9

—Me alegro de que me hayas convencido de salir esta noche —C. C. alargó la mano antes de recordar que tenía que dejar que Trent le abriera la puerta del coche.

—No estaba seguro de que aún desearas salir —cerró la mano sobre la de ella.

—¿Por la casa? —con la máxima indiferencia que pudo mostrar, liberó la mano y se sentó en el coche—. Ya está hecho. Preferiría no hablar de eso esta noche.

—De acuerdo —cerró y rodeó el vehículo por la parte delantera—. Amanda recomendó el restaurante —tenía las manos en las llaves pero continuó mirándola.

—¿Sucede algo?

—No —«a menos que cuentes que el sistema nervioso no te funcione». Después de arrancar, volvió a intentarlo—. Pensé que quizá te gustaría cenar cerca del agua.

—Me parece bien —tenía la radio puesta en una emisora de música clásica. Se recostó y se dispuso a disfrutar del trayecto—. ¿Has vuelto a oír el traqueteo?

—¿Qué traqueteo?

—El que ayer me pediste que arreglara.

—Oh, ese traqueteo —sonrió—. No. Debió de ser mi imaginación —al ver que ella cruzaba las piernas, apretó los dedos sobre el volante—. Nunca me has contado por qué decidiste hacerte mecánica.

—Porque se me da bien —se movió en el asiento para mirarlo. Trent estuvo a punto de gemir al captar una fragancia de madreselva—. Cuando tenía seis años, desmonté el motor de nuestro cortador de césped para ver cómo funcionaba. Me quedé enganchada. ¿Por qué te metiste tú en la hostelería?

—Porque era lo que se esperaba de mí —calló, sorprendido de que esa hubiera sido la primera respuesta que se le hubiera pasado por la cabeza—. Y supongo que se me da bien.

—¿Te gusta?

Se preguntó si alguien le había hecho esa pregunta alguna vez. Ni siquiera sabía si él mismo se la había hecho.

—Sí, supongo que sí.

—¿Lo supones? —enarcó las cejas—. Creía que estabas seguro de todo.

—Al parecer no —volvió a mirarla y estuvo a punto de salirse de la carretera.

Cuando llegaron al restaurante situado en el muelle, ya se había acostumbrado a la transformación. O eso pensaba. Rodeó el coche para abrirle la puerta. Ella bajó y se irguió; sus ojos quedaron a la misma altura, apenas separados por un susurro. C. C. se mantuvo firme, preguntándose si él oiría cómo le latía el corazón.

—¿Estás seguro de que no pasa nada?

—No, no lo estoy —tenía la certeza de que nadie podría resistirse a esa mujer increíblemente sexy. Deslizó una mano por detrás de la nuca de C. C.—. Permite que lo compruebe.

Ella se apartó un instante antes de que los labios de él rozaran los suyos.

—No se trata de una cita, ¿lo recuerdas? Solo es una cena amistosa.

—Me gustaría cambiar las reglas.

—Demasiado tarde —sonrió y le ofreció una mano—. Tengo hambre.

Trent no estaba seguro de cómo tratarla. La seducción que siempre había dado por hecha parecía oxidada. El entorno era perfecto con la mesa situada junto a la ventana y el agua rompiendo en el exterior. El sol teñía la bahía mientras se ponía en el oeste. Pidió vino mientras C. C. recogía el menú y le sonreía. Por debajo de la mesa se quitó los zapatos.

—Nunca había estado aquí —le dijo ella—. Es muy bonito.

—No puedo garantizar que la comida sea tan excepcional como la de tu tía.

—Nadie cocina como la tía Coco. Lamentará que te vayas. Le encanta cocinar para un hombre.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Lamentarás que me vaya?

C. C. bajó la vista al menú, tratando de concentrarse en las elecciones de las que disponía. La cruda realidad era que no tenía ninguna.

—Como todavía estás aquí, habrá que descubrirlo. Supongo que deberás ponerte al día en cuanto llegues a Boston.

—Sí. He estado pensando que, en cuanto lo haga, quizá me tome unas vacaciones. Unas de verdad. Bar Harbor podría ser un buen lugar de destino.

