—Y bien, ¿cómo es? —Lilah Calhoun cruzó sus largas piernas sobre el brazo del sofá y apoyó la cabeza en el otro. La media docena de pulseras que llevaba en el brazo sonó al señalar a C. C.—. Cariño, te he dicho que poner esa mueca solo produce arrugas y malas vibraciones.
—Si no quieres que la ponga, no me preguntes por él.
—De acuerdo, se lo preguntaré a Suzanna —desvió sus ojos verde mar hacia su hermana mayor—. Suéltalo.
—Atractivo, educado e inteligente.
—De modo que es un cocker spaniel —Lilah suspiró—. Y yo que esperaba un pitbull. ¿Cuánto tiempo vamos a tenerlo?
—La tía Coco se muestra un poco vaga en los detalles —Suzanna miró a sus hermanas con expresión divertida—. Lo que significa que no lo va a decir.
—Quizá Mandy consiga sonsacarle algo —Lilah movió los dedos de sus pies descalzos y cerró los ojos. Era el tipo de mujer que sentía que había algo intrínsecamente malo con cualquiera que se tumbara en un sofá y no dormitara.
—Creo que deberíamos deshacernos de él —C. C. se levantó y, para mantener las manos inquietas ocupadas, se puso a encender un fuego.
—Suzanna ya ha comentado que intentaste tirarlo por el parapeto.
—No —corrigió aquella—. Dije que la detuve antes de que se le ocurriera tirarlo —se incorporó para entregarle a C. C. las cerillas para la chimenea—. Y así como estoy de acuerdo en que es incómodo tenerlo aquí cuando nos encontramos tan indecisas, ya, no hay marcha atrás. Lo menos que podemos hacer es darle la oportunidad de que plantee su oferta.
—Siempre una pacificadora —musitó Lilah somnolienta, sin percatarse de la mueca que provocó en su hermana—. Bueno, quizá no haga falta ahora que ha visto todo el lugar. Mi conjetura es que planteará alguna excusa inteligente y regresará a Boston.
—Cuanto antes, mejor —musitó C. C. mientras observaba cómo las llamas lamían la madera.
—Me ha echado —anunció Amanda. Entró en la habitación con la misma celeridad que empleaba para todo lo demás. Se mesó el pelo castaño claro que le llegaba a la barbilla y se acomodó sobre el apoyabrazos de un sillón—. Tampoco quiere hablar —las manos inquietas tiraron de la falda de su traje de trabajo—. Pero sé que trama algo, algo más que una transacción inmobiliaria.
—La tía Coco siempre trama algo —Suzanna se dirigió al antiguo armario Belker para servirle a su hermana un vaso con agua mineral—. Nunca se la ve más feliz que cuando trama algo.
—Puede que sea verdad. Gracias —añadió, aceptando el vaso—. Pero me pongo nerviosa cuando no consigo atravesar su guardia —pensativa, bebió y luego miró a sus hermanas—. Ha vuelto a usar la vajilla de Limoges.
—¿La Limoges? —Lilah se incorporó sobre los codos—. No la empleamos desde la fiesta de compromiso de Suzanna —tuvo ganas de morderse la lengua—. Lo siento.
—No seas tonta —repuso Suzanna—. No ha recibido a mucha gente en los últimos dos años. Estoy segura de que es algo que ha echado de menos. Lo más probable es que esté entusiasmada por tener compañía.
—Él no es compañía —intervino C. C.—. No es más que un incordio…
—Señor St. James —Suzanna se levantó con rapidez, cortando el final de la opinión de su hermana.
—Trent, por favor —le sonrió, luego con ironía a C. C.
Había disfrutado de todo un espectáculo antes de que Suzanna lo viera en el umbral. Las mujeres Calhoun reunidas, y por separado, eran un conjunto que cualquier hombre que respirara tenía que apreciar. Con sus piernas largas y esbeltas, estaban sentadas, de pie o tumbadas en la habitación.
