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Era el final del trimestre en la escuela, y el personal estaba sentado en el auditorio, evidentemente igual de aburrido que los estudiantes a los que ellos mismos habían estado dando clases allí. Ahora era el turno del director. Había pasado diez extenuantes minutos haciendo lo que podía para disfrazar sus verdaderos sentimientos hacia el señor Spirey, del Departamento de Construcción, que por fin se retiraba, y otros veinte tratando de explicar las reducciones presupuestarias que habían acabado con toda esperanza de volver a construir el bloque de Ingeniería, en el mismo momento en que la escuela había recibido la oferta de la impresionante cantidad de un cuarto de millón de libras por parte de un donante anónimo para la compra de libros. En la primera fila, Wilt, con cara impasible entre los otros directores de Departamento, fingía indiferencia. Sólo él y el director conocían la fuente de la donación y ninguno de ellos lo revelaría. La ley de Secretos Oficiales lo había establecido así. El dinero era el precio del silencio de Wilt. El trato había sido negociado por dos nerviosos funcionarios de la Embajada de los Estados Unidos y en presencia de dos individuos bastante más amenazadores, ostensiblemente de la división legal del Ministerio del Interior. Pero a Wilt no le había preocupado su actitud. Durante la discusión, había intervenido en el sentido de su propia inocencia y hasta Eva se había mostrado intimidada e impresionada por la oferta de un coche nuevo. Pero Wilt la había rechazado. Le bastaba con saber que el director, aunque nunca entendería por qué, sabría siempre que la Escuela de Artes y Oficios Fenland estaba en deuda con un hombre al que le hubiera gustado expulsar. Ahora tendría que cargar con Wilt hasta que se retirara.

Sólo las cuatrillizas fueron difíciles de acallar. Habían disfrutado demasiado lanzando amoníaco al teniente y desarmando a los centinelas con pimienta para no querer comentar sus hazañas.

—Sólo estábamos rescatando a papi de esa mujer sexy —dijo Samantha cuando Eva, imprudentemente, le pidió que prometiese que nunca hablaría de lo sucedido.

—Y tendréis que rescatar a tu madre y a mí de Dartmoor si no mantenéis cerradas vuestras malditas bocas —había lanzado Wilt—. Y ya sabéis lo que eso significa.

—¿Qué? —preguntó Emmeline, que parecía interesada por el proyecto de atacar una prisión.

—Significa que seréis puestas bajo custodia de padres adoptivos horribles y no estaréis juntas, además. Os repartirán y no podréis visitaros unas a otras y… —Wilt se había lanzado a una descripción dickensiana de hogares adoptivos y el horror de niños maltratados. Cuando terminó, las cuatrillizas estaban subyugadas y Eva lloraba. Lo cual era la primera vez que sucedía y suponía otro triunfo menor. No duraría, naturalmente, pero cuando las niñas se recuperasen, los peligros inmediatos habrían pasado y nadie las creería de todos modos.

Pero el argumento había despertado de nuevo las sospechas de Eva.

—Todavía quiero saber por qué me mentiste acerca de las clases en la prisión —dijo esa noche mientras se desnudaba.

Wilt tenía también respuesta para esto.

—Ya oíste lo que esos hombres del M15 dijeron acerca de la Ley de Secretos Oficiales.

—¿M15? —dijo Eva—, eran del Ministerio del Interior. ¿Qué tiene que ver con eso el M15?

—Sí sí, Ministerio del Interior, Información Militar —dijo Wilt—. Y si quieres enviar a las cuatrillizas al colegio más caro para pseudoprodigios y esperas que no nos muramos de hambre…

La discusión había continuado durante la noche, pero Eva no necesitó muchos argumentos. Los funcionarios de la Embajada la habían impresionado demasiado con sus disculpas y no se había hablado de otras mujeres. Además, tenía a su Henry en casa otra vez y era evidentemente mejor olvidar todo lo que había pasado en Baconheath.

Así que Wilt estaba sentado junto al doctor Board con una ligera sensación de haber logrado algo. Si su destino era enfrentarse con la estupidez y la incomprensión de los demás, había tenido la satisfacción de comprobar que no era la víctima de nadie. O sólo temporalmente. Al final los venció, a ellos y a las circunstancias. Eso era mejor que ser un aburrido triunfador como el doctor Mayfield… o, peor aún, un fracasado resentido.

—Las maravillas nunca cesan —dijo el doctor Board cuando finalmente el director se sentó y comenzaron a salir del auditorio—. ¿Un cuarto de millón en libros de texto actuales? Debe de ser un suceso único en la educación británica. Los millonarios que hacen donaciones generalmente construyen mejores edificios para peores estudiantes. Éste parece ser un genio.

Wilt no dijo palabra. Quizá tener sentido común era una forma de genio.

