10

—Aquí tiene los documentos que solicitó, señor St. James.

Ajeno a la presencia de su secretaria, Trent continuó de pie ante la ventana. Era una costumbre que había adquirido desde que regresó al trabajo tres semanas atrás. A través del amplio cristal tintado podía observar el ajetreo de Boston. Torres de acero y cristal brillaban junto a elegantes casas de ladrillo en una mezcla arquitectónica. Con sudaderas y pantalones de distintos colores, los deportistas marchaban por el camino que seguía la corriente del río.

—¿Señor St. James?

—¿Sí? —giró la cabeza para mirar a su secretaria.

—Le he traído los documentos que solicitó.

—Gracias, Angela —por un viejo hábito, miró su reloj. Reflexionó que apenas había pensado en el tiempo pasado junto a C. C.—. Son las cinco pasadas. Debería irse a casa, con su familia.

—¿Puedo hablar con usted un minuto?

—De acuerdo. ¿Quiere sentarse?

—No, señor. Espero que no considere mis palabras fuera de lugar, señor St. James, pero querría saber si se siente bien.

—¿No lo parezco? —el fantasma de una sonrisa apareció en sus labios.

—Oh, sí, desde luego. Un poco cansado, tal vez. Lo que pasa es que desde que regresó de Bar Harbor parece distraído, y distinto de algún modo.

—Se puede decir que estoy distraído. Soy distinto, y para responder a su pregunta original, no, no creo estar del todo bien.

—Señor St. James, si hay algo que yo pueda hacer…

Se sentó en el borde de su escritorio y la estudió. La había contratado por ser eficiente y rápida. Según recordaba, había estado a punto de descartarla porque tenía dos hijos pequeños. Le había preocupado que no pudiera ser capaz de equilibrar sus responsabilidades, pero había asumido lo que había considerado un riesgo. Con excelentes resultados.

—Angela, ¿cuánto tiempo lleva casada?

—¿Casada? —desconcertada, parpadeó—. Diez años.

—¿Feliz?

—Sí, Joe y yo somos felices.

«Joe», pensó él. Ni siquiera conocía el nombre del marido. No se había molestado en averiguarlo.

—¿Por qué?

—¿Por qué, señor?

—¿Por qué es feliz?

—Su… Supongo que porque nos amamos.

Asintió, gesticulando para instarla a continuar.

—¿Y eso basta?

—Desde luego ayuda cuando se pasa por momentos complicados —sonrió un poco, pensando en su Joe—. Hemos tenido algunos, pero uno de los dos siempre consigue ayudar a que el otro lo atraviese.

—Entonces, se consideran un equipo. ¿Tienen muchas cosas en común?

—No lo sé. A Joe le encanta el fútbol y yo lo odio. Adora el jazz, y yo no lo entiendo —hasta después no se le ocurriría que esa era la primera vez que se había sentido a gusto con Trent desde que había empezado a trabajar para él—. A veces me dan ganas de ponerme tapones para los oídos durante todo el fin de semana. Siempre que se me pasa por la cabeza la idea de largarlo, pienso en cómo sería mi vida sin él. Y no me gusta lo que veo —se tomó la libertad de acercarse—. Señor St. James, si es por la boda de Marla Montblanc, bueno, me gustaría decirle que es mejor para usted.

—¿Marla se ha casado?

Atónita de verdad, Angela movió la cabeza.

—Sí, señor. La semana pasada, con aquel jugador profesional de golf. Apareció en todos los periódicos.

—Debí pasarlo por alto —en los periódicos habían aparecido otras cosas que habían captado su atención.

—Sé que llevaba un tiempo viéndola.

«Viéndola», repitió mentalmente. «Sí, esa frase fría y desapasionada describe a la perfección nuestra relación».

—Sí, así es.

—¿No está molesto?

—¿Por lo de Marla? No —la realidad era que hacía semanas que no pensaba en ella. Desde que había entrado en aquel taller y visto unas botas viejas.

Angela comprendió que había otra mujer. Y si había tenido ese efecto en el jefe, disponía de todo su apoyo.

—Señor, si alguien… si alguna otra cosa —corrigió con cautela— ocupa su mente, tal vez esté analizando en demasía la situación.

