La tía Coco se hallaba concentrada colocando las rosas del invernadero en dos de los jarrones de Dresde que aún había que vender. Mientras trabajaba, tarareaba un éxito de rock. Como el resto de las mujeres Calhoun, era alta, y le gustaba pensar que su figura, que solo había engordado un poco en la última década, tenía un aspecto majestuoso.
Se había vestido y peinado con cuidado para la ocasión. Esa semana llevaba el pelo corto y teñido de rojo, algo que la complacía enormemente. Para Coco, la vanidad no era un pecado ni un defecto de carácter, sino el deber sagrado de una mujer. El rostro, que se sostenía a la perfección gracias al lifting al que lo había sometido seis años atrás, estaba maquillado de forma escrupulosa. De las orejas colgaban sus mejores perlas, las mismas que le rodeaban el cuello. Con un rápido vistazo al espejo del vestíbulo, decidió que el vestido negro era dramático y elegante. Las sandalias que llevaba sonaban satisfactoriamente sobre el suelo de nogal y la hacían llegar al metro ochenta.
Con su figura imponente y, desde luego, real, fue de una habitación a otra para comprobar por enésima vez cada detalle. Sus chicas quizá se mostraran un poco molestas porque hubiera invitado a alguien sin mencionarlo. Pero siempre podía achacarlo a su distracción. Algo que hacía siempre que le convenía.
Coco era la hermana menor de Judson Calhoun, quien se había casado con Deliah Brady y tenido cuatro hijas. Judson y Deliah, a la que Coco había querido mucho, habían muerto quince años atrás cuando su avión privado había caído en el Atlántico.
Desde entonces, se había esforzado en ser padre, madre y amiga de sus hermosas y pequeñas huérfanas. Viuda durante casi veinte años, Coco era una mujer arrebatadora con una mente retorcida y un corazón de la consistencia de la crema de malvaviscos. Quería, y estaba decidida a tener, lo mejor para sus chicas. Sin importar que a ellas les gustara o no. Con el interés que mostraba Trenton St. James por Las Torres, vio una oportunidad.
Le importaba un bledo que comprara esa casa más parecida a una fortaleza. Aunque solo Dios sabía el tiempo que podrían retenerla, con los impuestos, los gastos de mantenimiento y las facturas de calefacción. En lo concerniente a ella, Trenton St. James III podía quedársela o dejarla. Pero tenía un plan.
Sin importar la decisión que adoptara en lo referente a la casa, iba a perder la cabeza por una de las chicas. No sabía por cuál. Había probado con la bola de cristal, pero aún no se le había ocurrido un nombre.
Pero lo sabía. Lo había sabido nada más llegar la primera carta. El chico se iba a llevar a una de sus chicas para brindarle una vida de amor y lujo. No iba a permitir que ninguna de ellas tuviera lo uno sin lo otro.
Suspiró y arregló la vela en el candelabro Lahque. Ella había podido brindarles amor, pero no lujo… Si Judson y Deliah hubieran seguido con vida, las cosas habrían sido diferentes. Sin duda Judson habría sido capaz de salir de las dificultades financieras que había estado sufriendo. Con su inteligencia y la persistencia de Deliah, habría sido algo muy temporal.
Pero no habían vivido y el dinero se había convertido en un problema creciente. Cómo odiaba tener que vender pieza a pieza la herencia de las chicas con el fin de mantener el techo en mal estado que tanto amaban sobre sus cabezas.
«Quizá sea Suzanna», pensó, ahuecando los cojines del sofá del salón. La pobre tenía el corazón roto por el canalla inútil con el que se había casado. Tensó los labios. Pensar que las había engañado a todas. ¡Incluso a ella! Había hecho desgraciada la vida de su pequeña, para luego divorciarse y casarse con aquel bombón que era todo pecho.
Suspiró disgustada y alzó unos ojos pequeños hacia la escayola agrietada del techo. Iba a tener que comprobar que Trenton encajara como padre de los dos hijos de Suzanna. Y si no era así…
Estaba Lilah, un hermoso espíritu libre. Lilah necesitaba a alguien que supiera apreciar la mente vivaz y el estilo excéntrico que tenía. Alguien que la cuidara y la asentara solo un poco. Coco no toleraría a nadie que tratara de apagar la inclinación mística de su querida pequeña.
