5

«Insufrible. Es la palabra perfecta para describirlo», decidió C. C.… aferrándose a ella el resto del día.

Cuando llegó a casa, reinaba la tranquilidad. Captó el sonido débil del piano desde la sala de música. Dándole la espalda a la escalera, siguió las notas.

Era Suzanna la que se sentaba al viejo aparato. Había sido la única en persistir con las clases de música y que había mostrado talento real. Amanda había sido demasiado impaciente, Lilah demasiado perezosa. Y C. C.… bajó la vista a sus manos. Los dedos se habían sentido más cómodos manchados de grasa que ante unas teclas.

No obstante, le gustaba escuchar. No había nada que la calmara o sedujera más que la música.

Suzanna, perdida en alguna parte de su corazón, suspiró cuando murieron las últimas notas.

—Precioso —C. C. se acercó para besar el cabello de su hermana.

—Estoy oxidada.

—No desde aquí.

Suzanna sonrió y le palmeó la mano; entonces notó la venda.

—Oh, C. C.… ¿qué has hecho?

—Me arañé los nudillos.

—¿Te los has lavado bien? ¿Cuándo fue la última vez que te vacunaste contra el tétanos?

—Relájate, mamá. Están limpios y me vacuné hace seis meses —se sentó en el banco, de cara a la sala—. ¿Por dónde anda todo el mundo?

—Los chicos están dormidos… eso espero. Cruza los dedos. Lilah tenía una cita. Mandy repasando algún libro de contabilidad y la tía Coco subió hace horas a darse un baño de espuma y a ponerse rodajas de pepino en los ojos.

—¿Y él?

—En la cama, supongo. Ya es casi medianoche.

—¿Sí? —entonces sonrió—. Estás despierta por mí.

—No —descubierta, Suzanna rio—. Sí. ¿Arreglaste la furgoneta del señor Finney?

—Se había vuelto a dejar las luces encendidas —bostezó—. Creo que lo hace adrede para que yo vaya a recargarle la batería —estiró los brazos—. Cenamos langosta y vino.

—Si no fuera lo bastante mayor para ser tu abuelo, diría que está enamorado de ti.

—Sí. Y es mutuo. Bueno, ¿me he perdido algo por aquí?

—La tía Coco quiere tener una sesión espiritista.

—Otra vez no.

Suzanna pasó levemente los dedos sobre las teclas, improvisando.

—Mañana por la noche, justo después de la cena. Insiste en que hay algo que la bisabuela Bianca quiere que sepamos… y también Trent.

—¿Él… qué tiene que ver en el asunto?

—Si decidimos venderle la casa, se puede decir que la heredará.

—¿Es lo que vamos a hacer, Suzanna?

—Es lo que quizá tengamos que hacer.

C. C. se levantó para ponerse a jugar con las borlas de una lámpara de pie.

—El taller va muy bien. Podría pedir un préstamo dándolo como garantía.

—No.

—Pero…

—No —repitió Suzanna—. No vas a arriesgar tu futuro por el pasado.

—Es mi futuro.

—Y es nuestro pasado —ella también se levantó. Cuando en los ojos de Suzanna aparecía esa luz, hasta C. C. sabía que lo mejor era no discutir—. Sé lo mucho que la casa significa para ti, para todas nosotras. Regresar aquí después de que Bax… después de que las cosas no funcionaran —expuso con cuidado—, me ayudó a mantener la cordura. Cada vez que veo a Alex o a Jenny bajar por la barandilla de la escalera, me veo a mí misma haciéndolo. Veo a mamá sentada al piano, oigo a papá contar historias delante de la chimenea.

—Entonces, ¿cómo se te puede pasar por la cabeza venderla?

—Porque aprendí a enfrentarme a la realidad, sin importar lo desagradable que fuera —apoyó una mano en la mejilla de C. C. Solo las separaban cinco años, pero en ocasiones Suzanna pensaba que eran cincuenta—. A veces te suceden cosas, o pasan a tu alrededor, que simplemente no puedes controlar. En ese caso, recoges lo que es importante para tu vida y sigues adelante.

—Pero la casa es importante.

—¿Cuánto tiempo más crees que podremos aguantar?