Ella alzó la vista y la desvió de inmediato.

—Miles de personas así lo creen —murmuró, aliviada cuando el camarero sirvió el vino.

—Si pudieras ir a cualquier sitio que te gustara, ¿adónde irías?

—Una pregunta difícil, ya que no he estado en ninguna parte —bebió un sorbo y el vino le pareció seda fría sobre la lengua—. Creo que alguna parte donde pudiera ver el sol ponerse sobre el agua. Un lugar cálido —se encogió de hombros—. Supongo que tendría que haber dicho París o Londres.

—No —apoyó una mano sobre la de ella—. Catherine…

—¿Saben ya lo que van a pedir?

C. C. miró al camarero que esperaba a su lado.

—Sí —separó la mano de la de Trent y eligió de forma arbitraria en el menú. Al beber vino, la cautela la impulsó a mantener la otra mano sobre el regazo. En cuanto volvieron a quedar solos, habló—: ¿Has visto alguna vez una ballena?

—Yo… no.

—Vendrás de vez en cuando mientras… mientras haces restaurar Las Torres. Deberías tomarte un día libre para salir en uno de los barcos. La última vez que yo pude ir, vi a tres rorcuales. Aunque tendrás que abrigarte bien. Incluso en verano hace frío en cuanto se sale al Atlántico. Puede ser una travesía complicada, pero vale la pena. Hasta podrías pensar en ofrecer algo así en tu hotel. Ya sabes, precio de fin de semana con recorrido para ver a las ballenas incluido. Muchos hoteles…

—Catherine —la hizo callar al tomarle la muñeca antes de que pudiera volver a alzar la copa de vino. Pudo sentir los latidos rápidos e irregulares. Pero en esa ocasión sabía que se debía a un corazón roto, no a la pasión—. Aún no hemos firmado los papeles —musitó—. Todavía queda tiempo para buscar otras opciones.

—No hay otras opciones —al estudiar su rostro se dio cuenta de que a él le importaba. En sus ojos había preocupación, disculpas. Saber que a Trent le importaba de algún modo lo empeoraba—. Te vendemos la propiedad ahora a ti o habrá que vender Las Torres luego para pagar los impuestos. El resultado final es el mismo, y hay algo más de dignidad haciéndolo de esta forma.

—Yo podría ayudaros con un préstamo.

—No podemos aceptar tu dinero.

—Si os compro la casa, estaréis haciéndolo.

—Eso es distinto. Se trata de un negocio. Trent —continuó antes de que él pudiera discutir—, agradezco saber que lo harías, en particular conociendo que tu único motivo para estar aquí es el de comprar Las Torres.

«Lo es», corroboró él en silencio. O lo había sido.

—C. C.… la cuestión es que siento como si estuviera ejecutando la hipoteca de esas viudas y huérfanos.

Ella logró sonreír.

—Somos cinco mujeres adultas e independientes. No te culpamos… o quizá yo sí, un poco, pero al menos sé que soy injusta cuando lo hago. Los sentimientos que me inspiras no facilitan que sea justa.

—¿Cuáles son tus sentimientos?

Suspiró en el momento en que el camarero les servía los primeros que habían pedido y encendía la vela del centro de la mesa.

—Ya que te llevas la casa, bien puedes llevarte todo. Estoy enamorada de ti. Pero lo superaré —con la cabeza un poco ladeada, levantó el tenedor—. ¿Hay algo más que quieras saber?

Cuando él le tomó la mano otra vez, C. C. no la apartó; esperó.

—Nunca quise hacerte daño —comenzó con cuidado. Bajó la vista y comprobó lo bien que encajaba la mano de ella en la suya. Era agradable sentir los dedos de Catherine—. No soy capaz de ofrecer, ni a ti ni a nadie, promesas de amor y fidelidad.

—Es triste —movió la cabeza—. Verás, yo solo estoy perdiendo una casa. Puedo encontrar otra. Tú estás perdiendo el resto de tu vida, y solo tienes una —se obligó a sonreír al separar la mano—. A menos, desde luego, que suscribas la idea de Lilah de que venimos una y otra vez a este mundo. Es un vino rico —comentó—. ¿Cuál has elegido?

