Bar Harbor 1991.
Trenton St. James III estaba de un humor de perros. Era el tipo de hombre que esperaba que las puertas se le abrieran cuando llamaba, y que los teléfonos le contestaran cuando marcaba. Lo que no esperaba, y odiaba tolerar, era que su coche se le averiara en un camino estrecho de dos carriles a quince kilómetros de su destino. Al menos el teléfono del coche le había permitido localizar al mecánico más cercano. No le había hecho mucha gracia entrar en Bar Harbor en la cabina de la grúa, mientras una música estridente sonaba por los altavoces y su rescatador cantaba, desafinando, entre bocados a un enorme bocadillo de jamón.
—Hank, simplemente llámeme Hank —le había dicho el conductor, para luego beber un buen trago de una botella de refresco—. C. C. le arreglará el coche en un santiamén. No hay otro mecánico igual en Maine, pregúnteselo a cualquiera.
Trent decidió que en esas circunstancias tendría que aceptar la palabra del así llamado Hank. Con el fin de ahorrarse tiempo y problemas, hizo que el tipo lo dejara a la entrada del pueblo, con instrucciones sobre cómo llegar al taller y una sucia tarjeta que Trent estudió mientras la sostenía con cautela con la punta de los dedos.
Pero como con cualquier otra situación en la que pudiera hallarse, decidió aprovecharla. Mientras se ocupaban de su coche, realizó media docena de llamadas a su oficina de Boston, para poner el miedo de Dios en sus secretarias, ayudantes y vicepresidentes. Eso mejoró un poco su estado de ánimo.
Comió en la terraza de un restaurante pequeño, prestando más atención a los documentos que sacó del maletín que a la excelente ensalada de langosta o a la suave brisa primaveral. Comprobó la hora a menudo, bebió demasiado café y con impacientes ojos castaños estudió el tráfico que subía y bajaba por la calle.
Dos de las camareras hablaron bastante de él. Era comienzos de abril, faltaban semanas para la inauguración de la temporada, de manera que el local no rebosaba de clientes.
Convinieron en que era apuesto, desde lo alto de su pelo rubio oscuro hasta la punta de sus brillantes zapatos italianos. Coincidieron en que era un hombre de negocios, sin duda importante, debido al maletín de piel y al elegante traje gris. Además, llevaba gemelos en los puños de la camisa. De oro.
Mientras preparaban las servilletas y los cubiertos para el siguiente turno, decidieron que era joven para el rango que ostentaba, no más de treinta años. Mientras se turnaban para rellenarle la taza de café y observarlo más de cerca, el voto unánime que dieron fue que resultaba descaradamente atractivo, con rasgos limpios y marcados, con un aire refinado que habría sido demasiado acicalado de no ser por los ojos.
Eran oscuros, tristes e impacientes, lo que hizo que las camareras especularan con que hubiera podido plantarlo una mujer. Aunque no fueron capaces de imaginar a una mujer cuerda realizando semejante locura.
Trent no les prestó más atención que a cualquier persona que cumpliera un servicio pagado. Eso las decepcionó. La propina exorbitante que dejó lo compensó. Lo habría sorprendido que la propina pudiera haber significado algo más para las mujeres si la hubiera ofrecido con una sonrisa.
Cerró el maletín y se preparó a caminar a paso vivo hasta el taller en el extremo del pueblo. No era un hombre frío y no se hubiera considerado distante. Siendo un St. James, había crecido con criados que en silencio y con eficacia habían desempeñado la tarea de hacer que su vida fuera más sencilla. Pagaba bien, incluso con generosidad. Si no mostraba ningún agradecimiento manifiesto o interés personal, sencillamente se debía a que jamás se le pasaba por la cabeza.
En ese momento, tenía la mente concentrada en el trato que esperaba cerrar a finales de semana. Se dedicaba a los hoteles, con énfasis en el lujo y los balnearios. El verano anterior, el padre de Trent había localizado una propiedad mientras navegaba en yate con su cuarta esposa por Frenchman Bay. Así como el instinto de Trenton St. James II en lo referente a las mujeres era conocidamente caprichoso, su instinto para los negocios jamás fallaba.
Casi de inmediato había iniciado las negociaciones para adquirir la enorme casa de piedra que daba a Frenchman Bay. Su apetito se había visto incrementado por la negativa de los dueños de vender. Como cabía esperar, no pudieron resistirse a Trenton padre y el trato estaba a punto de cerrarse.
Hasta que Trent se encontró con el negocio sobre el regazo cuando su padre se vio inmerso en un divorcio complicado.
