C. C. estaba sentada con las piernas cruzadas en el centro de un océano de papeles. Su misión, sin importar que hubiera elegido aceptarla o no, había sido repasar todas las notas, recibos y fragmentos de papel aislados que se habían guardado en tres cajas de cartón etiquetadas como miscelánea.
Cerca, Amanda se sentaba a una mesa plegable, con varias cajas más a los pies. Con el pelo recogido y las gafas para leer cayéndosele por la nariz, estudiaba con meticulosidad cada papel antes de depositarlo sobre uno de los diversos montones que había iniciado.
—Tendríamos que haber hecho esto hace décadas —comentó.
—Querrás decir que tendríamos que haberlo quemado hace décadas.
—No —Amanda se subió las gafas—. Algunas cosas son fascinantes, y desde luego merecen la pena ser conservadas. Meter papeles en cajas de cartón no es mi idea de conservar la historia familiar.
—¿Una receta de mermelada de arándanos se debe considerar como historia familiar?
—Para la tía Coco sí. Eso se guarda en la categoría de cocina, subtítulo menús.
C. C. se movió y apartó una nube de polvo.
—¿Y qué me dices de una factura para seis pares de guantes blancos infantiles y un parasol azul de seda?
—Ropa, por fecha. Mmm, esto es interesante. El informe del progreso escolar de la tía Coco hecho por su maestra de cuarto curso. Cito: «Cordelia es una niña deliciosamente gregaria. Sin embargo, tiende a soñar despierta y le cuesta acabar los proyectos que se le asignan».
—Vaya, no lo sabíamos —rígida, C. C. arqueó la espalda y giró la cabeza. A su lado, el sol penetraba a través de las manchas en la ventana del almacén. Con un suspiro, apoyó los codos en las rodillas y lo observó.
—¿Dónde diablos está Lilah? —impaciente como siempre, Amanda movió el pie mientras gruñía—. Suzanna tiene permiso porque se ha llevado a los niños al cine, pero se supone que Lilah ha de estar aquí.
—Aparecerá —murmuró C. C.
—Claro. Cuando hayamos terminado —Amanda se lanzó a un nuevo montón y estornudó dos veces—. Es el material más sucio que jamás he visto.
—Todo se ensucia si no se mueve —C. C. se encogió de hombros.
—No, quiero decir sucios de verdad. Es un verso picaresco escrito por el tío abuelo Sean. «En Maine había una joven dama, cuyos pechos enormes inducían a una soflama. Eran…». Olvídalo —concluyó—. Abriremos una carpeta para intento de pornografía —cuando C. C. guardó silencio, alzó la vista para ver a su hermana con la mirada clavada todavía en el rayo de sol—. ¿Te encuentras bien, cariño?
—¿Mmm? Oh, sí, estoy bien.
—No das la impresión de haber dormido muy bien.
—Supongo que la sesión espiritista me desconcertó —se encogió de hombros y volvió a centrarse en los papeles.
—No me sorprende —frunció los labios mientras repasaba más recibos—. Yo nunca he creído en esas cosas. Una cosa era la torre de Bianca. Creo que todas hemos sentido algo… bueno, algo allá arriba. Pero siempre pensé que se debía al hecho de que sabíamos que Bianca se había arrojado desde la ventana. Pero anoche… —al tener un escalofrío, se frotó los brazos—. Sé que tú viste algo, que experimentaste algo.
—Sé que el collar es real —dijo C. C.
—Convendré que fue real cuando tenga un recibo en la mano.
—Fue y es. No creo que lo hubiera visto si hubiera estado empeñado o se hubiera tirado al mar. Puede parecer una locura, pero sé que Bianca quiere que lo encontremos.
—Suena como una chifladura —con un suspiro, Amanda se recostó en la silla desvencijada—. Y lo que resulta más chiflado es que yo también lo creo. Espero que nadie en el hotel se entere de que dedico mi tiempo libre a buscar un tesoro enterrado porque mi antepasada fallecida hace mucho tiempo así me lo ha dicho. ¡Oh!
