumiendo, diré que vivir burguesamente es todo lo contrario de la forma en que en el mundo entero la gente cree que se vive en París.
—Y ahora, señor Romaña —prosiguió madame Forestier, con nuevos impulsos—, ahora tengo que hablarle de una serie de alteraciones que he decidido establecer después de la partida de sus amigos.
La miré aterrado, pensando que no me dejaría instalar mi hondonada, o algo por el estilo.
—Usted conoce el departamento, ¿no es así?
—Sí, madame, lo he visitado varias veces.
—Pues bien, he decidido que, como mis hijas son ya adolescentes y el tiempo pasa volando, cualquier día pueden desear casarse y habitar mi departamento.
—Es cierto, madame —le dije, recordando las pantorrillotas de la adolescente menor.
—Por eso mismo, no quiero que sea usted un inquilino sino más bien un guardián.
—Más bien un guardián —repetí, de lo más sonriente.
—La figura será la siguiente: yo le confío a usted el cuidado del departamento con todos sus muebles, a cambio de una suma de dinero que usted me pagará en efectivo todos los meses. Porque como usted sabe, señor Romaña, la vida está muy cara y las cargas de copropiedad de ese inmueble me resultan muy gravosas. La verdad, para que usted vea hasta qué punto todo esto es muy honesto, yo alquilo ese departamento más que nada para que no me cuesten dinero su mantenimiento y las ya mencionadas cargas. Por eso cobro tan barato, aunque a usted le voy a subir el alquiler, como es lógico, por ser usted un guardián nuevo y desconocido.
—Un guardián nuevo y desconocido —repetí, porque francamente me encantan estas cosas. Luego la miré, como diciéndole ¿y cuánto me va a cobrar?, y ahí sí que vino algo genial.
—A usted le voy a cobrar trescientos francos más que a sus amigos, pero siempre sin contrato.
—Queda claro, madame: viviré muy burguesamente en su departamento sin contrato de guardianía.
Ella lo siguió encontrando todo muy natural y como que empezó a tomarme afecto y confianza por lo bien que iba entendiendo las cosas. Quedaban, sin embargo, una o dos precisiones más por establecer.
—Mi honestidad, como usted sabrá, señor Romaña, me obliga a declarar al fisco la renta que me produce ese departamento. Claro, no declaro lo que cobro, por razones que un desconocido no tiene por qué saber, pero en cambio, y para que vea que soy una persona absolutamente honesta, ahora que usted me va a pagar trescientos francos más, yo voy a hacer un gesto y voy a declarar cincuenta francos más al fisco.
Asentí con una venia oriental, porque siempre me ha impresionado la serenidad japonesa, y pensé quién fuera escritor, mientras madame Forestier agregaba:
—¿Está todo claro, señor Romaña?
—Muy claro, madame.
—Entonces, señor Romaña, una última aclaración. Pienso, o mejor dicho he decidido ya, que en vista de que le vamos a cobrar muy barato, aun a pesar del aumento, mi departamento resulta demasiado grande para un hombre solo. No, no tema usted, se lo dejaré cuidar, con la condición, claro, de que usted salga de él no bien una de mis hijas manifieste el deseo de casarse con una persona que nosotros encontremos conveniente para ella. Bueno, a este respecto debe usted firmar también este documento. Como ve usted, para todo hay documentos, menos para el monto del alquiler que, además, ya le he dicho que tiene que ser pagado en efectivo, por las razones que he tratado de explicarle y porque ni a mi esposo ni a mí nos gusta fiarnos de gente que no conocemos. No se ofenda usted, por favor, señor Romaña, porque digo esto de una manera muy general y no sólo me estoy refiriendo a los extranjeros, ya que hay gente, como sus amigos Carmen y Alberto, que siendo extranjeros logran vivir de una manera muy similar a la de uno.
—Madame —le dije, concentrándome fuertísimo en que era japonés—, yo trataré de vivir lo más burguesa y similarmente posible. Confíe usted en su guardián.
—Sobre todo, señor Romaña, cuídeme mucho el sillón Voltaire que está junto a la chimenea. Por un asunto de herencia, no se sabe aún si me pertenecerá a mí o a mi hermano. Pero cuídelo como si fuera ya mío, porque en ese caso algún día será de mis hijas, ¿me entiende?
Yo debía ser el extranjero más inteligente que madame Forestier había visto en su vida, porque lo que es entender, lo entendía todo rapidísimo y japonés. Y le entendí también aquella última aclaración de la que ya había empezado a hablarme. Consistía en que ella consideraba que su departamento era demasiado grande para un hombre solo, y en que, por consiguiente, se iba a reservar la habitación más grande. A mí me dejaba un dormitorio, la salita-comedor en la que estaba el Voltaire y en la que instalé el diván que algún día llevaría a cuestas conmigo, como la hondonada, porque si ésta fue maravillosamente de Inés y mía, aquel diván fue maravillosamente de Octavia de Cádiz y mío, aunque es absolutamente falsa la pérfida historia que hizo circular el escritor Alfredo Bryce Echenique, según la cual desde que me quedé para siempre solo, he venido durmiendo los días pares en la hondonada y los impares en el diván, en un desesperado afán de rendirles eterno y proporcional homenaje a las dos mujeres que amé y, al mismo tiempo, de encontrar por fin justicia y paz en mi vida, aunque tropezando siempre con angustiosos problemas de elección y preferencia en los años bisiestos.
