4

«Cuando no puedes dormir, lo mejor es levantarte». Eso es lo que se dijo C. C. al sentarse a la mesa de la cocina a contemplar la salida del sol con su segunda taza de café.

Tenía muchas cosas en la cabeza, eso era todo. Facturas, el Oldsmobile que debía arreglar aquella mañana, facturas, la inminente cita con el dentista. Más facturas. Trenton St. James figuraba muy atrás en su lista de preocupaciones. En alguna parte entre una caries potencial y un tubo de escape averiado.

Bajo ningún concepto perdía el sueño por él. Y un beso, ese ridículo… accidente era la mejor palabra para describirlo, ni siquiera merecía un pensamiento.

«No me comporto como si nunca hubiera recibido un beso», se reprendió. Aunque ninguno había mostrado una destreza tan impresionante. Lo que solo demostraba que Trent había dedicado una gran parte de su vida a tener los labios pegados a los de alguna mujer. Muchas mujeres.

En ese momento pensó que había sido una jugarreta. En especial en medio de lo que había empezado a ser una discusión muy satisfactoria. Los hombres como Trent no sabían cómo pelear con limpieza, con ingenio y palabras y una furia honesta. Se los enseñaba a dominar, del modo que mejor funcionara.

«Bueno, pues ha funcionado», pensó al pasar un dedo por sus labios. Había funcionado como un hechizo, porque durante un momento, un breve y trémulo momento, ella había sentido algo bonito… algo más que la excitante presión de sus labios, más que sus manos posesivas.

Había estado en su interior, debajo del pánico y el placer, más allá del remolino de sensaciones. Un fulgor, cálido y dorado, como una lámpara en la ventana en una noche tormentosa.

Luego él había apagado esa lámpara con un movimiento rápido e indiferente, dejándola otra vez en la oscuridad.

Apesadumbrada, pensó que podría haberlo odiado solo por eso, si ya no tuviera suficientes motivos por los que odiarlo.

—Eh, pequeña —Lilah entró con los pantalones caqui de su trabajo. Llevaba la mata de pelo recogida en una trenza a la espalda. De cada oreja oscilaba un trío de bolas de ámbar—. Te has levantado pronto.

—¿Yo? —C. C. olvidó su estado de ánimo el tiempo suficiente para mirarla con incredulidad—. ¿Eres mi hermana o una impostora inteligente?

—Tú debes juzgarlo.

—Debes ser una impostora. Lilah Maeve Calhoun jamás se levanta antes de las ocho, exactamente veinte minutos antes de que tenga que salir corriendo de la casa para llegar cinco minutos tarde al trabajo.

—Dios, odio ser tan predecible. Mi horóscopo… —adelantó, mientras inspeccionaba la nevera—. Ponía que hoy tenía que levantarme pronto para contemplar la salida del sol.

—¿Y qué te ha parecido? —le preguntó mientras su hermana iba hacia la mesa con una lata de refresco frío y una porción de tarta.

—Bastante espectacular —dio un bocado a la tarta—. ¿Cuál es tu excusa?

—No podía dormir.

—¿Algo que ver con el desconocido que hay en el otro extremo del pasillo?

C. C. frunció la nariz y tomó una cereza del plato de Lilah.

—Los tipos como él no me perturban.

—Los tipos como él fueron creados para perturbar a las mujeres, y hay que darle las gracias a Dios. De modo… —estiró las piernas y las apoyó en una silla vacía. El grifo de la cocina volvía a gotear, pero le gustaba el sonido—. ¿Cuál es la historia?

—No dije que hubiera una.

—No es necesario, lo llevas grabado en la cara.

—Simplemente no me gusta que esté aquí, eso es todo —se incorporó para llevar su taza al fregadero—. Es como si ya nos quisieran echar de nuestra casa. Sé que hemos hablado de vender, pero todo era tan vago y lejano —se volvió hacia su hermana—. Lilah, ¿qué vamos a hacer?