Quizá sería Amanda. Arregló una cortina para que tapara un agujero de ratón. La terca y pragmática Amanda. ¡Qué pareja formarían! El hombre de negocios de éxito y su mujer. Pero él debería tener un lado más blando, que reconociera que Mandy necesitaba cuidados, al igual que respeto. Aunque ni ella misma lo reconociera.
Con un suspiro satisfecho, fue del salón al comedor, luego a la biblioteca y de allí al estudio.
Luego estaba C. C. Movió la cabeza al tiempo que arreglaba un cuadro para que tapara en su mayor parte las manchas del viejo papel de seda de la pared. Esa niña había heredado en abundancia la terquedad de los Calhoun. Una adorable joven que desperdiciaba su vida manipulando motores y bombas de gasolina. Que el cielo las protegiera.
Resultaba dudoso que un hombre como Trenton St. James III fuera a interesarse en una mujer que pasaba todo su tiempo debajo de un coche. Aunque con veintitrés años C. C. era la pequeña de la familia. Consideraba que disponía de tiempo más que suficiente para encontrarle un marido a su pequeña.
Decidió que el escenario estaba preparado. Y faltaba poco para que el señor St. James entrara en el Primer Acto.
La puerta delantera se cerró con fuerza. Coco hizo una mueca, ya que sabía que la vibración movería los cuadros y las vajillas. Avanzó por el laberinto de habitaciones sin dejar de arreglar esto y aquello a medida que marchaba.
—¡Tía Coco!
Esta alzó la mano en un gesto automático para darse una palmadita en el pecho. Era la voz de C. C.… y llena de furia. Se preguntó qué habría pasado para encender de esa manera a la muchacha. Adoptó su mejor sonrisa.
—Voy, querida. Todavía no te esperaba en casa. Es una… —calló al ver a su sobrina, lista para pelear con sus vaqueros rotos y en camiseta, con manchas de grasa aún en la cara y las manos cerradas a la altura de las caderas. Y el hombre que había detrás de ella… el hombre al que reconoció como su posible sobrino político—. Sorpresa —concluyó, y volvió a poner la sonrisa en su sitio—. Vaya, señor St. James, es magnífico —avanzó con la mano extendida—. Soy la señora McPike.
—Encantado.
—Es tan agradable conocerlo al fin. Espero que haya tenido un viaje placentero.
—Ha sido… interesante.
—Lo cual resulta mejor que placentero —le palmeó la mano antes de soltarla, aprobando su mirada segura y voz bien modulada—. Por favor, pase. Quiero que empiece ya a sentirse como en su casa. Iré a preparar un poco de té para todos.
—Tía Coco —intervino C. C. en voz baja.
—Sí, querida, ¿preferirías otra cosa en vez de té?
—Quiero una explicación, y la quiero ahora.
A Coco el corazón le martilleó un poco, pero le dedicó a su sobrina una sonrisa abierta y algo curiosa.
—¿Explicación? ¿Por qué?
—Quiero saber qué diablos hace él aquí.
—¡Catherine! —reprendió su tía—. Tus modales… son uno de mis pocos fallos. Venga, señor St. James, ¿o puedo llamarlo Trenton?, debe estar un poco agotado después del trayecto en coche. Mencionó que había sido en coche, ¿verdad? ¿Por qué no vamos a sentarnos al salón? —lo guio mientras hablaba—. Un clima maravilloso para viajar en coche, ¿no es cierto?
—Un momento —C. C. se plantó en su camino—. Un momento. Un momento. No vas a acomodarlo en el salón, con té y tu conversación social. Quiero saber por qué lo invitaste a venir.
—C. C. —Coco suspiró con exageración—. Los negocios son más agradables y prósperos para todas las partes involucradas cuando se conducen en persona, en una atmósfera relajada. ¿No está de acuerdo, Trenton?
—Sí —le sorprendió tener que contener una sonrisa—. Sí lo estoy.
—Ya está.
—No des un paso más —alargó ambas manos—. No hemos acordado vender la casa.