—Un Pouilly Fumé.

—Deberé recordarlo —se puso a hablar alegremente mientras comía sin disfrutar de ningún bocado. Cuando les sirvieron el café, se sentía tensa como un muelle. Supo que preferiría desmontar un motor sin herramientas que repetir una velada como aquella.

Amarlo desesperadamente y tener que ser lo bastante fuerte y orgullosa para fingir que era capaz de vivir sin él. Estar sentada, guardando cada gesto, cada palabra de él mientras fingía una indiferencia que nunca podría sentir.

Quiso gritarle, maldecirlo por lanzar sus emociones a una vorágine frenética para luego alejarse de la tormenta. Sin embargo, solo podía aferrarse al consuelo frío del orgullo.

—Háblame de tu hogar en Boston —lo invitó.

Trent no era capaz de quitarle los ojos de encima. Veía cómo los pendientes despedían fuego, la vela titilaba soñadoramente en sus ojos. Pero durante toda la velada había percibido como si ella hubiera bloqueado una parte de sí misma, la más importante. Y era posible que nunca más volviera a ver a la mujer completa.

—¿Mi hogar?

—Sí, donde vives.

—Es simplemente una casa —de pronto se le ocurrió que no significaba nada para él. No era más que una excelente inversión—. Está a unos pocos minutos de mi despacho.

—Conveniente. ¿Llevas tiempo viviendo allí?

—Unos cinco años. En realidad, se la compré a mi padre cuando se separó de su tercera esposa. Decidieron liquidar algunas posesiones.

—Comprendo. ¿Tu madre también vive en Boston?

—No. Viaja. Estar anclada en un solo sitio no va con su manera de ser.

—Parece como la tía abuela Colleen —C. C. sonrió por encima del borde de la taza—. La tía de mi padre, o la hija mayor de Bianca.

—Bianca —musitó él, y pensó otra vez en aquel momento en que había sentido la calidez suave y tranquilizadora sobre su mano unida a la de C. C.

—Vive en cruceros. De vez en cuando recibimos una postal desde algún puerto. Aruba o Madagascar. Tiene ochenta y tantos años, soltera por convicción y es dura como un tiburón con resaca. Todas tememos que pueda decidir venir a visitarnos.

—No pensé que tuvieras más parientes vivos aparte de Coco y tus hermanas —juntó las cejas—. Puede que ella sepa algo sobre el collar.

—¿La tía abuela Colleen? —pensó en ello y frunció los labios—. Lo dudo. Era una niña cuando murió Bianca y pasó casi toda su infancia en internados —sin pensar en lo que hacía, se quitó los pendientes y se masajeó los lóbulos. El deseo se extendió como un reguero de fuego por las venas de Trent—. En todo caso, si pudiéramos encontrarla, lo cual no es probable, para mencionarle el asunto, se presentaría aquí en un abrir y cerrar de ojos para tirar todas las paredes. No siente ningún amor por Las Torres, pero sí mucho por el dinero.

—No parece un familiar tuyo.

—Oh, tenemos algunas rarezas en el armario familiar —después de guardar los pendientes en el bolso, apoyó un codo en la mesa—. El tío abuelo Sean, el hijo menor de Bianca, recibió un tiro al salir por la ventana de su amante casada. Debería decir de una de sus amantes. Sobrevivió, y luego se fue a las Indias Occidentales, para que nunca más se supiera nada de él. Fue en algún momento de la década de los treinta. Ethan, mi abuelo, perdió el grueso de la fortuna familiar a las cartas y los caballos. El juego era su debilidad y lo que lo mató. Apostó que podría navegar de Bar Harbor a Newport y regresar en seis días. Llegó hasta Newport, y volvía con tiempo de sobra cuando se topó con una tormenta y se perdió en el mar. Lo que significa que también perdió su última apuesta.

—Suenan como dos espíritus aventureros.

—Eran Calhoun —explicó C. C.… como si eso lo dijera todo.

—Lamento que los St. James no tengan nada con lo que compararse.