—No lo sé —los ojos de Lilah se nublaron. Era una de las pocas cosas por las que no podía dejar de preocuparse. Sus debilidades eran la casa y la familia—. Supongo que podríamos vender algunas de las vajillas. Y luego tenemos la plata.

—Eso partiría el corazón de la tía Coco.

—Lo sé. Pero existe la posibilidad de que tengamos que vender pieza tras pieza… o dar un paso importante —comió un poco de tarta—. A pesar de lo mucho que odio decirlo, vamos a tener que pensar mucho, en serio y con pragmatismo.

—Pero ¿para que se convierta en un hotel?

Lilah se encogió de hombros.

—Eso no me causa ningún problema moral profundo. La casa la construyó el loco Fergus para recibir a un ejército de invitados, con toda clase de personal para atenderlos. Me parece que un hotel encaja con el propósito original —suspiró al observar la expresión de C. C.—. Sabes que adoro este lugar tanto como tú.

—Lo sé.

Lo que Lilah no dijo fue que le partiría el corazón tener que vender, pero que estaba preparada para hacer lo que fuera mejor para la familia.

—Le daremos al magnífico señor St. James un par de días más, luego celebraremos una reunión familiar —animó con una sonrisa a C. C.—. Nosotras cuatro juntas no podemos equivocarnos.

—Espero que tengas razón.

—Cariño, siempre tengo razón… es la pequeña cruz que me toca llevar —bebió un sorbo del refresco—. Y ahora por qué no me cuentas qué te ha producido insomnio.

—Acabo de hacerlo.

—No —con la cabeza ladeada, agitó el tenedor en dirección a C. C.—. No olvides que Lilah lo ve y lo sabe todo… y lo que no, lo averigua. Suéltalo.

—La tía Coco hizo que lo llevara al jardín.

—Sí —Lilah sonrió—. Es una diablesa taimada. Deduje que tramaba algún romance. La luna, flores, el sonido distante del agua al romper sobre las rocas. ¿Funcionó?

—Nos peleamos.

—Es un buen comienzo. ¿Por la casa?

—Por eso… y otras cosas.

—¿Cuáles?

—Nombres de amantes —musitó C. C.—. Familias importantes de Boston. Sus zapatos.

—Una discusión ecléctica. Las que yo prefiero. ¿Y luego?

—Me besó —metió las manos en los bolsillos.

—Ah, la trama se complica —sentía el mismo amor que Coco por el cotilleo, por lo que se adelantó y apoyó el mentón en las manos—. ¿Cómo fue? Tiene una boca fantástica. Lo noté de inmediato.

—Pues bésalo tú misma.

Tras meditarlo un momento, Lilah movió la cabeza, no sin cierto pesar.

—No, con o sin boca fantástica, no es mi tipo. Además, tú ya lo has besado, así que cuéntamelo. ¿Es bueno?

—Sí —reconoció a regañadientes—. Supongo que se podría decir que sí.

—¿Qué puntuación le darías en una escala del uno al diez?

La risita escapó de labios de C. C. antes de que se diera cuenta de ello.

—En ese momento no pensaba en un sistema de evaluación.

—Mejor y mejor —Lilah lamió el tenedor—. De manera que te besó y fue estupendo. ¿Y después?

—Se disculpó —suspiró y el humor se desvaneció de su voz.

Lilah la miró fijamente y despacio dejó el tenedor.

—¿Que hizo qué?

—Se disculpó… muy correctamente por su conducta inexcusable y prometió que no se repetiría. El idiota. ¿Qué clase de hombre cree que una mujer desea una disculpa después de que la hayan besado hasta quitarle el aliento?

—Bueno, tal como yo lo veo, hay tres elecciones —Lilah movió la cabeza—. Es un idiota, ha sido educado para mostrarse excesivamente cortés o era incapaz de pensar de forma racional.

—Yo voto por lo de idiota.

—Mmm. Voy a tener que meditarlo —tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Quizá debería hacerle la carta astral.

