8

C. C. encendió el soplete, se bajó la protección facial y se preparó a cortar el tubo de escape oxidado de un Plymouth del 62.

El día no iba bien.

No era capaz de quitarse de la cabeza la reunión familiar. No había aparecido ningún otro papel sobre el collar, a pesar de que habían repasado montones y montones de recibos y viejos cuadernos de cuentas. Sabía, debido a la negativa de Amanda a hablar, que las noticias no eran buenas.

A eso se sumaba otra noche inquieta. Había oído los gemidos de Fred y bajado para ver cómo se encontraba, solo para escuchar los murmullos bajos de Trent al calmar al cachorrito detrás de la puerta de su dormitorio.

Se había quedado allí mucho rato.

El hecho de que se hubiera llevado al animal a su cuarto, de que le importara lo suficiente como para tranquilizarlo y alimentarlo, hacía que C. C. lo amara más. Y cuanto más lo amaba, más le dolía.

Sabía que esa mañana tenía ojeras, pues había cometido el error de mirarse en el espejo. Eso podía tolerarlo. Su aspecto jamás había sido una preocupación importante. Pero las facturas que encontró en el correo sí le preocuparon.

Había contado la verdad cuando le dijo a Suzanna que el taller marchaba bien. Sin embargo, aún tenía puntos delicados. No todos los clientes pagaban en el acto, y el dinero en efectivo del que disponía muchas veces era reducido. «Seis meses», se dijo mientras cortaba el viejo metal. Solo necesitaba seis meses. Pero eso era demasiado para ayudarlas a retener Las Torres.

Su vida cambiaba a gran velocidad y no parecía que fuera a mejor.

Trent se quedó mirándola. Tenía un coche grande en el elevador y se hallaba debajo de él, con un soplete en la mano. Mientras observaba, ella se apartó en el instante en que un tubo de escape caía estrepitosamente al suelo. Otra vez tenía puesto un peto, guantes gruesos y un casco de seguridad. La música que nunca parecía abandonarla salía desde la radio que había en el banco de trabajo.

Sin duda un hombre había perdido un tornillo cuando pensaba en lo magnífico que sería hacer el amor en un suelo de cemento con una mujer que iba vestida como una soldadora.

C. C. cambió de postura y lo vio. Con sumo cuidado apagó el soplete antes de subir la protección del casco.

—No pude encontrar nada en tu coche. Tienes las llaves en la oficina. No te cobro nada —volvió a bajar la protección facial.

—C. C.

—¿Qué?

Miró con cautela hacia arriba y se situó junto a ella debajo del coche.

—Me gustaría cenar contigo esta noche.

—Llevo cenando contigo todas las noches desde hace varios días —bajó el protector. Trent lo levantó de nuevo.

—No, me refería a que me gustaría salir a cenar fuera.

—¿Por qué?

—¿Por qué no?

—Bueno —enarcó una ceja—, eres muy amable, pero esta noche no puedo. Tenemos una reunión familiar —se preparó para volver a encender el soplete.

—Mañana, entonces —irritado, le subió otra vez el casco—. ¿Te importa? Me gusta verte cuando hablo contigo.

—Sí, me importa porque tengo trabajo. Y no, no cenaré contigo mañana.

—¿Por qué?

—Porque no quiero —soltó un suspiro que le agitó el pelo.

—Sigues enfadada conmigo.

—Ya hemos aclarado eso, de modo que no tiene sentido que tengamos una cita.

—Será solo una cena —insistió al descubrir que le resultaba imposible dejarlo—. Nadie ha dicho que fuera una cita. Una simple comida, como amigos, antes de que me vaya a Boston.

—¿Te marchas? —sintió que el corazón le daba un vuelco y giró para buscar entre algunas herramientas.

—Sí, tengo reuniones programadas para mediados de semana. Se me espera en mi despacho el miércoles por la tarde.

«Así de sencillo», pensó ella al recoger una llave inglesa y volver a soltarla. «Tengo reuniones programadas, ya nos veremos. Lamento haberte roto el corazón».

—Bueno, que tengas un buen viaje, entonces.

—C. C. —apoyó una mano en su brazo antes de que pudiera volver a ocultarse detrás del casco—. Me gustaría pasar un rato contigo. Me sentiría mucho mejor por todo si supiera que nos separábamos en buenos términos.

—Quieres sentirte mejor por todo —musitó ella, y luego se obligó a relajar la mandíbula—. Claro, ¿por qué no? Mañana a las nueve. Te mereces una buena despedida.