—Podríamos vender las litografías, las vajillas de Limoges, algunas cosas más.

—Y prolongar la infelicidad —conocía demasiado bien eso—. Es hora de dejarlo ir, y creo que deberíamos hacerlo con cierta dignidad.

—Entonces, ya te has decidido.

—No —Suzanna suspiró y volvió a sentarse—. Cada vez que pienso que sí, cambio de parecer. Antes de la cena, los chicos y yo dimos un paseo por los riscos —con ojos soñadores miró por la ventana a oscuras—. Cuando estoy allí de pie, contemplando la bahía, siento algo, algo tan increíble, que me rompe el corazón. No sé qué es lo correcto, C. C. No sé qué es lo mejor. Pero me temo que sé lo que hay que hacer.

—Duele.

—Lo sé.

C. C. se sentó a su lado y apoyó la cabeza en el hombro de su hermana.

—Quizá se produzca un milagro.

Trent las observó desde el pasillo en penumbra. Deseó no haberlas oído. Deseó que no le importara. Pero lo había oído, y por motivos que decidió no explorar, le importaba. En silencio, subió otra vez por la escalera.

—Niños —dijo Coco con lo que sabía que era su último vestigio de cordura—, ¿por qué no leéis un libro agradable?

—Quiero jugar a la guerra —Alex cortó el aire con un sable imaginario—. Muerte hasta el último hombre.

«Y solo tiene seis años», pensó Coco. «¿Qué será dentro de diez años?».

—Lápices de colores —comentó esperanzada, maldiciendo las lluviosas tardes de los sábados—. ¿Por qué no os ponéis a hacer bonitos dibujos? Podemos colgarlos en la nevera, como una exposición de arte.

—Cosas de niños —intervino Jenny, que ya con cinco años era una cínica. Apuntó con un rifle láser invisible y disparó—. ¡Z-z-zap! Estás totalmente desintegrado, Alex.

—Desintegrado, un cuerno. Alcé mi campo de fuerza.

—Nooo.

Se observaron con el desagrado mutuo que los hermanos pueden sentir después de estar encerrados en casa un sábado. Por acuerdo tácito, pasaron al combate cuerpo a cuerpo. Mientras se debatían sobre la gastada alfombra Aubusson, Coco levantó la vista al techo.

Al menos el combate tenía lugar en la habitación de Alex, de modo que poco daño se podía causar. Tuvo la tentación de salir y cerrar la puerta, dejándolos para que se mataran, pero, después de todo, era una mujer responsable.

—Alguien se va a lastimar —comenzó con la antigua reprimenda que emplean los adultos con los niños—. ¿Recuerdas lo que pasó la semana pasada cuando Jenny te hizo sangrar la nariz, Alex?

—No es verdad —el orgullo masculino predominó mientras se afanaba por derribar a su ágil hermana.

—Sí es verdad, sí es verdad —entonó ella, con la esperanza de repetirlo. Cruzó sus rápidas piernecitas por encima de él.

—Perdón —dijo Trent desde la puerta—. Parece que interrumpo.

—En absoluto —Coco se arregló el pelo—. Es solo una manifestación de entusiasmo juvenil. Niños, saludad al señor St. James.

—Hola —dijo Alex mientras intentaba inmovilizar a su hermana con una prensa.

La sonrisa de Trent inspiró a Coco.

—Trenton, ¿podría pedirle un favor?

—Desde luego.

—Las chicas trabajan hoy, como usted sabe, y debo hacer uno o dos recados pequeños. ¿Le importaría mucho vigilar a los niños por poco tiempo?

—¿Vigilarlos?

—Oh, no representan problema alguno —le sonrió jubilosa, luego dedicó el gesto a sus sobrinos—. Jenny, no muerdas a tu hermano. Los Calhoun luchan con limpieza —«a menos que hagan trampas», pensó—. Regresaré antes de que se dé cuenta de que me he ido —prometió al pasar a su lado.

—Coco, no estoy seguro de…

—Oh, y no olvide la sesión de esta noche —bajó por los escalones y lo dejó para que se las arreglara por su propia cuenta.

Jenny y Alex dejaron de luchar para mirarlo con astucia. Eran capaces de arrancarse los dientes, pero se unían sin titubeo alguno contra una fuerza exterior.

