3
LA CRUZ DE TIZA

La SA ya venía

Rastreando cual jauría

Persiguiendo a sus hermanos.

Los dejan ante el jefazo

Saludando en alto el brazo.

La sangre mancha sus manos.

Berlín, 1933. La cocina de una mansión. El hombre de la SA, la cocinera, la muchacha y el chófer.

LA MUCHACHA: ¿De verdad que no tienes más que media hora?

EL HOMBRE DE LA SA: ¡Hay ejercicios!

LA COCINERA: ¿Qué ejercicios son esos?

EL HOMBRE DE LA SA: ¡Eso es secreto oficial!

LA COCINERA: ¿Una batida?

EL HOMBRE DE LA SA: ¡Te gustaría saberlo! Pero a mí nadie me saca nada. No diré esta boca es mía.

LA MUCHACHA: ¿Y todavía tienes que ir hasta Reinickendorf?

EL HOMBRE DE LA SA: A Renickendorf o a Rummerlsburg, o quizá a Lichterfeld, ¿eh?

LA MUCHACHA, un tanto desconcertada: ¿No quieres comer algo antes de irte?

EL HOMBRE DE LA SA: Nunca me hago de rogar: ¡venga el rancho!

La cocinera trae una bandeja.

Eso es, ¡no hay que irse de la boca! ¡Coger al enemigo por sorpresa! Caerle siempre cuando menos se lo espera. ¡Mirad al Führer cuando está preparando un golpe! ¡Impenetrable! No se sabe nada de antemano. Quizá ni él mismo lo sabe de antemano. Y luego, como un relámpago. Las cosas más increíbles. Eso es lo que hace que nos teman tanto. Se ha anudado la servilleta al cuello. Levantando tenedor y cuchillo, pregunta: ¿No irán a venir de pronto los señores, Anna? Y yo aquí sentado, con la boca llena de mayonesa. Exagerando, como si tuviera la boca llena: ¡Heil Hitler!

LA MUCHACHA: No, siempre llaman antes para pedir el coche, ¿verdad, señor Francke?

EL CHOFER: ¿Cómo dice? ¡Ah sí, claro!

El hombre de la SA, tranquilizado, empieza a ocuparse de la bandeja.

LA MUCHACHA, sentándose a su lado: ¿No estás cansado?

EL HOMBRE DE LA SA: Hecho polvo.

LA MUCHACHA: ¿Pero el viernes estarás libre?

EL HOMBRE DE LA SA, asintiendo: Si no surge algo.

LA MUCHACHA: Oye, arreglar el reloj me costó cuatro marcos y medio.

EL HOMBRE DE LA SA: Qué robo.

LA MUCHACHA: El reloj sólo me había costado doce.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Sigue fastidiándote el dependiente de la droguería?

LA MUCHACHA: Ay Dios.

EL HOMBRE DE LA SA: No tienes más que decírmelo.

LA MUCHACHA: Yo te lo digo todo. ¿Llevas las botas nuevas?

EL HOMBRE DE LA SA, desanimado: Sí. ¿Por qué?

LA MUCHACHA: Minna, ¿ha visto las botas nuevas de Theo?

LA COCINERA: No.

LA MUCHACHA: ¡Enséñaselas, Theo! Se las acaban de dar.

El hombre de la SA, sin dejar de masticar, estira una pierna para que le vean la bota.

LA MUCHACHA: Bonitas, ¿no?

El hombre de la SA mira a su alrededor buscando algo.

LA COCINERA: ¿Le falta algo?

EL HOMBRE DE LA SA: Estoy un poquito seco.

LA MUCHACHA: ¿Quieres una cerveza? Te la traeré. Sale corriendo.

LA COCINERA: ¡Esa se desvive por usted, señor Theo!

EL HOMBRE DE LA SA: Sí, debo de tener algo. Algo fulminante.

LA COCINERA: Los hombres os podéis permitir demasiadas cosas.

EL HOMBRE DE LA SA: Porque a las mujeres os gusta. Viendo que la cocinera levanta un caldero muy pesado: ¿Pero qué hace? Déjeme, eso es cosa mía. Le lleva el caldero.

LA COCINERA: Es usted muy amable. Siempre me ayuda. Pero no todos son tan serviciales. Echando una mirada al chófer.

