IMPRIMA, NO DEPRIMA: Todos los escritores, me imagino, presienten al menos cuál será el tema del libro que van a escribir. Y permítaseme, por favor, considerarme ya miembro del gremio este de la fatídica soledad ante la página en blanco, porque acabo de terminar con mi cuaderno azul de fatídica navegación y toda la soledad del mundo, en excelente compañía, eso sí, sobre muchísimas páginas en blanco y negro. Le he dado el título de La vida exagerada de Martín Romaña, porque así ha sido mi vida desde que me vine a París, y porque al final de esa novela sobre mi vida desde que me vine a París, prácticamente lo único que quedó de mí, aparte de algunos kilos de peso, fue mi nombre.
Bueno, pero decía que yo me imagino que todos los escritores presentimos, gracias ahora a la modestia aparte ya La vida exagerada de Martín Romana, al menos cuál será el tema de la novela que vamos a escribir. Yo, además, presiento el título, que en este caso oscila entre Octavia de Cádiz y Anota que soy un hombre, lo cual no creo que le presente al lector problema alguno de oscilación, porque bastaría con unir las partes para obtener el todo deseado, y de esta manera tendríamos Anota que soy un hombre, por favor, Octavia de Cádiz[1] El por favor es un agregado de último minuto, pero de cualquier modo Octavia respondería: ¡Vete al demonio, Martín Romaña, porque yo siempre te he considerado un hombre que camina sobre sus dos piernas! Mientras tanto, yo voy sintiendo que qué tendrán que ver mis piernas con mi corazón y que a lo mejor las suyas sí tuvieron algo que ver con mi corazón porque más de una vez, aunque sin quererlo ella, por supuesto, yo sentí que los pies de sus piernas me pisoteaban alma, corazón y vida, aunque sin quererlo ella, por supuesto.
Y tal vez fue éste el verdadero problema, el de haber sido por supuesto siempre sin quererlo ella y queriéndonos tanto. Porque Octavia de Cádiz me adoró. Qué más prueba de ello que el lamentable estado en que me dejó ya de por vida, al casarse por primera vez y queriéndonos tanto. Sólo pensaba en una muerte como las de los viejos tiempos, cuando los héroes de las novelas o se casaban o se morían de amor. Porque a diferencia de Inés de Romaña, Octavia nunca llegó a ser Octavia de Cádiz de Romaña, ni habrá ya en el mundo niños de nombres tan lindos como Almudenita Romaña de Cádiz, sin quererlo ella por supuesto tampoco y queriéndonos tanto. Con todo lo cual Octavia me dejó abiertamente enfrentado a la otra alternativa de los héroes de las novelas de los viejos, buenos tiempos. Te adoro. Octavia, y trataré de ser muy breve y eficaz sin dolor. Qué horror, Dios mío, con qué presentimiento tan negro estoy abriendo mi cuaderno rojo de navegación.
Imprima, no deprima: Yo sigo adorando a Octavia de Cádiz, y lo peor del asunto es que nuestra historia de amor, hasta su primer matrimonio, hay momentos, ya me lo dirán ustedes, en que no pudo parecerse más a una novela que hasta de caballería no para, con batallas de amor perdidas, princesa lejana, terrible injusticia medieval, espesos muros como de convento, y por lo menos un amante del Tajo, yo, Martín Romaña, porque una noche sí que me cayeron de a montón los enemigos, y si vieran el estado en que me dejaron el cuero cabelludo, tajo y más tajo. Debí haber aprovechado para morirme entonces, por lo breves y eficaces que fueron conmigo, pero sobreviví porque aún quedaba vida y esperanza, y por que sin quererlo, por supuesto, a Octavia como que le encantaba que un hombre pudiera amarla en ese estado por ella, cualquier cosa por ella mientras no fuera el corazón, cualquier cosa mientras nada ni nadie me tocara el corazón.