—¿Lo has encontrado? —C. C. ya había empezado a levantarse.
—No, no, es una agenda antigua. De 1912. La tinta está un poco descolorida, pero la caligrafía es preciosa… decididamente femenina. Debe ser de Bianca. Mira. «Enviar invitaciones». Y aquí aparece la lista de invitados. Vaya fiesta. Los Prentise —Amanda se quitó las gafas para mordisquear el extremo de una patilla—. Apuesto que son los dueños de Prentise Hall… una de las mansiones que ardió en el cuarenta y siete.
C. C. se puso a leer por encima del hombro de su hermana.
—«Última prueba del vestido para el baile. Vi a Christian a las tres de la tarde». ¿Christian? —apoyó una mano tensa en el hombro de Amanda—. ¿Podría ser su artista?
—Tu conjetura es tan buena como la mía —se puso otra vez las gafas—. Pero mira aquí. «He hecho reforzar el cierre de las esmeraldas». Podrían ser las que buscamos.
—Tienen que ser.
—Seguimos sin encontrar ningún recibo.
—¿Qué posibilidades tenemos? —C. C. miró con expresión cansada los papeles que atestaban la habitación.
Hasta Amanda, con su habilidad para la organización, se sentía intimidada.
—Bueno, mejoran cada vez que eliminamos una caja.
—Mandy —C. C. se sentó en el suelo a su lado—. Se nos agota el tiempo, ¿verdad?
—Apenas le hemos dedicado unas horas.
—No me refiero a eso —apoyó la mejilla en el muslo de su hermana—. Sabes que no. Aunque encontremos el recibo, todavía tendremos que encontrar el collar. Podría llevarnos años, y no los tenemos. Nos veremos obligadas a vender, ¿verdad?
—Hablaremos de ello mañana por la noche, en la reunión familiar —atribulada, acarició el cabello de C. C.—. ¿Por qué no vas a echarte un poco? En serio, tienes aspecto de estar muy agotada.
—No —se levantó y se puso a caminar sin pisar los papeles—. Estaré mejor si mantengo las manos y la mente ocupadas. De lo contrario, podría estrangular a alguien.
—¿A Trent, por ejemplo?
—Un excelente sitio por el que empezar. No —suspiró y metió las manos en los bolsillos—. No, en realidad este lío no es culpa suya.
—¿Seguimos hablando de la casa?
—No lo sé —infeliz, volvió a sentarse en el suelo. Al menos podía dar las gracias de haber agotado todas sus lágrimas la noche anterior—. He llegado a la conclusión de que todos los hombres son estúpidos, egoístas y absolutamente innecesarios.
—Estás enamorada de él.
—Bingo —sonrió con ironía—. Y para responder tu siguiente pregunta, no me corresponde. No está interesado en mí, ni en un futuro ni en una familia, y lamenta mucho no habérmelo aclarado antes de que yo cometiera el error de enamorarme de él.
—Lo siento, C. C. —después de quitarse las gafas, Amanda se levantó para ir a sentarse en el suelo junto a su hermana—. Sé lo mucho que debe doler, pero solo lo conoces desde hace unos días. El embobamiento…
—No es eso —convirtió la receta de la mermelada en un avión de papel—. He descubierto que enamorarse no tiene nada que ver con el tiempo. Puede requerir un año o un instante. Sucede cuando es el momento de que suceda.
Amanda le pasó un brazo por los hombros.
—Bueno, yo no sé nada sobre eso —al oírse frunció el ceño, aunque el gesto solo duró un instante—. Pero sí sé que, si te ha hecho daño, haremos que lamente haberse cruzado con una Calhoun.
C. C. rio y lanzó el avión de arándanos por el aire.
—Es tentador, pero creo que se trata más de una cuestión de haberme lastimado a mí misma —movió la cabeza—. Vamos, es hora de volver al trabajo.
Acababan de empezar otra vez cuando entró Trent. Miró a C. C. y se encontró con una pared sólida de hielo. Al volverse hacia Amanda, no le fue mucho mejor.