EL HOMBRE DE LA SA: No haga tantos aspavientos. Lo hago con gusto.

Llaman a la puerta de la cocina.

LA COCINERA: Es mi hermano. Trae la lámpara para la radio.

Deja entrar a su hermano, un obrero.

LA COCINERA: Mi hermano.

EL HOMBRE DE LA SA Y EL CHOFER: ¡Heil Hitler!

El obrero murmura algo que, en caso de apuro, podría interpretarse como «Heil Hitler».

LA COCINERA: ¿Traes la lámpara?

EL OBRERO: Sí.

LA COCINERA: ¿Quieres ponerla enseguida?

Salen los dos.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Qué clase de tipo es?

EL CHÓFER: Un parado.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Viene a menudo?

EL CHÓFER, encogiéndose de hombros: Yo vengo poco por aquí.

EL HOMBRE DE LA SA: Bueno, la gorda no puede ser más fiel a la causa nacional.

EL CHÓFER: Desde luego.

EL HOMBRE DE LA SA: Sin embargo, su hermano puede ser muy distinto.

EL CHÓFER: ¿Sospecha usted algo concreto?

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Yo? No. ¡Nunca! Nunca sospecho nada. Sabe, eso es ya casi una certeza. Y entonces la cosa va en serio.

EL CHÓFER, murmurando: Fulminante.

EL HOMBRE DE LA SA: Así es. Echado hacia atrás y con un ojo cerrado: ¿Entendió usted lo que murmuraba? Imita el saludo del obrero. Puede haber sido «¡Heil Hitler!». Pero no estoy muy seguro. Esos tipos me gustan.

Se ríe a carcajadas. Vuelven la cocinera y el obrero. Ella sirve a su hermano algo de comer.

LA COCINERA: Mi hermano entiende mucho de radio. Y, sin embargo, no le interesa nada escucharla. Sí yo tuviera tiempo la tendría siempre encendida. Al obrero: Y a ti el tiempo te sobra, Franz.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿De veras? ¿Tiene una radio y no la pone?

EL OBRERO: A veces oigo música.

LA COCINERA: Y, sin embargo, se fabricó él mismo, con nada, el mejor de los aparatos.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿De cuántas lámparas?

EL OBRERO, mirándolo desafiante: Cuatro.

EL HOMBRE DE LA SA: Bueno, cada uno tiene su gusto. Al chófer: ¿No es verdad?

EL CHÓFER: ¿Cómo dice? Ah sí, naturalmente.

Entra la muchacha con la cerveza.

LA MUCHACHA: ¡Está bien helada!

EL HOMBRE DE LA SA, poniéndole cariñosamente la mano en la suya: Muchacha, estás sin aliento. No hubieras debido correr así, yo podía esperar.

Ella le sirve de la botella.

LA MUCHACHA: No importa. Le da la mano al obrero. ¿Ha traído la lámpara? Pero siéntese un rato. Seguro que ha hecho todo el camino a pie. Al hombre de la SA: Vive en Moabit.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Dónde está mi cerveza? ¡Alguien se ha tomado mi cerveza! Al chófer: ¿Se ha tomado usted mi cerveza?

EL CHÓFER: ¡No, claro que no! ¿Cómo se le ocurre? ¿Le ha desaparecido la cerveza?

LA MUCHACHA: ¡Pero si yo te la he servido!

EL HOMBRE DE LA SA, a la cocinera: ¡Usted se ha tomado mi cerveza! Riéndose a carcajadas. Bueno, calmaos. ¡Es un truco de nuestra cantina! Tomarse la cerveza sin que nadie se dé cuenta. Al obrero: ¿Iba a decir algo?

EL OBRERO: Un truco muy viejo.

EL HOMBRE DE LA SA: ¡Hágalo entonces! Le sirve de la botella.

EL OBRERO: Bueno. Aquí tengo la cerveza —levanta el vaso—, y ahora viene el truco. Se bebe la cerveza tranquilamente y con placer.

LA COCINERA: ¡Pero se le ha visto!

EL OBRERO, secándose la boca: ¿Ah sí? Entonces es que me ha salido mal.

El chófer se ríe a carcajadas.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Lo encuentra gracioso?