—Jamás —le decía yo, siempre con ese sentimiento de culpabilidad que me dejó el haber tardado tres meses en olvidar para siempre a Inés de Romaña, aunque es tan largo el olvido, porque ella me había abandonado también para siempre y, como decía Octavia, no sin alguna razón, mientras me acompañaba a soportar a mares todos los efectos secundarios de todas las pastillas que tomaba para que los días sin Inés transcurrieran sólo con efectos secundarios, a una persona que te ha abandonado para siempre, Martín, tienes que olvidarla también para siempre.
Puse la idea en práctica, pero sin el menor resultado, o sea que lo que debía andar fallando eran las pastillas. Consulté con Octavia, y recibí la primera bofetada que me dio en mi vida.
—¡Atrévete a pensar que la que estoy fallando soy yo, Martín! —exclamó con muchísima personalidad.
Imposible ponerle la otra mejilla, dado mi estado catacúmbico, pero Octavia, con gran bondad, me dio el primer beso que recibí en mi vida después de una bofetada. Primero me dijo perdón, Martín, por lo enfermo que estaba, después sentí el calor de sus labios sobre el calor de su golpe, e inmediatamente fue tristísimo cuando los dos empezamos a llorar a mares al darnos cuenta de que su beso no había tenido ni siquiera un efecto secundario contra Inés. Octavia lloraba de dieciocho años de edad y yo de treinta y tres, lo cual, la verdad, nos conmovió bastante; a ella, por lo joven que era yo y por toda la vida de escritor que tenía por delante, y a mí por la tos espasmódica que le daba al llorar y porque si no regresaba al día siguiente qué iba a ser de mí. Así empezó nuestro amor. Es decir, el de ella y el mío. Empezó cuando yo empecé a temer que no regresara al día siguiente.
En cuanto al amor de Octavia, había empezado meses atrás en su casa y de una manera que sólo puedo calificar de real maravillosa, porque Florence, la hermana mayor de Octavia, regresó una tarde de la Universidad de Nanterre y contó que la gente se aburría bastante pero que alguien le había dicho que en el Departamento de Español había un profesor peruano tan taciturno como loco, un tal Martín Romaña que no dictaba sus clases sino que las llevaba grabadas.
—¿Estás segura que se llama Martín Romaña? —le preguntó Octavia.
—¿Por qué?, ¿lo conoces?
Octavia siempre había sido una muchacha muy alegre, pero demasiado imaginativa, excesivamente intuitiva y tremendamente sensible. Por eso su padre, que estaba escuchando la conversación, apenas si asomó la nariz por encima del periódico cuando Octavia dijo dos cosas absolutamente contradictorias.
—No lo conozco, Florence, pero sí lo conozco.
Florence, que se preocupaba siempre por la inquietud permanente en que vivía su hermana, no quiso dejar el diálogo ahí.
—¿Qué quieres decir con eso, Octavia? ¿Que lo conoces de oídas?, ¿que lo conoces a través de alguien?
—Flo —la cortó Octavia, con un suspiro de pena y de cansancio—, Flo, dejemos el diálogo ahí, por favor.
Inmediatamente después abandonó la sala y corrió en busca del teléfono. Lo desconectó, lo llevó a su dormitorio, lo conectó allí e hizo tres llamadas. Estuvo horas hablando y, cuando Florence fue a ver por qué había mandado decir con la empleada que no iba a comer esa noche, la encontró llorando de una forma realmente espantosa sobre su cama.
—¿Con quién has hablado, Octavia?
—Ya sabes con quienes he hablado, Flo.
—¿Con los tres?
—He roto con los tres.
—¡Octavia, estás loca!
—Sí, Flo. Tú sabes cuánto los quiero, cuánto los comprendo… Nunca pude darle la preferencia sólo a uno… Los adoro, Flo.
—Pero entonces, ¿por qué has hecho eso? Podrías haber seguido saliendo con ellos como siempre, como amigos… Era muy fácil, además.
—Quiero estudiar en Nanterre. Quiero aprender bien el castellano.
—Octavia, tú lo que quieres es conocer a Martín Romaña.