—Pensaba que no os iría mal un poco de ayuda —dijo.
Amanda miró a su hermana y notó que C. C. empleaba el tratamiento del silencio, arma que consideraba muy efectiva.
—Eres muy amable, Trent —Amanda le dedicó una sonrisa que habría congelado lava derretida—. Pero realmente se trata de un problema familiar.
—Deja que ayude —C. C. no se molestó en alzar la vista—. Supongo que es un experto en el papeleo.
—Muy bien, entonces —Amanda se encogió de hombros e indicó otra silla plegable—. Estoy organizando de acuerdo a contenido y año.
—Perfecto —acercó la silla y se sentó frente a ella. Trabajaron en un silencio gélido—. Aquí está la factura de un arreglo —comentó, sin que le hicieran caso—. El arreglo de un cierre.
—Déjame ver —Amanda ya se lo había arrebatado de la mano antes de que C. C. cruzara la estancia—. No pone de qué tipo de collar —musitó.
—Pero las fechas coinciden —apuntó C. C.—. 16 de julio de 1912.
—¿Me he perdido algo? —les preguntó Trent. Amanda aguardó un momento, vio que su hermana no iba a contestar y alzó la vista.
—Hemos encontrado una agenda de Bianca. Tenía un apunte para recordarse que tenía que llevar a arreglar el cierre de las esmeraldas.
—Puede que esto sea lo que necesitáis —tenía los ojos clavados en C. C.… pero fue Amanda quien respondió.
—Quizá sea suficiente para convencernos de que en 1912 el collar Calhoun existía, pero dista mucho de ayudarnos a dar con él —dejó el recibo a un lado—. Veamos qué más encontramos.
En silencio, C. C. regresó a los papeles.
Unos momentos más tarde, Lilah llamó desde el pie de la escalera.
—¡Amanda! ¡Teléfono!
—Di que más tarde los llamo.
—Es el hotel. Han dicho que era importante.
—Maldición —dejó las gafas antes de mirarlo con ojos entrecerrados—. Regresaré en unos minutos.
—Es muy protectora —comentó Trent al oír alejarse los pasos rápidos.
—Nos apoyamos —comentó C. C. y dejó un papel sobre un montón sin tener ni idea de su contenido.
—Eso he notado. Catherine…
—¿Sí? —preparada para todo, lo miró con frialdad.
—Quería asegurarme que te encontrabas bien.
—De acuerdo. ¿En qué sentido?
C. C. tenía la mejilla manchada de polvo. Tuvo unas ganas enormes de sonreírle e indicárselo. De oírla reír mientras se lo quitaba.
—Después de lo sucedido anoche… sé lo irritada que estabas al marcharte de mi habitación.
—Sí, estaba irritada —giró otro papel—. Supongo que monté una escena.
—No, no me refería a eso.
—Yo sí —se obligó a sonreír—. Supongo que esta vez me toca a mí ofrecer una disculpa. Todo lo que pasó durante la sesión se me subió a la cabeza —«a mí corazón», se dijo—. Debí parecer y sonar como una idiota al ir a tu habitación.
—No, desde luego que no —«está demasiado indiferente», pensó. Lo desconcertaba verla tan serena—. Dijiste que me amabas.
—Sé lo que dije —su voz descendió otros diez grados, pero la sonrisa no se movió—. ¿Por qué no lo achacamos al estado de ánimo del momento?
Él comprendió que resultaba razonable. Pero no supo por qué se sentía tan perdido.
—Entonces, ¿no hablabas en serio?
—Trent, apenas nos conocemos desde hace unos días —se preguntó si quería hacerla sufrir.
—Pero parecías tan… devastada cuando te fuiste.
—¿Te lo parezco ahora? —enarcó una ceja.
—No —respondió despacio—. No lo pareces.
—Bueno, pues olvidemos el asunto —al hablar, el sol se perdió detrás de unas nubes—. Eso sería lo mejor para los dos, ¿no?
—Sí —era lo que había querido. Sin embargo, se sintió vacío al incorporarse—. Quiero lo mejor para ti, C. C.