Además del dormitorio y de la salita-comedor, madame Forestier me permitía cuidarle un cuartito en el que había una gran mesa de trabajo, digna de cualquiera de los escritores del boom, pero que yo siempre odié por razones de lesa literatura que he contado ya en mi cuaderno azul (el asunto aquel de la novela sobre los sindicatos pesqueros que vergonzosamente escribí por encargo). En ese cuartito estaba también el teléfono, un aparato con el cual he mantenido siempre relaciones bastante extrañas, mezcla de dignidad y amargura. Jamás llamo cuando me voy a morir de soledad, por ejemplo, y jamás respondo cuando alguien me puede salvar la vida. Y esto sobre todo los domingos, un día de la semana con el cual mantengo relaciones muy similares a las que mantengo con el teléfono. En fin.
Dependerían también de mis cuidados, gracias al consentimiento de madame Forestier, el minúsculo cuartito en que estaba el wáter y otro cuartito en el que uno podía peinarse y afeitarse, porque había un gran espejo, pero en el cual fue imposible instalar un bañito porque madame Devin, la vecina de abajo, y Dora, su perra, se habían opuesto siempre a que les pasaran tuberías por su departamento. Por último, estaría a mi cargo la cocina, en la cual Carmen y Alberto habían instalado, aprovechando que allí se hallaba la única toma de agua del departamento, una ducha que funcionaba más o menos como un teatrín. Se ponía la enorme palangana en el suelo, y luego, con un sistema de poleas, se subía y se bajaba una especie de telón detrás del cual se bañaba uno. El agua venía por una manguerita que se entornillaba al caño del lavadero y se iba por otra manguerita que, en vez de echar agua, la absorbía y la vaciaba por el lavadero, gracias a un principio hidráulico que jamás llegué a entender debido a mi fuerte vocación por las letras.
Madame Forestier me explicó y yo entendí sonriente, por supuesto, que ahí terminaban mis obligaciones de guardián, aunque con el tiempo me fue haciendo saber que, gracias a su confianza, me agradecería mucho si de vez en cuando, al hacer la limpieza, por ejemplo, le pegaba una buena barrida a la habitación que se reservaba para ella. Acepté encantado, debido a ese profundo interés que tengo por el género humano, incluido yo. Y además le agradecí la enorme confianza que depositó en mí al dejar sin llave esa habitación que ella visitaba a menudo, sin duda alguna movida por la gran inquietud que le causaba saber que había un intruso en su propiedad privada, debía sentirse desposeída madame Forestier, y por eso primero empezó a visitarme porque tenía que guardar la ropa de primavera, durante el verano, la del verano, durante el otoño y la del invierno durante el otoño, el verano y la primavera. Después, empezó a traer grandes cajas de manzanas de su casa de campo, que, ya verá usted, señor Romaña, le van a dar al departamento un aroma pastoril. Y por último me trajo al propio juez Forestier, que me bañó toda la entrada en cenizas mientras ella me explicaba que en su despacho no encontraba la paz necesaria para meditar sus sentencias, aquí trabajará tranquilo, señor Romaña, no será todos los días y además no se preocupe usted, ya hemos resuelto el problema de nuestra entrada al departamento, para no molestarlo, no tendrá usted ni que abrirnos la puerta, basta con que esté atento, nosotros tocaremos el timbre tres veces, esperaremos dos minutos para darle tiempo de ponerse cómodo, en el caso de que se esté usted duchando, por ejemplo, y luego entraremos sin molestarlo en nada. Y así, también, si alguien toca tres veces y pasan los dos minutos sin que se abra la puerta, usted sabrá que tiene visita.
No me fue necesario explicarle a madame Forestier que yo tenía un reloj que marcaba minutos y segundos con la misma total precisión que el suyo, porque ella ya había comprendido lo bien que yo había comprendido todo. Pensé que lo más parecido que existe a eso de ir por lana y salir trasquilado, era entrar de inquilino y salir de guardián, pero no pude seguir tan sombrío como andaba porque para madame Forestier había llegado la hora de un pequeño brindis (acentuó mucho lo de pequeño), para festejar el habernos conocido en circunstancias tan favorables para un extranjero en París. Llamó a ese otro extranjero que era su esposo, le dijo que sacara tres copitas y que sirviera oporto, y luego hizo venir a las chicas para que se despidieran del señor Romaña. Le tendí la mano a la mayor, pero se puso roja como un tomate y permaneció estática. Bueno, me dije, probaré con la menor, ya que está tan castigada, pero a la pobrecita la dejaron sin salida el domingo de la semana próxima, también, por haber emitido tres gemiditos sonrientes y por no haber logrado permanecer estática cuando le acerqué la mano.
—La reverencia —dijo rápidamente madame Forestier, mientras el juez, entregándome una copita de oporto, le daba alguna razón de existir a mi brazo estirado. Y ahora sí, muy serias, las chicas Forestier se despidieron de mí con la única reverencia que había visto fuera del cine o del teatro.
—No sé si lo merecemos —dijo el juez, contemplando lo católicas que se retiraban sus hijas.
—Tal como está el mundo hoy, señor Romaña, hay que darle gracias a Dios —corroboró madame Forestier.
O sea que brindamos por Dios tal como está el mundo hoy, y luego me puse de pie y anuncié mi partida con gran esfuerzo sonriente, porque la verdad es que no veía las horas de estar en la calle para poder anonadarme un poquito siquiera. Pero no llegué a la calle tan pronto, y para qué seguir ocultándolo. No, no puedo seguir ocultándoles que me encerré en el ascensor, en ese mismo quinto piso en que vivían los Forestier, que me abrí la bragueta y que a punta de sobarme el pene logré una erección bastante aceptable, gracias a la monjita de mi inyección. Luego, pegué una carrerita hasta la puerta de la señora cuyo departamento iba a cuidar, a partir de la semana próxima, le bendije la casa con tres golpes de pene en la cerradura y, al grito de ¡pantorrillas!, salí disparado. Los seres humanos somos así.