—Lo que quiero es ser su alumna.
—¿Entonces lo conoces ya?
—Flo, Flo… Me pasa algo muy raro… Me inquieta ese nombre. Necesito saber quién se llama Martín Romaña.
Estas cosas, así de increíbles y así de ciertas, ya verán, me las contó Octavia en mi nuevo departamento parisino, tan poco alejado del anterior que la maldad de las viejas y demás tipos de vecinos no podía haber desaparecido. Cuando me dijo el nombre y el apellido de sus tres pretendientes, el de París, el de Lisboa, y el de Milán, yo me sentí el hombre más pobre y desapellidado del mundo. Y me dio muchísima pena pensar que esa chica que había roto prácticamente con tres coronas de Europa, al mismo tiempo, estuviese ahora llorando por un hombre que había perdido una sola esposa y con tan poco cuento de hadas.
—No llores más por mí, Octavia —le dije—; esto no es más que una recaída causada por una terrible operación y seguida por la partida de mi esposa. Muy pronto las pastillas volverán a sacarme adelante.
Octavia me dio una bofetada, como siempre que le decía que eran las pastillas las que me iban a sacar adelante. Claro, pobrecita, con sólo dieciocho años y tres pretendientes menos, debía resultarle sumamente doloroso que no reconociera los esfuerzos y sacrificios que había hecho y estaba dispuesta a hacer por mí.
—Octavia —le dije, tratando de disculparme—: Lo que pasa es que cuando uno sigue un tratamiento debe tener fe en él y en el médico que se lo ha prescrito.
Normalmente, después de una bofetada, Octavia me besaba en el mismo lugar, para borrar el dolor, o en la frente, para borrar el recuerdo y el dolor. En la otra mejilla jamás se fijaba, como si su ternura fuese muy anterior al cristianismo. Pero esa tarde ni me dijo perdón ni me besó ni nada.
—¿Qué te pasa, Octavia? —le pregunté, porque el hombre es un animal de costumbres—. ¿Qué te pasa? Por favor, para ya de llorar de esa manera tan desgarradora.
Pobrecita. Lloraba sobre el diván que yo acababa de comprar, y yo la contemplaba desde aquí, desde mi recién estrenado sillón Voltaire, en este mismo departamento, acabadito de alquilar, entonces, y si vieran cómo.
—Octavia —insistí—, ni yo ni mis pastillas valemos una sola lágrima tuya[2].
Quise decirle mi amor, por favor, no llores, pero pensé tan fuerte en Inés que terminé teniendo que esconderle un nudo en la garganta a Octavia, faltando aún dos horas para mi próxima toma antidepresiva. No sabía qué hacer, y los hombros le temblaban de tal manera que hasta temí que se me fuera a morir por lo delgada que era, además de menor de edad, porque entonces aún no se había dado en Francia la ley sobre la mayoría de edad a los dieciocho años. Por fin, salté del Voltaire y me arrodillé ante el diván, exclamando:
—¡No llores! ¡No llores Octavia de Cádiz tan linda! ¡No llores, Octavia, porque eres lo más maravilloso que me ha ocurrido desde que en Cádiz supe que eras toda la fantasía que le faltaba a mi vida!
Pero seguía llorando, menor de edad y alumna, y ya el asunto empezaba a preocuparme de una manera egoísta, si la oían los vecinos, si se enteraban en su casa, si mañana no regresaba a verme… Esto último me produjo un nudito en la garganta que me hizo realmente feliz.
—¡No llores, Octavia! —exclamé, alzando los brazos al cielo y siempre de rodillas, para obtener un efecto—. Me tienes con un nudo enorme en la garganta y te juro que el psiquiatra me ha dicho que conocerte es lo mejor que me ha podido pasar.
—Martín —logró pronunciar Octavia, pero la tos y el llanto le impidieron continuar.