—Desde luego que no —repuso su tía con paciencia—. Por eso ha venido Trenton. Para que podamos discutir todas las opciones y posibilidades. Deberías subir a refrescarte antes de tomar el té, C. C. Tienes grasa de motor, o lo que sea, en la cara.
—¿Por qué no se me informó de que venía? —se la frotó con el dorso de la mano.
Coco parpadeó y trató de dejar los ojos un poco desenfocados.
—¿Decírtelo? Por supuesto que te lo dije. No me habría atrevido a invitar a alguien sin informároslo a todas vosotras.
—No me lo dijiste —insistió con expresión rebelde.
—Vamos, C. C.… yo… —Coco frunció los labios, sabiendo, después de practicar ante el espejo, que le daba una expresión de desconcierto—. ¿No? ¿Estás segura? Habría jurado que os lo conté a ti y a las chicas en cuanto recibí la aceptación del señor St. James.
—No —aseveró con rotundidad.
—Santo cielo —Coco se llevó las manos a las mejillas—. Qué terrible, de verdad. Debo disculparme. Después de todo, esta es tu casa, tuya y de tus hermanas. Jamás abusaría de vuestra buena naturaleza y hospitalidad…
La culpabilidad comenzó a carcomer a C. C.
—Es tu casa tanto como nuestra, tía Coco. Lo sabes. No tienes que pedirnos permiso para invitar a alguien que te guste. Es simplemente que deberíamos haber…
—No, no, es inexcusable —había parpadeado lo suficiente como para conseguir que los ojos le brillaran bien—. De verdad que lo ha sido. No sé qué decir. Me siento fatal por todo el incidente. Solo intentaba ayudar, pero…
—No hay nada de qué preocuparse —C. C. tomó la mano de su tía—. Nada en absoluto. Resultó un poco desconcertante al principio. Mira, ¿por qué no preparo yo el té para que tú puedas sentarte con… él?
—Eres tan dulce, querida.
C. C. musitó algo ininteligible al marcharse por el pasillo.
—Felicidades —murmuró Trent, mirando a Coco con expresión divertida—. Ha sido una de las manipulaciones más delicadas que jamás he visto.
—Gracias —Coco puso cara radiante y enlazó el brazo con el de Trent—. ¿Por qué no pasamos para mantener esa charla? —lo condujo a un sofá junto a la chimenea, sabiendo que los muelles no eran más que un recuerdo—. He de disculparme por C. C. Tiene un humor incendiario pero un gran corazón.
—He de aceptar su palabra al respecto —inclinó la cabeza.
—Bueno, está aquí y eso es lo que importa —satisfecha consigo misma, se sentó frente a él—. Sé que Las Torres y su historia le resultarán fascinantes.
Trent sonrió, pensando que sus ocupantes ya despertaban su fascinación.
—Mi abuelo —continuó ella, indicando el retrato de un hombre de labios finos y rostro severo que había encima de la repisa de madera de cerezo—. Él construyó esta casa en 1904.
—Exhibe un aspecto… formidable —comentó con cortesía al observar los ojos desaprobadores y el ceño fruncido.
—Desde luego —Coco rio con alegría—. Y tengo entendido que fue despiadado en su juventud. Solo recuerdo a Fergus Calhoun como a un anciano tembloroso que discutía con las sombras. En 1945 lo metieron en una residencia, después de que tratara de pegarle un tiro al mayordomo por servir oporto malo. Estaba bastante loco… el abuelo —explicó—. No el mayordomo.
—Ya… veo.
—Vivió otros doce años en la residencia, lo cual lo aproximó a los noventa años. Los Calhoun, o tienen vidas largas o mueren trágicamente jóvenes —cruzó sus largas piernas—. Conocí a su padre.
—¿A mi padre?
—Ciertamente. No bien. En nuestra juventud asistimos a algunas de las mismas fiestas. Recuerdo en una ocasión bailar con él en una fiesta en Newport. Era llamativamente atractivo, fatalmente encantador. Quedé rendida —sonrió—. Usted se parece mucho a él.
—Debió ser torpe para dejar que se escurriera así por entre sus dedos.
Un deleite puramente femenino centelleó en los ojos de ella.
—Tiene toda la razón —rio—. ¿Cómo está Trenton?