EL OBRERO: ¡Tampoco usted puede haberlo hecho de otro modo! ¿Cómo lo ha hecho?

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Cómo quiere que se lo enseñe, si se me ha soplado toda la cerveza?

EL OBRERO: Aah, es verdad. Sin cerveza no podrá hacer el truco. ¿No conoce otro? Conoceréis más de un truco.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿A quién se refiere?

EL OBRERO: Quiero decir los jóvenes.

EL HOMBRE DE LA SA: Ah.

LA MUCHACHA: ¡Sólo ha sido una broma del señor Lincke, Theo!

EL OBRERO, pensando que es mejor contemporizar: ¡No me lo tomará a mal!

LA COCINERA: Le traeré otra cerveza.

EL HOMBRE DE LA SA: No hace falta. Ya he podido enjuagarme.

LA COCINERA: El señor Theo sabe entender una broma.

EL HOMBRE DE LA SA, al obrero: ¿Por qué no se sienta? No nos comemos a nadie.

El obrero se sienta.

Vivir y dejar vivir. Y de vez en cuando alguna broma. ¿Por qué no? Sólo somos duros en lo que se refiere a la forma de pensar.

LA COCINERA: Tenéis que serlo.

EL OBRERO: ¿Y cómo está ahora la forma de pensar?

EL HOMBRE DE LA SA: La forma de pensar está bien. ¿Por qué? ¿No está usted de acuerdo?

EL OBRERO: Sí. Pero creo que nadie dice lo que piensa.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Que nadie lo dice? ¿Por qué? A mí sí que me lo dicen.

EL OBRERO: ¿De veras?

EL HOMBRE DE LA SA: Claro está que no van a venir a decirle a uno lo que piensan. Hay que ir allí.

EL OBRERO: ¿Adónde?

EL HOMBRE DE LA SA: Bueno, por ejemplo a la oficina del subsidio de desempleo. Por las mañanas vamos a esa oficina.

EL OBRERO: Es verdad, allí se pone a protestar alguno de vez en cuando.

EL HOMBRE DE LA SA: Precisamente.

EL OBRERO: Pero así sólo pueden pescar uno, porque luego los conocen. Y entonces vuelven a cerrar la boca.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Cómo que me conocen? ¿Quiere que le demuestre que no me conocen? A usted le gustan los trucos. Le puedo enseñar uno, porque tenemos muchos. Y, como digo yo siempre, si se dieran cuenta de todo lo que sabemos y de que nunca se saldrán con la suya, quizá renunciarían.

LA MUCHACHA: ¡Sí, Theo, cuenta cómo lo hacéis!

EL HOMBRE DE LA SA: Bueno, supongamos que estamos en la oficina del subsidio de la Münzstrasse. Digamos —mira al obrero— que está usted en la cola delante de mí. Pero antes tengo que hacer algunos preparativos. Sale.

EL OBRERO, guiñando un ojo al chófer: Ahora veremos cómo trabajan.

LA COCINERA: Descubrirán a todos los marxistas, porque no se puede tolerar que lo destruyan todo.

EL OBRERO Ajá.

Vuelve el hombre de la SA.

EL HOMBRE DE LA SA: Naturalmente, yo voy de paisano. Al obrero: Y ahora empiece a protestar.

EL OBRERO: ¿Contra qué?

EL HOMBRE DE LA SA: Bueno, no se ande con rodeos. Siempre tenéis alguna cosa de que protestar.

EL OBRERO: ¿Yo? No.

EL HOMBRE DE LA SA: Está usted escarmentado. ¡Pero no me irá a decir que todo es perfecto!

EL OBRERO: ¿Por qué no?

EL HOMBRE DE LA SA: Así no vamos a ninguna parte. Si no colabora, no iremos a ninguna parte.

EL OBRERO: Está bien. Diré impertinencias. Lo tienen a uno aquí, como sí nuestro tiempo no valiera nada. Y además tardo dos horas en venir desde Rummelsburg.

EL HOMBRE DE LA SA: Eso no vale. Rummelsburg no está más lejos de la Münzstrasse en el Tercer Reich que en la época de los capitostes de la República de Weimar. ¡Venga de una vez!

LA COCINERA: No es más que teatro, Franz. Sabemos que lo que digas no será lo que realmente piensas.