Jamás había visto llorar a nadie tanto, y hasta pensé que sería por lo enormes que tenía los ojos, aunque la verdad es que no sé si hay algo escrito al respecto, y francamente Octavia estaba manchándome íntegro el diván con sus lágrimas maquilladas. Ver eso, cuando se marchara, podía ser muy dañino para un hombre enfermo de tristeza como yo. ¿Qué le pasaba a Octavia? Había pronunciado mi nombre con un sollozo atroz, pero seguía sin completar su frase y yo seguía en babias, ya empezaba a impacientarme. Digo esto, que puede parecer cruel, porque nuestra historia fue tan triste, y a veces tan a ocultas y arriesgada y a la carrera, que tuvimos que aprender muy pronto a sostener conversaciones completas, incluso por teléfono y a larga distancia, en medio de la tos y los llantos más espantosos. Creo que fue la única cosa práctica que aprendimos para enfrentar a tanta adversidad. Pero esa tarde, Octavia se había quedado en Martín y pasaba el tiempo sin que lograra agregar nada nuevo. Me incorporé, me arrodillé de nuevo a sus pies, pero con mayor fuerza y efecto que la primera vez, y le volví a decir lo bien que me había hablado el psiquiatra de ella y que ya vería también cómo a la larga yo no podría vivir sin sus visitas de cuatro a ocho, cada tarde.
—Martín —volvió a sollozar Octavia—, ¿qué hora es?
—Es casi el fin de las cuatro de la tarde cada tarde, Octavia; ya tienes que parar de llorar.
—No puedo.
—Pero ¿por qué?, ¿por qué?
—Porque no estoy llorando por ti sino por ellos.
Casi me mata, lo cual no era nada difícil, por aquel entonces, y caí destrozado sobre el Voltaire que la propietaria me había encargado tanto cuidarle. Esas cosas me daban rabia, porque a Octavia le importaban un repepino, y en cambio yo en medio de los peores dramas tenía que fijarme hasta en la forma en que caía destrozado sobre los muebles del departamento. O sea que estaba a punto de soltar una pequeña vengancita, mencionando a mi adorada Inés y el daño que me había causado su partida, cuando Octavia pronunció la frase más dulce que me habían dicho en la vida, hasta ese momento.
—Hoy me voy a quedar hasta las nueve, Martín —dijo, sonándose hasta la tos, para que no fuera a darme cuenta de lo sentimental que era. Después se incorporó, se acercó al sillón, y empezó a acariciar la cabeza del enfermo, con ese ataque de hipo que a mí me tranquilizaba tanto porque siempre le venía cuando por fin había cesado definitivamente el ataque de llanto.
—Te he hecho daño porque no has entendido nada, Martín —agregó.
—Te he entendido perfectamente bien y te agradezco en el alma que te quedes una hora más.
—Me quedo hasta las diez —dijo—. Voy a llamar a casa a decirles que tengo que comer donde una amiga.
—Gracias, Octavia; no sabes el bien que me hace saber que te vas a quedar dos horas más.
—No has entendido nada, Martín —insistió ella, a pesar del hip hip.
—Lo he entendido todo muy bien, Octavia. Es natural que llores por esos tres muchachos que soñaban con casarse contigo algún día. Tú misma me decías que los querías tanto que te desesperaba no poder decidirte por ninguno, y que al mismo tiempo te habría desesperado decidirte por uno y no poder hacer felices a los otros dos.
—Ya ves —volvió a insistir Octavia—, no has entendido nada, Martín. Si he llorado tanto es precisamente porque me daba una pena horrorosa estar llorando por ellos y no por ti.
Se instaló sobre mis rodillas, con hipo y todo, pero no porque tuviéramos ya tanta intimidad en nuestro trato, sino porque a un moribundo de treinta y tres años las chicas como Octavia de Cádiz, aunque no hay chicas como Octavia de Cádiz, se le instalan por cualquier parte, y me preguntó si esta vez le había entendido.