—Ah, bueno. Siempre me he preguntado si Bianca habría bajado de la ventana de esa torre si hubiera sabido cómo iban a salir sus hijos —pensativa, miró hacia donde las luces jugaban sobre las aguas oscuras—. Debió amar mucho a su artista.

—O fue muy infeliz en su matrimonio.

—Sí, existe esa posibilidad —desvió la vista de nuevo a la mesa—. Quizá deberíamos irnos. Se hace tarde —fue a levantarse, pero recordó tantear el suelo alrededor de la mesa.

—¿Qué sucede?

—He perdido mis zapatos —pensó que allí se iba la imagen sofisticada que quería dar.

Trent se agachó para echar un vistazo y recibió el regalo de unas piernas largas y esbeltas.

—Ah… —carraspeó y bajó la vista al suelo—. Aquí están —recogió el par y se irguió para sonreírle—. Extiende el pie. Te echaré una mano —la observó mientras deslizaba los zapatos en sus pies y recordó que en una ocasión había pensado que ella jamás toleraría ser Cenicienta. Subió el dedo por el empeine y captó el brillo de deseo en sus ojos, deseo que, sin importar lo que indicara el sentido común, anhelaba con intensidad—. ¿He mencionado que tienes unas piernas increíbles?

—No —tenía una mano cerrada al costado y luchó por concentrarse en ella en vez de en las sensaciones que le provocaba su contacto—. Es agradable que lo hayas notado.

—Costaría no hacerlo. Son las únicas que he conocido que están sexys enfundadas en un peto.

—Eso me recuerda… —soslayó el martilleo de su corazón y se inclinó hacia él.

Trent pensó que ya podía besarla. Con moverse unos centímetros podría juntar la boca con la de ella y ponerla donde la quería tener.

—¿Qué?

—No creo que a tus amortiguadores les queden más de unos miles de kilómetros —con una sonrisa, se levantó—. Les echaré un vistazo cuando llegues a casa —complacida, fue por delante de él.

Al sentarse en el coche, C. C. se felicitó. Llegó a la conclusión de que había sido una velada muy exitosa. Tal vez él no se sintiera tan desdichado como ella, pero estaba convencida de que lo había incomodado una o dos veces. Al día siguiente regresaría a Boston… Miró por la ventanilla hasta que tuvo la certeza de que podía hacerle frente al dolor. Se marcharía, pero no podría olvidarla rápida o fácilmente. La última impresión que tuviera de ella sería de una mujer serena enfundada en un sexy vestido rojo. Decidió que era una imagen mucho mejor que la de una mecánica con peto y grasa en las manos.

Y lo que era más importante, se había demostrado algo a sí misma. Podía amar y podía renunciar a ese amor.

Alzó la vista cuando el coche comenzó a subir por una cuesta. Pudo ver las cumbres en sombra de las dos torres que atravesaban el cielo nocturno. Trent aminoró la marcha mientras también él observaba.

—Está encendida la luz en la torre de Bianca.

—Es Lilah —musitó C. C.—. A menudo sube a allí —pensó en su hermana sentada junto a la ventana, con la vista clavada en la noche—. No la derribarás, ¿verdad?

—No —comprendiendo más de lo que ella sabía, le tomó la mano—. Te prometo que no será derribada.

La casa desapareció en un giro del camino, para luego abarcar prácticamente todo el campo de visión. Mientras la contemplaban oyeron el sonido del mar. Las luces encendidas brillaban contra el gris apagado de la piedra. Una sombra esbelta se movió por delante de la ventana de la torre y se quedó quieta un instante antes de desaparecer.

—Han vuelto —dijo Lilah por el hueco de la escalera.

Cuatro mujeres corrieron a asomarse por las ventanas.

—No deberíamos espiarlos —murmuró Suzanna, pero apartó un poco más la cortina.

—No lo hacemos —Amanda forzó la vista—. Solo comprobamos, eso es todo. ¿Veis algo?

—Siguen en el coche —se quejó Coco—. ¿Cómo se supone que vamos a ver lo que pasa si permanecen sentados en el coche?

—Podemos usar la imaginación —Lilah se apartó el pelo de la cara—. Si ese hombre no le suplica que se vaya con él a Boston, entonces es que es un idiota de verdad.