—Sin importar en qué signo tenga la luna, insisto en lo de idiota —se acercó a Lilah para darle un beso en la mejilla—. Gracias. He de irme.

—C. C. —esperó hasta que su hermana se dio la vuelta—. Tiene ojos bonitos. Cuando sonríe, tiene ojos muy bonitos.

Trent no sonreía cuando al fin aquella tarde consiguió escapar de Las Torres. Coco había insistido en mostrarle cada centímetro húmedo de las bodegas, para luego atraparlo durante dos horas con álbumes de fotos.

Había sido divertido contemplar fotos de C. C. de bebé, observar su crecimiento de niña a mujer. Había sido increíblemente bonita con trenzas y sin un diente.

Durante la segunda hora, comenzaron a sonar las campanas de alarma. Coco había comenzado a sonsacarle con poca sutileza lo que pensaba sobre el matrimonio, los hijos y las relaciones. Fue entonces cuando se dio cuenta de que detrás de los ojos suaves y húmedos de esa mujer funcionaba un cerebro agudo y calculador.

No intentaba vender la casa, sino subastar a una de sus sobrinas. Y al parecer la candidata principal era C. C. y él había sido seleccionado como el mejor postor. Decidió que a las mujeres Calhoun les esperaba un despertar brusco. Iban a tener que buscar un candidato apropiado en otra parte del mercado matrimonial. Le deseó suerte al pobre incauto.

Y se prometió que los St. James tendrían la casa. La iban a conseguir sin que de por medio hubiera ningún velo nupcial.

Con furia controlada, bajó por el empinado y serpenteante camino de acceso. Al oír el sonido de su propia voz hablando consigo mismo, decidió que iba a dar un paseo largo que lo calmara. Quizá hasta el Parque Nacional Acadia, donde Lilah trabajaba como naturalista. «Divide y conquistarás», pensó. Se encontraría con cada una de ellas en su espacio laboral y allí agitaría sus hermosas cadenas.

«Lilah parece receptiva», reflexionó. Cualquiera de ellas lo sería más que C. C. Amanda daba la impresión de ser sensata. Estaba convencido de que Suzanna era una mujer razonable.

¿Qué había salido mal con la hermana número cuatro?

Pero descubrió que se encaminaba al pueblo, más allá del negocio de jardines de Suzanna y del Bay Watch Hotel. Al poner rumbo al taller de C. C.… se dijo que eso era lo que en todo momento había querido hacer.

Empezaría con ella, la espina más puntiaguda que tenía clavada en el costado. Y cuando terminara, a C. C. no le quedaría ilusión alguna de atraparlo para el matrimonio.

Hank subía a la grúa cuando Trent bajó del BMW.

—Hola —sonriendo, Hank se llevó la mano a la visera de su gorra gris—. La jefa está dentro —cerró la puerta y sacó la cabeza por la ventanilla, dispuesto a charlar.

Por algún motivo, Trent descubrió que se fijaba de verdad en él. Era joven, probablemente de unos veinte años, con una cara redonda y abierta, fuerte acento del este y un pelo de color pajizo que salía disparado en todas direcciones.

—¿Hace mucho que trabajas para C. C.?

—Desde que le compró el taller al viejo Pete. Hace unos tres años. Sí. Casi tres años. No quiso contratarme hasta que terminé el instituto. Es graciosa.

—¿Sí?

—En cuanto se le mete una abeja en la gorra, no hay manera de echarla —con la cabeza indicó el taller—. Hoy está bastante susceptible.

—¿Eso es poco habitual?

Hank rio entre dientes y puso la radio.

—No puedo decir que ladre y no muerda, porque la he visto morder en un par de ocasiones. Nos vemos.

—Claro —cuando entró, C. C. se hallaba enterrada hasta la cintura en el capó de un sedán último modelo. Tenía puesta la radio, pero esa vez eran sus caderas las que seguían el ritmo—. Perdone —comenzó, luego recordó que ya habían pasado por lo mismo. Se acercó y le tocó el hombro.