—Te lo agradezco. De verdad —le tocó la mejilla, fue a inclinarse, pero C. C. bajó la protección con un sonido seco.

—Será mejor que te apartes del soplete, Trent —indicó con voz dulce—. Podrías quemarte.

Para los Calhoun, las reuniones familiares eran tradicionalmente ruidosas, apasionadas y estaban llenas de lágrimas y risas. Esa mostraba una quietud anormal. Amanda, en su calidad de consejera de finanzas, se sentaba a la cabecera de la mesa.

En la habitación reinaba el silencio.

Suzanna ya había metido a los niños en la cama. Había resultado algo más fácil de lo habitual, ya que los dos se habían agotado con Fred… y viceversa.

Justo después de la cena, Trent se había excusado con discreción. «Como si importara», pensó C. C. Él no iba a tardar en conocer el resultado.

Temía que todo el mundo ya lo conociera.

—Creo que todas sabemos qué hacemos aquí —comenzó Amanda—. Trent regresa a Boston el miércoles, y sería mejor para todos si le comunicáramos nuestra decisión sobre la casa antes de que se marchara.

—Sería mejor si nos concentráramos en encontrar el collar —la expresión obstinada de Lilah se vio descompensada por la forma nerviosa con que daba vueltas a los cristales de obsidiana que tenía alrededor del cuello.

—Todas seguimos buscando los papeles —Suzanna apoyó una mano en el brazo de Lilah—. Pero creo que hemos de enfrentarnos a la realidad de que encontrar el collar podría tomarnos mucho tiempo. Más del que disponemos.

—Treinta días es todo lo que disponemos —todos los ojos se volvieron hacia Amanda—. La semana pasada recibí una notificación del abogado.

—¡La semana pasada! —exclamó Coco—. ¿Stridley se puso en contacto contigo y ni siquiera lo mencionaste?

—Esperaba poder conseguir una prórroga sin preocupar a nadie —apoyó la mano sobre la carpeta que depositó en la mesa—. No ha sido posible. Hemos estado pagando los impuestos atrasados, pero la dura realidad es que no hemos progresado mucho. Nos va a llegar el pago del seguro. Podemos cubrirlo, y la hipoteca… por el momento. Las facturas de servicios por el invierno han sido más altas de lo acostumbrado, y la nueva caldera y la reparación del techo se han comido gran parte de nuestro presupuesto.

—¿Cuán grave es la situación? —C. C. levantó una mano.

—Peor imposible —Amanda se frotó la sien con la esperanza de desterrar el dolor que comenzaba a sentir—. Podríamos vender algunas piezas más y mantener la cabeza por encima del agua. Justo. Pero dentro de un par de meses debemos pagar impuestos otra vez, y volveremos al sitio de partida.

—Puedo vender mis perlas —empezó Coco, pero Lilah la cortó.

—No. Bajo ningún concepto. Hace tiempo acordamos que había algunas cosas que no se podían vender. Si hemos de enfrentarnos a los hechos —añadió con tono lúgubre—, hagámoslo ya.

—Las cañerías están rotas —continuó Amanda, y tuvo que carraspear para eliminar el nudo que le atenazó la garganta—. Si no cambiamos el cableado eléctrico, podríamos terminar rodeadas de cenizas. La minuta de los abogados de Suzanna…

—Ese es problema mío —interrumpió Suzanna.

—Ese es nuestro problema —corrigió Amanda, y recibió una nota unánime de aceptación—. Somos familia —prosiguió—. Juntas hemos pasado por lo peor, y lo arreglamos. Hace seis o siete años, daba la impresión de que todo iba a ir bien. Pero… los impuestos han subido, junto con el seguro, las reparaciones, todo. No somos indigentes, pero la casa nos come cada centavo libre, y algo más. Si pensara que podíamos capearlo, aguantar uno o dos años más, estaría a favor de vender la Limoges o algunas antigüedades. Pero es como tratar de tapar un agujero en un dique y ver cómo surgen otros nuevos mientras tus dedos resbalan.

—¿Qué quieres decir, Mandy? —preguntó C. C.

—Que la única elección realista que veo es vender la casa —Amanda apretó los labios—. Con la oferta de St. James, podemos pagar las deudas, conservar casi todo lo que tiene importancia para nosotras y comprar otra. Si no vendemos, de todos modos dentro de unos meses nos la van a quitar —una lágrima cayó por su mejilla—. Lo siento. Me es imposible encontrar otra salida.