El comentario lo sorprendió lo suficiente como para provocarle otra sonrisa.

—¿Analizo en demasía, Angela?

—Es usted muy meticuloso, señor St. James, y analiza bastante los detalles, lo cual es muy provechoso para los negocios. Los asuntos personales no siempre se pueden encarar con lógica.

—Yo mismo he llegado a esa conclusión —volvió a ponerse de pie—. Le agradezco el tiempo.

—Ha sido un placer, señor St. James —y era la verdad—. ¿Puedo hacer algo más por usted?

—No, gracias —se dirigió hacia la ventana—. Buenas tardes, Angela.

—Buenas tardes —sonreía cuando cerró la puerta a su espalda.

Trent permaneció allí un buen rato. No, no había notado el anuncio de la boda de Marla. Los periódicos también habían cubierto la inminente venta de Las Torres. «El hito de Bar Harbor será el próximo hotel St. James», recordó. «Rumores de tesoros perdidos suavizan el trato».

Trent no sabía dónde se había producido la filtración, aunque no lo sorprendía. Tal como había anticipado, sus abogados se opusieron a la cláusula en la que había insistido Lilah. Los murmullos de esmeraldas habían llegado hasta los pasillos. Era natural que llegaran hasta la calle y la prensa.

Durante más de una semana abundaron en los diarios y tabloides las especulaciones sobre las esmeraldas Calhoun. Se las había llamado invaluables, trágicas y legendarias… todos los adjetivos apropiados para garantizar titulares.

Se habían vuelto a tratar a fondo las hazañas empresariales de Fergus Calhoun, junto con el suicidio de su mujer. Un reportero emprendedor incluso había logrado localizar a Colleen Calhoun en un crucero por el Mar Jónico. La expresiva réplica de la gran dama había aparecido en cursiva.

UN FRAUDE

Se preguntó si C. C. había visto los periódicos. «Por supuesto», concluyó. Probablemente también había sido acosada por la prensa.

«¿Cómo lo estará llevando? ¿Se sentirá dolida y desdichada, obligada a responder preguntas cuando algún curioso reportero le meta una grabadora en las narices?». Sonrió un poco. ¿Obligada? Imaginó que habría echado a media docena de periodistas del taller si hubieran tenido el arrojo suficiente para intentarlo.

Cuánto la echaba de menos. Y eso no lo dejaba vivir. Despertaba todas las mañanas preguntándose qué estaría haciendo. Todas las noches se iba a la cama para no parar de dar vueltas mientras los pensamientos sobre ella le invadían el cerebro. Cuando dormía, ella figuraba en sus sueños. Era su sueño.

«Tres semanas», pensó. «Ya debería haberme adaptado». Sin embargo, todos los días que él pasaba allí y ella en otra parte, empeoraba.

Sobre el escritorio estaban los contratos revisados para la compra de Las Torres. Hacía días que tendría que haberlos firmado. No obstante, no lograba convencerse de dar ese paso final. La última vez que los había mirado solo había sido capaz de centrarse en tres palabras.

Catherine Colleen Calhoun.

Las había leído una y otra vez, recordando la primera vez que ella le había dicho su nombre, arrojándoselo como si hubiera sido un arma. Recordó que había tenido grasa en la cara. Y fuego en los ojos.

Luego rememoraba otras ocasiones, momentos únicos, palabras sueltas. El modo en que ella lo había observado con el ceño fruncido desde el brazo del sofá mientras Trent tomaba el té con Coco. La expresión en la cara de C. C. cuando habían estado juntos en la terraza, contemplando el mar. Lo bien que la boca de ella había encajado en la suya al besarla bajo un árbol de glicinas que aún no habían florecido.

Se preguntó si pensaría en él cuando caminara por aquella arboleda. Si lo hacía, temía que los pensamientos no fueran amables.

La última vez que lo había visto lo había maldecido. Le había clavado esos ojos verdes y había deseado que el beso, el último beso que habían compartido, lo mantuviera despierto por la noche.

Dudaba de que incluso ella pudiera saber cómo ese deseo se había hecho realidad.