—Perfecto —estudió el papel que tenía en la mano—. Si bajas, pídele a Lilah que traiga algo de café cuando suba.
—De acuerdo.
Ella esperó hasta tener la certeza de que se había ido antes de cubrirse el rostro con las manos. Descubrió que se había equivocado. No había agotado todas las lágrimas.
Trent regresó a su habitación. Allí tenía el maletín, lleno de trabajo que había querido terminar durante su ausencia de la oficina. Se sentó ante la mesa y abrió una carpeta.
Diez minutos más tarde, miraba por la ventana sin haber leído la primera palabra del informe.
Movió la cabeza, recogió la pluma y se ordenó concentrarse. Consiguió leer la primera palabra, incluso el primer párrafo. Tres veces. Disgustado, dejó la pluma y se levantó para caminar.
«Es ridículo», pensó. Había trabajado en suites de hoteles de todo el mundo. ¿Por qué iba a ser distinta esa habitación? Tenía paredes y ventanas, un techo… por decirlo de alguna manera. La mesa era más que apropiada. Y si lo quería, incluso podía encender un fuego para añadir algo de alegría. Y calor. Dios sabía que no le iría mal un poco de calor después de los gélidos treinta minutos que había pasado en el almacén. No había motivo para que no pudiera sentarse y ocuparse de algunos negocios durante una o dos horas.
Salvo que no dejaba de recordar lo hermosa que había estado C. C. al aparecer en su habitación con la bata de franela gris y descalza. Aún podía ver el brillo que había emanado de sus ojos y de su sonrisa. Frunció el ceño y se frotó el pecho. No estaba acostumbrado a ese dolor. Sí a los dolores de cabeza. Jamás del corazón.
Pero lo acosaba el recuerdo del modo en que se había introducido en sus brazos. Y su sabor… se preguntó por qué casi podía sentirlo todavía en los labios.
«Es la culpabilidad, nada más», se aseguró. La había herido como sabía que nunca heriría a otra mujer. Sin importar lo indiferente que hubiera estado antes, era una culpa con la que iba a tener que vivir durante mucho tiempo.
Tal vez debería subir para hablar otra vez con ella. Se detuvo justo cuando tenía la mano en el picaporte. Eso solo empeoraría las cosas, si era posible. El hecho de que él deseara aliviar un poco de culpa no era excusa para volver a ponerla en una situación incómoda.
No cabía duda de que C. C. sobrellevaba todo mejor que él. Era fuerte, resistente. Orgullosa. Suave. Notó que su mente empezaba a divagar. Cálida. Increíblemente hermosa.
Maldijo y otra vez se puso a andar. Lo mejor que podía hacer era concentrarse en la casa y no en sus ocupantes. Quizá los pocos días que llevaba allí le hubieran causado una conmoción personal, pero le habían dado la oportunidad de formular planes. Desde dentro. Le habían brindado un sabor de la atmósfera y la historia. Si podía serenarse unos momentos, lograría plasmar esos pensamientos en papel.
Pero fue inútil. En cuanto sus dedos aferraron la pluma, la mente se le quedó en blanco. Se dijo que se sentía encerrado. Necesitaba un poco de aire. Recogió su cazadora e hizo algo para lo que no se había concedido tiempo en los últimos meses.
Dio un paseo.
Siguiendo su instinto, se dirigió hacia los riscos. Bajó por el césped irregular y rodeó una tambaleante pared de piedra. En dirección al mar. El aire estaba fresco. Daba la impresión de que la primavera había decidido emprender la retirada. El cielo mostraba una tonalidad gris tormentosa, aunque había algunos fragmentos aislados de color azul. Unas valerosas flores silvestres se agitaban al viento.
Caminó con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. La depresión no era una sensación familiar, y estaba decidido a eliminarla con un buen ejercicio. Al mirar atrás, pudo ver las cumbres de las torres a su espalda. Giró otra vez hacia el mar, imitando sin saberlo la postura de un hombre que tres décadas antes había pintado allí.