—Bien. Creo que si se hubiera percatado de la conexión existente, no me habría pasado el trato a mí.
Ella enarcó una ceja. Como mujer que seguía las páginas de sociedad y de rumores de forma religiosa, era bien consciente del divorcio complicado por el que pasaba St. James padre.
—¿El último matrimonio no prosperó?
En absoluto era un secreto, pero, no obstante, incomodó a Trent.
—No. ¿Cuando hable con él le doy saludos de su parte?
—Por favor, hágalo —pensó que era un punto doloroso y lo soslayó con ligereza—. ¿Cómo es que se encontró con C. C.?
«El destino», pensó él, y a punto estuvo de decirlo.
—Me encontré necesitando sus servicios… o, mejor dicho, mi coche. No establecí de inmediato la relación entre Automoción C. C. y Catherine Calhoun.
—¿Quién podría culparlo? —comentó Coco con un gesto de la mano—. Espero que no haya sido… ah, intensa.
—Sigo con vida para hablar del tema. Es evidente que su sobrina no está convencida de vender.
—Así es —C. C. entró empujando un carrito del té, para detenerlo con brusquedad entre los dos sofás—. Y convencerme va a requerir algo más que un escurridizo relaciones públicas de Boston.
—Catherine, no hay excusa ninguna para la grosería.
—No pasa nada —Trent se recostó—. Empiezo a acostumbrarme a ella. ¿Todas sus sobrinas son tan… vehementes, señora McPike?
—Coco, por favor —murmuró—. Todas son mujeres encantadoras —al alzar la tetera, miró a C. C. con una expresión de advertencia—. ¿No tienes trabajo, querida?
—Puede esperar.
—Pero solo has traído servicio para dos.
—Yo no deseo nada —se acomodó sobre el apoyabrazos del sofá y cruzó los brazos.
—Bueno, entonces. ¿Leche o limón, Trenton?
—Limón, por favor.
Cruzando su larga pierna, con botas, C. C. los observó beber té y charlar de cosas sin importancia. «Una conversación inútil», pensó con acritud. Era el tipo de hombre que desde la infancia había sido entrenado para sentarse en un salón y hablar de naderías.
Jugaría al squash, al polo, quizá al golf. Lo más probable era que tuviera manos como las de un bebé. Bajo ese traje a medida, su cuerpo sería blando y sin vida. Los hombres como él no trabajaban, no sudaban, no sentían. Permanecía todo el día detrás de su escritorio, comprando y vendiendo, sin pensar jamás en las vidas que afectaba. En los sueños y esperanzas que creaba o destruía.
No iba a manipular la vida de ella. No iba a cubrir las paredes muy queridas y agrietadas con escayola y una capa de pintura brillante. No iba a convertir la vieja sala de baile en un club nocturno. No iba a tocar ni una sola madera del suelo desgastado.
Ella se encargaría de eso y de él.
«Vaya situación», decidió Trent. Respondió a la conversación social de Coco mientras la Reina de las Amazonas, tal como había comenzado a pensar en C. C.… se sentaba en el viejo sofá, moviendo una pierna y lanzándole dagas por los ojos. Por lo general se habría disculpado y habría vuelto a Boston para pasarle todo el negocio a sus agentes. Pero hacía mucho tiempo que no se enfrentaba a un verdadero desafío. Pensó que tal vez necesitara ese para recuperar el brío.
El lugar en sí mismo era asombroso… casi en ruinas. Desde el exterior parecía una mezcla de mansión de campo inglesa con el castillo de Drácula. Torres y minaretes de piedra gris se alzaban hacia el cielo. Las gárgolas, una de las cuales se hallaba decapitada, sonreían con expresión perversa en sus parapetos. Todo eso parecía coronar una casa de granito de tres plantas, con porches y balcones. Sobre el rompeolas se había construido una pérgola. El rápido vistazo que Trent había podido lanzarle había provocado imágenes de una casa de baños romana, por razones que no lograba comprender.
Tendría que haber sido fea. De hecho, tendría que haber sido espantosa. Sin embargo, no lo era. Resultaba desconcertante, atractiva.
