6

Era la primera sesión espiritista a la que asistía Trent. Sinceramente esperaba que fuera la última. No había tenido ninguna manera educada de declinar su asistencia. Cuando sugirió que quizá se tratara de una velada familiar, Coco rio y le palmeó la mejilla.

—Querido, ni se nos pasaría por la cabeza excluirlo. ¿Quién sabe?, quizá los espíritus inquietos elijan hablar a través de usted.

La posibilidad hizo poco para animarlo.

En cuanto los niños estuvieron arropados, el resto de la familia, junto con el reacio Trent, se reunió alrededor de la mesa del comedor. Se había preparado el escenario.

Una docena de velas titilaba sobre el aparador en unos candelabros baratos que se mezclaban con Meissen y Baccarat. Otro trío de velas blancas brillaba en el centro de la mesa. Hasta la naturaleza parecía haber asumido el espíritu de la velada, por así decirlo.

En el exterior, la lluvia se había transformado en una leve nevada húmeda, agitada por un viento creciente. Cuando chocaba el aire caliente y frío, el trueno atronaba y el relámpago centelleaba.

Al sentarse, Trent pensó con fatalismo que era una noche oscura y tormentosa. Coco, tal como había temido en secreto, no se había puesto un turbante ni un chal. Como siempre, llevaba el pelo arreglado con meticulosidad. Alrededor del cuello lucía un gran cristal de amatista, con el que no paraba de jugar.

—Y ahora, niños —instruyó—, tomaos las manos y formad el círculo.

El viento llamó a las ventanas cuando C. C. introdujo su mano en la de Trent. Coco le aferró la otra. Justo frente a él, Amanda sonrió, evidente en su expresión la diversión y la simpatía al tomar la mano de su tía y de Suzanna.

—No se preocupe, Trent —le dijo—. Los fantasmas Calhoun siempre se comportan bien cuando están en compañía.

—Es esencial la concentración —explicó Lilah al cubrir el vacío entre sus hermanas mayor y menor—. Y básica, de verdad. Lo único que hay que hacer es vaciar la mente, en especial de cualquier cinismo —le guiñó un ojo a Trent—. Astrológicamente, es una noche excelente para una sesión espiritista.

C. C. lo tranquilizó con un apretón de mano en el momento en que Coco intervenía.

—Todos debemos despejar las mentes y abrir los corazones —habló con un tono monótono y relajado—. Durante un tiempo he sentido que mi abuela, la infeliz Bianca, ha querido ponerse en contacto conmigo. Este fue su hogar estival los últimos años de su joven vida. El lugar donde pasó sus momentos más jubilosos y trágicos. El lugar donde conoció al hombre que amó y perdió —cerró los ojos y respiró hondo—. Estamos aquí, abuela, esperándote. Sabemos que tu espíritu se siente atribulado.

—¿Un espíritu tiene espíritu? —quiso saber Amanda, que se ganó una mirada colérica de su tía—. Es una pregunta razonable.

—Compórtate —murmuró Suzanna, conteniendo una sonrisa—. Adelante, tía Coco.

Permanecieron en silencio, y solo la voz de la tía Coco murmuraba por encima del crepitar del fuego y el gemido del viento. La mente de Trent no se hallaba despejada. Estaba llena con el recuerdo de C. C. en sus brazos, con el dulce y generoso modo en que su boca se había abierto. La forma en que lo había mirado, con los ojos nublados y cálidos por las emociones. Emociones que imprudentemente él había agitado.

Lo dominaba la culpa.

Ella no era como Marla o cualquiera de las mujeres a las que había seducido a lo largo de los años. Era inocente y abierta, y a pesar de su voluntad fuerte y su lengua mordaz, dolorosamente vulnerable. De forma inexcusable, él se había aprovechado de eso.

«Aunque no es exclusivamente mi culpa», se recordó. Después de todo, era una mujer hermosa y deseable. Y él era humano. El hecho de que la deseara, estrictamente en un plano físico, resultaba natural.

La miró en el momento en que ella giraba la cabeza y le sonreía. Tuvo que contener el impulso tonto de llevarse su mano a los labios y probar su piel.

«Maldita sea, conmueve algo en mí». Algo que estaba decidido a que siguiera inamovible. Cuando ella le sonreía, e incluso cuando le fruncía el ceño, hacía que sintiera más, que quisiera más, que deseara más, más que de ninguna mujer que jamás hubiera conocido.