En la comisaría de Ipford el ex inspector Hodge, ahora meramente sargento Hodge, estaba ante una terminal de ordenador del Control de Tráfico y trataba de limitar sus pensamientos a los problemas relacionados con el flujo de la circulación y los sistemas de aparcamiento en las horas bajas. No era fácil. Todavía no se había recuperado de los efectos del Agente Neutralizador o, peor aún, de la investigación de sus actuaciones que habían comenzado el comisario y el jefe de policía.

Y el sargento Runk no había sido exactamente útil.

—El inspector Hodge me dio a entender que el comisario había autorizado la colocación de micrófonos en el coche del señor Wilt —dijo—. Yo actuaba bajo sus órdenes. Y lo mismo con la casa.

—¿La casa? ¿Quiere decir que en su casa también pusieron micrófonos?

—Sí, señor. Todavía están ahí, por lo que yo sé —dijo Runk—. Hemos contado con la colaboración de los vecinos, el señor Gamer y su mujer.

—Dios mío —murmuró el jefe de policía—, si esto llegara a la prensa…

—No lo creo, señor —dijo Runk—, el señor Gamer se ha mudado y su esposa ha puesto la casa en venta.

—Entonces, quiten de ahí esos malditos aparatos antes de que haya alguien en la casa —gruñó el jefe antes de ocuparse de Hodge. Cuando terminó, el inspector estaba al borde de la depresión y había sido degradado a sargento de la Sección de Tráfico, con la amenaza de ser transferido a la escuela de entrenamiento de perros de policía, como blanco, si metía la pata otra vez.

Para unir el insulto a la injuria, Flint fue ascendido a jefe de la Brigada de Estupefacientes.

—Ese tipo parece tener un talento natural para esta clase de trabajo —dijo el jefe de policía—. Ha hecho una labor notable.

El comisario tenía sus reservas, pero se las guardó para sí.

—Creo que le viene de familia —dijo juiciosamente.

Y durante las dos semanas del juicio, el nombre de Flint apareció casi diariamente en el Ipford Chronicle, e incluso en alguno de los diarios nacionales. La cantina de la policía había hervido de alabanzas. Flint, el Justiciero de la Droga. Casi: Flint, el Terror de los Juzgados. A pesar de todos los esfuerzos que hizo la defensa por cuestionar, con toda justificación, la legalidad de sus métodos, Flint había contado con hechos y cifras, tiempos, fechas, lugares y pruebas, todos ellos auténticos. Había bajado del estrado de los testigos conservando aún la imagen del policía de antaño con su integridad aumentada por las insinuaciones malévolas. Al público le bastaba compararle con la fila de los despreciables acusados para ver dónde estaba el interés de la justicia. El jurado y el juez habían sido convencidos. Los acusados habían recibido sentencias que iban desde nueve a veinte años y Flint había ascendido a comisario.

Pero los logros de Flint iban más allá de la sala del tribunal hasta áreas donde todavía prevalecía la discreción.

—¿Qué ella se trajo la droga de sus primos de California? —explotó lord Lynchknowle, cuando le visitó el jefe de policía—. No creo ni una palabra. Es una mentira.

—Me temo que no, amigo. Es absolutamente seguro. La metió en una botella de whisky libre de impuestos.

—Dios mío. Yo pensaba que la había conseguido en esa maldita escuela. Nunca estuve de acuerdo en que fuera allí. Toda la culpa es de su madre. —Hizo una pausa y se quedó mirando vacuamente las ondulaciones de las praderas—. ¿Cómo dijo que se llamaba eso?

—Fluido Embalsamador —dijo el jefe de policía—. O polvo de Ángel. Normalmente se lo fuman.

—No comprendo cómo se puede fumar un fluido embalsamador —dijo lord Lynchknowle—. No hay quien entienda a las mujeres, ¿verdad?

—Nadie en absoluto —dijo el jefe, y con la seguridad de que el veredicto del juez sería muerte accidental, le dejó para tratar con otras mujeres cuyo comportamiento superaba su comprensión.

De hecho fue en Baconheath donde los resultados de la obsesión de Hodge por la familia Wilt se sintieron de manera más aguda. En el exterior de la base, el grupo de Mavis Mottram de Madres Contra la Bomba se había visto aumentado con mujeres de todo el país y se había convertido en una manifestación multitudinaria. Un campamento de tiendas de campaña y cabañas se había montado alrededor de la alambrada, y las relaciones entre los estadounidenses y la policía local de Fenland no se habían visto mejoradas por las escenas en la televisión de mujeres británicas de mediana edad y muy respetables, gaseadas y llevadas esposadas a ambulancias camufladas.

Para empeorar aún más las cosas, la táctica de Mavis de bloquear la zona civil había provocado varios incidentes violentos entre mujeres estadounidenses que querían escapar al aburrimiento de la base para ir de compras a Ipford o Norwich y las Madres Contra la Bomba que se negaban a dejarlas salir, o aún peor, las dejaban salir, pero no volver a entrar. Estos escándalos se veían en la televisión con una frecuencia que había provocado un conflicto entre el ministro del Interior y el secretario de Estado para la Defensa, insistiendo cada uno en que el otro era el responsable de mantener la ley y el orden.