Suzanna estaba de pie de espaldas a la ventana, y la última luz de la tarde primaveral provocaba un halo alrededor de su pelo. Habría dicho que se encontraba relajada, salvo por un vestigio de tristeza en los ojos.
No cabía duda de que la que se hallaba en el sofá estaba relajada… y prácticamente dormida. Lucía una falda larga de motivos florales que casi le llegaba a los pies descalzos, y al apartarse la mata de pelo rojo que caía hasta su cintura lo contempló a través de unos ojos somnolientos y divertidos.
Otra se sentaba en el apoyabrazos de un sillón, como a punto de saltar y entrar en acción ante el sonido de una campanilla que solo ella podía oír. «Competente y profesional», pensó a primera vista. Sus ojos no eran soñadores ni tristes, sino calculadores.
Luego venía C. C. Había estado sentada en la chimenea de piedra, con el mentón sobre las manos, rumiando como una Cenicienta moderna. Pero notó que se había incorporado con rapidez, a la defensiva, para quedarse recta con el fuego a la espalda. No era una mujer que pudiera esperar con paciencia hasta que un príncipe le pusiera el zapato de cristal en el pie.
Imaginó que, si lo intentaba, le daría una patada en la espinilla o en algún lugar más doloroso.
—Señoras —saludó, pero con la vista clavada en C. C. sin siquiera darse cuenta de ello—. Catherine.
—Permita que lo presente —intervino Suzanna con presteza—. Trenton St. James, mis hermanas, Amanda y Lilah. ¿Qué le parece si le preparo una copa mientras…?
El resto de la invitación quedó ahogado por un grito de guerra y pies que corrían. Como remolinos gemelos, Alex y Jenny irrumpieron en la habitación. Fue la mala suerte lo que quiso que Trent estuviera en la línea de fuego. Chocaron con él como dos misiles, enviándolo sobre el sofá encima de Lilah.
Ella simplemente rio y reconoció que era un placer conocerlo.
—Lo lamento tanto —Suzanna sujetó a los dos niños y miró a Trent con simpatía—. ¿Se encuentra bien?
—Sí —se desenredó y se puso de pie.
—Son mis hijos, Desastre y Calamidad —los sujetaba con un firme brazo maternal—. Disculpaos.
—Lo sentimos —le dijeron. Alex, unos centímetros más alto que su hermana, alzó la vista entre una mata de pelo negro—. No lo vimos.
—No —convino Jenny, esbozando una sonrisa cautivadora.
Suzanna decidió que los reprendería luego por entrar a la carrera en una habitación y los guio hacia la puerta.
—Id a preguntarle a la tía Coco si la cena está lista. ¡Vamos! —añadió con firmeza pero sin esperanza.
Antes de que nadie pudiera reanudar la conversación, se oyó un sonido metálico y atronador.
—Santo cielo —musitó Amanda sobre el vaso—. Ha vuelto a sacar el gong.
—La cena está lista —si había algo que podía hacer que Lilah se moviera con rapidez, era la comida. Se incorporó, pasó el brazo por el de Trent y le sonrió—. Le mostraré el camino. Dígame, Trent, ¿qué opina sobre las proyecciones astrales?
—Ah… —miró por encima del hombro y vio que C. C. sonreía.
La tía Coco se había superado. La vajilla resplandecía. Lo que quedaba de la cubertería de plata, que había sido un regalo de boda para Bianca y Fergus, resplandecía. Bajo la luz del candelabro Waterford, el cordero despertaba a los muertos. Antes de que ninguna de sus sobrinas pudiera realizar comentario alguno, se lanzó a una conversación cortés.
—Es una cena formal, Trenton. Resulta tanto más acogedora. Espero que su habitación sea adecuada.
—Es perfecta, gracias —y lo era; grande como un granero, con corrientes de aire y un agujero del tamaño del puño de un hombre en el techo. Sin embargo, la cama era ancha y suave como una nube. Y la vista…—. Desde mi ventana veo algunas islas.
—Las islas Porcupine —indicó Lilah, pasándole una cesta de plata con bollos.