Era ridículo. Se hallaban separados por kilómetros, en todos los sentidos. Y, sin embargo, al tener esa mano cálida en la suya, se sentía más cerca y en sintonía con ella, más de lo que jamás había estado con nadie.

Incluso podía ver a los dos sentados en un porche soleado, observando a los niños jugar en la hierba. El sonido del mar tranquilizaba igual que una nana. El aire olía a rosas que trepaban por el enrejado. Y a madreselvas que crecían silvestres por doquier.

Parpadeó, temeroso de que se le hubiera parado el corazón. La imagen había sido nítida y aterradora. «Es la atmósfera», se aseguró. «La luz de las velas, el viento y el relámpago». Jugaban con su imaginación.

No era la clase de hombre que se sentaría en un porche con una mujer a contemplar a los niños. Tenía trabajo, un negocio que dirigir. La idea de relacionarse con una mecánica de coches de temperamento vehemente resultaba absurda.

El aire frío pareció abofetearle la cara. Al ponerse rígido, vio que las llamas de las velas se inclinaban demasiado a la izquierda. «Una ráfaga de aire», se dijo cuando el frío lo heló hasta los huesos.

Sintió el escalofrío de C. C. Al mirarla, sus ojos estaban muy abiertos y oscuros. Le apretaba los dedos con fuerza.

—¡Está aquí! —en la voz de Coco había sorpresa y entusiasmo—. No me cabe ninguna duda.

En su júbilo, a punto estuvo de soltar las manos y romper la cadena. Había creído… bueno, había querido creer, pero jamás había sentido una presencia con tanta nitidez. Le sonrió a Lilah en el otro extremo de la mesa, pero su sobrina tenía los ojos cerrados y exhibía una leve sonrisa.

—Ha debido de abrirse una ventana —indicó Amanda, y se habría levantado para ir a comprobarlo si Coco no la hubiera frenado.

—Nada de eso. Quedaos quietos, todos. Está aquí. ¿No lo sentís?

C. C. sí, y no sabía si tenía que sentirse tonta o asustada. Algo era diferente. Estaba segura de que también Trent lo percibía.

Era como si alguien hubiera apoyado una mano sobre los dedos enlazados de C. C. y Trent. El frío se desvaneció, sustituido por una calidez tranquilizadora. Era tan real que miró por encima del hombro, convencida de que vería a alguien de pie a su espalda.

Sin embargo, lo único que vio fue la danza del fuego y las velas en la pared.

—Se encuentra tan perdida —C. C. jadeó al darse cuenta de que era ella quien había hablado. Todos la miraron. Hasta Lilah abrió con pereza los ojos.

—¿La ves? —inquirió Coco en un susurro, apretando los dedos de C. C.

—No. No, claro que no. Es que… —no podía explicarlo—. Es tan triste —musitó, sin saber que las lágrimas brillaban en sus ojos—. ¿No podéis sentirlo?

Trent podía, y eso lo dejaba sin habla. Un corazón roto, y un anhelo tan profundo que era inconmensurable. «Es pura imaginación», se dijo. «El poder de la sugestión».

—No te distancies de eso —Coco buscó con desesperación el procedimiento adecuado. Cuando al fin conseguía que pasara algo de verdad, no tenía ni idea de cómo continuar. Un trueno la sobresaltó—. ¿Crees que hablará a través de ti?

En el extremo opuesto de la mesa, Lilah sonrió.

—Cariño, simplemente dinos qué ves.

—Un collar —se oyó responder C. C.—. Dos hileras de esmeraldas flanqueadas por diamantes. Hermosos, brillantes —el fulgor hería los ojos—. Lo lleva puesto, pero no puedo verle la cara. Oh, es tan desdichada.

—El collar Calhoun —musitó Coco—. De modo que es verdad.

Entonces, como si un suspiro recorriera el aire, las velas volvieron a titilar, luego se irguieron. Un leño cayó en la chimenea.

—Es extraño —comentó Amanda al sentir la mano laxa de su tía—. Iré a avivar el fuego.

—Cariño —Suzanna estudió a C. C. con tanta preocupación como curiosidad—. ¿Te encuentras bien?

—Sí —C. C. carraspeó—. Claro —miró a Trent—. Supongo que la tormenta me ha afectado.