LA MUCHACHA: Por decirlo así, interpretas el papel de un protestón. Puedes estar completamente seguro de que Theo no lo tomará a mal. Sólo quiere enseñarte algo.

EL OBRERO: Bueno. Entonces diré que me paso por el culo a toda la SA, tan bonita como es. Yo estoy a favor de los marxistas y de los judíos.

LA COCINERA: ¡Pero Franz!

LA MUCHACHA: ¡Eso no vale, señor Lincke!

EL HOMBRE DE LA SA, riéndose: ¡Hombre! ¡Entonces lo haría detener sencillamente por el primer poli! ¿No tiene dos dedos de imaginación? Tiene que decir algo a lo que, llegado el caso, pudiera dar otro sentido, algo que realmente pueda decirse.

EL OBRERO: Bueno, entonces tenga usted la amabilidad de provocarme.

EL HOMBRE DE LA SA: Eso no sirve desde hace tiempo. Podría decir que nuestro Führer es el hombre más grande que ha habido en la tierra, más grande que Jesucristo y Napoleón juntos, y entonces usted diría, todo lo más: eso sí que es verdad. Entonces yo seguiría otro método y diría: pero lo que ellos tienen grande es la bocaza. Todo es propaganda. En eso son los amos. ¿Sabéis el chiste de Goebbels y los dos piojos? ¿No? Bueno, pues dos piojos apuestan a quién llega primero de un lado a otro de la boca. Y gana el que da la vuelta alrededor de la cabeza. Es el camino más corto.

EL CHÓFER: Ah.

Todos se ríen.

EL HOMBRE DE LA SA, al obrero: Bueno, ahora arriésguese también a decir algo.

EL OBRERO: Por eso no voy a ponerme a decir sandeces. A pesar del chiste, usted podría ser un soplón.

LA MUCHACHA: eso es verdad, Theo.

EL HOMBRE DE LA SA: ¡Sois todos unos mierdas! ¡A veces me pongo furioso! Nadie se atreve a decir esta boca es mía.

EL OBRERO: ¿Eso lo piensa realmente, o lo dice en la oficina del subsidio?

EL HOMBRE DE LA SA: Eso lo digo también en la oficina del subsidio.

EL OBRERO: Si lo dice en la oficina del subsidio, yo le digo en esa oficina que cuando se tiene el tejado de vidrio hay que ser prudente. Yo soy cobarde y no tengo revólver.

EL HOMBRE DE LA SA: Voy a decirte una cosa, camarada, ya que hablas tanto de prudencia: eres muy prudente, muy prudente, ¡y de pronto te encuentras en el Servicio de Trabajo Voluntario!

EL OBRERO: ¿Y si no eres tan prudente?

EL HOMBRE DE LA SA: Entonces, de todas formas, también. Eso lo reconozco. Por eso se llama voluntario. Bonita voluntariedad, ¿verdad?

EL OBRERO: Entonces podría ocurrir que alguien fuera así de atrevido y los dos estuvierais ante la oficina del subsidio y que usted lo mirase con sus ojos azules, de forma que él dijera algo sobre la voluntariedad del servicio de trabajo. ¿Qué podría decir? Pues algo así como: ayer se fueron otros quince. A menudo me pregunto cómo consiguen que lo hagan, si todo es voluntario, y sin embargo, cuando hacen algo no reciben menos que cuando no hacen nada, aunque tendrían que comer más. Entonces me contaron la historia del Doctor Ley y el gato, y naturalmente todo me resultó claro. ¿Conoce la historia?

EL HOMBRE DE LA SA: No, no la conocemos.