—¿A Boston? —alarmada, Suzanna la miró—. No pensarás que se va a ir a Boston, ¿verdad?

—Se iría a Ucrania si él tuviera el sentido común de pedírselo —comentó Amanda—. Mirad, ya salen.

—Quizá si abriéramos un poco una ventana, podríamos oír…

—Tía Coco, eso es ridículo —Lilah chasqueó la lengua.

—Tienes razón, por supuesto —el rubor bañó las mejillas de Coco.

—Claro que la tengo. Si lo intentáramos, oirían el crujido de la ventana —con una sonrisa, pegó la cara al cristal—. Tendremos que leerles los labios.

—Ha sido agradable —dijo C. C. al salir del coche—. Hacía tiempo que no salía a cenar.

—Cenaste con Finney.

Lo miró sin comprender, luego rio.

—Oh, Finney, claro —la brisa jugó con su cabello al sonreír—. Tienes una memoria estupenda.

—Algunas cosas parecen no borrarse —por desgracia, los celos que sentía no formaban parte de ningún recuerdo—. ¿Nunca te lleva a comer fuera?

—¿Finney? No, voy a su casa.

Frustrado, se metió las manos en los bolsillos.

—Debería llevarte.

Ella contuvo una carcajada ante la imagen del viejo Albert Finney escoltándola a un restaurante.

—Se lo mencionaré —se volvió para subir los escalones.

—Catherine, no entres todavía —le tomó las manos.

Ante las ventanas, cuatro pares de ojos se entrecerraron.

—Es tarde, Trent.

—No sé si volveré a verte antes de marcharme.

C. C. requirió de todas sus fuerzas para mantener firme la vista.

—Entonces nos despediremos ahora.

—Necesito volver a verte.

—El taller abre a las ocho y media. Estaré allí.

—Maldita sea, C. C.… sabes a qué me refiero —ya había apoyado las manos en los hombros de ella.

—No, no lo sé.

—Ven a Boston —soltó, sorprendiéndose mientras ella aguardaba con calma.

—¿Por qué?

Dio un paso atrás con el fin de ganar un momento para recuperar el control.

—Podría mostrarte la ciudad —se preguntó qué grado de idiotez podría alcanzar—. Dijiste que no habías estado nunca allí. Podríamos… pasar un tiempo juntos.

Ella tembló bajo la capa, pero habló con voz suave y calmada.

—¿Me estás pidiendo que te acompañe a Boston para tener una aventura contigo?

—No. Sí. Oh, Dios. Espera —se volvió para alejarse unos pasos y respirar.

Dentro de la casa, Lilah sonrió.

—Vaya, al parecer está enamorado de ella, aunque es demasiado estúpido para saberlo.

—¡Sss! —Coco agitó una mano—. Casi puedo oír lo que dicen —tenía el oído pegado a la base de un vaso de agua que había apoyado en la ventana.

Al pie de los escalones, Trent volvió a intentarlo.

—Cuando estoy contigo, nada de lo que empiezo termina como era mi intención —giró. Ella seguía allí de pie con la casa de fondo, y el vestido centelleaba como fuego líquido en la oscuridad—. Sé que no tengo derecho a pedírtelo, y no era mi intención hacerlo. Pretendía despedirme de forma civilizada y dejarte marchar.

—¿Y ahora?

—Ahora quiero hacer el amor contigo más de lo que quiero seguir respirando.

—Hacer el amor —repitió ella con voz firme—. Pero no me amas.

—No sé nada del amor. Me importas tú —regresó para posar una mano en la cara de Catherine—. Quizá eso podría ser suficiente.

Ella lo estudió, dándose cuenta de que él no tenía ni idea de que rompía un corazón ya destrozado.

—Podría bastar, para un día, una semana o un mes. Pero tenías razón acerca de mí, Trent. Espero más. Y merezco más —sin dejar de mirarlo, apoyó las manos en los hombros de él—. Una vez me ofrecí a ti. Eso no volverá a suceder. Y esto tampoco.