—Si espera un… —pero giró la cabeza lo suficiente para ver la corbata. Ese día no era marrón, sino azul. No obstante, estaba segura de quién era el dueño—. ¿Qué quiere?

—Creo que se trata de un cambio de lubricante.

—Oh —volvió a dedicarse a cambiar unas bujías de encendido—. Bueno, déjelo fuera, las llaves en el banco y ya lo revisaré. Estará listo a las seis.

—¿Siempre se ocupa de sus negocios de forma tan casual?

—Sí.

—Si no le importa, creo que retendré mis llaves hasta que esté menos distraída.

—Como guste —pasaron dos minutos de vibrante silencio rotos solo por la predicción de la radio de tormenta para esa tarde—. Mire, si piensa quedarse aquí de pie, ¿por qué no hace algo útil? Métase en el coche y arránquelo.

—¿Arrancarlo?

—Sí, ya sabe, gire la llave y pise el pedal —ladeó la cabeza y se apartó el pelo con un soplido—. ¿Cree que podrá conseguirlo?

—Es probable —no era exactamente lo que había tenido en mente, pero rodeó el coche hasta el asiento del conductor. Notó que había algo rosa y pegajoso en la alfombrilla. Se metió dentro y giró la llave. El motor arrancó y ronroneó, con un sonido que le pareció bueno. Aunque C. C. no estuvo de acuerdo, ya que se puso a realizar unos ajustes—. Suena bien —señaló Trent.

—No, hay un intervalo.

—¿Cómo puede oír algo con el estruendo de la radio?

—¿Cómo puede usted no oírlo? Mejor —murmuró—. Mejor.

Curioso, bajó para inclinarse por encima del hombro de ella.

—¿Qué hace?

—Mi trabajo —movió los hombros con gesto irritado, como si tuviera un picor entre los omóplatos—. Retírese, ¿quiere?

—Solo expreso una curiosidad normal —sin pensarlo, apoyó con ligereza una mano en la espalda de ella y se adelantó más. C. C. se sobresaltó, sintió un aguijonazo de dolor y maldijo como un marinero.

—Déjeme ver —tomó la mano que ella agitaba.

—No es nada. Suélteme, ¿quiere? Si no hubiera estado en mi camino, la mano no me habría resbalado.

—Pare de bailar y déjeme ver —le aferró la muñeca con firmeza y examinó los nudillos lastimados. La leve mancha de sangre por debajo de la grasa le provocó un agudo y ridículo sentido de culpabilidad—. Necesitará que la curen.

—Es solo un arañazo —«Dios, ¿por qué no le soltaba la mano?»—. Lo que necesito es acabar este trabajo.

—No se comporte como un bebé —comentó con suavidad—. ¿Dónde está el botiquín de primeros auxilios?

—En el baño, y yo sola puedo hacerlo.

Sin prestarle atención ni soltarle las muñecas, rodeó el vehículo para apagar el motor.

—¿Dónde está el baño?

Con un gesto brusco indicó el pasillo que separaba la oficina del taller.

—Si deja las llaves de su…

—Dijo que era mi culpa que se lastimara la mano, así que asumo la responsabilidad.

—Me gustaría que dejara de hacerme dar vueltas —pidió cuando la condujo hacia el pasillo.

—Entonces mantenga el ritmo —de un empujón abrió una puerta que daba a un baño con azulejos blancos del tamaño de un armario. Sin hacer caso a las protestas de ella, sostuvo su mano bajo el chorro de agua fría. Las dimensiones del cuarto hacían que estuvieran con las caderas pegadas. Ambos se esforzaron por soslayar eso mientras él tomaba el jabón y, con sorprendente delicadeza, comenzaba a lavarle la mano—. No es profundo —indicó, molesto por tener la garganta seca.

—Le dije que solo era un arañazo.

—Los arañazos se infectan.

—Sí, doctor.

Con una réplica en la punta de la lengua, alzó la vista. Se la veía muy bonita con grasa en la punta de la nariz y la boca con un mohín infantil.