«Grandioso», fue la única palabra que se le ocurrió. Las rocas descendían casi en picado, rosadas y grises allí donde el viento las sacudía, negras donde el agua las golpeaba. El agua oscura estaba coronada por unas crestas blancas. Había bruma y el aire contenía la amenaza fresca de la lluvia.
Tendría que haber sido una visión sombría. Pero sencillamente era espectacular.
Deseó que C. C. estuviera a su lado, antes de que pasara el tiempo o el viento cambiara. «Sonreiría», pensó. Si hubiera estado allí, la belleza del paisaje no lo haría sentir tan solo. Tan condenadamente solo.
El hormigueo que experimentó en la nuca lo impulsó a darse la vuelta, y a punto estuvo de alargar los brazos. Había estado convencido de que la vería caminar hacia él. No vio nada más que la pendiente pedregosa. Sin embargo, permanecía la sensación de otra presencia, muy real.
«Eres un hombre sensato», se aseguró. Sabía que se encontraba solo. Pero era como si alguien estuviera a su lado, a la espera, observando. Por un momento, tuvo la certeza de que percibía una leve fragancia a madreselva.
«Es la imaginación», decidió, aunque su mano no se mostró muy firme cuando la levantó para apartarse el pelo de los ojos.
Entonces captó un llanto. Se quedó quieto al escuchar el sonido triste y sereno de un sollozo justo por debajo del ruido del viento. Subía y bajaba, como el mismo mar. Algo le atenazó el estómago cuando se afanó por escuchar… aunque el sentido común le decía que no había nada que oír.
Se preguntó si sufriría una crisis nerviosa. «Pero el sonido es real, maldita sea. No una alucinación». Despacio, con todos los sentidos en alerta, bajó por entre un grupo de rocas.
—¿Quién anda ahí? —gritó mientras el sonido se convertía en un suspiro que desaparecía en el viento. Lo persiguió y aceleró el descenso, impulsado por una urgencia que le martilleaba la sangre. Una lluvia de piedras sueltas se desprendió al espacio, devolviéndolo de golpe a la realidad.
Se preguntó qué diablos estaba haciendo. ¿Bajar por un risco en pos de un fantasma? Alzó las manos y vio que a pesar del viento las palmas le sudaban. Lo único que podía oír en ese momento era el latido frenético de su propio corazón. Después de obligarse a quedarse quieto y respirar hondo para calmarse, miró alrededor.
Acababa de reemprender el regreso cuando oyó otra vez el sonido. Llanto. «No», se dijo. Un gemido. Sonaba claro y casi bajo sus pies. Se puso en cuclillas y buscó detrás de un saliente rocoso. Se encontró con una visión desoladora. El pequeño cachorro negro apenas era algo más que una bola de huesos cubierta de pelo. Lo invadió el alivio y rio en voz alta. Después de todo, no se había vuelto loco. Mientras él lo estudiaba, el cachorrito aterrado trató de retroceder, pero no tenía adonde ir. Tembloroso, sus pequeños y asustados ojos se clavaron en Trent.
—Has vivido tiempos duros, ¿eh? —con cautela, alargó la mano, listo para retirarla si el cachorro le lanzaba un mordisco. Pero el animalito se encogió y gimió—. No pasa nada, amigo. Relájate. No te haré daño —lo acarició con suavidad entre las orejas. Sin dejar de temblar, el cachorro le lamió la mano—. Supongo que te sientes bastante solo —suspiró mientras lo calmaba—. Yo también. ¿Por qué no volvemos a la casa? —lo alzó y lo metió bajo la cazadora para la ascensión.
Cuando había recorrido la mitad del trayecto, se detuvo. Había como mínimo unos cincuenta metros entre el sitio desde el que había contemplado el mar y el punto donde había encontrado al cachorro. Se le humedecieron otra vez las palmas de las manos al comprender que habría sido imposible oír los gemidos del cachorro desde el risco de arriba. La distancia y el viento habrían absorbido los gimoteos. Sin embargo, había oído algo. Y ello lo había impulsado a bajar para encontrar al animal perdido.