Pensó que la esposa número cuatro había durado casi dieciocho meses. Dos meses más que la número tres. Con fatalismo aceptaba que no tardaría en aparecer una quinta. El viejo tenía tanta adicción al matrimonio como a los negocios inmobiliarios.
Estaba decidido a cerrar el trato de Las Torres antes de que se hubiera secado la tinta de la última sentencia de divorcio. En cuanto sacara el coche del taller, iría a echarle un vistazo al lugar.
Mientras atravesaba el pueblo, y debido a la época del año, muchas de las tiendas estaban cerradas, pero pudo ver las posibilidades. Sabía que durante la temporada, las calles de Bar Harbor se hallaban atestadas de turistas con tarjetas de crédito y cheques de viaje listos para usar. Y los turistas necesitaban hoteles. Llevaba las estadísticas en el maletín. Calculaba que con una sólida planificación, en quince meses Las Torres podrían acaparar un buen porcentaje de ese negocio turístico.
Lo único que tenía que hacer era convencer a cuatro mujeres sentimentales y a su tía a aceptar el dinero.
Al girar por la esquina que conducía al mecánico, volvió a mirar la hora. Le había dado exactamente dos horas para ocuparse de la avería que pudiera haber sufrido el BMW. Estaba convencido de que eso era suficiente.
Podría haber tomado el avión de la empresa desde Boston. Habría sido más práctico, y Trent era un hombre pragmático. Pero había querido conducir. «Lo necesitaba», reconoció. Había necesitado esas pocas horas de tranquilidad y soledad.
El negocio florecía, pero su vida personal se iba al garete.
¿Quién habría imaginado que Marla iba a lanzarle de repente un ultimátum? Matrimonio o nada. Era algo que todavía lo desconcertaba. Desde el principio de la relación ella había sabido que el matrimonio nunca había sido una opción. No tenía intención de subirse a la montaña rusa que tanto le gustaba a su padre.
No era que no le hubiera tenido cariño. Era hermosa y de buena cuna, inteligente y triunfadora en su campo de diseño de ropa. Con Marla, jamás había un pelo fuera de lugar, y Trent apreciaba ese tipo de meticulosidad en una mujer. Del mismo modo que había apreciado la actitud práctica que había mostrado hacia la relación.
Había afirmado que no quería matrimonio, hijos o juramentos de amor eterno. A Trent le parecía una traición personal que de pronto hubiera cambiado su discurso y lo hubiera exigido todo.
No había sido capaz de dárselo.
Dos semanas atrás se habían separado, rígidos como dos desconocidos. Ella ya estaba comprometida con un jugador de golf.
Dolía. Pero también lo convencía de que había tenido razón en todo momento. Las mujeres eran criaturas inestables y caprichosas, y el matrimonio era una especie de suicidio sin derramamiento de sangre.
Ella ni siquiera lo había amado. Gracias a Dios. Simplemente había querido «compromiso y estabilidad», según sus propias palabras. Complacido, Trent creía que no tardaría en descubrir que el matrimonio era el último sitio en el que encontrar esas dos cosas.
Como sabía que era poco productivo demorarse en los errores, permitió que los pensamientos de Marla desaparecieran de su mente. Decidió que se tomaría unas vacaciones de las mujeres.
Se detuvo en el exterior del edificio de madera blanca con coches en el aparcamiento. El letrero sobre las puertas abiertas del taller ponía Automoción C. C.. Justo debajo del título, que a Trent le resultó ostentoso, había un ofrecimiento de grúa las veinticuatro horas, reparación completa de vehículos extranjeros y nacionales y presupuesto sin compromiso.
A través de las puertas le llegó el sonido de música de rock. Suspiró al entrar.
Su BMW tenía el capó levantado y un par de botas sucias se asomaban por debajo del coche. El mecánico movía los talones de las botas al ritmo de la música estrepitosa. Con el ceño fruncido, Trent miró alrededor de la zona dedicada al taller. Olía a grasa y a madreselva, una combinación ridícula. El lugar era un caos sucio de herramientas y repuestos.
En la pared había un cartel que estipulaba que no se aceptaban cheques.
Otros exponían los servicios que proporcionaba el taller y sus precios. Trent supuso que eran razonables, pero no tenía vara con que medirlos. Contra una pared había dos máquinas expendedoras; una ofrecía refrescos y la otra comida basura. Una lata de café contenía cambio que los clientes tenían libertad para recurrir o contribuir a él. «Un concepto interesante», pensó.
—Perdón —dijo. Las botas siguieron marcando el ritmo—. Perdón —repitió, más alto. La música incrementó el tempo, imitada por las botas. Trent tocó una con el zapato.
—¿Qué? —la respuesta que le llegó era amortiguada e irritada.