Coco se llevó una mano al pecho y dio una palmadita sobre su veloz corazón.

—Creo que a todos nos vendría bien una copita de brandy —se levantó, más conmocionada de lo que quería reconocer y se dirigió al aparador.

—Tía Coco —comenzó C. C.—. ¿Qué es el collar Calhoun?

—Las esmeraldas —pasó las copas—. Hay una leyenda familiar. Ya conocéis parte de ella, cómo Bianca se enamoró de otro hombre y murió de forma trágica. Supongo que ha llegado el momento de que os cuente el resto.

—¿Has guardado un secreto? —Amanda sonrió al jugar con su copa—. Tía Coco, me sorprendes.

—Quería esperar hasta el momento adecuado. Parece que ha llegado —volvió a sentarse con la copa entre las manos—. Según los rumores, el amante de Bianca era un artista, uno de los muchos que en aquellos días venía a la isla. Se reunía con él cuando Fergus se hallaba lejos de la casa, lo cual sucedía a menudo. El suyo no era exactamente un matrimonio pactado, pero casi. Ella era bastantes años más joven que él, y al parecer muy hermosa. Como Fergus destruyó todas las fotos de Bianca después de que esta muriera, no hay modo de saberlo con certeza.

—¿Por qué? —quiso saber Suzanna—. ¿Por qué haría algo así?

—Quizá por dolor —Coco se encogió de hombros.

—Lo más probable es que fuera por ira —intervino Lilah.

—Sea como fuere —Coco calló para beber un sorbo—, destruyó todos los recordatorios de ella, y las esmeraldas se perdieron. Le había regalado a Bianca el collar cuando dio a luz a Ethan, su hijo mayor —miró a Trent—. Mi padre. No era más que un niño a la muerte de su madre, de modo que este jamás tuvo muy claros los acontecimientos. Pero su niñera, que había permanecido intensamente leal a Bianca, le contó historias sobre ella. Y esas sí que las recordó. A Bianca no le interesaba el collar, pero lo lucía a menudo.

—Como una especie de castigo —afirmó Lilah—. Y talismán —le sonrió a su tía—. Oh, hace años que sé de la existencia del collar. Lo he visto, tal como C. C. lo ha visto esta noche —se llevó la copa a los labios—. Tiene unos pendientes a juego. Lágrimas de esmeraldas, como la piedra en el centro de la hilera inferior.

—Te lo estás inventando —acusó Amanda, y Lilah simplemente movió los hombros.

—No —le sonrió a C. C.—. ¿Me lo estoy inventando?

—No —incómoda, C. C. miró a su tía—. ¿Qué significa todo esto?

—No estoy segura, pero creo que el collar todavía es importante para Bianca. Jamás se lo volvió a ver a su muerte. Algunos creen que Fergus lo arrojó al mar.

—Imposible —dijo Lilah—. El viejo no habría tirado ni un centavo al mar, mucho menos un collar de esmeraldas.

—Bueno… —a Coco no le gustaba hablar mal de su antepasado, pero se vio obligada a estar de acuerdo—. En realidad, no habría sido típico de él. El abuelo contaba los centavos.

—Hacía que Silas Marner pareciera un filántropo —comentó Amanda—. Bueno, ¿qué pasó con el collar?

—Ese, querida, es el misterio. La niñera de mi padre le contó que Bianca iba a dejar a Fergus; que había guardado una caja, lo que la niñera llamó la caja del tesoro. Bianca había sacado a hurtadillas todo lo que era valioso para ella.

—Pero terminó muerta —murmuró C. C.

—Sí. La leyenda cuenta que la caja, con su tesoro, se encuentra escondida en la casa.

—¿En nuestra casa? —Suzanna miró boquiabierta a su tía—. ¿De verdad crees que hay alguna especie de cofre del tesoro que ha estado escondido en alguna parte… cuántos… ochenta años, y que nadie lo ha encontrado?

—Es una casa muy grande —señaló Coco—. Por lo que sabemos, podría haberlo enterrado entre las rosas.

—Si es que alguna vez existió —murmuró Amanda.

—Existió —Lilah asintió en dirección a C. C.—. Y creo que Bianca ha decidido que ya es hora de encontrarlo.

Cuando todas empezaron a hablar al unísono, aportando argumentos y sugerencias, Trent levantó una mano.