—No nos gustan las niñeras —aseveró Alex con tono peligroso.

Trent apoyó todo su peso en los talones.

—Sé que a mí no me gusta ser una.

El brazo de Alex rodeó los hombros de su hermana en vez de su cuello. El de ella le rodeó la cintura.

—Eso no hace que nos gusten.

Trent asintió. Si era capaz de manejar un personal de cincuenta personas, podría llevar a dos niños hostiles.

—De acuerdo.

—Cuando el verano pasado fuimos de visita a Boston, tuvimos una niñera —Jenny lo observó con suspicacia—. Hicimos que la vida de todos fuera un infierno.

—¿De verdad? —la risita de Trent se convirtió en una tos.

—Eso dijo nuestro padre —corroboró Alex—. Y se alegró de vernos las espaldas.

La irreverencia infantil ya no resultaba divertida. Trent se esforzó por mantener la ira fuera de sus ojos y simplemente asintió. Evidentemente, Baxter Dumont era un príncipe entre los hombres.

—Una vez yo encerré a mi niñera en el armario y salí por la ventana.

Los niños intercambiaron una mirada interesada.

—Eso está bien —decidió Alex.

—Gritó durante dos horas —improvisó Trent.

—Nosotros pusimos una serpiente en la cama de nuestra niñera y huyó de casa en camisón —Jenny sonrió satisfecha y esperó para ver si él lograba superarlo.

—Bien hecho —«¿y ahora qué?», se preguntó—. ¿Tenéis alguna muñeca?

—Las muñecas son vulgares —dijo Jenny, leal a su hermano.

—¡Cortadles la cabeza! —gritó Alex, provocándole una risita. Dio un salto, blandiendo una espada imaginaria—. Soy el pirata malvado y sois mis prisioneros.

—Mmm, la última vez me tocó ser prisionera —Jenny se levantó—. Es mi turno de ser la pirata malvada.

—Yo lo he dicho primero.

—Tramposo, tramposo —le dio un empujón.

—Nenita, nenita —se burló él, devolviéndole el empujón.

—¡Un momento! —gritó Trent antes de que pudieran lanzarse el uno sobre el otro. El poco familiar tono masculino los frenó en seco—. Yo soy el pirata malvado —les dijo—, y los dos estáis a punto de salir a la pasarela.

Se divirtió. La imaginación infantil de ellos quizá fuera un poco sanguinolenta, pero jugaron limpio una vez que se establecieron las reglas. Muchas personas que conocía socialmente se habrían quedado pasmadas de ver a Trenton St. James III a gatas por el suelo o disparando pistolas de agua, pero él recordaba lo que era estar encerrado en casa los días de lluvia.

Pasaron de ser piratas a villanos espaciales, luego indios locos. Al final de una batalla especialmente violenta, los tres quedaron tendidos en el suelo. Alex, con un tomahawk de plástico en la mano, jugó a estar muerto tanto tiempo que se quedó dormido.

—He ganado yo —dijo Jenny; luego, con el tocado de plumas sobre los ojos, se acurrucó contra el costado de Trent. Con la envidiable facilidad de los niños, también ella se quedó dormida.

C. C. los encontró de esa manera. La lluvia daba con suavidad contra las ventanas. En el cuarto de baño que había pasillo abajo, un goteo caía musicalmente en un cubo. Por lo demás, solo se oía una respiración acompasada.

Alex estaba tendido boca abajo, con los dedos cerrados todavía sobre su arma. Además de los cuerpos, el suelo se hallaba atestado de coches en miniatura, muñecos de acción derrotados y unos pocos dinosaurios de plástico. Evitando las bajas, C. C. entró.

No supo muy bien cuáles fueron sus sentimientos al encontrar a Trent dormido en el suelo con sus sobrinos. De lo que sí estuvo segura fue de que, si no lo hubiera visto con sus propios ojos, no lo habría creído.

Su corbata y zapatos habían desaparecido, tenía el pelo revuelto y por su camisa de algodón había una línea húmeda.

Experimentó una ternura muy real en el corazón. Si incluso parecía… «dulce», pensó, y de inmediato metió las manos en los bolsillos. Eso era absurdo. Un hombre como Trent jamás era dulce.