El modo en que el cristal de las ventanas centelleaba como agua de un lago bajo el sol, las flores por doquier agitadas por la brisa, la hiedra que subía con paciencia por esas paredes de granito. No había sido difícil, ni siquiera para un hombre de mente pragmática, imaginar veladas para tomar el té en los jardines. Las mujeres flotando sobre el césped con sus pamelas y vestidos de organdí, mientras se escuchaba la música de arpas y violines.
Y además estaba la vista, que incluso en el breve trayecto desde el coche hasta la entrada principal lo había dejado sin habla.
Pudo comprender por qué su padre había querido comprar la casa y se hallaba dispuesto a invertir los cientos de miles de dólares que harían falta para restaurarla.
—¿Más té, Trenton? —inquirió Coco.
—No, gracias —le regaló una sonrisa cautivadora—. Me pregunto si podría recorrer la casa. Lo que he visto hasta ahora es fascinante.
C. C. emitió un bufido que Coco fingió no oír.
—Desde luego, será un placer mostrársela —se levantó y, con la espalda hacia Trent, miró a su sobrina sin parar de mover las cejas—. C. C.… ¿no deberías volver al trabajo?
—No —se incorporó y con un brusco cambio de táctica, sonrió—. Yo acompañaré al señor St. James, tía Coco. Ya casi es hora de que los niños vuelvan del colegio.
Coco miró el reloj que había en la repisa, que semanas antes se había parado a las once menos veinticinco.
—Oh, bueno…
—No te preocupes por nada —se dirigió hacia la puerta y con gesto imperioso le indicó a Trent que la siguiera—. ¿Señor St. James? —marchó delante de él por el pasillo y luego por una escalera—. Empezaremos por arriba, ¿le parece? —sin mirar atrás, continuó, convencida de que él se pondría a jadear en el tercer tramo.
Quedó decepcionada.
Subieron el último tramo circular hasta la torre más alta. C. C. cerró la mano sobre el pomo y empujó la gruesa puerta de roble con el hombro. Con varios crujidos, se abrió.
—La torre encantada —anunció con tono ampuloso y entró al polvo y los ecos. La habitación circular se hallaba vacía a excepción de unas robustas y por fortuna vacías trampas para ratones.
—¿Encantada? —repitió Trent, dispuesto a seguirle la corriente.
—Mi bisabuela tenía su refugio aquí arriba —al hablar, se acercó a la ventana curva—. Se dice que solía sentarse aquí, mirando hacia el mar mientras languidecía por su amado.
—Grandiosa vista —murmuró Trent. Era una caída vertiginosa hasta los riscos y el agua que rompía abajo—. Muy dramático.
—Oh, aquí nos sobra el drama. Al parecer la bisabuela no pudo soportar más tiempo el engaño y se tiró por esta misma ventana —sonrió con gesto presuntuoso—. En las noches tranquilas se la puede oír caminar por aquí mientras llora por su amado perdido.
—Se podrá incorporar al folleto.
—Yo no consideraría a los fantasmas buenos para los negocios —metió las manos en los bolsillos.
—Todo lo contrario —sonrió—. ¿Seguimos?
Con los labios apretados, C. C. salió de la habitación. Agarró el picaporte con ambas manos y se preparó para tirar con fuerza. Cuando la mano de Trent se cerró sobre las suyas, se sobresaltó como si la hubieran quemado.
—Yo puedo hacerlo —musitó. Abrió mucho los ojos al sentir que el cuerpo de él la rozaba. Trent la rodeó con el otro brazo, encerrándola, provocándole un vuelco del corazón.
—Parece más el trabajo para dos personas —Trent tiró con fuerza, haciendo que tanto la puerta como C. C. se dirigieran hacia él.
Permanecieron de esa manera un momento, como amantes que contemplaran un crepúsculo. Descubrió que aspiraba el aroma del cabello de C. C. mientras sus manos seguían cerradas sobre las de ella. Por la mente le pasó que era una mujer sorprendentemente sexy… hasta que ella saltó como un conejo y se apoyó contra la pared.
—Está torcida —manifestó C. C.… tragó saliva con la esperanza de que la voz no le graznara—. Todo aquí está torcido, roto o a punto de desintegrarse. Ni sé por qué se le pasa por la cabeza querer comprarla.
