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LA ENFERMEDAD PROFESIONAL

Aquí llegan los doctores

Del Estado servidores

Y se les paga a destajo.

Lo que les manda el verdugo

Lo cosen por un mendrugo:

Y ese es todo su trabajo.

Berlín, 1934. Sala del Hospital de la Caridad. Han traído a un nuevo enfermo. La monja está escribiendo su nombre en la pizarra situada a su cabecera. Dos enfermos de las camas de al lado hablan.

UN ENFERMO: ¿Quién es ese?

EL OTRO: Lo he visto ya en la sala de curas. Yo esperaba junto a su camilla. Todavía estaba consciente pero no me contestó cuando le pregunté qué le pasaba. Tiene todo el cuerpo hecho una llaga.

EL UNO: Entonces no te hacía falta preguntarle.

EL OTRO: No lo vi hasta que lo curaron.

UNA DE LAS MONJAS: ¡Silencio, el profesor!

Seguido de ayudantes y monjas, entra el cirujano en la Sala. Se detiene ante una de las camas y comienza su clase.

EL CIRUJANO: Señores, he aquí un caso muy hermoso que les muestra que, sin preguntas e investigaciones siempre renovadas sobre las causas profundas de la enfermedad, la medicina se convierte en puro curanderismo. El paciente presenta todos los síntomas de una neuralgia y durante mucho tiempo fue tratado en consecuencia. En realidad, sin embargo, padece la enfermedad de Reynaud, que contrajo trabajando como obrero en aparatos de aire comprimido, es decir, una enfermedad profesional, señores. Sólo ahora lo tratamos como corresponde. Por este caso pueden ver lo erróneo que es considerar al paciente sólo como parte integrante del análisis clínico, en lugar de preguntarse de dónde viene el enfermo, dónde ha contraído su enfermedad y adonde volverá cuando haya sido tratado. ¿Qué tres cosas debe saber un buen médico? ¿Primera?

EL PRIMER AYUDANTE: Preguntar.

EL CIRUJANO: ¿Segunda?

EL SEGUNDO AYUDANTE: Preguntar.

EL CIRUJANO: ¿Y tercera?

EL TERCER AYUDANTE: ¡Preguntar, señor profesor!

EL CIRUJANO: ¡Exacto! ¡Preguntar! ¿Y preguntar sobre todo qué?

EL TERCER AYUDANTE: ¡Cuáles son las condiciones sociales, profesor!

EL CIRUJANO: Sobre todo sin temor a investigar la vida privada del paciente, que a menudo, por desgracia, es francamente triste. Cuando un ser humano se ve obligado a ejercer una profesión que a la corta o a la larga lo aniquilará físicamente, de forma que, por decirlo así, muere para no morirse de hambre, no resulta agradable oírlo, y por eso tampoco agrada preguntarlo.

Se dirige con su séquito a la cama del nuevo enfermo.

EL CIRUJANO: ¿Qué le pasa a este hombre?

La superiora le susurra algo al oído.

EL CIRUJANO: Ah.

Lo reconoce superficialmente y de evidente mala gana.

EL CIRUJANO, dando su clase: Contusiones en la espalda y los muslos. Herida abierta en el abdomen. ¿Algún otro síntoma?

LA SUPERIORA, leyendo: Sangre en la orina.

EL CIRUJANO: ¿Diagnóstico al ingreso?

LA SUPERIORA: Desgarramiento del riñón izquierdo.

EL CIRUJANO: Primero habrá que mirarlo por rayos. Hace gesto de alejarse.

EL TERCER AYUDANTE, que anota el historial del enfermo: ¿Causa de la enfermedad, profesor?

EL CIRUJANO: ¿Qué dice ahí?

LA SUPERIORA: Como causa se indica una caída por las escaleras.

EL CIRUJANO, dando su clase: Caída por las escaleras… ¿Por qué tiene atadas las manos?

LA SUPERIORA: El paciente se ha arrancado dos veces las vendas, profesor.

EL CIRUJANO: ¿Por qué?

EL PRIMER ENFERMO, a media voz: ¿De dónde viene el paciente y adonde volverá?

Todas las cabezas se vuelven hacia él.

EL CIRUJANO, carraspeando: Si el paciente está inquieto, denle morfina. Se dirige a la cama siguiente. ¿Qué, nos sentimos mejor? ¿Vamos recuperando fuerzas?

Examina el cuello del paciente.

UNO DE LOS AYUDANTES, al otro: Obrero. Viene de Oranienburg.

EL OTRO, con una mueca: O sea, otro caso de enfermedad profesional.