Como un halcón, Coco los observó a todos. Quería ver algo de química, algo de calor. Lilah coqueteaba con él, pero no albergaba muchas esperanzas. Lilah coqueteaba con los hombres en general, y no le prestaba más atención a Trent que al chico que llevaba la compra del supermercado.
No, allí no había ninguna chispa. Por parte de ninguno. «Una descartada», pensó con filosofía. «Quedan tres».
—Trenton, ¿sabía que Amanda también está en el negocio hotelero? Todas estamos tan orgullosas de nuestra Mandy —miró a su sobrina—. Es una excelente mujer de negocios.
—Soy directora adjunta del Bay Watch, en el Village —la sonrisa de Amanda era ecuánime y amigable, la misma que le daría a cualquier turista agobiado un día de muchas salidas—. No tiene la categoría de ninguno de sus hoteles, pero nos va bastante bien durante la temporada alta. He oído que va a añadir un shopping center en el St. James Atlanta.
Coco frunció el ceño al beber vino mientras ellos hablaban de hoteles. No solo no había chispa, ni siquiera se veía un débil brillo. Cuando Trent le pasó a Amanda la gelatina de menta y sus manos se rozaron, no se produjo ninguna pausa trémula, sus ojos no se encontraron. Amanda ya se había vuelto para reír con la pequeña Jenny y limpiar la leche que esta había vertido.
«¡Ah!», pensó Coco entusiasmada. Trent le había sonreído a Alex cuando el niño se quejó de que las coles de bruselas eran horribles. «De modo que tiene debilidad por los niños».
—No tienes por qué comerlas —le indicó Suzanna a su suspicaz hijo mientras el pequeño hurgaba entre las patatas para cerciorarse de que entre ellas no hubiera escondido nada verde—. Personalmente, siempre he considerado que parecen cabezas encogidas.
—Y lo son, más o menos —la idea le gustó, tal como su madre supo que sucedería. Ensartó una con el tenedor, se la llevó a la boca y sonrió—. Soy un caníbal.
—Cariño —dijo Coco—. Suzanna ha hecho un trabajo maravilloso como madre. Parece tener una habilidad innata con los niños, al igual que con las flores. Todos los jardines son obra de ella.
—Caníbal —repitió Alex al llevarse otra cabeza imaginaria a la boca.
—Toma, pequeño monstruo —C. C. trasladó sus verduras al plato de su sobrino—. Ahí llega una nueva remesa de misioneros.
—Yo también quiero algunos —se quejó Jenny, luego le sonrió a Trent cuando él le pasó la bandeja.
Coco se llevó una mano al pecho. ¿Quién lo habría adivinado?, pensó. Su Catherine. Su pequeña. Mientras la conversación continuaba a su alrededor, se recostó con un suspiro. No podía estar equivocada. Cuando Trent había mirado a su pequeña, y ella a él, no se había producido una chispa, sino algo más parecido a una conflagración.
Era verdad que C. C. tenía el ceño fruncido, pero en un gesto muy apasionado. Y Trent había hecho una mueca, pero una mueca muy personal. «Decididamente íntima», concluyó Coco.
Sentada allí, observándolos mientras Alex devoraba sus pequeñas cabezas decapitadas y Lilah y Amanda discutían sobre la posibilidad de vida en otros planetas, Coco casi podía oír los pensamientos amorosos que C. C. y Trent se transmitían.
Les sonrió con ternura mientras en su cabeza sonaba la Marcha Nupcial. Como un general que planifica la estrategia, esperó hasta que terminaron el café y el postre para lanzar su siguiente ofensiva.
—C. C.… ¿por qué no le enseñas a Trenton los jardines?
—¿Qué? —alzó la vista de la batalla amigable que mantenía con Alex por el último bocado de la tarta.
—Los jardines —repitió Coco—. No hay nada como un poco de aire fresco después de una comida. Y las flores se ven exquisitas a la luz de la luna.
—Que lo lleve Suzanna.
—Lo siento —Suzanna ya alzaba en brazos a una Jenny somnolienta—. He de preparar a estos dos para irse a la cama.