Trent notó que tenía la cara pálida como el agua, lo que le daba una mayor profundidad a sus ojos. La inquietud asustada que veía en ellos parecía más de lo que podía justificar la puerta torcida de una torre.
—Las puertas se pueden reparar o sustituir —curioso, avanzó un paso hacia ella y vio que se ponía tensa como si fuera a recibir un golpe—. ¿Qué le pasa?
—Nada —sabía que si volvía a tocarla saldría disparada como un cohete por lo que quedaba del techo—. Nada —repitió—. Si quiere ver algo más, será mejor que bajemos.
C. C. suspiró mientras lo seguía por la escalera de caracol. El cuerpo aún le palpitaba de forma extraña, como si hubiera pasado una mano por un cable eléctrico. «Sin tiempo suficiente para quemarte», pensó, «pero sí para reconocer el poder».
Llegó a la conclusión de que eran dos motivos para deshacerse pronto de Trenton St. James.
Lo llevó por la planta superior, por el ala de los criados, las habitaciones destinadas a almacenes, cerciorándose de señalar todas las grietas, la madera podrida, los daños causados por los roedores. La satisfizo que hiciera frío y hubiera un poco de humedad. La gratificó aún más ver que el traje de él se hubiera manchado de polvo y que sus zapatos perdieran con rapidez su lustre.
Trent se asomó a una habitación atestada con cajas de muebles y vasijas rotas.
—¿Alguien ha repasado lo que hay aquí?
—Oh, algún día nos tocará —vio cómo una araña grande se alejaba de la luz—. Casi todos estos cuartos llevan más de cincuenta años cerrados… desde que mi bisabuelo se volvió loco.
—Fergus.
—Exacto. La familia solo utiliza las dos primeras plantas, y reparamos a medida que se hace necesario —pasó un dedo por una grieta de tres centímetros en la pared—. Supongo que se puede decir que si no lo vemos, no nos preocupa. Y el techo no se nos ha caído en la cabeza. Todavía —notó que él la estudiaba y sonrió—. Por aquí hay más —deseaba mostrarle la habitación donde había clavado plástico para cubrir las ventanas rotas.
Trent caminó al lado de ella, con cuidado en un punto en que habían fijado unos tableros de madera en el suelo encima de un agujero. Una puerta alta y arqueada captó su atención, y antes de que C. C. pudiera detenerlo, tenía la mano en el picaporte.
—¿Adónde conduce esto?
—Oh, a ningún lado —comenzó, y maldijo cuando él la abrió. Se vieron invadidos por un fresco aire primaveral. Trent salió a la estrecha terraza de piedra y se encaminó hacia los escalones de granito—. No sé cuán seguros son.
—Mucho más que el suelo del interior —comentó él por encima del hombro.
Con un juramento, C. C. cedió y subió detrás.
—Es fabuloso —murmuró Trent al detenerse en el ancho corredor que había entre minaretes—. Realmente fabuloso.
Razón por la que C. C. no había querido que lo viera. Se mantuvo retrasada con las manos en los bolsillos mientras él se apoyaba y asomaba por encima de la pared de piedra que llegaba hasta la cintura.
Podía ver las profundas aguas azules de la bahía con los barcos que centelleaban en su superficie. El valle, brumoso y misterioso, se extendía como un cuento de hadas. Una gaviota, poco más que un borrón blanco, sobrevoló la bahía en dirección al mar.
—Increíble —el viento le agitó el pelo mientras avanzaba por el corredor, bajaba un tramo de escalones y ascendía otro. Desde allí veía el Atlántico, salvaje, azotado por el viento y maravilloso. El sonido de la interminable guerra que mantenía con las rocas de abajo reverberaba como el trueno. Pudo ver que había puertas espaciadas a intervalos regulares, pero en ese momento no le interesaba el interior. Alguien, supuso que de la familia, había colocado sillas, mesas, macetas con plantas—. Es espectacular —se volvió hacia C. C.—. ¿Se acostumbra a esto?
—No —se encogió de hombros—. Terminas por volverte territorial.
—Es comprensible. Me sorprende que alguna de ustedes pase tiempo dentro.
Con las manos aún en los bolsillos, C. C. se reunió con él junto al muro.