—Señoras, señoras —repitió, esperando que se calmaran—. Comprendo que es un asunto familiar, pero ya que se me ha invitado a participar en este… experimento, me siento obligado a añadir una nota de calma. A menudo las leyendas se exageran y expanden con el tiempo. Si existió un collar, ¿no sería más factible que Fergus lo vendiera a la muerte de su esposa?

—No habría podido venderlo si no hubiera podido encontrarlo —señaló Lilah.

—¿Alguna de ustedes cree de verdad que su bisabuela enterró un tesoro en el jardín o lo ocultó detrás de una piedra suelta? —un vistazo alrededor de la mesa le indicó que era eso precisamente lo que pensaban. Movió la cabeza—. Esa especie de cuento de hadas es más apropiado para Alex y Jenny que para mujeres adultas —extendió las manos—. En primer lugar, ni siquiera saben con certeza que existiera un collar.

—Pero yo lo he visto —afirmó C. C. aunque hizo que se sintiera tonta.

—Lo imaginaste —corrigió él—. Piénsalo. Hace unos minutos, seis adultos racionales se sentaban alrededor de esta mesa con las manos unidas para convocar a fantasmas. De acuerdo, en una extraña especie de juego de salón, pero que alguien llegue a creer de verdad en los mensajes del otro mundo… —por el momento no pensaba añadir que también él había sentido algo.

—Tiene atractivo en un hombre cínico de mente pragmática —Lilah se levantó para abrir uno de los cajones del aparador y sacar un bloc y un lápiz. Después de arrodillarse junto a la silla de C. C.… comenzó a dibujar—. Respeto tu opinión, Trent, pero el hecho no es que el collar existió… sino que estoy segura de que aún existe.

—¿Por los cuentos para dormir de una niñera?

—No, por Bianca —le sonrió y le acercó el bloc a C. C.—. ¿Esto es lo que has visto esta noche?

Lilah siempre había sido una artista inteligente. C. C. contempló el boceto del collar de dos hileras engastadas con esmeraldas de corte cuadrado, adornadas con brillantes. En la última hilera colgaba una gema grande con forma de lágrima.

—Sí —pasó la yema de un dedo por encima del papel—. Sí, lo es.

Trent estudió el dibujo. Si realmente existía esa pieza, y el boceto de Lilah se acercaba a su verdadero tamaño, sin duda valdría una fortuna.

—Santo cielo —murmuró Coco cuando le pasaron el cuaderno—. Santo Cielo.

—Creo que Trent tiene razón —Amanda estudió el collar antes de entregárselo a Suzanna—. No podemos derribar la casa piedra por piedra, aunque lo deseáramos. A pesar de cualquier experiencia paranormal que hayamos podido tener, lo primordial es cercioramos… cercioramos sin lugar a dudas —añadió cuando Lilah suspiró—, de que el collar es una realidad. Incluso hace ochenta años algo así debía de costar una increíble cantidad de dinero. Tiene que existir algún registro. Si las famosas vibraciones de Lilah se equivocan y se vendió otra vez, también tendría que existir un registro de esa transacción.

—Eres una aguafiestas —se quejó Lilah—. Supongo que eso significa que dedicaremos el domingo a repasar una montaña de papeles.

C. C. ni siquiera trató de dormir. Se abrigó con su bata de franela y, con la casa crujiendo bajo sus pies, se dirigió a la habitación de Trent. Desde el cuarto de Amanda le llegó el murmullo de la última edición de las noticias. Desde el de Lilah el sonido leve de cítaras. No se le ocurrió sentirse incómoda o titubear. Simplemente llamó a la puerta y aguardó a que él respondiera.

Cuando abrió con la camisa abierta y los ojos un poco adormilados, ella experimentó los primeros nervios.

—¿C. C.?

—Necesito hablar contigo —miró hacia la cama, luego apartó la vista—. ¿Puedo pasar?

—Quizá sería mejor esperar hasta la mañana —se preguntó cómo podía mantener la ecuanimidad cuando hasta una bata de franela le resultaba erótica.

—No estoy segura de poder.

—De acuerdo —el nudo en su estómago se apretó—. Claro —cuanto antes se explicara con ella, mejor. Eso esperaba. La dejó pasar y cerró la puerta—. ¿Quieres sentarte?