Se frotó los ojos cansados y regresó a la mesa. Como siempre, se hallaba en perfecto orden. Igual que sus negocios… y como había estado su vida.

Se vio obligado a reconocer que las cosas habían cambiado. Él había cambiado, aunque quizá no tanto. Una vez más alzó los contratos para estudiarlos. Seguía siendo un hombre de negocios hábil y organizado, que sabía maniobrar en un trato para conseguir que se decantara a su favor.

Tomó la pluma y la hizo oscilar levemente sobre los papeles. Dejó que el germen de una idea que había enraizado en su mente hacía unos días se formara, reestructurara y readaptara.

Sabía que era poco usual. Quizá hasta un poco excéntrica, pero… pero estaba convencido de que si jugaba bien sus cartas, podría funcionar. En sus labios fue formándose una leve sonrisa. Era su trabajo conseguir que funcionara. Suspiró. Quizá terminara por ser el trato más importante de su vida.

Descolgó el auricular del teléfono y, empleando toda la influencia de los St. James, puso los primeros engranajes en marcha.

Hank terminó de pulir el guardabarros del Mustang del 69 y luego se apartó para admirar su obra.

—Va quedando muy bien —le dijo a C. C.

Ella giró el cuello, pero tenía las manos llenas con las pastillas de frenos que cambiaba encima de su cabeza.

—Será una preciosidad. Me alegra que nos hayan encargado restaurarlo.

—¿Quieres que me ponga con el encendido?

C. C. maldijo cuando por la mejilla le cayó un poco de líquido de frenos.

—No. Me has dicho tres veces que esta noche tenías una cita. Ve a lavarte y lárgate.

—Gracias —se puso a guardar las herramientas—. ¿Habéis encontrado ya otra casa?

—No —soslayó la contracción que sintió en el estómago y se concentró en lo que hacía—. Mañana vamos a ir a buscar.

—No será lo mismo no tener a las Calhoun en Las Torres. Aunque los periódicos no paran de hablar del collar.

—Ya se calmarán —al menos eso esperaba.

—Supongo que si lo encontráis, seréis millonarias. Podríais retiraros a Florida.

A pesar de su estado de ánimo, no pudo evitar reír entre dientes.

—Bueno, pues todavía no lo hemos encontrado —«solo el recibo», pensó, que Lilah había encontrado durante su único turno, en el almacén—. Florida puede esperar. Los frenos no.

—Creo que me voy. ¿Quieres que cierre la oficina?

—Adelante. Que te diviertas.

Se marchó silbando y C. C. paró un momento para darle un descanso a los brazos y el cuello. Deseó haber podido retener a Hank un rato más, por compañía, distracción. Aunque no paraba de hablar de la casa y del collar, la ayudaba a mantener la mente ocupada.

No importaba lo alta que pusiera la radio, en cuanto se quedaba sola, había demasiado silencio.

En cualquier momento tendrían noticias del abogado. Se dijo que quizá la tía Coco había recibido una llamada de Stridley aquella tarde, para informarla de que los contratos se habían firmado y quedaba establecida una fecha para el acuerdo.

Se preguntó si Trent se presentaría al acuerdo. «No, claro que no». Enviaría a un representante, y eso sería lo mejor.

Además, tenía mucho que hacer para preocuparse de eso. Buscar una casa, repasar los periódicos viejos en busca de una pista sobre el paradero de las esmeraldas, el Mustang clásico que pensaba devolver a su estado de perfección. Apenas tenía un momento para respirar, mucho menos para rumiar si vería a Trent.

Si al menos dejara de dolerle, aunque solo fuera por unos minutos.

«Mejorará», se dijo al concentrarse otra vez en los frenos. Debía mejorar. Después de que hubieran encontrado una casa nueva. Después de que se apagaran los rumores sobre el collar. Todo regresaría a la normalidad, o a lo que ella tendría que aceptar como normal. Si el dolor no desaparecía nunca por completo, entonces debería aprender a vivir con él.

Tenía a su familia. Juntos, podían enfrentarse a todo.