—Lo siento —se oyó decir, y la petulancia se desvaneció de los ojos de ella.

—No ha sido culpa suya —para no estar quieta, abrió el espejo del armario que había sobre el lavabo y sacó el botiquín—. Puedo ocuparme yo, de verdad.

—Me gusta acabar lo que empiezo —le quitó el botiquín de las manos y encontró el antiséptico—. Supongo que debería decir que esto le va a picar.

—Ya sé que pica —soltó un siseo contenido cuando él limpió el corte. Automáticamente se inclinó para soplar, lo mismo que hizo él. Sus cabezas chocaron. Se frotó el golpe con la mano libre y rio—. Formamos un equipo horrible.

Trent se llevó las manos de C. C. a los labios y vio que la confusión oscurecía sus ojos. La mano que sostenía se quedó laxa. Ella abrió la boca y permaneció de ese modo, sin emitir sonido alguno.

—Se supone que un beso lo cura —señaló, y por motivos absolutamente egoístas, le rozó la mano con los labios.

—Creo que… sería mejor si… —«Dios, el cuarto es pequeño», pensó distraída. Y se empequeñecía por momentos—. Gracias —logró decir—. Estoy segura de que ya está bien.

—Hay que vendarla.

—Oh, bueno, yo no…

—Si no, se ensuciará —pasándoselo en grande, sacó un rollo de venda y comenzó a envolverle la mano.

Creyendo que de esa manera pondría algo de distancia entre ellos, C. C. se volvió. Como si siguiera los movimientos de un baile, Trent también lo hizo. Quedaron cara a cara en vez de costado. Él se movió y la espalda de ella se clavó contra la pared.

—¿Le duele?

Lo negó con la cabeza. «No me duele», decidió C. C.… «Solo estoy loca». Una mujer tenía que estar loca para que el corazón le martilleara como un martillo neumático porque un hombre le pasara una venda por los nudillos despellejados.

—C. C. —con movimientos competentes fijó la venda en su sitio—. ¿Puedo hacerle una pregunta personal? —se hallaban tan cerca como la noche anterior, durante la discusión. Trent concluyó que eso era mucho más agradable—. ¿Va a arreglarme el radiador?

—Desde luego.

—¿Entonces me perdona por lo sucedido anoche?

—No he dicho eso —enarcó las cejas.

—Me gustaría que lo reconsiderara —con la mano de ella entre los dos, se acercó un poco más—. Verá, si eso va a representar mi perdición, costará aún más resistir el impulso de pecar otra vez.

—No creo que lamente nada de lo que hizo —aturdida, ella se pegó a la pared.

—Me temo que tiene razón —repuso, observando los ojos abiertos, la boca tentadora.

Mientras ella se sentía indecisa entre el terror y el gozo, el teléfono comenzó a sonar.

—He de contestar —ágil como un sabueso, se escabulló fuera del cuarto.

Sorprendido consigo mismo, él la siguió más despacio. Otra mujer, ciertamente una que tuviera el matrimonio en la cabeza, habría sonreído… o hecho un mohín. Lo habría rodeado con los brazos o fingido que lo mantenía a raya. Pero otra mujer no se habría quedado con la espalda contra la pared como si se enfrentara a un pelotón de fusilamiento. Otra mujer no lo habría observado con ojos muy grandes y desvalidos, ni habría tartamudeado.

Tampoco le habría resultado tan irresistible.

En la oficina, C. C. alzó el auricular, pero tenía la mente en blanco. Miró por el cristal con el auricular pegado al oído durante diez segundos silenciosos antes de que la voz que escuchaba la devolviera a la realidad.