Sólo Patrick Mottram se había beneficiado. En ausencia de Mavis, había abandonado las hormonas de la doctora Kores y había recuperado sus antiguos hábitos con las estudiantes de la Universidad a Distancia.

También dentro de la base había cambiado todo. El general Belmonte, que todavía sufría los efectos de ver un pene gigante circuncidarse a sí mismo y luego convertirse en un cohete y explotar, se había retirado a un hogar para veteranos dementes en Arizona, donde lo mantenían confortablemente sedado y se podía dedicar a soñar despierto con los días felices en que los B52 habían destruido la jungla vacía de Vietnam. El coronel Urwin había vuelto a Washington y a un jardín lleno de gatos en el que cultivaba aromáticos narcisos perfectos y empleaba considerable inteligencia en el problema de mejorar las relaciones angloestadounidenses.

Fue Glaushof el que más sufrió. Había sido relegado al terreno más aislado de pruebas radiactivas en Nevada y dedicado a quehaceres en los que su seguridad personal estaba en peligro constante y era de su única y sola responsabilidad. Y sola era la palabra. Mona Glaushof se había ido con el teniente Harah a Reno para tramitar el divorcio y vivían confortablemente en Texas, con su pensión alimentaria. Era un buen cambio desde el húmedo Fenland y el sol no dejaba de brillar.

El sol también brillaba para Eva, mientras se afanaba por la casa y se preguntaba qué prepararía para cenar. Era bonito tener a Henry en casa algo más seguro de sí mismo que antes. «Quizá —pensó mientras pasaba el aspirador a las escaleras— deberíamos irnos los dos solos este verano una semana o dos.» Y sus pensamientos se encaminaron a la Costa Brava.

Pero ése era un problema que Wilt ya había resuelto. Sentado en El Trato a Ciegas con Peter Braintree, había pedido dos jarras más.

—Después de todo lo que he pasado este trimestre, no voy a permitir que las cuatrillizas conviertan mi verano en un infierno en algún maldito camping —dijo alegremente—. He hecho ya los arreglos. Hay una colonia en el País de Gales donde hacen alpinismo y montan ponis. Pueden desgastar su energía y la de los instructores. He alquilado una casita de campo en Dorset y voy a ir allí a leer otra vez Jude el oscuro.

—Parece un libro un poco triste para las vacaciones —dijo Braintree.

—Saludable —dijo Wilt—, un buen recordatorio de que el mundo siempre ha sido una casa de locos y que no lo pasamos tan mal dando clases en la escuela. Además, es un antídoto para la idea de que las aspiraciones intelectuales siempre llevan a alguna parte.

—Hablando de aspiraciones —dijo Braintree—. ¿Qué vas a hacer con las treinta mil libras que ese lunático ha adjudicado a tu departamento de libros?

Wilt sonrió para su jarra de la mejor cerveza. «Lunáticos filántropos» era muy adecuado para los estadounidenses con sus bases aéreas y sus armas nucleares, y los idiotas del Departamento de Estado, que suponían que incluso el más bienintencionado liberal inefectivo podía ser un homicida stalinista y miembro de la KGB; y que después soltaban billones de dólares tratando de reparar los desastres que habían provocado.

—Bien, en primer lugar, voy a donar doscientos ejemplares de El señor de las moscas al inspector Flint —dijo por fin.

—¿A Flint? ¿Y por qué a él? ¿Qué tiene que ver con eso?

—Es quien le dijo a Eva que estaba en… —Wilt se interrumpió. No tenía sentido romper los secretos oficiales—. Es un premio —continuó— para el primer poli que arreste al Fantasma Exhibicionista. Me parece un título apropiado.

—Desde luego lo es —dijo Braintree—, aunque doscientos ejemplares me parece desproporcionado. No puedo imaginar ni al más literato de los policías leyendo doscientos ejemplares del mismo libro.

—Siempre puede pasárselos a los pobres tipos de la base aérea. Debe ser terrible tener que vérselas con Mavis Mottram. No es que esté en desacuerdo con sus opiniones, pero esa mujer está definitivamente chalada.

—Todavía te queda un montón de libros para comprar —dijo Braintree—. Quiero decir que a mí me viene muy bien, porque el Departamento de Inglés necesita libros, pero yo no habría creído que el Departamento de Comunicación…

—No pronuncies esas palabras. Vuelvo a Estudios Liberales y a la mierda con esa jodida jerga. Y si a Mayfield y el resto de los mercaderes de estructuras socioeconómicas no les gusta, pueden hacer lo que quieran. Yo voy a hacerlo a mi manera a partir de ahora.

—Pareces muy seguro de ti mismo —dijo Braintree.

—Sí —dijo Wilt, con una sonrisa.

Y lo estaba.