Al terminar sentía los hombros rígidos. Los movió un poco y fue a salir de debajo del coche cuando se dio cuenta de que la radio había dejado de sonar. Giró la cabeza. Y vio a Trent de pie junto al banco de trabajo. Se le cayó al suelo la llave inglesa que sostenía.

—¿Qué haces aquí?

—Esperar que termines —solo podía pensar en lo fabulosa que estaba—. ¿Cómo te encuentras?

—Ocupada —sacudida por el dolor, se volvió para darle al interruptor de la pared. El elevador gimió al bajar el vehículo—. Supongo que has venido por la casa.

—Sí, se puede decir que una gran parte de lo que me trae aquí se debe a eso.

—Esperábamos tener noticias del abogado.

—Lo sé.

Cuando el coche quedó sobre el suelo, tomó un trapo y se limpió las manos, con la vista clavada en ellas.

—Amanda es quien se ocupa de los detalles. Si necesitas aclarar algo, está en el Bay Watch.

—Lo que necesito aclarar te atañe a ti. A nosotros.

Ella alzó la vista, luego dio un paso atrás al ver que se había situado casi a su lado.

—En realidad no tengo nada que decirte.

—De acuerdo, entonces hablaré yo. Dentro de un minuto.

Se movió con rapidez. Sin embargo, C. C. tuvo la certeza de que si hubiera esperado su movimiento, podría haberlo esquivado. Aunque no estuvo segura de que lo hubiera intentado.

Era tan grato y justo que la boca de él le cubriera los labios, que las manos le enmarcaran la cara. El orgullo le falló lo suficiente como para hacer que le aferrara las muñecas mientras dejaba que sus necesidades fluyeran en ese beso.

—Llevo tres semanas y media pensando en esto —murmuró él.

—Vete, Trent —cerró los ojos con fuerza.

—Catherine…

—Maldito seas, he dicho que te vayas —se soltó y se dio la vuelta para apoyar las manos en el banco—. Te odio por venir aquí, por hacer que quede otra vez como una tonta.

—No eres tú la tonta. Nunca lo has sido.

Cuando la mano de él le rozó levemente el hombro, agarró un martillo y giró en redondo.

—Si vuelves a tocarme, que Dios me ayude, te romperé la nariz.

La miró y vio que en sus ojos ardía otra vez el fuego.

—Menos mal. Has regresado —encantado pero cauto, levantó una mano—. Escúchame, por favor. Primero los negocios.

—Mis negocios contigo están cerrados.

—Ha habido un cambio de planes —sacó unas monedas de la lata que había en el banco—. ¿Puedo invitarte a un refresco?

—No. Di lo que tengas que decir, luego lárgate.

Él se encogió de hombros, se dirigió a la máquina expendedora e introdujo las monedas. Fue en ese momento cuando C. C. se dio cuenta de que llevaba puestos unos botines.

—¿Y que es eso?

—¿Estos? —sonrió al abrir la lata—. Zapatos nuevos. ¿Te gustan? —al ver que la única respuesta de ella era quedarse boquiabierta, bebió un trago—. Sé que no es mi imagen habitual, pero las cosas cambian. Algunas cosas han cambiado. ¿Te importaría dejar ese martillo?

—¿Qué? Oh, de acuerdo —lo dejó sobre el banco—. Has dicho que los planes habían cambiado. ¿Significa eso que has decidido no comprar Las Torres?

—Sí y no. ¿Prefieres que vayamos a tu oficina a hablarlo?

—Maldita sea, Trent, simplemente dime qué está pasando.

—Muy bien. Es esto. Tomamos un ala, la oeste, creo, para que no involucre la torre de Bianca. La restauramos por completo. Yo prefiero salvaguardar el material original hasta donde sea posible y, siempre que sea factible, reconstruir de acuerdo con los planos originales. Debería mantener su aire de fin de siglo. Eso será parte del acuerdo.

—¿El acuerdo? —repitió, perdida.

—Podemos obtener fácilmente diez suites sin poner en peligro la arquitectura. Si no me falla la memoria, la sala de billar será excelente como comedor, con la torre oeste preparada para ofrecer veladas más íntimas y fiestas privadas.

—¿Diez suites?