—¿Qué? Oh, sí, sí, soy C. C. Lo siento. ¿Eres tú, Finney? —soltó el aliento contenido mientras escuchaba—. ¿Te has vuelto a dejar las luces encendidas? ¿Estás seguro? Vale, vale. Puede que sea el motor de encendido —con gesto distraído se pasó una mano por el pelo y comenzó a sentarse en el escritorio antes de ver a Trent. Entonces se irguió como un muelle—. ¿Qué? Lo siento, ¿podrías repetirlo? Mmm. ¿Por qué no paso a echarle un vistazo de camino a casa? A eso de las seis y media —sonrió—. Claro, soy incapaz de rechazar una langosta. Puedes apostarlo. Adiós.

—Un mecánico que hace visitas —comentó Trent.

—Entre vecinos nos cuidamos —«relájate», se ordenó. «Relájate ahora mismo»—. Además, resulta fácil cuando te espera un especial de langosta de Albert Finney.

—¿Cómo va la mano? —sintió una irritación que se esforzó en soslayar.

—Bien —ella movió los dedos—. ¿Por qué no cuelga las llaves de su coche en el tablero?

—¿Se da cuenta de que jamás ha pronunciado mi nombre? —inquirió mientras obedecía.

—Claro que sí.

—No, me ha llamado nombres, pero nunca el mío —descartó el pensamiento con un gesto—. En cualquier caso, necesito hablar con usted.

—Escuche, si es sobre la casa, no es el momento ni el lugar.

—No lo es, desde luego.

—Oh —lo miró y sintió ese extraño sobresalto en el pecho—. Se me hace tarde. ¿No puede esperar hasta que venga a recoger su coche?

—No tardaré mucho —no estaba acostumbrado a esperar por nada—. Considero que debo advertirla, ya que creo que desconocía tanto como yo los planes de su tía.

—¿La tía Coco? ¿Qué planes?

—Esos que involucran un vestido blanco.

—¿Matrimonio? —su expresión pasó de desconcierto a suspicacia—. Es absurdo. La tía Coco no planea casarse. Ni siquiera sale con alguien de manera seria.

—No creo que sea ella la candidata —se acercó sin quitarle la vista de encima—. Es usted.

Rio divertida y con ganas al sentarse en el borde del escritorio.

—¿Yo? ¿Casada? Es una tontería.

—En absoluto.

La risa murió. Bajó del escritorio y habló con voz muy fría.

—¿Qué es exactamente lo que quiere dar a entender?

—Que su tía, por razones que únicamente ella conoce, me invitó aquí no solo para echarle un vistazo a la casa, sino también a sus cuatro atractivas sobrinas.

Ella se puso muy pálida, señal de que se sentía profundamente enfadada.

—Es insultante.

—Es un hecho.

—Salga de aquí —lo empujó con fuerza en dirección a la puerta—. Salga de aquí. Recoja sus llaves, su coche y sus ridículas acusaciones y salga de aquí.

—Cállese un momento —la agarró con firmeza por los hombros—. Solo un minuto, y cuando haya terminado, y si todavía piensa que estoy siendo ridículo, me marcharé.

—Sé que es ridículo. Y taimado, y arrogante. Si por un instante piensa que yo… yo tengo planes para usted…

—Usted no —corrigió—. Su bienintencionada tía. «C. C.… ¿por qué no le enseñas a Trenton los jardines? Las flores son exquisitas a la luz de la luna».

—Solo estaba mostrándose cortés.

—¿Sabe cómo pasé la mañana?

—No me interesa en absoluto.

—Mirando álbumes de fotos —vio que la ira se transformaba en angustia e insistió—. Docenas de fotos. Fue una niña adorable, Catherine.

—Oh, Dios.

—Y también brillante, según su extasiada tía. Fue campeona de ortografía en tercer grado —con un gemido ahogado, ella volvió a sentarse sobre el escritorio—. No tiene ni una sola caries.

—No me lo creo —logró musitar C. C.

—Eso y más. Matrícula de honor en su clase de mecánica en el instituto. Empleó el grueso de su herencia para comprarle este taller a su jefe. Tengo entendido que es una mujer muy sensata que sabe cómo mantener los pies en la tierra. Desde luego, con su excelente historial de cerebro y belleza, sería una esposa excelente para el hombre adecuado.