—Me gustaría saber cómo va mi coche.
—Póngase a la cola —se oyó el golpe de una herramienta y una maldición.
Trent enarcó las cejas y luego las frunció de un modo que hacía temblar a sus subordinados.
—Al parecer ya soy el primero.
—En este momento se encuentra por detrás del coche de este idiota. Dios me salve de los esnobs ricos que compran un coche como este y no se molestan en averiguar la diferencia entre un carburador y una llave para cambiar ruedas. Aguarde un minuto, amigo, o hable con Hank. Anda por alguna parte.
Trent iba varias oraciones por detrás de «idiota».
—¿Dónde está el dueño?
—Ocupado. ¡Hank! —la voz del mecánico se alzó en un rugido—. Maldita sea. ¡Hank! ¿Adónde diablos se habrá ido?
—No lo sé —Trent se acercó hasta la radio y la apagó—. ¿Sería mucho pedirle que saliera de debajo del coche y me informara del estado en el que se encuentra mi coche?
—Sí —desde su sitio bajo el BMW, C. C. estudió los zapatos italianos y de inmediato le desagradaron—. En este momento ando con las manos llenas. Si tiene tanta prisa, puede bajar y prestarme una de las suyas o dirigirse hasta el taller de McDermit, en Northeast Harbor.
—No puedo conducir, ya que usted está bajo mi coche —aunque la idea era tentadora.
—¿Es suyo? —C. C. ajustó unos pernos. El tío exhibía un acento refinado de Boston a juego con los zapatos—. ¿Cuándo fue la última vez que le hizo una puesta a punto?
—Yo no…
—No me cabe ninguna duda —en la voz ronca se notó una satisfacción seca que crispó a Trent—. ¿Sabe?, no se compra simplemente un coche, sino una responsabilidad. Mucha gente no gana al año lo que cuesta el suyo. Con un cuidado y mantenimiento razonables, este cacharro podría llegar hasta sus nietos. Los coches no son artículos desechables. La gente los hace de esa manera porque es demasiado perezosa o estúpida para ocuparse de lo básico. Tendría que haberle cambiado el lubricante hace seis meses.
Los dedos de Trent tamborilearon sobre el costado del maletín.
—Joven, se le paga para ocuparse de mi coche, no para darme discursos sobre la responsabilidad que tengo hacia él —en un hábito tan arraigado como respirar, miró la hora—. Y ahora me gustaría saber cuándo lo voy a tener listo, ya que me esperan varias citas.
—El discurso es gratis —C. C. impulsó la camilla fuera de debajo del coche—. Y no soy su joven.
Eso le resultó bastante obvio. Aunque la cara estaba manchada y el pelo oscuro cortado con un estilo varonil, el cuerpo enfundado en un peto grasiento era decididamente femenino. Cada centímetro. Rara vez Trent no sabía qué decir, pero en ese instante se quedó quieto, mirando fijamente a C. C. cuando esta se levantó de la camilla para encararlo mientras hacía oscilar una llave inglesa en la mano.
Yendo más allá de las manchas negras en la cara, pudo ver que tenía una piel muy blanca en contraste con su pelo de color ébano. Bajo el flequillo, lo observaba con unos ojos verde bosque entrecerrados. Los labios sensuales y sin pintura estaban fruncidos en lo que, en otras circunstancias, habría sido un mohín muy sexy. Era alta para ser mujer, con una complexión como la de una diosa. Comprendió que era ella quien olía a aceite y a madreselva.
—¿Algún problema? —preguntó C. C. Era bien consciente de que la había recorrido de arriba abajo con la mirada. Estaba acostumbrada. Pero no tenía por qué gustarle.
La voz surtía un efecto completamente distinto cuando un hombre se daba cuenta de que esos tonos roncos pertenecían a una mujer.
—¡Es usted la mecánica!
—No, soy la decoradora de interiores.
Trent miró en torno al taller, con el suelo manchado de aceite y los bancos llenos de herramientas.
—Desempeña un trabajo interesante —comentó, sin poder resistirse.
Con un suspiro, ella arrojó la llave sobre un banco.
—Hubo que cambiar el filtro de aceite y el del aire. El carburador necesitaba unos ajustes. Sigue necesitando el cambio de aceite lubricante y habría que limpiar el radiador.
—¿Funcionará?
—Sí, funcionará —sacó un trapo del bolsillo y comenzó a limpiarse las manos. Lo juzgó como el tipo de hombre que cuidaba más de sus corbatas que de su coche. Se encogió de hombros y volvió a guardarse el trapo. No era asunto suyo—. Venga a la oficina y podremos echar cuentas.