—¿Qué diablos ha sido? —murmuró, pegando al perro a su pecho mientras ponía rumbo a la casa.
Al cruzar el césped empezó a sentirse tonto. ¿Qué se suponía que iba a contarle a sus anfitrionas? «¿Mirad lo que me ha seguido? ¿Qué os parece…? ¿Sabéis una cosa? Decidí arriesgar mi vida al bajar por el risco. Mirad lo que he encontrado». Ninguno de los dos comienzos parecía adecuado. Lo sensato sería meterse en el coche y llevar al perro a la ciudad. Sin duda allí encontraría a un veterinario o un refugio para animales. Pero descubrió que no podía entregar esa bola temblorosa de piel a unos desconocidos. El pequeñajo confiaba en él e incluso ya se había acurrucado bajo su corazón. Mientras reflexionaba sobre el mejor curso de acción, C. C. salió de la casa.
Trent cambió de postura e intentó parecer natural.
—Hola.
—Hola —ella se detuvo para abrocharse la cazadora vaquera—. Nos hemos quedado sin leche. ¿Necesitas algo de la ciudad?
«Una lata de comida para perros», pensó, y carraspeó.
—No, gracias. Yo, eh… —el cachorro se retorció contra su camisa—. ¿Habéis encontrado algo?
—Un montón de cosas, pero nada que nos indicara dónde buscar el collar —su infelicidad se transformó en curiosidad al observar las ondas que se formaban debajo de la cazadora de Trent—. ¿Va todo bien?
—Sí. Desde luego —carraspeó y cruzó los brazos—. He ido a dar un paseo.
—Perfecto —«qué incómodo», pensó ella. Él era incapaz de mirarla a los ojos—. Si tienes hambre, la tía Coco está preparando un almuerzo ligero.
—Oh… gracias.
Iba a pasar al lado de él cuando un ladrido agudo la hizo frenar en seco.
—¿Qué?
—Nada —ahogó una risita involuntaria cuando el cachorro se movió contra sus costillas.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, lo estoy —le sonrió con timidez cuando el perro asomó el hocico por encima de la cremallera de la cazadora.
—¿Qué tienes ahí? —C. C. olvidó el juramento de mantener la distancia y se acercó para bajar la cremallera—. ¡Oh! Trent, es un cachorro.
—Lo encontré entre las rocas —comenzó con celeridad—. No estaba muy seguro de lo que tenía…
—Oh, pobrecito —se llevó al cachorro a su pecho—. ¿Estás perdido? —frotó la mejilla contra el pelaje del animal—. Vamos, vamos, ya ha pasado todo —el perrito meneó el rabo con tanta velocidad que a punto estuvo de escurrirse.
—Es precioso, ¿verdad? —sonriendo, Trent se acercó para acariciarlo—. Parece que lleva solo un tiempo.
—Es un cachorrito —lo acunó—. ¿Dónde has dicho que lo encontraste?
—Entre las rocas. Daba un paseo —«y pensaba en ti». Antes de poder detenerse, alargó la mano para tocarle el pelo—. No fui capaz de dejarlo allí.
—Claro que no —alzó la vista y vio que prácticamente estaba en los brazos de él. La miraba fijamente y le acariciaba el pelo.
—Catherine…
El cachorro volvió a ladrar y la despertó.
—Lo llevaré dentro. Debe tener frío y hambre.
—De acuerdo —el único sitio que quedaba libre para meter las manos era los bolsillos—. ¿Por qué no voy yo a la ciudad a comprar la leche?
—Vale —sonrió con expresión tensa al retroceder hacia los escalones. Dio la vuelta y, murmurándole al cachorrito, entró en la casa.
Cuando Trent regresó, el animal disponía de un lugar de honor junto a la chimenea de la cocina y de la atención absoluta de cuatro mujeres hermosas.
—Esperad a que Suze y los niños vuelvan a casa —decía Amanda—. Les encantará. Tía Coco, por lo que veo le gusta tu paté de hígado.
—Es evidente que se trata de un gastrónomo entre perros —Lilah, apoyada sobre manos y rodillas, acercó la nariz al hocico del animal—. ¿Verdad que sí, precioso?