EL OBRERO: Pues el Doctor Ley hace un pequeño viaje de negocios con la organización «A la Fuerza por la Alegría» y conoce a un capitoste de la República de Weimar, ya no me acuerdo del nombre, quizá fuera en un campo de concentración, aunque allí no va el Doctor Ley, porque es muy sensato, y el capitoste le pregunta enseguida cómo se las arregla para que los obreros se traguen todo lo que antes no se hubieran tragado de ninguna manera. El Doctor Ley le muestra un gato que toma el sol y le dice: supongamos que quiera usted que se trague una buena ración de mostaza, le guste o no. ¿Qué haría? El mandamás coge la mostaza y se la unta al gato en el hocico y, naturalmente, el animal se la escupe a la cara; de tragársela nada, pero ¡arañazos los que quiera! No hombre, le dice el Doctor Ley a su estilo afable, eso es un error. ¡Míreme! Coge la mostaza con un amplio gesto y, en un abrir y cerrar de ojos, se la mete al infeliz animal por el culo. A las señoras: Ustedes me perdonarán, pero la historia es así… El animal, muy afectado y aturdido, porque le duele muchísimo, se pone enseguida a lamerse toda la mostaza. Ya ve, amigo, dice triunfante el Doctor Ley, ¡se la traga! ¡Y voluntariamente!

Se ríen.

EL OBRERO: Sí, muy divertido.

EL HOMBRE DE LA SA: Ahora vamos un poco mejor. El Servicio Voluntario de Trabajo es uno de los temas favoritos. Lo malo es que ya nadie se atreve a resistirse. Nos pueden dar mierda de comer y todavía les daremos las gracias.

EL OBRERO: No, eso tampoco es verdad. Hace poco estaba en la Alexanderplatz, pensando si debía presentarme impulsivamente en el Servicio Voluntario de Trabajo o esperar a que me llevaran arrastrando. Y entonces sale del almacén de comestibles de la esquina una mujer pequeña y delgada, evidentemente la mujer de un proletario. Alto ahí, le digo, ¿desde cuándo hay aún proletarios en el Tercer Reich, cuando tenemos una Comunidad Nacional, que incluye hasta a los Thyssen? No, dice ella, ¡han subido el precio de la margarina! De cincuenta pfennig a un marco. ¿Me va a convencer de que eso es una Comunidad Nacional? Buena mujer, tenga cuidado con lo que me dice, porque yo soy nacional hasta los huesos. Huesos, dice ella, pero nada de carne, y salvado en el pan. ¡A eso se atrevió! Yo me quedo estupefacto y murmuro: ¡Tiene que comprar mantequilla! ¡Además, es más sana! No hay que ahorrar en la comida porque se debilitan las fuerzas del pueblo, lo que no podemos permitirnos con los enemigos que nos rodean, hasta en los puestos más altos… nos lo han advertido. No, dice ella, nazis somos todos, hasta el último suspiro, que puede venir muy pronto por el peligro de una guerra. Pero cuando, hace poco, dice ella, quise dar mi mejor sofá al Socorro de Invierno, porque al parecer Göring tiene que dormir en el suelo, con todas esas preocupaciones por las materias primas, me dicen en la oficina que ¡preferirían un piano, para «A la Fuerza por la Alegría», ¿sabe?! No hay harina de verdad. Me vuelvo a llevar el sofá del Socorro de Invierno y voy al trapero de la esquina, porque hacía ya tiempo que quería comprarme media libra de mantequilla. Los de la mantequería dicen: hoy no hay mantequilla, compañera, ¿no quiere un cañón? Démelo, le digo, dice ella. Y yo le digo: Pero, buena mujer, ¿para qué quiere cañones? ¿Con la tripa vacía? No, dice ella, si tengo que morirme de hambre, más vale arrasar por completo a toda esa chusma, con Hitler a la cabeza… Pero, le digo, pero, exclamo horrorizado… Con Hitler a la cabeza venceremos también a los franceses, dice ella. ¡Si ya fabricamos gasolina con lana! ¿Y la lana?, digo yo. La lana, dice ella, la fabricamos ahora con gasolina. ¡También necesitamos lana! Cuando una buena pieza de lana de los viejos tiempos llega al Socorro de Invierno, se la disputan los del Partido. Si Hitler lo supiera, oiga, pero ese no sabe nada, le importa un pimiento, al parecer no hizo ni el bachillerato. Bueno, yo no sabía qué decir ante tanto disparate.

Oiga joven, le digo, ¡tengo que ir un momento a la Alexanderplatz! Pero, qué me dice, cuando vuelvo con un agente, ¡no me esperaba ya! Deja de fingir. Bueno, ¿qué me dice de todo eso?

EL HOMBRE DE LA SA, continuando el juego: ¿Yo? Bueno, ¿qué le voy a decir? Quizá le mirase con reproche. Ir corriendo a la Alexanderplatz…, le diría quizá. ¡A ti no se te puede decir nada con franqueza!