Lo condujo a través de la puerta que había al fondo del taller, hacia un pasillo estrecho que giraba y desembocaba en una oficina con paredes de cristal. Estaba llena con un escritorio atestado, catálogos de repuestos, un bote de chicles por la mitad y dos sillas giratorias anchas. C. C. se sentó y, con la precisión sobrenatural de las personas que acumulan papeles sobre su mesa, apoyó con certeza la mano sobre las facturas.
—¿En efectivo o con tarjeta? —preguntó.
—Tarjeta —distraído sacó la billetera. Se aseguró que no era sexista. Con meticulosidad se había cerciorado de que en su empresa las mujeres recibieran la misma paga y oportunidad de ascenso que cualquier hombre. Jamás se le ocurrió preocuparse de que sus empleados fueran mujeres u hombres, siempre y cuando fueran eficientes, leales y de confianza. Pero cuanto más miraba a la mujer que rellenaba la factura, más convencido estaba de que no encajaba con la imagen que pudiera tener alguien de un mecánico de coches—. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí? —se sorprendió al oírse. Las preguntas personales no formaban parte de su estilo.
—Con más o menos intensidad desde los doce años —los ojos verdes subieron a los suyos—. No se preocupe. Sé lo que hago. Cualquier trabajo que se lleve a cabo en mi taller está garantizado.
—¿Su taller?
—Mi taller —extrajo una calculadora y comenzó a sacar el total con dedos largos y elegantes que aún estaban sucios. La crispaba. «Quizá son los zapatos», pensó. «O la corbata». Había algo arrogante en una corbata marrón—. Estos son los daños —giró la factura y se puso a detallarla punto por punto.
Él no prestaba atención, algo inusual. Era un hombre que leía cada palabra de cada papel que pasaba por su escritorio. Pero la observaba a ella, sinceramente fascinado.
—¿Alguna pregunta? —alzó la vista y se encontró con sus ojos. Casi pudo oír el clic.
—¿Usted es C. C.?
—Exacto —se vio forzada a carraspear. «Ridículo», se dijo. Ese hombre tenía ojos corrientes. Quizá fueran un poco más oscuros e intensos que lo que había notado en un principio, pero seguían siendo corrientes. No había ningún motivo por el que no pudiera dejar de mirarlos. Pero no lo hizo.
—Tiene grasa en la mejilla —musitó él, y le sonrió.
El cambio fue asombroso. Pasó de ser un hombre arrogante y molesto a uno cálido y abierto. La boca se le suavizó al curvarse, la impaciencia en los ojos desapareció. En ese momento en ellos se veía un humor campechano que resultaba irresistible. C. C. no pudo evitar devolverle la sonrisa.
—Es parte del trabajo —«quizá he sido un poco brusca», reflexionó, y se esforzó por corregirlo—. Usted es de Boston, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo lo ha sabido?
No dejó de sonreír al encogerse de hombros.
—Entre la matrícula de Massachusetts y su acento, no ha sido difícil adivinarlo. En la isla recibimos mucho comercio de Boston. ¿Está aquí de vacaciones?
—Negocios —intentó recordar la última vez que se había tomado unas vacaciones, sin éxito. «¿Dos años? ¿Tres?».
C. C. sacó un portapapeles de debajo de un montón de catálogos y estudió la agenda del día siguiente.
—Si va a quedarse un tiempo, podríamos hacerle el cambio de lubricante mañana.
—Lo tendré en cuenta. ¿Usted vive en la isla?
—Sí. Toda mi vida —el sillón crujió cuando subió las piernas para sentarse al estilo indio—. ¿Había estado en Bar Harbor con anterioridad?
—De niño pasé aquí un par de fines de semana con mi madre —le parecía que había pasado más de una vida—. Tal vez podría recomendarme algunos restaurantes y puntos de interés. Quizá logre sacar algo de tiempo libre.
—No se pierda el parque —sacó un papel y se puso a escribir—. Con los pescados y los mariscos no puede equivocarse, y aún no estamos en plena temporada, de modo que no sufrirá colas y falta de lugar —le ofreció el papel, que él dobló y guardó en un bolsillo.
—Gracias. Si no está ocupada esta noche, tal vez pueda ayudarme a probar los mariscos locales. Podríamos hablar del carburador.
Aturdida y halagada, alargó la mano para tomar la tarjeta de crédito que él le ofreció. Se hallaba a punto de aceptar cuando leyó el nombre impreso.
—Trenton St. James III.
—Trent —pidió él con una sonrisa.
«Encaja», pensó C. C. «Claro que encaja». Coche elegante, traje elegante, modales elegantes. Debió imaginarlo de inmediato. Debió olerlo. Crispada, pasó la tarjeta por el lector.