—No veo por qué… —C. C. calló al ver la reprimenda en los ojos de su tía—. Oh, de acuerdo —se levantó—. Vamos, entonces —le dijo a Trent, y emprendió la marcha sin esperarlo.
—Ha sido una cena deliciosa, Coco. Gracias.
—Ha sido un placer —repuso con expresión feliz al imaginar palabras susurradas y besos suaves y secretos—. Disfrute de los jardines.
Trent salió por el ventanal para encontrar a C. C. de pie, moviendo con impaciencia una bota sobre la piedra. «Es hora de que alguien le enseñe buenos modales a la bruja de ojos verdes».
—No sé nada sobre flores —expuso ella.
—Ni sobre simple cortesía.
—Escuche, amigo —alzó el mentón.
—No, escuche usted, amiga —soltó la mano y la tomó por el brazo—. Caminemos. Los niños podrían oírnos y no creo que estén preparados para esto.
Era más fuerte de lo que ella había imaginado. La dirigió, sin prestar atención a las maldiciones que C. C. musitó. Salieron de la terraza a uno de los senderos que serpenteaban por el costado de la casa. Junto a la verja se mecían los narcisos y los jacintos.
Él se detuvo bajo un árbol en el que dentro de un mes crecerían glicinas. C. C. no sabía si el rugido que oía en la cabeza se debía al sonido del mar o al de su malhumor.
—No vuelva a repetirlo jamás —alzó una mano para frotar allí donde se habían clavado los dedos de él—. Es posible que logre manejar a la gente en Boston, pero aquí no. Ni conmigo ni con nadie de mi familia.
Él se contuvo, fracasando en su intento de controlar su temperamento.
—Si me conociera, o supiera lo que hago, sabría que no tengo por costumbre manejar a nadie.
—Sé exactamente lo que hace.
—¿Ejecutar las hipotecas de las viudas y los huérfanos? Crezca, C. C.
—Puede ver los jardines usted solo —apretó los dientes—. Vuelvo dentro.
Él simplemente se movió para bloquearle el paso. A la luz de la luna, los ojos de ella brillaban como los de un gato. Cuando levantó las manos para empujarlo, Trent le sujetó las muñecas. En el breve esfuerzo que siguió, notó que la piel de C. C. era del color de la leche fresca y casi tan suave.
—No hemos terminado —su voz irradió una firmeza que ya no estaba oculta bajo una pátina de cortesía—. Tendrá que aprender que cuando se muestra grosera adrede, hay un precio que pagar.
—¿Quiere una disculpa? —espetó—. Muy bien. Siento no tener nada que decirle que no sea grosero o insultante.
Trent sonrió, sorprendiéndolos a ambos.
—Es usted toda una pieza, Catherine Colleen Calhoun. Por mi vida que no sé por qué intento ser razonable con usted.
—¿Razonable? —gruñó—. ¿Llama razonable tirar de mí, abusar de mí…?
—Si esto le parece un abuso, ha llevado una vida muy protegida.
—Mi vida no es asunto suyo —afirmó poniéndose colorada.
—Gracias a Dios.
Ella flexionó los dedos y los cerró. Odió el hecho de que bajo el contacto de él su pulso martilleara al doble de velocidad.
—¿Quiere soltarme?
—Solo si promete no escapar a la carrera —se vio persiguiéndola, y la imagen le resultó bochornosa y atractiva al mismo tiempo.
—No escapo de nadie.
—Dicho como una verdadera amazona —murmuró, soltándola. Solo unos reflejos rápidos le permitieron esquivar el puño apuntado a su nariz—. Supongo que debería haber considerado esta reacción. ¿Ha considerado alguna vez mantener una conversación inteligente?
—No tengo nada que decirle —se sentía avergonzada de haber tratado de golpearlo y furiosa por haber fallado—. Si quiere hablar, vaya a hacerle la pelota a la tía Coco un rato más —se dejó caer en un banco de piedra pequeño que había bajo el árbol—. Mejor aún, vuelva a Boston a flagelar a uno de sus subordinados.