—Creo que debería comer algo más suave —Coco también se hallaba en el suelo, cautivada—. Con el cuidado adecuado, será muy guapo.
El cachorro, sorprendido por su buena suerte, corrió en círculos. Al ver a Trent, fue hacia él, tropezando con sus propias patas. Las mujeres se levantaron y le hicieron preguntas al unísono.
—Un momento —dejó la bolsa de la compra sobre la mesa y luego se agachó para acariciar la barriga del cachorro—. No sé de dónde viene. Lo encontré cuando daba un paseo por los riscos. Estaba escondido. ¿Verdad, amigo?
—Supongo que deberíamos preguntar por aquí, para ver si alguien lo ha perdido —comenzó Coco, luego alzó una mano cuando sus sobrinas manifestaron unánime desacuerdo—. Es lo justo. Pero depende de Trent, ya que es él quien lo ha encontrado.
—Creo que deberíais hacer lo que os pareciera mejor —se levantó para sacar la leche de la bolsa—. Sin duda le gustaría un poco.
Amanda ya había sacado un plato y discutía con Lilah sobre la cantidad adecuada para el nuevo invitado.
—¿Qué más has traído? —C. C. señaló la bolsa.
—Unas pocas cosas —se encogió de hombros y se rindió—. Pensé que tendría que llevar un collar —sacó un collar rojo con remaches plateados.
—Muy a la moda —C. C. no pudo contener la sonrisa.
—Y una correa —también la depositó en la mesa—. Comida para cachorro.
—Mmm —C. C. se puso a revisar la bolsa—. Y un manjar: un hueso.
—Querrá mordisquear algo —informó él.
—Claro que sí. Una pelota y un ratón de goma —riendo, apretó el juguete.
—Debería tener algo con lo que jugar —no quiso añadir que había buscado una casa y un cojín para perros, pero sin poder encontrarlos.
—No sabía que fueras un blando.
—Yo tampoco —bajó la vista al cachorro saltarín y feliz.
—¿Cómo se llama? —quiso saber Lilah.
—Bueno, yo…
—Tú lo encontraste, así que serás tú quien lo bautice.
—Date prisa —aconsejó Amanda—. Antes de que Lilah lo esclavice con algo como Griswold.
—Fred —dijo impulsivamente—. A mí me parece un Fred.
En absoluto impresionado por el nombre recibido, Fred se echó con una oreja en el plato con leche y se puso a dormir.
—Bueno, arreglado —Amanda acarició al cachorro una última vez antes de ponerse de pie—. Vamos, Lilah, es tu turno.
—Os echaré una mano —con el instinto a flor de piel, Coco se llevó a sus dos sobrinas fuera de la habitación para dejarlos a solas.
—Será mejor que yo también me vaya —C. C. se dirigió hacia la puerta.
—Espera —Trent la detuvo con una mano en el brazo.
—¿Para qué?
—Para… espera.
—Espero —se quedó allí, conteniendo el dolor.
—Yo… ¿cómo tienes la mano?
—Bien.
—Estupendo —se sentía como un idiota—. Es estupendo.
—Si eso es todo…
—No. Quería decirte… noté un traqueteo en el coche al ir a la ciudad.
—¿Un traqueteo? —frunció los labios—. ¿Qué clase de traqueteo?
«Uno imaginario», pensó Trent, pero se encogió de hombros.
—Simplemente un traqueteo. Esperaba que pudieras echarle un vistazo.
—De acuerdo. Llévalo mañana al taller.
—¿Mañana?
—Tengo las herramientas allí. ¿Querías algo más?
—Al pasear, no dejé de desear que estuvieras a mi lado.
C. C. apartó la vista hasta que tuvo la certeza de que había reconstruido la brecha en su muralla defensiva.
—Queremos cosas diferentes, Trent. Dejémoslo así —se volvió hacia la puerta—. Trata de llevarme el coche temprano —añadió sin darse la vuelta—. Mañana he de cambiar un tubo de escape.