A mí el psiquiatra me había recomendado ensayar en cualquier oportunidad mi agonizante sentido del humor, a pesar de la catástrofe a la que me había conducido, o sea que le dije:
—Bueno, Octavia, esta vez creo que sí te he entendido. Tu frase, aparte de ser la tercera frase realmente conmovedora que has pronunciado en pocos minutos (la primera fue que te quedabas hasta las nueve y la segunda, hasta las diez), revela una ternura por mí que realmente no merezco…
—Sí la mereces —dijo Octavia, con firmeza y con hipo.
—No me interrumpas —le dije—; todavía no he terminado.
—¿Por qué no has terminado?
—Porque tu frase, aunque más bien debería decir tu llanto, revela que ahora ya no son tres las personas por las que sufres. Ahora somos cuatro. Sólo que los otros son de cuento de hadas y yo soy un pobre profesor de porquería, al que se le llama lector, ni siquiera profesor, quince años mayor que tú, muy pobre, y demasiado enfermo.
Octavia me pegó dos bofetadas seguidas, lo cual según su código de honor y de orgullo quería decir que se cesaba en el acto de hablar sobre un tema. Lo que no supe fue si me las pegó porque me llamé lector, viejo, pobre, y enfermo, o porque dije que ahora éramos cuatro. Después, recogió la enorme bolsa negra con la que andaba siempre y se marchó a las ocho y cuarto. Como a las ocho y media me tocaba mi antidepresivo, solté el qué importa del deprimido, y me entregué de lleno a la pena inmensa de que mi esposa Inés se hubiese marchado para siempre. Y en cuanto a Octavia, sentí también algo de tristeza, una ligera tristeza que encontré muy correcta en un hombre que tiene un profundo sentido moral de la vida, y que se habría considerado un gran ingrato, y hasta un desalmado, de no haber entristecido siquiera un poquito al pensar que esa muchacha, que llevaba varias semanas con un impresionante récord de lágrimas, hipo, y bofetadas, todo por despercudirme, por reanimarme y hacerme volver a vivir, no regresaría a tocar mi puerta jamás.
Pensé incluso que abandonaría sus clases en Nanterre, pero ahí estaba a la mañana siguiente. Ahí, en la misma sala de clases en la que la vi aparecer atrasadísima, una mañana, corriendo muy agitada hacia una silla, quitándose un enorme sombrero negro en el camino, disculpándose coquetísima porque llegaba tan tarde, mientras tomaba asiento, y mirándome, mirándome y mirándome. ¿Cómo me mira?, me pregunté, reaccionando ante algo que simplemente no podía ser, pero resultó que sí podía ser y que en efecto me estaba mirando como si alguna vez nos hubiésemos conocido milagrosamente en una playa de Cádiz.
Y ahora sí ha quedado bien abierto este cuaderno rojo de navegación.
Y a navegar se dijo. Y por estos mares de Dios. No presiento ya, sino que sé y siento muy bien lo que voy a escribir en él, instalado como siempre en mi sillón Voltaire y con esa impresión tan grande de que sólo el humor impedirá que esto sea lo último que escribo en mi vida. Lo hago por ti y para ti, Octavia, y para que quede un testimonio de que, en efecto, como tú bien lo decías, jamás se sabrá cuál de los dos habría ganado una apuesta en la que el triunfador hubiese sido aquél que tuvo la peor suerte. Y escribo, también, para acabar con todo, porque a diferencia de lo que pensaba Orson Welles en La dama de Shangai, yo estoy absolutamente convencido de que jamás viviré tanto como para acabar olvidándote (aunque mi padre decía, más bien, y también como Orson Welles en La dama de Shangai, cuando Martín empieza a portarse como un tonto, nadie puede detenerlo). Matusalem Romaña se acordaría de todo con ternura y con horror, mi amor.
Pero IMPRIMA, NO DEPRIMA será el lema de esta novela, porque ésa era la frase que usaba mi gran amigo Pepe Durand, cuando me escribía en su afán de mantenerme en vida. O sea que empecemos por el principio y el principio es sin duda mi llegada al que habría de ser nuestro principal escenario: mi nuevo departamento parisino.