—En el ala oeste —corroboró él—. Con preferencia hacia la estética y la intimidad. Hemos de devolver su funcionamiento a todas las chimeneas. Creo que con lo que ofreceremos, dispondremos de una clientela para todo el año y no solo para la temporada.

—¿Qué vas a hacer con el resto de la casa?

—Eso dependerá de ti y de tu familia —dejó la lata a un lado y se acercó a ella—. Tal como yo lo veo, podríais vivir con comodidad en las dos primeras plantas y el ala este. Dios sabe que sobra espacio.

Confusa, se llevó los dedos a las sienes.

—¿Seríamos tus inquilinas?

—No es exactamente lo que yo tenía en mente. Pensaba más en una sociedad —le tomó la mano y la observó—. Tus nudillos han sanado.

—¿Qué clase de sociedad?

—La Corporación St. James pone el dinero para la restauración, la publicidad y cosas por el estilo. En cuanto el balneario, en este caso me gusta más que hotel, en cuanto esté operativo, repartimos los beneficios al cincuenta por ciento.

—No lo entiendo.

—Es muy sencillo, C. C. —le alzó la mano y le besó un dedo—. Las dos partes ceden. Nosotros tenemos nuestro hotel y vosotras vuestro hogar. Nadie pierde.

Ella apagó la breve llama de la esperanza por temor a sentirla.

—No veo cómo podría funcionar. ¿Por qué alguien querría alojarse en el hogar de otras personas?

—Es un hito —le recordó, besándole otro dedo—. Con una leyenda, un fantasma y un misterio. Pagarán bien por estar aquí. Y cuando prueben la bullabesa de Coco…

—¿La tía Coco?

—Ya le he ofrecido el puesto de chef. Está encantada. Sigue pendiente la cuestión de quién lo dirigirá, pero creo que es un puesto perfecto para Amanda, ¿no te parece? —sus ojos irradiaron alegría al besarle el tercer dedo.

—¿Por qué haces esto?

—Soy un hombre de negocios. Y esto ofrece un buen negocio. Ya he comenzado el estudio de mercado —le giró la mano y apoyó los labios sobre la palma—. Es lo que le he dicho a mi junta directiva. Pero creo que tú sabes realmente lo que pasa.

—Yo no sé nada —apartó la mano para ir hacia las puertas abiertas del taller—. Lo único que sé es que regresas con un plan descabellado…

—Es un plan muy sólido —corrigió—. No soy una persona dada a los planes descabellados. Al menos nunca lo he sido —se acercó y la tomo por los hombros—. Quiero que retengas tu hogar, C. C.

—Así que lo haces por mí —cerró los ojos.

—Por ti, por tus hermanas, por Coco, incluso por Bianca —la giró para que lo mirara—. Y lo hago por mí. Querías mantenerme despierto por las noches, y lo has conseguido.

—La culpabilidad obra milagros —logró esbozar una sonrisa débil.

—No tiene nada que ver con la culpa. Nunca ha sido así. Pero sí con el amor. Con estar enamorado. No te apartes —musitó cuando ella quiso soltarse—. Los negocios ya han acabado por hoy. Ahora solo estamos tú y yo. No puede ser más personal.

—Para mí todo es personal, ¿no lo entiendes? —manifestó ella con las manos cerradas a los costados—. Viniste aquí y cambiaste todo en mi vida, y luego te marchaste. Y ahora vuelves y me comunicas que has alterado tus planes.

—No eres la única cuya vida se ha alterado. Desde que te conocí, nada ha sido igual para mí —sintió una oleada de pánico. C. C. no iba a brindarle otra oportunidad—. Yo no pedí esto. No lo quería.

—Oh, dejaste bien claro lo que no querías —lo empujó sin lograr apartarlo—. No tienes derecho a empezar esto otra vez.

—Al cuerno con los derechos —la sacudió—. Intento decirte que te amo. Es la primera vez para mí, y no vas a convertirlo en una discusión.

—Lo convertiré en lo que me apetezca —espetó, furiosa cuando se le quebró la voz—. No voy a permitir que vuelvas a hacerme daño. No voy a… —se quedó quieta con los ojos muy abiertos—. ¿Has dicho que me amabas?