—Tengo demasiada energía nerviosa —cruzó los brazos y fue hasta la ventana—. Ha dejado de nevar. Me alegro. Sé que Suzanna estaba preocupada por algunas de sus flores. La primavera es muy impredecible en la isla —al volverse se mesó el pelo—. Hablo de naderías y odio eso —se calmó respirando hondo—. Trent, necesito saber qué piensas sobre lo ocurrido esta noche. De verdad.

—¿Sobre esta noche? —repitió con cautela.

—La sesión espiritista —se pasó las manos por la cara—. Dios, me siento como una imbécil incluso al decirlo, pero sucedió algo —alargó las manos inquietas, a la espera de que él las tomara—. Soy muy realista, muy literal. Lilah es quien cree en esas cosas. Pero ahora… Trent, necesito saberlo. ¿Sentiste algo tú?

—No sé a qué te refieres. Ciertamente en varias ocasiones me sentí tonto.

—Por favor —le dio un tirón impaciente—. Sé sincero conmigo. Es importante.

—De acuerdo, C. C. —después de todo, ¿no era eso lo que se había prometido que haría?—. Dime qué sentiste tú.

—El aire se tornó muy frío. Luego fue como si algo… alguien… estuviera de pie detrás de nosotros. Detrás y entre nosotros dos. No me asustó. Me sorprendió, pero sin temor. Estábamos con las manos juntas, como ahora. Y entonces…

Esperaba que él lo dijera, lo reconociera. Esos enormes ojos verdes lo exigían. Cuando Trent habló, lo hizo con gran renuencia.

—Fue como si alguien apoyara una mano sobre las nuestras.

—Sí —con los ojos cerrados, acercó la mano de él a los labios—. Sí, exacto.

—Una alucinación compartida —comenzó, pero ella lo cortó con una carcajada.

—No quiero oír eso. Nada de explicaciones racionales —se llevó la mano de Trent a la mejilla—. No soy una persona fantasiosa, pero sé que significó algo, algo importante. Lo sé.

—¿El collar?

—Solo una parte de ello, y no esa. El resto… el collar, la leyenda, ya lo descifraremos tarde o temprano. Creo que tendremos que hacerlo porque está escrito. Pero esto… esto fue como una bendición.

—C. C.

—Te amo —con los ojos oscuros y brillantes, le tocó la mejilla—. Te amo y nada en mi vida ha parecido jamás tan correcto.

Se quedó sin habla. Una parte de él quiso retroceder, sonreír con amabilidad y decirle que se estaba dejando llevar por el momento. El amor no surgía en una cuestión de días. Si alguna vez llegaba a pasar, lo cual era raro, tardaba años.

Otra parte, enterrada en lo más hondo de su ser, quiso abrazarla para que el momento no terminara nunca.

—Catherine…

Pero ella ya se había acomodado en sus brazos, que parecían esperarla. Como si no tuviera control sobre ellos, la envolvieron. El calor de ella lo penetró como una droga.

—Creo que lo supe la primera vez que me besaste —apoyó la mejilla en la de él—. No lo quería, no lo pedí, pero jamás había sido así para mí. Creo que nunca lo había esperado. Ahí estabas, de forma tan súbita y completa entraste en mi vida. Bésame otra vez, Trent. Bésame ahora.

No pudo hacer otra cosa. Sus labios ya ardían por sentirla. Cuando se encontraron, ese fuego solo pudo avivarse. Ella era líquido en sus brazos y enviaba lenguas de fuego por su organismo. Cuando Trent no logró evitar que su demanda aumentara, C. C. no titubeó, sino que se pegó a su cuerpo, ofreciéndole todo.

Deslizó las manos bajo la camisa de él, encantada de sentir el temblor veloz e involuntario que le provocó. Los músculos de Trent se tensaron bajo sus dedos con el tipo de fuerza que ella quería, necesitaba.

El viento suspiró más allá de la ventana igual que ella suspiró en sus brazos.

Trent no tenía suficiente. Descubrió que quería devorarla mientras le recorría la cara con los labios, para pasar al cuello y mordisquearle la piel delicada. El aroma a madreselva remolineó en su cabeza. Ella se arqueó y los gemidos roncos de placer que emitió martillearon en su sangre.