—No es culpa tuya —Suzanna le tomó la mano—. Todas sabíamos que iba a suceder.

—La protección que teníamos —Amanda movió la cabeza—, la hemos perdido en el colapso de los mercados financieros. No hemos sido capaces de recuperarnos. Sé que fui yo quien realizó las inversiones…

Nosotras las realizamos —Lilah inclinó el torso para tomarle también la mano—. Con la recomendación de un importante agente de bolsa. Si el suelo no se nos hubiera abierto, si nos hubiera tocado la lotería, si Bax no hubiera sido un canalla codicioso, tal vez ahora las cosas fueran diferentes. Pero no lo son.

—Seguiremos estando juntas —Coco añadió su mano—. Eso es lo que importa.

—Eso es lo que importa —convino C. C. y puso su mano encima de todas. Y eso, aunque solo fuera eso, estaba bien—. ¿Qué hacemos ahora?

Luchando por mantenerse serena, Amanda se recostó en la silla.

—Supongo que pedirle a Trent que baje para asegurarnos de que su oferta sigue vigente.

—Iré a buscarlo —C. C. se apartó de la mesa para salir aturdida de la habitación.

No podía creerlo. Incluso al atravesar todos los cuartos, salir al vestíbulo, subir por la escalera con la mano apoyada en la barandilla, no podía creerlo. Nada de eso sería suyo durante mucho más tiempo.

Dentro de poco no podría salir de su habitación a la terraza de piedra para contemplar el mar. No podría subir hasta la torre de Bianca y encontrar a Lilah acurrucada en el mirador, soñando a través del cristal polvoriento. O a Suzanna trabajar en el jardín con los niños corriendo por el césped cercano. Amanda no bajaría a toda velocidad la escalera para ir a alguna parte o en busca de algo. La tía Coco no volvería a estar con sus recetas en la cocina.

En cuestión de momentos, la vida que había conocido se terminaría. La nueva aún tenía que llegar. Se encontraba en alguna parte de un purgatorio, demasiado aturdida por la pérdida para sentir dolor.

Trent se hallaba sentado junto al fuego donde Fred roncaba sobre el cojín rojo en su nueva casita. Se dio cuenta de que iba a echar de menos al diablillo. Aunque tuviera tiempo o ganas para tener una mascota en Boston, no tenía corazón para llevarse a Fred lejos de los niños, o de las mujeres.

Aquella tarde había visto a C. C. llegar del trabajo y tirarle la pelota al cachorro en el patio. Había sido muy agradable oírla reír, verla luchar con el perro y los hijos de Suzanna.

Extrañamente, le recordaba la imagen que había tenido… «sueño», se corrigió. El sueño que había tenido cuando su mente se puso a vagar la noche en que celebraron la sesión espiritista. Estaban C. C. y él sentados en un porche soleado, observando a unos niños jugar en el patio.

Era una tontería, desde luego, pero aquella tarde en que permaneció en la puerta viéndola tirarle la pelota a Fred, algo le había atenazado el corazón. Recordó que había sido una sensación positiva, hasta que ella se dio la vuelta y lo vio. La risa murió en sus labios y sus ojos adoptaron una expresión fría.

Se irguió y estudió las llamas en el fuego. Era una locura, pero todo en él deseaba que C. C. volviera a encenderse, una última vez, que le lanzara un puñetazo, que lo insultara. La peor clase de castigo era su corrección constante y sin pasión.

La llamada a la puerta hizo que Fred emitiera un ladrido apagado en su sueño. Cuando Trent encontró a C. C. del otro lado del umbral, sintió un aguijonazo de placer y angustia. En esa ocasión no iba a ser capaz de rechazarla. No podría decirle, ni convencerse a sí mismo, de que no era posible. Tenía que… Entonces la miró a los ojos.

—¿Qué ha pasado? —alargó la mano para consolarla, pero ella se apartó con rigidez.

—Nos gustaría que bajaras, si no te importa.

—Catherine… —pero ella había empezado a alejarse con paso vivo para establecer cada vez más distancia. Las encontró a todas reunidas alrededor de la mesa del comedor, con los rostros serenos. Era lo bastante inteligente como para comprender que se enfrentaba a una única voluntad combinada. Las Calhoun habían cerrado filas—. ¿Señoras?

—Trent, siéntese, por favor —Coco indicó la silla que tenía a su lado—. Espero que no lo hayamos importunado.

—En absoluto —miró a C. C.… pero ella tenía la vista clavada en la pared por encima de su cabeza—. ¿Vamos a celebrar otra sesión espiritista?