—No es solo la vista. Es el hecho de que tu familia, generaciones enteras, estuvo aquí. Igual que la casa, que ha resistido el tiempo, el viento y el fuego —su rostro se suavizó al mirar abajo—. Los chicos están en casa.
Trent bajó la vista para ver a dos figuras pequeñas correr por el césped en dirección a la pérgola. El sonido de su risa fue transportado por el viento.
—Alex y Jenny —explicó ella—. Son los hijos de mi hermana Suzanna. También ellos han estado aquí —lo miró—. Eso significa algo.
—¿Qué piensa su madre sobre la venta?
C. C. apartó la cara al tiempo que la culpabilidad y la frustración luchaban por el control.
—Estoy segura de que usted ya se lo preguntará. Pero si la presiona —giró la cabeza con brusquedad y el cabello voló en torno a su cabeza—, si la presiona de cualquier manera, responderá ante mí. No dejaré que la vuelvan a manipular.
—No tengo intención de manipular a nadie.
—Los hombres como usted hacen una carrera de la manipulación —rio con amargura—. Si cree que se ha encontrado con cuatro mujeres desvalidas, señor St. James, vuelva a reflexionar. Las Calhoun pueden cuidar de sí mismas, y de los suyos.
—No me cabe duda, en especial si sus hermanas son tan desagradables como usted.
C. C. entrecerró los ojos y cerró las manos. Habría atacado en ese instante, pero a su espalda oyó su nombre en un susurro.
Trent vio que una mujer salía por una de las puertas. Era tan alta como C. C.… pero esbelta, con un aura tan frágil que despertó su instinto protector incluso antes de darse cuenta. El pelo, que le llegaba hasta los hombros, era de un rubio pálido y lustroso, los ojos, del azul profundo de un cielo estival, emitían un aire de ecuanimidad y serenidad, hasta que se miraba con más atención y en ellos se veía un corazón roto.
A pesar de la diferencia de color en el pelo, había un parecido en la forma de la cara, en los ojos y en la boca, que hizo que Trent supiera que en ese momento conocía a una de las hermanas de C. C.
—Suzanna —C. C. se interpuso entre su hermana y Trent, como para protegerla.
Suzanna sonrió, con una expresión tanto divertida como impaciente.
—La tía Coco me ha pedido que subiera —apoyó una mano en el brazo de C. C. para aplacarla—. Usted debe ser el señor St. James.
—Sí —aceptó la mano que ella le ofreció, y le asombró descubrir que era dura, fuerte y tenía callos.
—Soy Suzanna Calhoun Dumont. ¿Va a quedarse con nosotras unos días?
—Sí. Su tía ha sido tan amable de invitarme.
—Bastante astuta —corrigió con una sonrisa mientras pasaba un brazo por los hombros de su hermana—. Creo que C. C. le ha ofrecido un recorrido parcial de la casa.
—Un recorrido fascinante.
—Será un placer continuarlo yo desde aquí —apretó levemente el brazo de su hermana—. La tía Coco necesita algo de ayuda abajo.
—No necesita ver nada más ahora —arguyó C. C.—. Pareces cansada.
—En absoluto. Pero lo estaré si la tía Coco me obliga a revisar toda la casa en busca de la bandeja Wedgwood para el pavo.
—Muy bien —le lanzó una mirada fulminante a Trent—. No hemos terminado.
—Bajo ningún concepto —convino y sonrió para sí mismo cuando ella se marchó cerrando la puerta con fuerza—. Su hermana tiene una personalidad muy… comunicativa.
—Es una pendenciera —indicó Suzanna—. Todas lo somos, en las circunstancias adecuadas. La maldición de los Calhoun —giró la cabeza al oír el sonido de las risas de sus hijos—. No es una decisión fácil, señor St. James, sea cual fuere la que se tome. Como tampoco es, para ninguna de nosotras, una decisión de negocios.
—Eso he entendido. Para mí ha de ser una de negocios.
Ella sabía demasiado bien que para algunos hombres los negocios eran lo primero y lo último.
—Entonces supongo que lo mejor es que vayamos paso a paso —abrió la puerta que C. C. había cerrado con fuerza—. ¿Por qué no le muestro dónde va a alojarse?