C. C. había cambiado la palidez por un rubor furioso.

—El simple hecho de que la tía Coco esté orgullosa de mí no significa que pretenda nada por el estilo.

—¿No después de acabar relatando sus virtudes y mostrarme sus fotos, preciosas por cierto, en el baile de graduación?

—Santo… —C. C. cerró los ojos.

—Luego se puso a interrogarme acerca de lo que pensaba sobre el matrimonio y los hijos, soltando insinuaciones bastante directas de que un hombre en mi posición necesita una relación estable con una mujer estable. Como usted.

—De acuerdo, de acuerdo. Ya basta —volvió a abrir los ojos—. La tía Coco a menudo imagina que sabe lo que es mejor para mis hermanas y para mí. Y se pasa —apretó los dientes—. Pero en esos casos solo es porque nos quiere y se siente responsable de nosotras. Siento que lo haya incomodado.

—No se lo he contado para avergonzarla o conseguir una disculpa —incómodo de pronto, se metió las manos en los bolsillos—. Pensé que era mejor que supiera por dónde iban los pensamientos de su tía antes de que, bueno, algo se descontrolara.

—¿Descontrolarse? —repitió C. C.

—O se malinterpretara —«es extraño», pensó; por lo general, le resultaba fácil establecer pautas. Desde luego, con anterioridad no recordaba haber tenido problemas para exponer una idea—. Es decir, después de lo de anoche… comprendo que usted ha estado protegida hasta cierto punto —vio que ella movía los dedos de su mano buena sobre una rodilla. Consideró que era mejor empezar de nuevo—. Creo en la sinceridad, C. C.… tanto en mis negocios como en mis relaciones personales. Anoche, entre el malhumor y la luz de la luna… supongo que podríamos decir que perdimos un poco el control —le pareció una descripción pobre de lo que había pasado—. No quisiera que su falta de experiencia y las fantasías de su tía condujeran a un malentendido.

—A ver si lo he comprendido. Le preocupa que por haberme besado anoche, y que mi tía haya sacado el tema del matrimonio junto con unas fotos mías de pequeña, pueda hacerme una idea descabellada de que yo podría ser la próxima señora St. James.

—Más o menos —aturdido, se mesó el pelo—. Pensé que sería mejor, desde luego más justo, si se lo contaba directamente, de forma que usted y yo pudiéramos manejarlo de forma razonable. Así no…

—¿No desarrollaría ninguna ilusión de grandeza? —sugirió C. C.

—No ponga palabras en mi boca.

—¿Cómo podría? No queda espacio con su pata en ella.

—Maldita sea —odió el hecho de que ella tuviera toda la razón—. Solo intento ser absolutamente honesto con usted, para que no haya ningún malentendido cuando le diga que me siento muy atraído por usted.

Ella únicamente enarcó una ceja, demasiado furiosa para ver que las palabras que él acababa de pronunciar lo habían dejado mudo.

—Ahora, supongo, debo sentirme halagada.

—No se supone que deba hacer nada. Solo trato de exponer los hechos.

—Yo le daré algunos hechos —le clavó una mano en el pecho—. No se siente atraído por mí, lo atrae la imagen del perfecto y envidiable Trenton St. James III. Las fantasías de mi tía, como usted las llama, son el resultado de un corazón cariñoso y maravilloso. Algo que estoy segura usted no puede entender. Por lo que a mí respecta, no se me pasaría por la cabeza estar cinco minutos con usted, mucho menos la vida. Es posible que termine en posesión de mi hogar, pero no me tendrá a mí —se encendía y se sentía muy bien—. Si viniera arrastrándose hasta mí con un diamante como mi puño en sus dientes, me reiría en su cara. Esos son los hechos. Sabrá cómo encontrar la salida —dio media vuelta y marchó pasillo abajo.

Trent hizo una mueca al oír el portazo.

—Bueno —murmuró, frotándose los ojos—. No cabe duda de que hemos aclarado ese punto.