EL OBRERO: No se puede. A mí no. Si alguien me confía algo, va listo. Sé cuál es mi deber de camarada y, si mi propia madre me susurrara algo al oído sobre el aumento del precio de la margarina o algo así, me iría enseguida a la sede de la Sección. Denunciaría a mi propio hermano si murmurase del Servicio de Trabajo Voluntario. Y en cuanto a mi novia, si me escribiera que en el campo de trabajo le habían hecho una barriga con sus «Heil Hitler», la iría a buscar: nada de abortos porque, si no actuamos así, si nos ponemos en contra de nuestra propia carne y nuestra propia sangre, el Tercer Reich, al que amamos por encima de todo, no perdurará… ¿Lo he hecho mejor ahora? ¿Está contento conmigo?

EL HOMBRE DE LA SA: Creo que ya basta. Sigue con el juego. Y ahora puedes ir tranquilo a que te sellen la cartilla, te he comprendido, todos te hemos comprendido, ¿verdad, compañeros? Pero en mí puedes confiar, camarada, seré mudo como una tumba. Le da una palmada en el hombro y deja de fingir. Bueno, y ahora se irá a la Oficina del Subsidio de Desempleo y lo detendrán inmediatamente.

EL OBRERO: ¿Sin que usted se salga de la fila y me siga?

ÉL HOMBRE DE LA SA: Sin necesidad de eso.

EL OBRERO: ¿Y sin que le haga una seña a nadie de que hay alguien sospechoso?

EL HOMBRE DE LA SA: Sin necesidad de hacer señas.

EL OBRERO: ¿Y cómo?

EL HOMBRE DE LA SA: ¡Quiere saber el truco! Póngase de pie y enséñenos la espalda. Lo hace girar agarrándolo por los hombros, para que todos puedan vérsela. Luego, a la muchacha: ¿Lo ves?

LA MUCHACHA: ¡Tiene una cruz, una cruz blanca!

LA COCINERA: ¡En mitad de la espalda!

EL CHÓFER: Es verdad.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Y cómo ha llegado hasta ahí? Enseña la palma de la mano: Bueno, ¡aquí está la crucecita blanca que ha pasado ahí de tamaño natural!

El obrero se quita la chaqueta y contempla la cruz.

EL OBRERO: Buen trabajo.

EL HOMBRE DE LA SA: Bueno, ¿verdad? Llevo siempre tiza encima. Hay que pensar un poco, para eso no hay plan. Satisfecho. Y ahora, a Reinickendorf. Se corrige: Tengo allí una tía. No parecéis muy entusiasmados. A la muchacha: ¿Por qué pones esa cara de tonta, Anna? ¿Es que no has comprendido el truco?

LA MUCHACHA: Claro que sí. Qué te crees, tan torpe no soy.

EL HOMBRE DE LA SA, como si se le hubiera estropeado la diversión, extiende la mano: ¡Límpiamela!

Ella le limpia la mano con un trapo.

LA COCINERA: Es que hay que trabajar así, porque quieren destruir todo lo que ha levantado nuestro Führer y nos envidian todos los pueblos.

EL CHOFER: ¿Cómo dice? Tiene toda la razón. Saca su reloj. Voy a lavar el coche. ¡Heil Hitler! Sale.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Qué clase de tipo es ese?

LA MUCHACHA: Un hombre tranquilo. No quiere saber nada de política.

EL OBRERO, levantándose: Bueno, Minna, yo también me voy… Y no me guardes rencor por lo de la cerveza. Tengo que confesar que he vuelto a convencerme de que nadie que tenga algo contra el Tercer Reich puede salirse con la suya, eso es una tranquilidad. Por lo que a mí se refiere, nunca tengo contacto con esos elementos destructores, aunque me gustaría encontrarme con alguno. Pero no tengo vuestra presencia de ánimo. Clara y distintamente: Bueno, Minna, muchas gracias y ¡Heil Hitler!

LOS OTROS: ¡Heil Hitler!

EL HOMBRE DE LA SA: Si quiere que le dé un buen consejo, será mejor que no parezca tan inocente. Eso llama la atención. Conmigo puede permitirse algún pequeño desahogo, porque sé entender una broma. Bueno, ¡Heil Hitler!