—Eso puedo hacerlo cuando me apetezca —movió la cabeza y, convencido de que arriesgaba la vida, se sentó al lado de ella.
Había azaleas y geranios que amenazaban con florecer a su alrededor. Él pensó que tendría que haber sido un lugar apacible. Pero, al sentarse y oler la tierna fragancia de las flores primaverales mezclada con el aroma del mar y escuchar a un pájaro nocturno llamar a su pareja, pensó que ninguna junta directiva había sido jamás tan hostil o tensa.
—Me pregunto dónde ha desarrollado una opinión tan elevada de mí —«y por qué», añadió para sí mismo, «parece importar tanto».
—Se presenta aquí…
—Aceptando una invitación.
—No mía —echó la cabeza atrás—. Llega con su gran coche y su traje serio, listo para arrebatarme mi hogar.
—He venido —corrigió— para observar en persona una propiedad. Nadie, y menos yo, puede obligarlas a vender.
Consternada, ella pensó que se equivocaba. Había personas que podían forzarlas a vender. Las personas que recaudaban los impuestos, las que emitían las facturas de la electricidad y el teléfono, las del préstamo que se habían visto obligadas a pedir hipotecando la casa. Toda su frustración, y temor, se centraba en el hombre que tenía al lado.
—Conozco a las personas como usted —musitó—. Nacidas ricas y por encima de la gente corriente. Su única meta en la vida es ganar más dinero, sin importar a quién afectan o a quién pisotean con ello. Celebran grandes fiestas, tienen casas veraniegas y amantes llamadas Fawn.
—Jamás he conocido a alguien llamado Fawn —con inteligencia, se tragó la risita que tuvo ganas de soltar.
—Oh, ¿qué importa? —se levantó para ponerse a caminar junto al banco—. Kiki, Vanessa, Aya, es lo mismo.
—Si usted lo dice —tuvo que reconocer que tenía un aspecto magnífico envuelta en la luz de la luna como si fuera un fuego blanco. La atracción que sentía lo irritaba bastante, pero siguió sentado. Se recordó que había mucho que hacer. Y C. C. Calhoun representaba el principal obstáculo. Se prometió que sería paciente—. Dígame cómo es que conoce tanto sobre las personas como yo.
—Porque mi hermana se casó con uno de los suyos.
—Con Baxter Dumont.
—¿Lo conoce? —entonces movió la cabeza y metió las manos en los bolsillos—. Una pregunta estúpida. Lo más probable es que juegue al golf con él todos los miércoles.
—No, en realidad apenas nos conocemos. Más bien, sé de él y de su familia. También soy consciente de que su hermana y él llevan divorciados más o menos un año.
—Hizo de su vida un infierno, le destrozó la autoestima y luego la dejó junto con sus hijos por un bombón francés. Y como es un abogado importante procedente de una familia importante, a mi hermana no le ha quedado nada más que una miserable pensión para mantener a los niños y que todos los meses llega tarde.
—Lamento lo que le pasó a su hermana —se puso de pie. Su voz ya no sonaba cortante, sino fatalista—. El matrimonio a veces es la menos agradable de todas las transacciones de negocios. Pero el comportamiento de Baxter Dumont no significa que cada miembro de cada familia prominente de Boston carezca de ética o de moral.
—Desde mi punto de vista, todos son iguales.
—Entonces quizá deba cambiar de perspectiva. Pero no lo hará, porque también usted es obstinada y pertinaz en sus opiniones.
—Porque soy lo bastante inteligente para ver más allá de su fachada.
—No sabe nada de mí, y los dos sabemos que le causé un profundo desagrado antes incluso de que conociera mi nombre.
—No me gustaron sus zapatos.
Eso lo frenó en seco.
—¿Perdone?
—Ya me ha oído —cruzó los brazos y comprendió que empezaba a pasárselo bien—. No me gustaron sus zapatos —bajó la vista—. Y siguen sin gustarme.
—Eso lo explica todo.