—Firme aquí.
Trent sacó una fina pluma de oro y firmó mientras ella se incorporaba y se dirigía a un pequeño armario para retirar las llaves del coche. Giró la cabeza en el momento en que ella se las arrojaba. Logró capturarlas antes de que le golpearan la cara. Las hizo sonar en la mano y se levantó para mirarla. Ella tenía las manos en las caderas y las facciones dominadas por la furia.
—Con un simple «no» habría bastado.
—Los hombres como usted no entienden un simple «no» —C. C. se volvió hacia la pared de cristal, luego giró con brusquedad—. De haber sabido quién era, le habría perforado el silenciador.
Despacio, Trent se guardó las llaves en el bolsillo. Su temperamento era famoso. No era encendido, ya que eso habría sido fácil de esquivar. Era hielo. Allí de pie se apoderó de él, le paralizó los ojos y le tensó la boca.
—¿Querría explicarse?
C. C. caminó hacia él hasta que quedaron pegados.
—Soy Catherine Colleen Calhoun. Y quiero que mantenga sus codiciosas manos lejos de mi casa.
Trent no dijo nada por un momento, mientras adaptaba sus pensamientos. Catherine Calhoun, una de las cuatro hermanas propietarias de Las Torres, y una que al parecer era bastante reacia a la venta. Como iba a tener que negociar con las cuatro, bien podía empezar allí mismo.
—Es un placer, señorita Calhoun.
—Para mí no —bajó la vista y separó la copia del recibo de la tarjeta de crédito—. Vuelva a meter su trasero en ese BMW y regrese a Boston.
—Fascinante expresividad —sin dejar de mirarla, dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo—. Sin embargo, usted no es la única parte involucrada.
—No va a convertir mi casa en uno de sus lujosos hoteles para debutantes aburridas y falsos condes italianos.
Él estuvo a punto de sonreír.
—¿Se ha alojado en uno de los hoteles St. James?
—No tengo que hacerlo, sé cómo son. Recepciones de mármol, ascensores de cristal, candelabros de seis metros y fuentes de agua por doquier.
—¿Tiene algo en contra de las fuentes?
—No quiero una en mi salón. ¿Por qué no va a ejecutar la hipoteca de alguna viuda o huérfano y nos deja en paz?
—Por desgracia, no tengo ninguna ejecución hipotecaria planeada para esta semana —alzó la mano cuando ella gruñó—. Señorita Calhoun, he venido aquí a petición de su enlace. Sean cuales fueren sus sentimientos personales, Las Torres tiene otras tres propietarias. No pienso marcharme hasta no haber hablado con ellas.
—Puede hablar hasta que sus pulmones se queden sin aire, pero… ¿qué enlace?
—La señora Cordelia Calhoun McPike.
El color de la cara de C. C. fluctuó un poco, pero no dio marcha atrás.
—No le creo.
Sin decir una palabra, Trent dejó su maletín sobre los papeles de la mesa e introdujo la combinación. De una de sus carpetas ordenadas sacó una carta escrita en un grueso papel marfil. El corazón de C. C. dio un vuelco. Se la quitó de la mano y leyó.
Estimado señor St. James:
Las mujeres Calhoun han tomado en consideración la oferta que les ha hecho por Las Torres. Como se trata de una situación compleja, consideramos que sería lo mejor para todos discutir los términos en persona en vez de comunicarnos por carta.
Como representante de ellas, me gustaría invitarlo a Las Torres —C. C. emitió un gemido ahogado— unos días. Considero que este enfoque más personal será de beneficio mutuo. Estoy segura de que convendrá en que una inspección de la propiedad más próxima e informal representará una ventaja para usted.
Por favor, si le interesa este acuerdo, puede ponerse en contacto conmigo en Las Torres.
Un cordial saludo,
Cordelia Calhoun McPike
C. C. leyó la carta dos veces con los dientes apretados. La habría estrujado si Trent no la hubiera rescatado para volver a guardarla en la carpeta.
—¿He de dar por hecho que no se la informó del acuerdo?
—¿Informárseme? Por supuesto que no se me informó. Esa maldita… Oh, tía Coco, voy a matarte.
—Supongo que la señora McPike y la tía Coco son la misma persona.
—Algunos días cuesta decirlo —giró—. Pero las dos estarán muertas.
—Prefiero soslayar la violencia familiar, si no le importa.
C. C. metió las manos en el peto y lo miró con ojos centelleantes.
—Si su intención sigue siendo alojarse en Las Torres, será imposible evitarla.
—Entonces me arriesgaré —aceptó.