—Esta vez no —Lilah asintió en dirección a Amanda—. ¿Mandy?

—De acuerdo —respiró hondo y sintió alivio cuando la mano de Suzanna apretó la suya por debajo de la mesa—. Trent, hemos tratado la oferta que nos has hecho por Las Torres, y hemos decidido aceptarla.

—¿Aceptarla? —la miró sin comprender.

—Sí —Amanda se llevó la mano libre al estómago—. Siempre y cuando, por supuesto, dicha oferta siga en pie.

—Sí, desde luego —miró la habitación y posó la vista en C. C.—. ¿Estáis seguras de que queréis vender?

—¿No era eso lo que querías? —la voz de C. C. sonó seca—. ¿No viniste por eso?

—Sí —pero había recibido mucho más que lo que habla esperado—. Mi empresa estará encantada de comprar la propiedad. Pero… Quiero estar seguro de que todas estáis de acuerdo. Que es lo que deseáis. Todas.

—Todas lo hemos aceptado —C. C. volvió a clavar la vista en la pared.

—Los abogados arreglarán los detalles —comenzó otra vez Amanda—. Pero antes de que les remitamos la negociación, me gustaría repasar los términos.

—Por supuesto —Trent repitió el precio de compra; oírlo hizo que los ojos de C. C. ardieran con lágrimas contenidas—. No hay motivo para que no podamos ser flexibles con el tiempo —continuó—. Comprendo que os gustaría realizar un inventario antes de… trasladaros —se recordó que era lo que ellas querían. Era un negocio. No tendría que hacerlo sentir como si fuera un insecto—. Si hay algo que pueda hacer para ayudaros…

—Ya has hecho suficiente —interrumpió C. C. con frialdad—. Podemos cuidar de nosotras.

—Me gustaría añadir una condición —Lilah se adelantó—. Estás comprando la casa, y la propiedad. No su contenido.

—No. Es natural que los muebles, las pertenencias familiares y las posesiones personales permanezcan con vosotras.

—Incluido el collar —inclinó la cabeza—. Ya se encuentre antes de que nos marchemos, o después, el collar Calhoun es de los Calhoun. Lo quiero por escrito, Trent. Si en algún momento durante la restauración de la casa se recupera el collar, nos pertenece a nosotras.

—De acuerdo —la cláusula iba a volver locos a los abogados, pero ese era su problema—. Me ocuparé de que se incluya en el contrato.

—La torre de Bianca —habló despacio, temerosa de que se le quebrara la voz—. Tened cuidado con lo que hacéis con ella.

—¿Qué os parece si bebemos un poco de vino? —Coco se levantó agitando las manos—. Deberíamos beber vino.

—Perdonadme —C. C. se puso de pie lentamente, controlando el impulso de salir corriendo—. Si hemos terminado, creo que subiré. Estoy cansada.

Trent quiso ir tras ella, pero Suzanna lo detuvo.

—No creo que sea receptiva en este momento. Iré yo.

C. C. se dirigió a la terraza para apoyarse sobre la pared y dejar que el viento frío le secara las lágrimas. «Debería venir una tormenta», pensó. Deseó que hubiera una tormenta, algo tan furioso y apasionado como su propio corazón.

Golpeó la pared con un puño y maldijo el día en que conoció a Trent. No quería llevarse su amor, pero sí su hogar. Claro estaba que, si hubiera aceptado lo primero, correspondiéndolo, jamás habría podido llevarse lo segundo.

—C. C. —Suzanna apareció para pasarle un brazo por los hombros—. Hace frío. ¿Por qué no vamos dentro?

—No es justo.

—No —se acercó más a su hermana—. No lo es.

—Él ni siquiera sabe lo que la casa significa para nosotras —se secó las lágrimas furiosa—. No puede entenderlo. Ni querría hacerlo.

—Es posible. Es posible que nadie pueda entenderlo, salvo nosotras. Pero no es su culpa, C. C. No podemos culparlo porque no seamos capaces de aguantar aquí —apartó la vista de los jardines que amaba y la clavó en los riscos que siempre la atraían—. Ya me marché de aquí una vez, parece que fue hace siglos, pero solo fue hace siete años. Casi ocho —suspiró—. Pensé que dejar la isla para ir a mi nuevo hogar en Boston era el día más feliz de mi vida.

—No tienes por qué hablar de ello. Sé que te duele.