Pegó la boca a la de él, transmitiendo en ese beso todas sus emociones en carne viva. Lo abrazó al tiempo que su cuerpo proyectaba seducción. Con un suspiro, separó los labios, invitándolo a tomar.

Asombrado, necesitado, le echó la cabeza atrás y la saqueó. Inseguro, deslizó las manos bajo la capa para buscar con urgencia el calor de la piel de ella.

Lo invadieron tantas sensaciones… Él solo quería llenarse con el sabor de C. C. Pero había más. Catherine no le permitió tomar solo el beso, sino que incluyó toda la emoción que lo acompañaba. Trent sintió que lo ahogaba, pero fue una marejada tan fuerte y embriagadora que no pudo oponer resistencia.

«¡Ámame! ¿Porqué no puedes amarme?». Su mente pareció gritarlo incluso al verse arrastrada en la marea de sus propios anhelos. Todo lo que quería estaba allí, en el interior del círculo de sus brazos. Todo menos el corazón de Trent.

—Catherine —no podía recuperar el aire. Le besó el cuello—. No consigo acercarme lo suficiente.

Lo abrazó un momento más, luego, lenta y dolorosamente, lo apartó de su lado.

—Sí podrías. Y eso es lo que más duele —dio media vuelta y subió los escalones a la carrera.

—Catherine.

C. C. se detuvo ante la puerta. Con la cabeza erguida, se volvió. Él ya iba tras ella cuando vio que las lágrimas brillaban en sus ojos. Nada más podría haberlo detenido.

—Adiós, Trent. Le rezo a Dios para que esto te mantenga despierto por la noche.

Mientras oía el eco del portazo, supo que así sería.

No puede continuar. Ya no puedo fingir que soy infiel a mi marido solo entre las tapas de este diario. Mi vida, tan tranquila y ordenada durante veinticuatro años, este verano se ha convertido en una mentira. Una mentira que he de expiar.

Al acercarse el otoño y hacer planes para regresar a Nueva York, agradezco a Dios que pronto dejaré a mi espalda Mount Desert Island. Qué cerca, qué peligrosamente cerca he estado estos últimos días de romper mis votos matrimoniales.

Y sin embargo, siento dolor.

Dentro de una semana nos habremos ido. Puede que jamás vuelva a ver a Christian. Así es como debería ser. Como debe ser. Pero en mi corazón sé que daría mi alma por una noche, incluso una hora, en sus brazos. Me obsesiona imaginar cómo podría ser. Con él al fin existiría pasión y amor, incluso risa. Con él no sería simplemente un deber, frío y silencioso y breve.

Rezo para que se me perdone el adulterio que he cometido en mi corazón.

Mi conciencia me ha impulsado a mantenerme alejada de los riscos. Y lo he intentado. Me ha exigido que sea más paciente, cariñosa y comprensiva con Fergus. Lo he hecho. Sin importar lo que él me ha pedido, lo he hecho. A petición de él he ofrecido un té para las damas. Hemos ido al teatro, a innumerables cenas. He escuchado hablar de negocios, moda y la posibilidad de guerra hasta que la cabeza me palpitaba. Mi sonrisa jamás vacila, ya que Fergus prefiere que parezca satisfecha en todo momento. Como a él lo complace, las noches que salimos me pongo las esmeraldas.

Ahora son mi castigo, un recordatorio de que un pecado no siempre radica en el acto, sino también en el corazón.

Me encuentro en la torre mientras escribo. Los riscos están abajo, esos riscos donde Christian pinta. Allí adonde voy cuando me escabullo de la casa como si fuera una doncella lujuriosa. Me avergüenza. Me sustenta. Incluso ahora miro abajo y lo veo. Está de cara al mar, y me espera.

Nunca nos hemos tocado, ni una vez, aunque ambos lo anhelamos. He descubierto cuánta pasión puede haber en los silencios, en las miradas prolongadas y atribuladas.

Hoy no iré con él, me quedare aquí sentada a mirarlo. Cuando sienta que tengo la fuerza, iré a su lado para despedirme y desearle lo mejor.

Mientras viva el largo invierno que me espera, me preguntaré si el próximo verano estará aquí.