«Quizá los chicos lo han dejado sin sentido», reflexionó, inclinándose sobre él. Trent abrió los ojos, la observó durante un momento y luego emitió una especie de sonido somnoliento y ronco.

—¿Qué hace? —susurró ella.

—No lo sé muy bien —alzó la cabeza y miró alrededor. Tenía a Jenny en el hueco de un brazo y a Alex al otro lado—. Pero creo que soy el único superviviente.

—¿Dónde está la tía Coco?

—Haciendo unos recados. Yo vigilo a los niños.

—Oh, ya lo veo —enarcó una ceja.

—Me temo que se libró una batalla importante y se perdieron muchas vidas.

—¿Quién ganó? —sonrió al ir a buscar una manta a la cama de Alex.

—Jenny reclamó la victoria —con suavidad quitó el brazo de debajo de la cabeza de la pequeña—. Aunque Alex no lo aceptará.

—Sin duda.

—¿Qué hacemos con ellos?

—Oh, nos los quedaremos, supongo.

Él le devolvió la sonrisa.

—No, quería decir si los metíamos en la cama o algo por el estilo.

—No —con destreza abrió la manta y la extendió sobre los dos niños en el sitio donde dormían—. Estarán bien —sintió el ridículo impulso de rodearle la cintura con un brazo y apoyar la cabeza en su hombro. Lo controló sin piedad—. Fue muy amable de su parte ofrecerse a cuidarlos.

—Realmente no me ofrecí. Me reclutaron.

—Aun así, fue amable.

—No me vendría mal una taza de café —comentó al reunirse con ella en la puerta.

—De acuerdo —aceptó C. C. tras un titubeo—. Lo prepararé. Al parecer se lo ha ganado —miró por encima del hombro al bajar las escaleras—. ¿Cómo se ha mojado la camisa?

—Oh —pasó una mano por ella, un poco abochornado—. Un impacto directo con un rayo mortífero disfrazado de pistola de agua. ¿Qué tal ha ido su día?

—No tan aventurero como el suyo —entró en la cocina y fue directamente a poner agua—. Solo reconstruí un motor.

Cuando el café comenzó a hervir, se dedicó a encender la chimenea de la cocina. Trent notó que tenía lluvia en el cabello. No era un hombre lírico, pero se encontró pensando que las gotas de agua parecían una ducha de diamantes sobre la gorra.

Se recordó que siempre había preferido a las mujeres con el pelo largo. Femeninas, suaves, sinuosas. Y sin embargo… ese estilo de pelo encajaba con C. C.… ya que mostraba su cuello esbelto y enmarcaba esa gloriosa y blanca piel.

—¿Qué está mirando?

—Nada —parpadeó y movió la cabeza—. Lo siento, solo pensaba. Es… Hay algo que reconforta en un fuego en la cocina.

—Mmm —«parece raro», pensó. Quizá se debiera a la falta de corbata—. ¿Quiere leche en el café?

—No, solo.

Al ir hacia la cocina le rozó el brazo. En esa ocasión fue él quien retrocedió.

—¿Dijo la tía Coco adónde iba?

Trent pensó que quizá la electricidad estática explicara la sacudida que sintió al tocarla.

—No exactamente. No importa, me he divertido con los chicos.

Lo observó al pasarle la taza.

—Creo que habla en serio.

—Sí. Tal vez no he estado mucho tiempo junto a niños como para haberme cansado de ellos. Estos dos forman una pareja especial.

—Suzanna es una madre magnífica —relajada, se apoyó en la encimera mientras bebía—. Solía practicar conmigo. ¿Cómo le va el coche?

—Mejor que en meses —alzó la taza para brindar por ella—. Me temo que no noté nada extraño hasta después de que usted trabajara en él. En realidad no sé nada de motores.

—Está bien. Yo no sé cómo planificar una adquisición empresarial.

—Lamento que no estuviera en el taller cuando fui a recogerlo. Hank me dijo que había salido a cenar. Supongo que se lo pasó bien… no volvió hasta tarde.

—Siempre me lo paso bien con Finney —se volvió para sacar el bote de las galletas, luego le ofreció una mientras Trent se afanaba por no prestar atención al aguijonazo de celos.