—No tanto como dolió en el pasado. Estaba enamorada, C. C.… era una novia con el futuro en la palma de sus manos. Y cuando me di la vuelta para ver cómo Las Torres desaparecían a mi espalda, lloré como un bebé. Pensé que esta vez sería más fácil —cerró los ojos ante la amenaza de las lágrimas—. Ojalá lo fuera. ¿Qué tiene este lugar que nos atrae tanto? —se preguntó.

—Sé que podemos encontrar otra casa —C. C. tomó la mano de su hermana—. Sé que estaremos bien, que incluso seremos felices. Pero duele. Y tienes razón, no es culpa de Trent. Pero…

—Hay que culpar a alguien —Suzanna sonrió.

—Me hizo daño. Odio reconocerlo, pero me hizo daño. Quiero ser capaz de decir que me instó a enamorarme de él. Incluso que dejó que me enamorara de él. Pero fui yo solita.

—¿Y Trent?

—No está interesado.

—Por la forma en que te mira, diría que te equivocas.

—Oh, está interesado —comentó C. C. con tono sombrío—. Pero en ello no tiene nada que ver el amor. Con educación se negó a aprovecharse de mi… mi falta de experiencia, tal como la llamó.

—Oh —Suzanna volvió a mirar en dirección a los riscos. Sabía que el rechazo era el cuchillo más afilado—. No es de mucha ayuda, pero podría haber sido más difícil para ti si él no hubiera sido… sensato.

—Es sensato, muy bien —reconoció con los dientes apretados—. Y al ser un hombre sensato y civilizado, le gustaría que fuéramos amigos. Incluso va a llevarme a cenar mañana para asegurarse de que no me muero por él y así poder regresar a Boston libre de culpa.

—¿Qué vas a hacer?

—Oh, saldré a cenar. Puedo ser tan condenadamente civilizada como él —adelantó el mentón—. Y cuando termine, va a lamentar haber puesto los ojos en Catherine Calhoun —giró hacia su hermana—. ¿Tienes todavía el vestido rojo de lentejuelas con un escote de pecado?

—Puedes apostarlo —la sonrisa de Suzanna se hizo más amplia.

—Vamos a ver cómo me queda.

«Vaya, vaya, vaya», pensó C. C. Le maravilló la diferencia que podían marcar un día y un vestido ajustado de seda. Con los labios fruncidos, giró delante del espejo agrietado que había en un rincón de su dormitorio. El vestido era una pizca demasiado pequeño para ella, incluso con los rápidos retoques que le había hecho Suzanna.

Parecía manifestar: Te encantaría tenerme.

C. C. se pasó las manos por las caderas. Y él podría desearlo hasta que le estallara la cabeza.

El vestido era un ceñido resplandor de fuego cuyas lenguas descendían desde un escote de vértigo hasta un bajo abreviado. Suzanna lo había recortado para que le llegara a la mitad de los muslos. Las mangas largas terminaban en punta sobre las muñecas. Y C. C. había añadido los pendientes de diamantes falsos de Coco con su perverso centelleo.

Los treinta minutos que había dedicado a maquillarse parecían haber dado sus frutos. Gracias a la contribución de Amanda, tenía los labios tan rojos como el vestido. Y a la aportación de Lilah, en los ojos lucía una sombra de color cobre y esmeralda. Llevaba el cabello tan reluciente como el ala de un cuervo, echado hacia atrás en las sienes.

Al volverse, pensó que a Trenton St. James III le esperaba una sorpresa.

—Suzanna dijo que necesitabas unos zapatos —Lilah entró y se frenó con un bostezo a medias. Observó fijamente a su hermana con los zapatos colgándole de los dedos—. Sin duda he entrado en un universo paralelo.

—¿Qué te parece? —C. C. sonrió y dio una vuelta.

—Que Trent va a necesitar oxígeno —con expresión de aprobación, le pasó unos zapatos de piel de serpiente con tacones de aguja—. Pequeña, pareces peligrosa.

—Bien —se calzó—. Ahora solo me falta poder caminar con estos zapatos sin caerme de bruces.

—Practica. Voy a buscar a Mandy.

Unos momentos después, las tres hermanas supervisaban el andar de C. C.

—Vas a cenar —indicó Amanda, haciendo una mueca con cada amago de traspié—. De modo que permanecerás sentada la mayor parte del tiempo.

—Empiezo a mejorar —musitó C. C.—. Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a los tacones. ¿Cómo trabajáis todo el día con estas cosas?

—Talento.

—Camina más despacio —sugirió Lilah—. De forma despreocupada. Como si dispusieras de todo el tiempo del mundo.