—Tampoco me gustó su corbata —clavó un dedo en ella y pasó por alto el brillo de furia en los ojos de él—. Ni su llamativa pluma de oro —con suavidad dio con el puño cerrado contra el bolsillo de la pechera.
—Lo dice una experta en moda —estudió los vaqueros de ella, gastados en las rodillas, la camiseta y las botas.
—Es usted quien está fuera de lugar aquí, señor St. James III.
Él se acercó un paso. C. C. esbozó una sonrisa de desafío.
—Supongo que se viste como un hombre porque no ha descubierto cómo comportarse como una mujer.
Eso la encrespó aún más.
—El hecho de saber defenderme en vez de arrojarme a sus pies no hace que sea menos mujer.
—¿Es así cómo llama a esto? —le asió los antebrazos—. ¿Defenderse?
—Exacto. Yo… —calló cuando la acercó más. Sus cuerpos chocaron. En sus ojos reinó la confusión—. ¿Qué cree que está haciendo?
—Probar la teoría —observó la boca de ella. Tenía unos labios sensuales, entreabiertos. Muy tentadores. Se preguntó por qué no los había notado antes. Esa boca grande y agresiva de C. C. era muy arrebatadora.
—No se atreva —su intención era que sonara a orden, pero la voz le tembló.
—¿Tiene miedo? —la inmovilizó con los ojos.
—Por supuesto que no —repuso con rigidez—. Lo que pasa es que preferiría que me besara una mofeta rabiosa —quiso apartarse, pero volvió a encontrarse pegada a él, con los ojos y la boca alineados, el aliento cálido entremezclándose.
Él no había tenido intención de besarla, bajo ningún concepto, hasta que escuchó el último insulto.
—Nunca sabe cuándo debe dejarlo, Catherine. Es un defecto que la va a meter en problemas, empezando por ahora mismo.
Ella no había esperado que la boca de él fuera tan ardiente, dura, hambrienta. Había pensado que el beso sería sofisticado y suave. Que podría resistirlo y olvidarlo con suma facilidad. Pero se había equivocado. Besarlo era como deslizarse en plata fundida. Al jadear en busca de aire, él potenció el beso con la profunda introducción de la lengua, para atormentarla y provocarla. Catherine intentó despejar la cabeza, pero lo único que consiguió fue modificar el ángulo. Las manos que había alzado a los hombros de él en protesta, le rodearon el cuello con gesto posesivo.
Trent había querido darle una lección… aunque ya había olvidado sobre qué. Pero él aprendió. Aprendió que algunas mujeres, esa en particular, podían ser fuertes y suaves, irritadoras y encantadoras, todo al mismo tiempo. Mientras las olas rompían abajo, se sintió aporreado por lo inesperado. Y lo no deseado.
Estúpidamente, pensó que podría sentir la luz de las estrellas en la piel de ella, probar el polvo de luna en sus labios. El gemido ronco que oyó fue emitido por él. Alzó la cabeza y la movió como si quisiera despejar una bruma de su cerebro. Veía los ojos oscuros de ella que lo miraban aturdidos.
—Le pido disculpas —sorprendido por su acción, la soltó con tanta rapidez que ella trastabilló hacia atrás—. Ha sido completamente inexcusable.
Catherine no pudo decir nada. Demasiadas sensaciones le atenazaban la garganta. Realizó un gesto de impotencia con las manos que hizo que él se sintiera un miserable.
—Catherine… créame, no tengo por costumbre… —tuvo que parar y carraspear. Se dio cuenta de que quería repetirlo. Quería quitarle el aliento con un beso; parecía tan perdida y desvalida. Y hermosa—. Lo siento mucho. No volverá a suceder.
—Me gustaría que me dejara sola —nunca en su vida se había sentido más conmovida. O devastada. Él acababa de abrir una puerta a un mundo secreto, para volver a cerrársela en la cara.
—Muy bien —tuvo que controlarse de acariciarle el pelo. Regresó por el sendero en dirección a la casa. Al mirar atrás, ella seguía de pie donde la había dejado, con la vista clavada en las sombras, bañada por la luz de la luna.