Sale el obrero.

Un tanto deprisa se han largado los muchachos. ¡Como si les hubiera entrado algo de repente! Lo de Reinickendorf no hubiera debido decirlo. Están siempre sobre aviso.

LA MUCHACHA: Tengo que pedirte una cosa, Theo.

EL HOMBRE DE LA SA: ¡Suéltalo!

LA COCINERA: Voy a colgar la ropa. También yo he sido joven. Sale.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Qué pasa?

LA MUCHACHA: Te lo diré sólo si sé que no me lo vas a tomar a mal. Si no, no te digo nada.

EL HOMBRE DE LA SA: ¡Venga, suéltalo!

LA MUCHACHA: Es sólo que… Me resulta penoso… necesito veinte marcos del dinero.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Veinte marcos?

LA MUCHACHA: Ya ves, te parece mal.

EL HOMBRE DE LA SA: Es que sacar veinte marcos de la cartilla de ahorros no es algo que me guste. ¿Para qué quieres esos veinte marcos?

LA MUCHACHA: Preferiría no decírtelo.

EL HOMBRE DE LA SA: Vaya. No me lo quieres decir. Eso lo encuentro raro.

LA MUCHACHA: Sé que no vas a estar de acuerdo conmigo, y prefiero no decirte mis razones, Theo.

EL HOMBRE DE LA SA: Si no tienes confianza en mí…

LA MUCHACHA: Sí que confío en ti.

EL HOMBRE DE LA SA: Entonces, ¿quieres que liquidemos nuestra cartilla de ahorros?

LA MUCHACHA: ¡Cómo puedes pensar algo así! Si saco esos veinte marcos, me quedarán todavía noventa y siete.

EL HOMBRE DE LA SA: No necesitas decírmelo tan exactamente. Yo también sé el dinero que hay. Sólo puedo imaginarme que quieres romper conmigo porque quizá estés coqueteando con algún otro. Quizá quieras que él revise las cuentas.

LA MUCHACHA: Yo no coqueteo con nadie.

EL HOMBRE DE LA SA: Entonces dime para qué es.

LA MUCHACHA: No vas a querer dármelo.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Cómo puedo saber que no lo quieres para algo que no está bien? Me siento responsable.

LA MUCHACHA: No es para nada indebido, pero si no lo necesitara no te lo pediría, eso lo sabes.

EL HOMBRE DE LA SA: Yo no sé nada. Sólo sé que todo me resulta bastante turbio. ¿Para qué necesitas de repente veinte marcos? Es una bonita suma. ¿Estás embarazada?

LA MUCHACHA: No.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Estás segura?

LA MUCHACHA: Sí.

EL HOMBRE DE LA SA: Si llegara a enterarme de que te proponías algo ilegal, si me llegara el menor indicio, todo habría terminado, te lo aseguro. Habrás oído decir que todo lo que atenta contra el fruto que germina es el mayor crimen que se puede cometer. Si el pueblo alemán no se multiplica, se acabó su misión histórica.

LA MUCHACHA: Pero Theo, no sé de qué me hablas. No es nada de eso: te lo diría, porque sería también cosa tuya. Sin embargo, sí puedes pensar algo así, te lo diré. Sólo es porque quiero ayudar a Frieda a comprarse un abrigo de invierno.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Y por qué no puede tu hermana comprarse ella el abrigo?

LA MUCHACHA: No puede hacerlo con su pensión de invalidez, son veintiséis marcos mensuales.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Y el Socorro de Invierno? Eso es lo que pasa, no tenéis ninguna confianza en el Estado Nacional-Socialista. Lo puedo ver sólo escuchando las conversaciones de esta cocina. ¿Crees que no me he dado cuenta de que antes has reaccionado muy mal ante mi experimento?

LA MUCHACHA: ¿Cómo que he reaccionado muy mal?

EL HOMBRE DE LA SA: ¡Sí, tú! ¡Exactamente igual que esos tipos que se largaron de pronto!

LA MUCHACHA: Si quieres que te diga la verdad, esas cosas no me gustan nada.

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Y qué es lo que no te gusta, si se puede saber?