Tenía que tocarla. Se volvería loco si no lo hacía. Y también si lo hacía. Cuando le separó la bata, gimió al darse cuenta de que estaba desnuda para él. Desesperado, llenó su mano con ella.

En ese momento Catherine supo lo que era que le hirviera la sangre. Prácticamente podía sentirla correr por sus venas, ardiendo allí donde él la tocaba. Experimentaba una debilidad gloriosa, mezclada con una especie de fuerza maníaca. Quiso darle ambas cosas y encontró el modo cuando Trent la besó con frenesí en la boca.

Ella tembló incluso al responder. Se entregó mientras se encendía. Cuando la cabeza le cayó hacia atrás y clavó con fuerza los dedos en los hombros de él, Trent sintió que por su interior se movía algo que era más que deseo y más profundo que la pasión.

Felicidad. Esperanza. Amor. Al reconocer los sentimientos, a ellos se sumó el terror.

Con la respiración entrecortada, se separó de ella.

La bata había resbalado por un hombro, desnudándolo. Tenía los ojos tan brillantes como las esmeraldas que había imaginado. Sonriendo, alzó una mano temblorosa a la mejilla de él.

—¿Quieres que me quede esta noche?

—Sí… no —mantenerla a distancia era lo más difícil que había tenido que hacer jamás—. Catherine… —comprendió que deseaba que se quedara. No solo esa noche, y no solo por ese glorioso cuerpo. El hecho de que lo quisiera le daba más importancia a la necesidad de aclarar las cosas—. Yo no… no he sido justo contigo, y esto se ha descontrolado con demasiada rapidez —se le escapó un suspiro agitado—. Dios, eres hermosa. No —añadió con presteza al verla sonreír y dar un paso adelante—. Necesitamos hablar. Solo hablar.

—Creía que lo habíamos hecho.

Si seguía mirándolo de esa manera, terminaría por olvidarse de la justicia. O de su propia supervivencia.

—No me he explicado con claridad —comenzó despacio—. Si hubiera sabido, si me hubiera dado cuenta de lo absolutamente inocente que eres, yo no habría, bueno, quiero creer que habría sido más cauteloso. Ahora solo me queda tratar de compensar mi precipitación.

—No entiendo.

—No, ese es el problema —se alejó, ya que necesitaba establecer algo de distancia—. Dije que me sentía atraído por ti, muy atraído. Y es obvio que es la verdad. Pero de haberlo sabido jamás me habría aprovechado de ti.

De pronto ella sintió frío y cerró la bata en torno a su cuerpo.

—¿Te molesta que no haya estado antes con un hombre?

—Molestarme, no —frustrado, se volvió hacia ella—. No es esa la palabra. Me cuesta encontrar una. ¿Sabes?, hay reglas —pero C. C. no dejaba de mirarlo—. Catherine, una mujer como tú espera… merece… más de lo que yo puedo dar.

Ella bajó la vista a las manos mientras apretaba el cinturón de la bata.

—¿Y qué es eso?

—Compromiso. Un futuro.

—Matrimonio.

—Sí.

—Supongo que piensas que esto… lo que yo he dicho… es parte de los planes de la tía Coco.

—No —si se hubiera atrevido, se habría acercado a ella—. Desde luego que no.

—Bueno —se afanó por conseguir que sus dedos se relajaran—. Es algo… imagino.

—Sé que tus sentimientos son sinceros, exagerados, tal vez, pero sinceros. Y todo es por mi culpa. Si esto no hubiera pasado con tanta rapidez, desde el principio te habría explicado que no está en mi intención casarme, jamás. No creo que dos personas puedan ser leales la una a la otra, mucho menos felices, durante una vida entera.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —la miró fijamente—. Porque simplemente no funciona. He visto a mi padre ir de matrimonio a divorcio y otra vez a matrimonio. Es como observar un partido de tenis. La última vez que supe algo de mi madre, iba por su tercer matrimonio. Sencillamente, no es práctico hacer votos sabiendo que los vas a romper.

—Práctico —repitió con un gesto de la cabeza—. No te permites sentir nada por mí porque sería poco práctico.

—El problema es que siento algo por ti.

—No lo suficiente —solo lo suficiente para romperle el corazón—. Bueno, me alegro de que lo hayamos aclarado —destrozada, se volvió hacia la puerta—. Buenas noches.

—C. C. —apoyó una mano en el hombro de ella antes de que pudiera encontrar el pomo.