—Cállate y escucha. He pasado tres semanas y media sintiéndome vacío y desgraciado sin ti. Me fui porque pensé que podría hacerlo. Porque pensé que era lo justo y mejor para los dos. Lógicamente, lo era. Sigue siéndolo. No nos parecemos en nada. No encuentro ningún porcentaje de probabilidades favorables en arriesgar nuestros futuros cuando sé que estarías mejor con otra persona. Con alguien como Finney.

—¿Finney? —se le escapó una risa—. Oh, es fantástico —mientras sus emociones remolineaban, lo golpeó en el pecho—. Te diré una cosa. ¿Por qué no te llevas tu porcentaje a Boston y sacas un gráfico? Y ahora déjame en paz. Tengo trabajo.

—No he terminado —cuando ella abrió la boca para maldecir, Trent dejó que lo dominara el instinto y la besó hasta que se tranquilizó. Tan jadeante como ella, apoyó la frente contra la de C. C.—. No tiene nada que ver con la lógica o los porcentajes —sin soltarla, dio un paso atrás para poder verla—. Catherine, cada vez que me decía que no creía en el amor ni en los matrimonios eternos, recordaba cómo me sentía contigo.

—¿Cómo? ¿Cómo te sentías conmigo?

—Vivo. Feliz. Y sabía que no volvería a sentirme de esa manera a menos que regresara —la soltó—. C. C. una vez me dijiste que lo que teníamos podía ser la mejor parte de mi vida. Tenías razón. No sé si lograré que funcione, pero necesito intentarlo. Te necesito.

Catherine se dio cuenta de que él tenía miedo. Incluso más que ella. Sin quitarle la vista de encima, alzó una mano a su cara.

—Puedo ofrecerte una garantía por un amortiguador, Trent. No por esto.

—Me conformo con que me digas que todavía me amas, que me darás otra oportunidad.

—Todavía te amo. Pero no puedo darte otra oportunidad.

—Catherine…

—Porque aún no has tomado la primera —lo besó con suavidad dos veces—. ¿Por qué no la tomamos juntos? —rio cuando él la pegó a su cuerpo—. Te vas a llenar de grasa.

—Tendré que acostumbrarme —después de dar unas vueltas, se apartó para estudiarla. Todo lo que necesitaba estaba en esos ojos—. Te amo, Catherine. Te amo mucho.

—Tendré que acostumbrarme a eso —le acarició la mejilla—. Quizá necesite que lo repitas cien veces —Trent se lo repitió mientras la abrazaba, mientras le llenaba la cara de besos, mientras se demoraba en el sabor de su boca—. Creo que funciona —murmuró—. Quizá deberíamos cerrar las puertas del taller.

—Déjalas abiertas —volvió a retroceder, luchando para despejarse la cabeza—. Sigo siendo lo bastante St. James como para querer hacer las cosas en su orden adecuado, pero el control se me escapa.

—¿Y a qué orden te refieres? —sonriendo, pasó un dedo por la camisa de él para juguetear con el botón superior.

—Espera —encendido, apoyó una mano sobre la de C. C.—. He pensado en esto durante todo el trayecto desde Boston. Lo reviví de muchas maneras distintas. Te invitaría a cenar otra vez, beberíamos un poco de vino y habría muchas velas, o pasearíamos por el jardín al anochecer —miró en torno al taller. «Madreselva y aceite de motores», pensó. «Perfecto»—. Pero estos parecen el momento y el lugar adecuados —sacó un estuche pequeño del bolsillo, lo abrió y se lo entregó a ella—. En una ocasión dijiste que si te ofrecía un diamante, te reirías en mi cara. Pensé que podría tener más suerte con una esmeralda.

Catherine contuvo las lágrimas al contemplar la piedra de un verde intenso en su sencillo engaste de oro. Brillaba para ella, llena de esperanza y promesas.

—Si es una proposición, no te hace falta nada de suerte —lo miró con ojos húmedos y brillantes—. La respuesta siempre fue sí.

—Vayamos a casa —dijo después de introducirle el anillo en el dedo.

—Sí —le tomó la mano—. Vayamos a casa.