—¿Un viejo amigo?

—Supongo que se podría decir que sí —C. C. respiró hondo y se preparó para lanzarse al discurso que había practicado todo el día—. Me gustaría aclarar el tema que sacó a colación ayer.

—No es necesario. Me he hecho una idea.

—Podría haberle explicado las cosas sin ser tan dura.

—¿Sí? —la estudió pensativo y con la cabeza ladeada.

—Me gusta pensar que sí —decidida a empezar de cero, dejó el café a un lado—. Me sentía abochornada, y eso me enfada. Toda esta situación resulta difícil.

Trent aún podía captar con claridad la infelicidad en su voz cuando la noche anterior había hablado con Suzanna.

—Creo que empiezo a entender eso.

—Bueno, en cualquier caso —lo miró y suspiró—, no puedo evitar sentir resentimiento por el hecho de que quiera comprar Las Torres, o que quizá tengamos que dejar que lo haga… pero eso es algo distinto de las maniobras de la tía Coco. Creo que me di cuenta, cuando dejé de sentirme furiosa, de que usted se sentía tan abochornado como yo. Simplemente fue demasiado educado.

—Es una mala costumbre que tengo.

—Si no hubiera sacado lo del beso… —agitó media galletita ante él.

—Comprendo que fue un error de juicio, pero como ya me había disculpado por ello, pensé que podríamos tratarlo de manera razonable.

—No quería una disculpa —musitó C. C.—. Ni entonces ni ahora.

—Entiendo.

—No, no lo entiende. En absoluto. Lo que quería decir era que una disculpa resultaba innecesaria. Puede que carezca de experiencia de acuerdo a sus estándares, y tal vez no sea sofisticada como las mujeres con las que está acostumbrado a tratar, pero no soy tan tonta como para ponerme a soñar despierta por un estúpido beso —volvía a enfadarse y pretendía que eso no sucediera. Respiró hondo y lo intentó otra vez—. Me gustaría olvidar eso y nuestra conversación de ayer. Si resulta que tenemos que realizar negocios juntos, será mucho más sensato para todos que nos mostremos civilizados.

—Me gusta de esta manera.

—¿De qué manera?

—Cuando no me dispara.

—No se acostumbre —terminó la galleta y sonrió—. Todos los Calhoun tienen un humor de perros.

—Eso me han advertido. ¿Una tregua?

—Supongo. ¿Quiere otra galletita? —notó que él volvía a mirarla fijamente, y abrió mucho los ojos cuando alargó la mano para acariciarle el pelo—. ¿Qué hace?

—Tiene el pelo mojado —fascinado, volvió a acariciarlo—. Huele a flores húmedas.

—Trent…

—¿Sí? —sonrió.

—No creo que este sea el mejor modo de llevar las cosas.

—Probablemente, no —pero bajó los dedos por el pelo hasta la nuca de C. C. Sintió el rápido temblor—. No consigo quitarte de mi cabeza. Y no dejo de experimentar estos impulsos incontrolables de tocarte. Me pregunto por qué será.

—Porque… —se humedeció los labios—… te irrito.

—Oh, desde luego, sin lugar a dudas —apretó los dedos contra la nuca y la hizo avanzar unos centímetros—. Pero no solo de la forma que quieres dar a entender. No es tan sencillo. Aunque debería serlo —alzó la otra mano hasta el cuello de la camisa vaquera de trabajo de ella, luego le tomó la barbilla—. De lo contrario, ¿por qué iba a sentir esta necesidad irresistible de tocarte cada vez que me acerco a ti?

—No lo sé —los dedos de él, ligeros como plumas, bajaron hasta la base del cuello para sentir sus latidos—. Desearía que no lo hicieras.

—¿Hacer qué?

—Tocarme.

Bajó la mano por la manga hasta la mano vendada de C. C.… luego se la llevó a los labios.

—¿Por qué?

—Porque me pones nerviosa.

—Ni siquiera pretendes ser provocativa, ¿verdad? —algo se iluminó en sus ojos, haciendo que fueran casi negros.

—No sabría cómo —cerró los ojos con un gemido estrangulado cuando él le besó la mandíbula.

—Madreselva —murmuró él, acercándola. En el pasado le había parecido una flor muy corriente—. Prácticamente puedo saborearla en ti. Salvaje y dulce.