LA MUCHACHA: Que hagas detener a esos pobres diablos con engaños y trucos y demás. Mi padre está también sin trabajo.

EL HOMBRE DE LA SA: Bueno, eso es lo que quería oír. De todas formas me lo había imaginado al hablar con ese Lincke.

LA MUCHACHA: ¿Quieres decir que vas a tenderle una trampa por lo que él ha hecho para darte gusto y porque todos lo hemos animado a hacerlo?

EL HOMBRE DE LA SA: Yo no digo nada, ya lo he dicho antes. Y si tienes algo en contra de lo que hago en cumplimiento de mi deber, tendré que decirte que puedes leer en Mein Kampf que el propio Führer no consideraba indigno poner a prueba las convicciones del pueblo y que, incluso, esa fue su tarea durante cierto tiempo, cuando estaba en el Reichswehr, y que lo hacía por Alemania y eso ha tenido grandes consecuencias.

LA MUCHACHA: Si te pones así, Theo, lo que quiero es saber si puedo contar con los veinte marcos y nada más.

EL HOMBRE DE LA SA: A eso sólo puedo decirte que no estoy precisamente de humor para dejar que me saquen los cuartos.

LA MUCHACHA: ¿Cómo que sacarte los cuartos? ¿Es mi dinero o el tuyo?

EL HOMBRE DE LA SA: ¡De pronto tienes una extraña forma de hablar del dinero de los dos! ¿Para eso hemos alejado a los judíos de la vida nacional, para que ahora nuestros propios camaradas nos chupen la sangre?

LA MUCHACHA: ¿No dirás eso por los veinte marcos?

EL HOMBRE DE LA SA: Ya tengo suficientes gastos. Sólo las botas me costaron veintisiete.

LA MUCHACHA: ¿Pero no te las dieron en el servicio?

EL HOMBRE DE LA SA: Sí, eso creíamos. Por eso elegí también las mejores, las de polainas. Y luego nos las cobraron y nos quedamos con dos palmos de narices.

LA MUCHACHA: ¿Veintisiete marcos por unas botas? ¿Y cuáles han sido los otros gastos?

EL HOMBRE DE LA SA: ¿Qué otros gastos?

LA MUCHACHA: Me has dicho que habías tenido muchos gastos.

EL HOMBRE DE LA SA: No me acuerdo. Y no me gusta que me interroguen. Puedes estar tranquila, que no te engañaré. Y lo de los veinte marcos me lo tengo que pensar.

LA MUCHACHA, llorando: Theo, no es posible, me dijiste que no había ningún problema con el dinero y sí que lo hay. Ya no sé qué pensar. ¡Nos tienen que quedar todavía veinte marcos en la caja de ahorros de todo nuestro dinero!

EL HOMBRE DE LA SA, dándole palmaditas en la espalda: ¿Quién dice que no nos queda ya nada en la caja de ahorros? Eso es imposible. Puedes creer en mí. Lo que tú me confías está tan seguro como en una caja fuerte. Bueno, ¿te fías otra vez de tu Theo?

Ella llora, sin responder.

Eso es sólo una crisis de nervios porque has trabajado demasiado. Me voy a mi ejercicio nocturno. Y el viernes vendré a buscarte. ¡Heil Hitler! Sale.

La muchacha trata de contener las lágrimas y va de un lado a otro por la cocina, desesperada. Vuelve la cocinera con un cesto de colada.

LA COCINERA: ¿Pero qué le pasa? ¿Se han peleado? Sin embargo, Theo es un hombre tan recto. Tendría que haber más como él. ¿No será nada serio?

LA MUCHACHA, sin dejar de llorar: Minna, ¿podría ir a casa de su hermano y advertirle de que tenga cuidado?

LA COCINERA: ¿De qué?

LA MUCHACHA: Bueno, es algo que se me ha ocurrido.

LA COCINERA: ¿Por lo de esta noche? No puede decirlo en serio. Algo así no lo haría Theo nunca.

LA MUCHACHA: Ya no sé qué pensar, Minna. Ha cambiado tanto. Lo han estropeado por completo. No anda en buenas compañías. Hace cuatro años que estamos juntos y ahora me parece como si… ¡Por favor, mire si no tengo yo también una cruz en la espalda!