—No te disculpes —rezó para que su control aguantara unos minutos más—. No es necesario. Lo has explicado todo a la perfección.

—Maldita sea, ¿por qué no me gritas? Llámame algunos nombres que sé que me merezco —habría preferido eso a la serena desolación que había visto en sus ojos.

—¿Gritarte? —se obligó a encararlo—. ¿Por ser justo y honesto? ¿Insultarte? ¿Cómo puedo insultarte, Trent, cuando lo siento tanto por ti? —la mano de él cayó despacio. C. C. irguió la cabeza. Bajo el dolor, justo por debajo de su superficie, había orgullo—. Estás dejando pasar algo… no, no dejas pasar —corrigió—. Con educación devuelves algo que nunca más vas a volver a tener. Lo que has expulsado de tu vida, Trent, habría sido su mejor parte —lo dejó allí con la incómoda sensación de que no se equivocaba.

Esa noche se celebraba una fiesta. Me pareció que sería bueno para mí que llenara la casa con gente, luces y flores. Sé que Fergus se sentía complacido de que hubiera supervisado todos los detalles con tanta meticulosidad. Me había preguntado si él habría notado mi estado de distracción, o lo a menudo que paseaba por los riscos por las tardes, o las muchas horas que había empezado a pasar en la torre, soñando. Pero no lo parece.

Habían asistido los Greenbaum, y los McAllister y los Prentise. Estaban todos los que pasan el verano en la isla y que Fergus considera que debíamos ver. La sala de baile se hallaba rodeada de gardenias y rosas rojas. Fergus había contratado una orquesta de Nueva York y la música era vivaz y agradable. Creo que Sarah McAllister bebió mucho champán, ya que su risa comenzó a crisparme mucho antes de que se sirviera la cena.

Creo que mi nuevo vestido dorado encajaba perfectamente con la ocasión, porque recibió muchos cumplidos. Sin embargo, cuando bailé con Ira Greenbaum, sus ojos se posaron en las esmeraldas. Colgaban como un grillete de mi cuello.

¡Qué injusta soy! Son hermosas, y solo mías porque Ethan es mío.

Durante la velada, subí a la habitación de los niños para comprobar cómo estaban, aunque sé lo cariñosa que es la niñera con todos ellos. Ethan se despertó y adormilado me preguntó si le había llevado un poco de tarta.

Todos mis pequeños parecen ángeles mientras duermen. Mi amor por ellos es tan rico, tan profundo, que me pregunto por qué mi corazón no puede transferir nada de ese dulce sentimiento al hombre que los hizo nacer.

Quizá la culpa está en mí. Sin duda debe ser así. Al besarlos y darles las buenas noches para volver a salir al pasillo, con desesperación deseé que en vez de tener que regresar al salón para bailar y reír, pudiera correr a los riscos para erguirme allí con el viento en mi cabello, rodeada por doquier por el sonido y los olores del mar.

¿Vendría entonces él a mí, si yo me atreviera a algo así? ¿Vendría para erguirnos allí juntos, en las sombras, a la espera de algo que no debemos desear, mucho menos tomar?

No fui a los riscos. Mi deber es mi esposo, y hacia él me dirigí. Al bailar con él mi corazón se sintió tan frío como las joyas que rodean mi cuello. Sin embargo, sonreí cuando alabó mi habilidad como anfitriona. La mano que ceñía mi cintura era distante pero al mismo tiempo posesiva. Mientras nos movíamos con la música, sus ojos estudiaban el salón, aprobando lo que era suyo, escudriñando a sus invitados, convencido de que estaban impresionados.

Cuánto sé lo que representa para el hombre con el que me casé el rango y la opinión de los demás. Y lo poco que al parecer han llegado a significar para mí.

Quería gritarle. «Fergus, por el amor de Dios, mírame. Mírame y ve. Haz que te ame, ya que el miedo y el respeto no pueden ser suficientes para ninguno de los dos. Haz que te ame para que nunca más gire mis pasos hacia los riscos y lo que allí me aguarda».

Pero no grité. Cuando con impaciencia me dijo que era necesario que bailara con Cecil Barkley, musité mi asentimiento.

Ahora la música ha terminado y las lámparas están apagadas. Me pregunto cuándo volveré a ver a Christian. Me pregunto qué será de mí.