Su nombre es Christian. Una y otra vez he vuelto a caminar por los riscos, con la esperanza de intercambiar unas pocas palabras con él. Me digo que se debe a la fascinación que siento por el arte, no por el artista. Podría ser verdad. Debe ser verdad.
Soy una mujer casada y madre de tres hijos. Y aunque Fergus no es el esposo romántico de mis sueños juveniles, cuida de nosotros y, a veces, es amable. Quizá hay una parte de mí, una parte rebelde, que desea no haber cedido a la insistencia de mis padres de realizar un matrimonio bueno y apropiado. Pero es una tontería, ya que el acto lleva consumado desde hace más de cuatro años.
Es una deslealtad comparar a Fergus con un hombre al que apenas conozco. Pero aquí, en mi diario privado, se me debe permitir esa indulgencia. Mientras Fergus solo piensa en los negocios, en el siguiente trato o dólar, Christian habla de sueños, imágenes y poesía.
Cuánto ha anhelado mi corazón solo un poco de poesía.
Así como Fergus, con su generosidad distante y despreocupada, me regaló las esmeraldas el día en que nació Ethan, en una ocasión Christian me ofreció una flor silvestre. La he guardado, presionándola entre estas páginas. Cuánto mejor me sentiría llevándola en vez de esas gemas frías y pesadas.
No hemos hablado de nada íntimo, de nada que pudiera ser considerado impropio. Sin embargo, sé que lo es. El modo en que me mira, me sonríe, me habla, es gloriosamente impropio. El modo en que lo busco en estas luminosas tardes estivales mientras mis pequeños duermen no es la acción de una esposa recatada. El modo en que me palpita el corazón cuando lo veo es una clara deslealtad.
Hoy me he sentado sobre una roca y lo he observado manejando el pincel, dándole a esas piedras rosas y grises, al agua azul, vida en el lienzo. Había un bote deslizándose por su superficie, tan libre y solitario. Por un momento nos imaginé a los dos en él, las caras al viento. No entiendo por qué tengo estos pensamientos, pero mientras permanecieron conmigo, claros como el cristal, pregunté su nombre.
—Christian —repuso—. Christian Bradford. Y usted es Bianca.
La manera en que pronunció mi nombre… como si nunca antes lo hubieran dicho. Jamás lo olvidaré. Jugué con la hierba que sobresalía entre las grietas de la roca. Con la vista baja, le pregunté por qué su esposa jamás iba a verlo trabajar.
—No tengo esposa —me informó—. Y el arte es mi única amante.
No estuvo bien que mi corazón se inflamara con sus palabras. No estuvo bien que sonriera, pero lo hice. Y él también. Si el destino me hubiera tratado de forma diferente, si de algún modo se hubiera podido alterar el tiempo y el lugar, habría podido amarlo.
Creo que no me habría quedado otra elección que amarlo.
Y si ambos lo sabíamos, comenzamos a hablar de cosas sin importancia. Pero cuando me incorporé, sabiendo que mi tiempo allí había llegado a su fin ese día, él se inclinó y arrancó una diminuta brizna de brezo dorado y la colocó en mi pelo. Por un momento, sus dedos flotaron sobre mi mejilla y sus ojos se clavaron en los míos. Entonces se apartó y me deseó un buen día.
Ahora escribo con la lámpara baja, escuchando la poderosa voz de Fergus mientras le da instrucciones a su valet en la puerta de al lado. Esta noche no vendrá, algo que agradezco. Le he dado tres hijos, dos varones y una niña. Al proporcionarle un heredero, he cumplido con mi deber, y él no encuentra a menudo la necesidad de venir a mi lecho. Igual que los niños, yo he de estar bien vestida y bien educada, para ser presentada en las ocasiones adecuadas, como un buen clarete, ante sus invitados.
Supongo que no es mucho pedir. Es una buena vida, una que debería tenerme satisfecha. Quizá así era, hasta aquel día en que paseé por primera vez por los riscos.
De modo que esta noche dormiré sola en mi cama, y soñaré con un hombre que no es mi esposo.