—Hazle caso —convino Amanda—. Es una experta en lentitud.

—En este caso… —Lilah la miró con desaprobación—… la lentitud es sexy. ¿Ves?

Siguiendo el consejo de su hermana, C. C. caminó con una intencionalidad cautelosa cuyo resultado fue de provocación. Amanda extendió las manos.

—Me disculpo. ¿Qué abrigo vas a llevar?

—No lo he pensado.

—Puedes ponerte mi capa negra de seda —decidió Amanda—. Te helarás, pero te sentará de maravilla. Perfume. La tía Coco tiene aquel perfume francés delicioso que le regalamos en Navidad.

—No —Suzanna movió la cabeza—. Debería seguir con su perfume habitual —ladeó la cabeza para estudiar a su hermana y sonreír—. El contraste lo enloquecerá.

Ajeno a lo que lo esperaba, Trent estaba sentado en el salón con Coco. Ya había hecho las maletas. Le habría gustado encontrar una excusa razonable para quedarse unos pocos días más.

—Hemos disfrutado mucho con su presencia —le dijo Coco cuando él expresó agradecimiento por la hospitalidad recibida—. Estoy segura de que pronto volveremos a vernos —se recordó que su bola de cristal no mentía. Seguía vinculando a Trent con una de sus sobrinas, por lo que aún no estaba dispuesta a rendirse.

—Ciertamente es lo que espero. He de decirle, Coco, lo mucho que la admiro por haber educado a cuatro mujeres tan adorables.

—A veces creo que nos hemos educado mutuamente —sonrió al echar un vistazo a la estancia—. Voy a echar de menos este lugar. Para ser sincera, no creí que me importara hasta que… bueno, hasta ahora. Yo no crecí aquí como lo hicieron las chicas. Viajábamos bastante, y mi padre solo regresaba de vez en cuando. Siempre pensé que eso se debió a que su madre hubiera muerto aquí. Luego pasé mi vida de casada y los primeros años de viudez en Filadelfia. Después, cuando Judson y Deliah fallecieron, vine aquí por las chicas —le sonrió con expresión triste y de disculpa—. Lamento haberme puesto sentimental con usted, Trenton.

—No se disculpe —bebió pensativo el aperitivo—. Mi familia jamás ha tenido una relación estrecha, y por ello nunca ha habido un hogar como este en mi vida. Me parece que es por eso que he comenzado a comprender lo que podría significar.

—Debería establecerse —comentó con lo que consideró astucia—. Encuentre una buena chica, funde un hogar y una familia propios. No se me ocurre nada más solitario que no tener a nadie al llegar a casa.

Deseando evitar ese curso de pensamiento, se agachó para echarle una pelota a Fred. Los dos observaron al perro ir en pos de ella, tropezar y caer con las patas extendidas.

—No es demasiado grácil —musitó Trent.

Se levantó para ir a recoger la pelota. Mientras le acariciaba el lomo al animal, miró por encima del hombro. Lo primero que vio fue un par de zapatos negros muy estilizados. Lentamente alzó la vista por unas piernas largas y hermosas. Con aliento contenido, se puso en cuclillas. Vio un resplandor rojo sobre una espléndida forma femenina.

—¿Has perdido algo? —preguntó C. C. cuando los ojos de él se clavaron en su cara.

Le sonrieron unos labios rojos y brillantes. Trent se pasó la lengua por los dientes para asegurarse de que no se la había tragado. Se incorporó con piernas inseguras.

—¿C. C.?

—Íbamos a cenar juntos, ¿verdad?

—Nosotros… sí. Estás magnífica.

—¿Te gusta? —dio una vuelta para dejarlo ver que el escote de la espalda era más pronunciado que el del pecho—. Creo que el rojo es un color alegre —«y poderoso», pensó sin dejar de sonreír.

—Te sienta bien. Nunca antes te había visto con un vestido.

—Son poco prácticos cuando se trata de cambiar bombas de gasolina. ¿Estás listo para irnos?

—¿Ir adónde?

—A cenar —no había duda de que iba a pasárselo en grande.

—Cierto. Sí.

Ella inclinó la cabeza tal como le había enseñado Suzanna y le entregó la capa. Era algo que él había hecho cientos de veces con otras mujeres. Pero le temblaron las manos.

—No nos esperes, tía Coco.

—No, querida —sonrió a sus espaldas y levantó los puños al aire.

En cuanto se cerró la puerta, las tres hermanas se felicitaron.