Los músculos de ella se derritieron cuando los labios se juntaron. El beso fue mucho más ligero y suave que la primera vez. No era justo que le pudiera hacer eso. La parte de su mente que aún era racional estuvo a punto de gritarlo. Pero hasta eso quedó ahogado por la marejada de anhelo.

—Catherine —le enmarcó el rostro entre las manos mientras le mordisqueaba el labio—. Devuélveme el beso.

Ella quiso mover la cabeza, apartarse y salir de la habitación con andar indiferente. Pero fluyó a los brazos de él y su boca salió al encuentro de la de Trent.

Ella pegó mejor contra su cuerpo. No podía ni quería pensar en nada… ni en las consecuencias, ni en las reglas, ni en un código de conducta. Por primera vez desde que tenía uso de memoria, solo deseaba sentir. Esas agudas y dulces sensaciones que le provocaba ella eran más que suficiente para cualquier hombre.

C. C. era fuerte, siempre lo había sido, pero no lo bastante para impedir que el tiempo se paralizara. Comprendió que toda la vida había estado esperando ese momento. Mientras sus manos subían por la espalda de él, abrazó el momento tan completamente como abrazó a Trent.

El fuego crepitó en la chimenea. La lluvia repicaba en el exterior. Por toda la casa reinaba la ligera y picante fragancia del pebetero de Lilah. Los brazos de él eran fuertes y firmes, aunque con una gentileza que C. C. no había esperado.

Lo recordaría todo, cada detalle, junto con la oscura excitación de la boca de Trent y el sonido de su nombre pronunciado por él.

La apartó, en esa ocasión despacio, más aturdido de lo que le gustaba reconocer. Al observarla, ella se pasó la lengua por los labios, como si quisiera saborear un último vestigio. El gesto delicado e inconsciente a punto estuvo de ponerlo de rodillas.

—No habrá disculpa esta vez —le dijo con voz poco segura.

—No.

—Te deseo —volvió a besarla—. Quiero hacer el amor contigo.

—Sí —fue un tipo de liberación glorioso. Sonrió sobre la boca de él—. Sí.

—¿Cuándo? —enterró la cara en su pelo—. ¿Dónde?

—No lo sé —cerró los ojos maravillada—. No puedo pensar.

—No lo hagas —le besó la sien, el pómulo, los labios—. No es el momento de pensar.

—Ha de ser perfecto.

—Lo será —le enmarcó otra vez la cara—. Deja que te lo demuestre.

Le creyó… las palabras y lo que vio en sus ojos.

—No puedo creer que vayas a ser tú —riendo, lo rodeó con los brazos y lo pegó a ella—. Que haya esperado toda mi vida para estar con alguien y que seas tú.

—¿Toda tu vida? —la mano se frenó de camino hacia el cabello de C. C.

—Pensaba que la primera vez tendría miedo, pero no lo tengo. No contigo soñadoramente enamorada, —lo abrazó más fuerte.

—La primera vez —Trent cerró los ojos. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Había reconocido la inexperiencia, pero no había pensado, no había terminado de creer que ella fuera completamente inocente. Y la había seducido en su propia cocina—. C. C.

—Tengo sed —se quejó Alex desde la puerta, haciendo que se separaran como niños culpables. Los miró con suspicacia—. ¿Por qué hacéis eso? Es desagradable —miró a Trent con expresión dolida, de hombre a hombre—. No entiendo por qué alguien querría besar a las chicas.

—Es un gusto adquirido —le informó Trent—. ¿Qué te parece si te damos algo para beber y luego hablo con tu tía? Necesito hacerlo en privado.

—Más tonterías sentimentales.

—¿Qué tonterías sentimentales? —quiso saber Amanda al pasar a su lado.

—Nada —C. C. alargó la mano hacia la cafetera.

—Dios, qué día he tenido —comenzó Amanda mientras tomaba una galleta.

Dos segundos más tarde entró Suzanna, seguida de Lilah. Cuando la cocina se llenó de risas y fragancias femeninas, Trent supo que su momento se había perdido. En el instante en que C. C. le sonrió desde el otro extremo del cuarto, también temió perder la cabeza.